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Trilogía sentimental
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Libro electrónico274 páginas3 horas

Trilogía sentimental

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Este libro es una trilogía sentimental por dos razones: la primera es que en él hay tres novelas –Un pasado para Micaela, La didáctica vida de Aníbal Grandas y Malena tiene pena, originalmente publicada como La hora de los cuerpos– en las que los sentimientos siempre revalorados y reinterpretados son los móviles desde los cuales todo ocurre y cada personaje tiene sentido; la segunda es que el amor no puede ser menos que una trilogía, es decir, en este libro hay amor porque no hay monogamia.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento9 abr 2013
ISBN9789588732596
Trilogía sentimental

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    Trilogía sentimental - Rodrigo Parra Sandoval

    *

    El sentimentalismo es la superestructura

    de la brutalidad.

    Milán Kundera

    Mientras peinamos las profundidades

    ¿qué monstruos estamos arrastrando?

    George Steiner

    Para Carola y Victoria.

    A Javier Ocampo.

    Solo lo que no cesa de doler

    permanece en la memoria.

    Friedrich Nietzche

    La historia que voy a contarte, Micaela hija, y te llamo hija aunque sea tu abuela porque me sale decirte así, es ante todo una historia de amor. Te la cuento en silencio, sin realmente contártela porque a los viejos nos da por hablar para nosotros mismos aunque en realidad hablemos para muchos y porque es una historia dolorosa y tú no debes saber todavía que el amor es algo más que besos y suspiros. Y sin embargo quisiera regalarte esta experiencia para que no termines como yo encerrada en una casa llena de pájaros, yendo con tu abuelo Lorenzo cada año al hospicio a visitar al otro hombre, a mirarlos leer los manuscritos en que se cuentan una mentirosa versión de sus vidas. Aprovecho que estarás todo el día conmigo, mientras te hago el vestido para la noche de tu coronación, porque me siento menos sola si recuerdo delante de alguien. Además, por pura coincidencia, hoy se cumplen cuarenta años del día en que cambiaron nuestras vidas y tengo que llevar a tu abuelo Lorenzo al hospicio a la misma hora en que sucedieron los hechos: cuando el ocaso empiece a teñir de rojo tu blanco vestido de reina. No quiero contarte una historia desde el principio hasta el fin, cronológicamente, porque no la entenderías como verdaderamente fue. ¿Cómo empezar entonces esta historia? Comenzaré con lo primero que viene a mi memoria que se ha ido acrecentando con sucesivas capas de interpretación hasta convertirse en un tumulto. Comenzaré con la muchacha de alborotadas melenas rubias que era yo y que hace cuarenta años se bajó de una berlina en el pueblo que todavía no se llamaba Silvia, comenzaré con Julio Vidal y, sobre todo, con Lorenzo Quintana, tu abuelo. La muchacha de alborotadas melenas rubias que era yo y que hace cuarenta años se bajó de una berlina sin tener una idea precisa de lo que iba a suceder alrededor suyo, por causa suya aunque también de otros, claro está, y de las leyes de la historia, era prácticamente igual a ti, Micaela, físicamente hablando se entiende. Usaba un grueso faldón de flores estampadas, botas negras y chaleco de cuero y tenía los brazos abiertos porque ya había visto que Julio Vidal, su primo, bajaba corriendo por la calle empedrada. La esperaba con una canasta llena de flores de caracucho y de manzanas agrias que se fueron comiendo por el camino hacia la casa de Miguel Ángel Vidal, su padre. Hacía varios años que no se veían y trataban de adivinar, sin que el otro se diera cuenta, si había permanecido el amor. Pensaban ambos en los lejanos días en un ático de Nueva York en que habían vivido la felicidad y buscaban una segunda oportunidad en los ojos del otro. Pero antes de que pudieran averiguarlo llegaron a la casa de diez habitaciones y se pararon a esperar que Miguel Ángel Vidal les abriera la puerta. Allí estarán, quietos y en silencio, mientras te hablo de otras cosas que debes conocer antes de seguir con su historia. Sé todo esto con la inútil sabiduría de la experiencia porque, aunque ya no tenga alborotadas melenas rubias como entonces, me queda el recuerdo. Y hoy, como una conmemoración, amanecí insomne. A eso se debe que tenga los ojos irritados de evocar lo que quiero contarte: la asombrosa danza de la sangre en el cuerpo de una mujer, el haber cruzado el umbral detrás del cual lo espera a uno el espanto. Pero no te quiero contar solamente lo externo de los hechos, sus bordes engañosos, sino también su íntimo, escondido, devenir. Mira si no a tu abuelo Lorenzo, sentado en la silla forrada con piel de tigre durante cuarenta años en completo silencio para hacerse digno de su historia. Aunque quisiera ya no podría hablar porque se ha olvidado también de esa parte de su vida. Pero se da cuenta de lo que sucede: de todo está al tanto y algunas tardes deja sus escritos abiertos en páginas que quiere que yo lea en un intento por compartir el desmoronamiento del mundo en que nació su silencio y el surgimiento de la modernidad urbana en que vivimos ahora que transforma su gesto de cuarenta años en una mariposa de museo. Escribe constantemente. Piensa que escribiendo no rompe el silencio, la norma creada por su propia autoridad que ordena no hablar mientras él viva. Y tú vienes a preguntarme como siempre me preguntas desde que eras una niña por qué no habla el abuelo y yo tengo que seguir hablando sin hablar para castigar el deseo de pasarte el peso de mis sufrimientos. Porque compartir es de alguna manera dar de lo que se tiene, endosar el recuerdo, hacer que el oído que escucha sea codeudor de nuestra historia. Por eso, Micaela hija, amamos tanto hacer confidencias, porque logramos así volver comunitario lo que nos toca de infierno personal. Y el abuelo Lorenzo sigue pensando con los ojos cerrados como un loro viejo a quien le pesan la lengua y los párpados. De pronto se para y se va a su escritorio de fuelle caminando recostado en las paredes, con una urgencia interior que le devuelve bríos hace rato olvidados y asoma, por momentos, su arrogancia de dueño de tierras, esa virilidad del estilo, esa necesidad de imperio que destruyó un viernes santo con sus propias manos. Escribe con impaciencia y los trazos de su pluma se marcan finos cuando sube la letra y amplios y abundantes de tinta morada cuando baja el palote. Escribe con el temor de no llegar al final de la historia, de no cumplir el rito de cada año. Dosifica su escritura durante los doce meses como quien planea una carrera de largas distancias. Pero todos los años al acercarse el día de la visita al hospicio se lo ve inquieto, tenso, abrumado por el rescoldo de un delirio, pero no un delirio nuevo, sorprendente, nada que apremie, solo un delirio gastado aunque eficiente y terco que le cubre de rocío el labio superior y le produce pequeños volcanes de nerviosismo en las manos. Esas manos inmensas, finas y cuidadas, cubiertas de vellos blancos, brillantes de limpieza, porque tu abuelo se lava las manos a todas horas, se arregla las uñas, se desvanece con piedra pómez las callosidades de otros tiempos, fueron unas manos férreas de guerrillero conservador: son unas manos usadas en todos los oficios: en la tierra, en las armas, en el placer, en las copas, en el ajedrez y en la orden que movió brazos y caballos aquel viernes santo de hace cuarenta años. No son manos inocentes aunque aparentan encontrarse más allá de toda realidad. Si observas con detenimiento verás que tu abuelo Lorenzo no tiene un solo par de manos sino que está dotado de una doble manualidad: una de este mundo con la que lee, come y bebe y otra con la que señala, acusa, aprieta, acaricia, hiere otra realidad, un sueño de lo que fue pero que todavía es, una tibieza de tiempos idos que aún irrita la sangre de sus venas. Siempre escribe tu abuelo Lorenzo, a todas horas escribe, solamente descansa mientras lee, mientras dormita en la silla vienesa forrada con piel de tigre, con los pies cubiertos por medias de lana y babuchas de alpaca. Repasa con los ojos cerrados cada superficie del recuerdo, cada sinuosidad, identifica cada huella digital de su pasado, reconstruye cada minucia de una pisada que dejó en el mundo hace cuarenta años. Algunos días siento sus manos recordándome, siento en sus labios el vino de mis besos de aquellos años, siento sus garras de gavilán crispadas en mis hombros con la violencia de unos celos capaces de nutrir el rencor por el resto de la vida. Cada vez que abandona su escritorio guarda los papeles y cierra con doble llave las gavetas y el fuelle. Pero deja por fuera, en un imperdonable descuido, el papel secante colocado en el sello semioval de madera con azucenas talladas a mano. Durante algunos años sospeché que el descuido del secante era una de sus maneras de hacerme saber lo que ocultaba o, por lo menos, de jugar con mi curiosidad ofreciéndome pistas. Posteriormente he alimentado la noción de que en el fondo de ese acto incoherente con su juramento de silencio yacía solamente una trampa que se ponía a sí mismo y que buscaba la manera de hablar sin hablar. Lorenzo ha sido siempre capaz de eso, de aparentar inocencia, de rodearse de excusas siempre congruentes, como colocadas allí por la lógica misma de las situaciones, sin que él hubiera intervenido. Ha sido un mago para hacer lucir sus detallados planes como un juego del destino, como obra del azar o de las circunstancias. Un tiempo después, sin embargo, llegué a la conclusión de que no había malicia en el asunto del papel secante y decidí armar el rompecabezas sumando año tras año fragmentos de letras en el espejo de mi cuarto de lencería. He ido construyendo de esta manera un manuscrito que pretende descifrar si no literalmente por lo menos a través de adivinanzas razonadas el secreto de Lorenzo. Convivir con un hombre dedicado a construir un misterio crea la necesidad de inventar un misterio propio, de ofrecer una respuesta que no lo haga a uno menos en la crueldad, esa ladina forma que toma el amor que se desvanece pero que no logra la indiferencia. Por esos caminos empecé yo también a construirle una trampa a la presencia de Lorenzo, a su esfuerzo por invadir el precario espacio de nuestra cohabitación, porque sé que lo necesito y que él me necesita pues sin mí no tendría sentido el rito de su silencio y se desmoronaría como un cielorraso de madera carcomido por las termitas. Observa el amanecer en esta casa de ciudad, mira el piano de cola que duerme en el corredor central del patio donde ahora, querida Micaela, te coso el vestido para la fiesta de tu coronación, mira tu coronación ahora, mi coronación hace cuarenta años, la de tu madre hace veinte: el mismo vestido que usé entonces estoy cosiendo para ti porque recuerdo hasta el último prense y te quedará tan bien a ti hoy como me hizo lucir a mí ese día: al verme resplandeciente tu abuelo Lorenzo se sintió capaz de ir contra sí mismo y de casarse con esa sílfide que parecía envuelta en telas de neblina mientras tiraba flores desde la carroza y se sentía acariciada por el deseo de todos los hombres. Mira esta casa de ciudad en que vivimos ahora, este patio central y las tejas de barro cocido que hice traer del tejar del pueblo para conservar el color y la textura de su arcilla, el olor de esa tierra que perfumó mi adolescencia con sus eucaliptos y que me asombró con el perezoso dormido en su ceiba de la que solo bajaba para hacer sus necesidades y para dar a luz, el rumor de su oscuro río que sufría pesadillas en un lecho de piedras, río que mordía mis carnes todos los amaneceres con el helaje de su páramo y los llanos poblados de cadillos y de caracuchos por donde corría después del baño para recuperar el color de la piel. Yo hice el amor con esa tierra y por eso quiero tener aquí su olor y, claro, quiero también que Lorenzo lo adivine, lo sospeche, porque sabe que ninguno de mis actos es gratuito desde hace cuarenta años, quiero que los sufra en su ser del pasado porque en su ser del presente ya no es posible. Mira las pilastras de madera pintadas de verde botella en las que Julio Vidal se recostaba hace cuarenta años en su casa de hacienda, vestido con pantalón bombacho, su camisa de cuadros rojos de grandes trazos, su pipa eternamente en la boca, a mirarme como si me estuviera naciendo una planta de manodeosos florecidos en la cabeza. ¿No te has fijado en la silla en que dormita Lorenzo Quintana? Esa silla vienesa de fino tejido, de patas churriguerescas entibiada por una piel de tigre, esa silla era de Julio Vidal, en ella se sentaba a observar sus acuarelas porque le fascinaba pintar paisajes con animales, mirlas, tigres, ranas, bagres y sobre todo el eléctrico hacinamiento de las luciérnagas en la noche montañera. ¿Ves esos cuadros que poco a poco he ido recogiendo de colecciones privadas, de cuartos de San Alejo? Son los cuadros de Julio Vidal que traen a esta casa la visión de sus ojos, es su mirada de aquella tierra, es como ver con sus ojos de hace cuarenta años, manera amorosa de detener el tiempo, de conservar en colores, en luces y sombras, en formas, la sensibilidad con que él vivió nuestro mundo. En esos cuadros estoy yo, Micaela hija, porque las manos que movieron esos pinceles estaban impregnadas de mi piel. Basta mirar la vitrola que conseguí en un viaje a Nueva York y apreciar la hermosura de la corneta azul para saber que es idéntica a la que tenía Julio Vidal en la hacienda cuando lo vi esa mañana en la barca que cruzaba el lago de aguas heladas mientras detenía, antes de llegar al pequeño muelle de madera, el cable que unía las dos orillas para escuchar El lago de los cisnes. En la adolescencia estas apariciones no tienen la naturaleza de delirio que les ve uno en la madurez de la vida, todo lo contrario, la sorpresa de un hombre hermoso que llega en una barca y que escucha El lago de los cisnes en la mitad del páramo es solamente la lógica aparición de un príncipe encantado, aunque el príncipe haya sido el compañero de juegos infantiles, de viajes a Nueva York más tarde, aunque conozcas cada centímetro de su piel y aunque la sangre lo haga miembro de la propia familia. El lago de los cisnes es el único disco que se escucha en esa vitrola que funciona perfectamente y que he colocado al lado del caballete con la acuarela interminada del lago y la barca que logré salvar del incendio. Todos los amaneceres de estos cuarenta años despierto a Lorenzo Quintana con El lago de los cisnes. Imagino su despertar transvasado en otro tiempo, sintiendo el olor de la sangre y el humo revueltos en sus narices de cazador, herido por el hielo que le baja por la columna vertebral y le deja el miedo arrugado en la piel. Imagino que ha vuelto a vivirlo todo, que no puede esconderse en el olvido. Porque también al anochecer, cuando calculo que está siendo vencido por el cansancio, lo despido con El lago de los cisnes para que sus sueños no puedan huir del momento en el que se paralizó su conciencia. Mira las paredes del patio central de esta casa de ciudad contemporánea cubiertas desde el zócalo hasta el techo de jaulas de alambre ensordecidas por el escándalo de los pájaros, por la agresión de sus colores, por la batahola de sus movimientos puestos allí para recordar ese otro patio de hacienda donde Julio Vidal trasladaba la zoología de la región y de la fantasía a sus acuarelas porque sufría el exilio inverso de vivir en su tierra añorando a Nueva York. Por eso pintaba animales para olvidar la vida urbana y construía rascacielos de jaulas para no olvidarla. Porque Julio Vidal pertenece a otro tiempo, un tiempo preciso y ubicable en el calendario, con un nacimiento y una muerte sucedidas en días precisos de años precisos. Su muerte ha causado incontables estragos en esta casa solamente superados por los destrozos ocasionados por su constante y viva presencia. Basta mirar para darse cuenta de que la casa de Lorenzo Quintana, el hombre más rico del pueblo que todavía no se llamaba Silvia y de las veredas circundantes a cien millas a la redonda, no tenía nada que ver hace cuarenta años con la casa de Julio Vidal. Al lado de la casa de Lorenzo Quintana la de Julio Vidal parecía un payaso en una fiesta de frailes franciscanos porque Quintana era hace cuarenta años, y lo sigue siendo, un hombre sobrio, centrado en lo necesario y a quien le redundaba en los ojos cualquier objeto inútil, cualquier blandura del oído o del sentimiento y su casa en forma de ele tenía camarotes militares en los dormitorios, cuarto de aperos de ensillar y de labranza, grandes barriles de maíz, de fríjol, de melaza, de sal, de petróleo, pieza de alacenas para el pan de leche, para los quesos, para las postreras, cocina de leña, horno y corredores con asientos de madera y comedor con mantel de cuadritos rosados. Más allá el huerto, la mancha de cafetos y el corral para el ordeño. Después los pastizales y la ganadería de carne y leche rodeando la casa hasta donde alcanzaban los ojos en un amanecer despejado. Menos hacia el oriente por la pendiente de la montaña, ya en territorio de páramo, donde un lago de aguas frías marcaba el lindero con las tierras de Julio Vidal. Bastaba mirar para darse cuenta de las diferencias, sobre todo porque Lorenzo Quintana era un chalán endemoniado y le gustaban los caballos negros retintos de fuertes músculos brotados y a Julio Vidal le placía caminar despacio enamorando la naturaleza. Bastaba mirar para darse cuenta de las diferencias. En otra casa, la casa de la niñez, un caserón de diez habitaciones con candelabros de cobre ubicado en la plaza del pueblo, vivían Julio y Miguel Ángel Vidal, su padre. Vivían bajo el mismo techo pero sus horas no coincidían, cada uno tenía su propio tiempo y rara vez se encontraban en el azar de una conversación con ribetes de intimidad. Pero cada uno seguía al otro, lo olía, conocía sus huellas y adivinaba sus pasos en la más leve agitación del aire. Yo iba a esa casa en vacaciones mientras vivía con mis padres pero después, cuando mi padre regresó a Europa y mi madre se fue para Nueva York de donde solo volvió para morir, me fui a vivir con ellos en esa casa de diez habitaciones. Miguel Ángel tenía la doble personalidad del dueño de tierras que desempeña el oficio de notario: era feroz y sin escrúpulos pero amaba la caligrafía, la letra Palmer, las plumas Penguin y la tinta morada. Julio, su hermano Laurentino y la muchacha de alborotadas melenas rubias que era yo aprendimos a hacer palotes y círculos antes que a decir mamá y pasamos largas horas copiando documentos en la notaría mientras nuestros compañeros de edad jugaban en la plaza al cojín de guerra o a las muñecas y las comitivas. Seguimos amando la tinta morada y la caligrafía sin percatarnos de que se había ido convirtiendo en un arte arcaico e innecesario. No era un problema de conocimiento sino una especie de esguince de la conciencia que guardaba intocable el mundo de hace cuarenta años mientras le sobreponíamos sin reticencias el presente. Bastaba mirarle la cara a Miguel Ángel Vidal para darse cuenta de que solamente estaba interesado en las tierras. Pero su amor a los bienes terrenales del hombre iba más allá de la simple lujuria de la acumulación que aquejaba a sus congéneres. Extraía un insano placer, se frotaba violentamente las manos y se bebía un trago de anisado, cada vez que descubría un nuevo camino legal en un pleito de tierras, no importaba que ese pleito hubiera tenido lugar hace dos siglos. Acumulaba casos y jurisprudencias hasta que fue convirtiendo su oficina de notario en un enorme archivo, copiado con diligente letra Palmer morada, que legó a la academia de historia cuando Julio y la muchacha de alborotadas melenas rubias que era yo nos fuimos para Nueva York. Por eso tiene que haber sido él quien pensó

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