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El don de Juan
El don de Juan
El don de Juan
Libro electrónico177 páginas2 horas

El don de Juan

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Un hombre decide quedarse acostado en su cama todos los domingos y, mientras lo hace, se graba a sí mismo imaginando historias de amor. Podría parecer el video de alguien mediocre y estéril, pero la novela explora el movimiento y la fertilidad imaginativa de ese aparente sedentarismo moderno. La historia imaginada es la de Juan y Carolina, una pareja que se enfrenta a las frustraciones, las vergüenzas, las separaciones, las certidumbres y las dudas que el amor exige y a las que conduce. Alrededor de estas implicaciones del amor, que fluctúan entre un apología y una traición al melodrama, se va definiendo y poniendo en duda cuál es el don que cada uno posee. Juan no sabe muy bien si su don es ser un gran cineasta, tener la capacidad de tener sexo con un número de mujeres que progresivamente va aumentando, la sensibilidad o el amor. El don de Carolina puede ser el amor a su esposo, la desacralización de la maternidad, la doble paternidad de sus hijos compartida con Juan, su divertida sexualidad o la capacidad para estar siempre asediada y querida por los hombres. Para ambos personajes puede haber una forma común de asumir y ser el don: apropiándose y renovando el papel de Don Juan Tenorio.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento9 abr 2013
ISBN9789588732534
El don de Juan

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    El don de Juan - Rodrigo Parra Sandoval

    Auster

    Primera parte

    Sobre el tarot,

    el don del amor

    y el ecológico

    patio original

    Video: El amanecer

    del imaginador

    Los domingos no salgo de la cama.

    Lo he jurado: Los domingos no salgo de la cama para nada, como que me llamo Luis Mejía. A lo sumo para ir al baño que está a dos pasos. Aunque hace un par de años descubrí la manera de no tener que levantarme con ese propósito. No quiero abundar en detalles. Soy un hombre púdico. Y nada más, porque caliento la comida en la cocineta de gas que he colocado sobre una mesita de siete patas. Allí, a mano, está también la nevera. Allí se apilan las frutas, el café, las galletas, las mermeladas, el vino, todo al alcance de un corto movimiento de mi brazo izquierdo. Ni siquiera tengo que mirar la hora, mi reloj de péndulo me la da con sus brillantes campanadas de cobre. De manera que los domingos no salgo de la cama para nada. Lo decidí hace veinte años. Desde entonces los domingos son míos, hago lo que quiero con ellos y lo que quiero desde hace veinte años es no salir de la cama. Es verdad, algunas veces siento curiosidad por lo que sucede en la calle. Escucho voces, frenazos, gente que pasa cantando, susurros de amantes ¿alguien que conozco? Para esos momentos he hecho instalar una cámara de video, de las que usan en los bancos para vigilar posibles robos. Puedo cambiarle dirección, enfocarla, subir el volumen con un mando automático y ver todo en mi televisión. Pero solo miro un par de veces cada domingo, tres o cuatro cuando más, porque me resulta más atractivo lo que sucede dentro de mi cuarto. Así que la mayor parte del tiempo, casi todo el tiempo para ser preciso, el video me enfoca directamente mientras paso el domingo en mi cama, desnudo de cuerpo y espíritu. Saqué la idea de una película que me llegó al alma realizada por un artista muy famoso: Filmó durante dieciocho horas a un hombre que dormía. Eso es cine, eso es arte. ¿Imaginas el cúmulo de dramas que vivía ese hombre mientras lo mirabas dormir y parecía que nada le estaba sucediendo? Y no me refiero únicamente a sus sueños, a sus procesos fisiológicos reflejos, a sus erecciones, a sus poluciones nocturnas. Me refiero sobre todo a la plenitud, a su manera de vivir. Ha elegido el sueño, ha desechado la vigilia. Construye una identidad basada en la memoria del dormir. Esa otra vida. Esa otra identidad. Yo, en cambio, construyo una memoria falsa, o por lo menos espuria, una memoria de la imaginación. De todas maneras una memoria enriquecida, más versátil, que la extreñida memoria del que vive la vigilia como si no existieran otras opciones en el menú. Así transcurren mis domingos desde hace veinte años. No tengo más remedio. No puedo resistir el placer de pasar los domingos en mi cuarto, desnudo, sin salir de la cama. Como una tortuga que, desde mitad de la playa, mira el bosque en que hierven peligros, protegida por su caparazón. Así yo, así yo. ¿Qué más hago tendido en la cama? Me concentro en lo esencial. Esto no es poca cosa en una época que se atumulta para sumergirse en lo secundario. Eso hago. Cosas que tienen que ver con lo que sucede en mi cuarto. Mejor dicho, lo que sucede en mi vida mientras estoy en el cuarto. Desecho la acción y me dedico a lo imaginario. Soy un imaginador. Imagino que debido a lo sorprendente, a lo sobrecogedor que puede llegar a considerarse lo que hago con mi vida, a su innegable valor, la humanidad me premia. Yo paso por una calle de honor que abre la muchedumbre y los hombres me saludan con un aplauso universal. Todos gritan: ¡Bravo! ¡Bravo!. Nada más. Solo eso. Imagino cosas así para darme ánimos. Y porque me produce placer. ¿O a alguien se le ocurre algo mejor que hacer con los domingos? Esto es lo que hago en realidad: Cada domingo imagino una historia. Eso es lo que hago metido en la cama todo el día, imagino historias. De manera que en veinte años he imaginado mil cuarenta historias. ¿Quién ha imaginado más historias? Que yo sepa el que ha imaginado un número cercano ha imaginado mil una, pero no era un hombre, eran varios pueblos imaginando durante siglos. Casi todas, mejor dicho todas mis historias, son historias de amor. Me aburren las historias que no son historias de amor. Es extraño que precisamente yo que nunca he amado a una mujer, que nunca he hecho el amor con una mujer, me empeñe en imaginar historias de amor. ¿O no es extraño? Hoy, precisamente hoy, ha comenzado a salir el sol antes de las seis de la mañana. (El reloj de péndulo no ha dado todavía las seis campanadas). Un sol viperino, abrasivo, que evapora el agua de la borrasca refrescante que nos regaló la noche. Dirijo la cámara hacia la calle. Pasa el carro de la leche tocando la campana. Las madres raspan con sus chancletas de cuero los andenes: Han salido a comprar el pan para el desayuno de sus hijos. Pasa corriendo un voceador de prensa. Escucho el carraspeo del periódico por debajo de la puerta. Descorro las cortinas con una vara. Entra el domingo y toma plena posesión de mi cuarto. Huele a ropa recién lavada, a chocolate espumoso, a mermelada de mora. Imagino las muchachas sacudiéndose los humores de la noche, el sudor que ha humedecido sus espaldas y sus vientres, pensando que hoy deben arreglarse las uñas de manos y pies, depilarse, lavar la ropa interior de la semana. Las escucho bostezar y estirar el cuerpo, arquearse, mostrar los senos de pezones oscuros y erguidos a las fotos de sus novios que despiertan con la luz de la mañana en sus mesitas de noche. Imaginan que ellos las miran con amor y deseo y sienten un estremecimiento de placer. Pienso por primera vez en este amanecer en Juan y en Carolina. Hoy es su día. Han tenido que esperar su turno porque había diez parejas cuyas historias tenía que contar antes. Hoy es su día. Bienvenido Juan. ¿Cuál será tu don? Porque según las cuatro reglas que me he trazado debo concederte un don que le ponga pimienta y picardía a la acción. Ya veremos. Bienvenida Carolina. Sensual, morena y esquiva Carolina de ojos de miel que pervierten al más avezado. Se me hace que me voy a enamorar de ti. Que te voy a adorar y te voy a herir. Así son las cosas: Del amor nadie sale indemne. ¿O me enamoraré de Juan? Pero existe aún otra restricción, una segunda regla de la narración, que me he propuesto para imaginar historias: Alguien debe morir. ¿Qué es una historia en la que no se juega uno la vida? ¿En la que nadie pierde la vida? ¿En la que uno no se gana el derecho a vivir? Una historia baladí, por supuesto. Cualquier personaje puede ganarse la muerte. Inclusive yo. Inclusive yo. Como ha sucedido en alguna ocasión. Comienza a correr la historia. Comienzo a imaginar en este amanecer dominical, comienzo por el don, por la historia del don. El reloj de péndulo da las seis campanadas del amanecer, lentas pero implacables. Hora de comenzar. Cuando anuncie las doce de la noche, dieciocho horas después de comenzar, con la última campanada, terminará la historia. No habrá más plazos. El que esté hablando se quedará con la palabra en la boca como una hirviente bola de caucho que lo ahoga. Esta es la tercera implacable regla que rige la narración. La cuarta regla es la potestad absoluta del imaginador sobre la sexualidad de los personajes. Podrá seducirlos, amarlos, violarlos, estuprarlos, embarazarlos, desposarlos, conducirlos a las más altas cimas de la castidad, como a bien tenga.

    San Francisco de Asís

    Le decíamos San Francisco de Asís sin sospechar en lo que se iba a convertir.

    Éramos compañeros de barrio.Vegetábamos como hongos sentados bajo las frondosas acacias que daban sombra cada tres metros en los andenes. Poco a poco, sin darnos cuenta, nos fuimos convirtiendo en una tribu con sus propias leyes. No nos interesaba romper vitrinas ni fumar marihuana ni asaltar tiendas ni rebelarnos contra los padres. Éramos muchachos más bien aburridos, sin angustias existenciales ni ideológicas. Solo nos fascinaban a los hombres las muchachas y a las muchachas los hombres, eso parecía al menos. Sí, el eterno asunto del amor y el sexo. Todo lo demás era despreciable y estúpido. Leíamos el tarot amoroso y ensayábamos parejas cada semana de acuerdo con sus dictámenes. Los domingos por la noche nos contábamos la historia, cierta o imaginada, de ese amor. No era obligatorio hacer nada que uno no quisiera. Pero lo que se hacía había que contarlo. Había parejas de mano, de beso y de apachiche según el grado de intimidad que lograban. Pero la ley era inexorable: Cada semana había que cambiar. Estaban prohibidos los celos, los amores serios o estables y los embobecimientos románticos. Burlas, escarnios y silbatinas, sapos y gusanos para sus practicantes. El amor cambiaba al azar con las cartas del tarot. Teníamos dos lemas a los que habíamos jurado lealtad: El amor tambien es democrático y obedece al tarot. El amor también es experimental, hay que descubrir todas sus caras. Sospecho que muchas de nuestras historias eran inventadas. Las mías por lo menos lo eran. Las muchachas me ayudaban diligentes a imaginar historias. De esa astuta manera se libraban de mis

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