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El miedo de olvidar: Memorias
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El miedo de olvidar: Memorias
Libro electrónico399 páginas6 horas

El miedo de olvidar: Memorias

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Alfonso Calderón Squadritto nació en el seno de una familia de emigrantes italianos radicados en Chile. Se formó en la "provincia" chilena, y en liceos y universidades de la educación pública. Desde muy pequeño desarrolló un hábito omnívoro por la lectura y por lo que él denominó "el vicio de escribir". Perteneció a la generación literaria del 50 e incursionó en casi todos los géneros. Admirado como uno de los hombres más eruditos del país y de memoria prodigiosa, dejó sus escritos más personales para ser publicados después de su muerte. El miedo de olvidar es el resultado de ese legado y es la expresión de una vida entera comprometida con la lectura y la escritura. Desde ese tesoro acumulado, repasa su vida y mira su tiempo. Desde su mirada reflexiva se pone al descubierto la óptica privilegiada de la erudición y la belleza de su estilo expresivo. El relato conduce al lector a los distintos mundos donde despliega su vida y en cada uno de ellos nos asombra con sus iluminaciones: la emigración europea en Chile; la dicotomía entre la provincia y la metrópoli; la vida bohemia santiaguina y los perfiles certeros de algunos escritores enigmáticos: Edwards Bello, José Donoso, Tellier, Luis Oyarzún, Teófilo Cid, entre muchos. A esto se suman los agudos registros de la vida cotidiana de periodos turbulentos, como la Unidad Popular y la dictadura, haciendo de este libro un aporte invaluable a la historia cultural de Chile. Su lectura interpelará a venideras generaciones demostrando que, sin el libro y la lectura como compañero de ruta, una vida puede ser dilapidada en una importante medida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 dic 2022
ISBN9789563249781
El miedo de olvidar: Memorias

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    El miedo de olvidar - Alfonso Calderón

    CALDERÓN SQUADRITTO, ALFONSO

    EL MIEDO DE OLVIDAR

    Memorias

    Santiago, Chile: Catalonia, 2022

    269 p.; 15 x 23 cm

    ISBN: 978-956-324-977-4

    ISBN digital: 978-956-324-978-1

    AUTOBIOGRAFÍA

    Ch 920

    Diseño de portada: Amalia Ruiz Jeria

    Fotografía de portada: Archivo personal Teresa Calderón

    Corrección de textos: Hugo Rojas Miño

    Diagramación interior: Salgó Ltda.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

    Patrocinado por:

    Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

    ISBN: 978-956-324-977-4

    ISBN digital: 978-956-324-978-1

    RPI: trámite 7bm87y (21/11/2022)

    © Teresa Calderón, 2022

    © Editorial Catalonia Ltda., 2022

    Santa Isabel 1235, Providencia

    Santiago de Chile

    www.catalonia.cl - @catalonialibros

    A todos los italianos de la familia.

    A los Squadritto, a los Napoli, a los Alioto, a los Basile, a los Baldassare, a los D’Amico, a los Borro, a los Natoli, a los Roncagliolo, a los Piraino, a los Scarinci,

    a los Batignani.

    A los viejos almacenes del cerro Cordillera, de la avenida Playa Ancha, de la calle El Membrillo, de 15 Norte.

    A los parientes olvidados en el cerro El Litre y del cerro Retamo, y al simbólico stiletto siciliano que reservo para mis enemigos importantes en la ocasión adecuada, olvidando la fanfarronada del joven Romeo, un veronés que exclamó: Más homicidas son tus ojos que las espadas de veinte parientes tuyos. Pregunten a alguien de Verona si puede ser eso cierto y permítaseme comenzar…

    De los sicilianos, he heredado la paciencia para la venganza. Se puede agraviar a un italiano, más de una vez. No habrá de olvidar la injuria y, como la mula del Papa de Avignon, guardará la coz siete años para devolverla centuplicada en el momento oportuno. En ello le irá la honra y el placer de reír último y mejor.

    ÍNDICE

    Presentación

    Arturo Infante Reñasco

    Prólogo de Thomas Harris

    Los primeros italianos a Chile

    Desembarcan los primeros sicilianos en Valparaíso

    San Fernando

    Valparaíso de infancia: mi única demagogia

    El sepia de algunas memorias

    Comienzo a escribir mi Diario

    Temuco

    Temuco, único y austral

    A Santiago los boletos

    Yuri Olesha lo dice y yo obedezco: Ni un día sin escribir una línea

    Los libros se van

    Provincianos en Santiago

    A La Serena entonces

    Cayó una estrella. La Serena 1962

    La mudanza nos divide

    El vuelo de la mariposa saturnina. 1964

    1965

    1966

    1968

    1969

    1970

    1971

    1973

    1974

    1975

    1976

    1977

    1979

    El olivo viejo que lloraba 1981

    1982

    1983

    1984

    1985

    1986

    1987

    1988

    1989

    Fuera de ninguna parte 1990

    Máscaras sobre máscaras 1991

    1992

    1993 Traje de Arlequín

    1994

    1995

    El misionero involuntario 1996

    1997

    1998

    1999

    El mirlo burlón 2000

    2002

    La memoria:

    El miedo de olvidar

    Caen las estrellas

    Llegando a Ítaca

    Agradecimientos

    Presentación

    Arturo Infante Reñasco

    No es habitual que el director de la editorial que publica un libro intervenga en él para presentarlo. Pero esta excepción a la regla es un lujo, un honor y menos cabe desairar la invitación de la familia del autor a hacerlo. Tuve la feliz oportunidad de ser el editor de las dos últimas obras de Alfonso Calderón, leer sus libros, compartir espacios con él y disfrutar muchas conversaciones pródigas en erudición, agudeza y sabiduría. Finalmente, compartir el dolor de su inesperada partida.

    Nadie muere en la víspera, dice un viejo refrán y seguramente es así. Pero aquella mañana del 8 de agosto del 2009, y por mucho tiempo más, quedó rondando una sensación de injusticia. Definitivamente no era la hora, Alfonso aún nos debía mucho. Ese patrimonio inmenso, atesorado por miles de exhaustivas lecturas, de ilustración portentosa y excepcional, parecía estar en la plenitud de su sapiencia productiva. Proliferaban las ideas, los proyectos inmediatos y otros de largo aliento. Muy probablemente esta obra que aquí presentamos debía formar parte de esos pendientes.

    Para sus lectores es difícil conciliar que uno de los más insignes memorialistas del país, un cultor de ese género literario híbrido y fragmentario llamado Diarios —con más de tres mil páginas publicadas del registro de su mirada de lo cotidiano— y además de admirable memoria, no hubiese escrito la suya. Sobre el punto discurre: "No siempre un Diario registra la intimidad de quien lo escribe. A veces se convierte en una referencia oblicua o una forma de distanciamiento. No soy, por cierto, un happy few, sino que un paseante benjaminiano que ha hecho de la vida y de los libros una unidad. Alguien a quien la vida cotidiana se le ha brindado como parte de la historia, desde que tomó conciencia de ello".

    Es posible que, como tantos, sintiera que aún no era el momento de ponerse a esa tarea, o que el pudor lo empujara a dilatarla o desistir del propósito. Nunca lo sabremos del todo, pero sí tenemos una pista irrefutable sobre su voluntad de hacerla realidad: en algún momento de su vida le entregó a su hija Teresa escritos que formaban parte de esa memoria y con un mandato imperativo de concluirlas, publicarlas post mortem y contarlo todo.

    Tal vez un acto premonitorio o bien una necesidad de que otro —quien mejor lo conocía y de sensibilidad gemela— otorgara, ordenamiento mediante, la veracidad complementaria, la otra cara del bifronte Jano. Incertidumbres que concluyen definitivamente con la obra que aquí presentamos.

    De su lectura solo se puede decir que estamos ante unas memorias sobresalientes y que Teresa Calderón ha realizado un trabajo admirable sobre la obra de su padre. Ha ordenado el material genuino y esencial en una línea de tiempo que abarca la vida entera, con un relato medular de fluidez y riqueza, desde principio a fin. Es una opinión más cercana al lector que al editor —surgida de una predilección personal sobre este género— ya que la obra tiene todo lo que uno exige de las memorias para entender al autor y sus circunstancias: orígenes familiares, infancia, formación, correlato histórico, sentimientos, pasiones, y por sobre todo, en este caso, una biografía intelectual, vértebra funcional indispensable para comprenderlo plenamente.

    El arranque minucioso del relato que Alfonso hace de su familia de emigrantes italianos, más precisamente sicilianos, con todo el peso de esa cultura en el núcleo del hogar de provincia, echa todas las luces posibles sobre ese paisaje de infancia que pone arquetipos al futuro. Lector precoz e intenso, para quien el libro parece elemento indisoluble de su élan vital; que peregrina por diversas provincias del país siguiendo los destinos laborales del padre, siempre fiel a una vocación literaria que no abandonará jamás. Cada uno de esos lugares marcará su memoria al extremo de la nostalgia perpetua.

    Como en todos los grandes libros de memorias, aquí el lector puede recorrer distintos senderos para llegar al personaje y cada uno de ellos puede ser un universo en sí mismo. Es el caso de este Chile escindido entre Santiago y la provincia, un abismo en progreso que a los ojos de hoy se nos presenta como una dicotomía eterna y fatal. Otro sendero es la bohemia santiaguina de la segunda mitad del siglo pasado donde, es uno de sus animadores principales, testificando certeras miradas sobre pares y amigos: Teillier, Bebía para retener días idos, y cantarlos, para no soltar de sus brazos la remota infancia. Sacaba todo de algún arcón, en donde amarilleaban las fotografías, y se oía la música de los organillos, y el río Cautín, en los inviernos, se salía arrasando con todo; Donoso seguirá herborizando en la naturaleza, en su tumba de Zapallar, muy cerca de las olas, sin sentir más su propio padecer y el de sus personajes; de su admirado Luis Oyarzún dice: Me sorprende su capacidad para ver el lado oscuro de las figuras intelectuales. Los párrafos dedicados a Pablo Neruda son la réplica de ultratumba a los fastos del centenario del nacimiento del poeta y siguen Lihn, Lafourcade, Edwards Bello, Molina Ventura, Teófilo Cid, entre otros. Uno de los senderos más conmovedores es el de la conciencia, del yo, la introspección, la frontalidad para interpretar las turbulencias de angustias y depresiones que no le daban tregua: Ser yo, ser escritor, ser chileno, ser hombre con familia, ser pobre, ser reflexivo y hallarse a menudo en el lado más próximo al autoagravio, ser el que apuesta siempre al caballo equivocado, cojo o manco, o ser quien confía inútilmente en que alguien pueda descubrirlo, sacándolo de apuros. Repugnancia de aceptar los vínculos con la sociedad tal como ella está hecha, sin un sitio para alguien como yo.

    Imposible consignar aquí todos los caminos y bifurcaciones de esta memoria, pero el puesto del hombre en su tiempo histórico es imperdible y pródigo en datos para historiadores: "Gran lío en la Editorial Quimantú, en la que soy el asesor literario, por la publicación de Historia de la revolución rusa, de León Trotsky. La defensa de este libro ha estado a cargo de Alejandro Chelén, quien se niega a aceptar la protesta del PC. Este sostiene, a través de sus delegados en la empresa, que se trata de un agravio al país a quien debemos apoyo constante, modelo político de moral revolucionaria… Los comunistas ceden, finalmente, pero el PS debe aceptar que se supriman, en el espíritu de armonía, las notas que puso a la edición española el traductor de Trotsky, Andrés Nin, asesinado por orden de los estalinistas durante el ajuste de cuentas".

    O bien esos dramáticos días previos al golpe: "Solo han llegado cinco o seis alumnos a mi clase, en Macul. El Instituto Pedagógico es un desierto, y los muros anuncian algo que parece corresponder al espíritu de Pompeya. Hoy debíamos tratar el fondo histórico de la novela de Blest Gana El ideal de un calavera. Un alumno me pide que no me irrite, ya que ocurre lo mismo en todos los ramos. Al cruzar el patio doy con Armando Cassígoli, quien me ofrece un revólver para la defensa personal. Rechazo el arma. No soy un guerrero ni un asesino".

    O los padecimientos de la dictadura: Vecinos que parecen saber quién soy me injurian por teléfono. Me llaman comunista, ateo y otras cosas peores. Y me amenazan con matarme ‘una noche de estas’. Yo vivo este tiempo con mis hijas y sus maridos mientras esperan a sus hijos. Me vuelve la vieja náusea, el miedo, la inseguridad. La dictadura la siento en el cuerpo, como una malaria, como los efectos de una fiebre reumática. Es algo así como vivir en las riberas de un río que condescendió a pantano. Uno comienza a pudrirse y se mira en el espejo".

    Espero no haber abusado de citas llevado por el entusiasmo de la lectura y las ganas de transmitirlo. Pero estoy seguro que estamos frente a un libro de importancia clave en la memoria literaria e histórica de Chile. Que además nos adentra en un personaje de excepción, en todas sus dimensiones y profundidades, cuya trayectoria interpelará a muchas generaciones posteriores, demostrando que sin lectura y escritura, sin el libro como compañero de ruta, una vida puede ser desperdiciada en muy importante medida.

    Arturo Infante Reñasco

    Prólogo de Thomas Harris

    El libro que el lector tiene en sus manos es más que un libro, parafraseando, con una variante a Alexander Pope o la película homónima de Michael Gondry, es el eterno resplandor de una mente sin recuerdos, múltiples recuerdos que abarcan desde los años 30 del siglo pasado hasta los primeros años del siglo que ahora corre; pero que también realiza en una suerte de flashbacks cinematográficos —arte del que mucho abrevó— en magníficas crónicas y diarios de vida, como también en su única novela y muchos libros de poesía, que van desde el centenario de Chile, la llegada de sus antepasados sicilianos a Valparaíso, y más, la Francia de Balzac, el Berlín de Walter Benjamin, el Burdeos de Montaigne, y de ahí un nuevo salto a la Segunda Guerra Mundial, como al país de las Hespérides o Lesbos, o la remota Isla de los Bienaventurados, donde, como dice el epígrafe del poemario, ningún bienaventurado halló. Es decir, son las memorias de un gran memorioso, editadas por su hija mayor, la poeta Teresa Calderón, que contienen lo que puede contener un libro de esa mente prodigiosa en memoria —porque la memoria en sí, como afirma Carlos Peña, ya es una selección de lo posible de ser recordado, una edición subjetiva de lo sucedido, de la verdad—, en memorias propias y en memorias de memorias de otros. Quizá, si somos más precisos, este es un libro de la memoria que Teresa guarda de su padre, o de la memoria de Alfonso Calderón, cuya edición final es de ella misma. A la vez, las memorias de Alfonso y un homenaje a él de su hija.

    La Memoria es, por lo tanto, un libro de las memorias de Alfonso Calderón, recogidas de textos inéditos y editadas-reunidas en el presente volumen, fundamentalmente de sus diarios, que van cronológicamente desde La valija de Rimbaud (1939-1951) hasta Palimpsesto. Retorno a Sicilia, 2006, que es el último libro de sus diarios (de vida o de viajes) que consigna la fecha más reciente a su muerte y que se nutre de hitos fundamentales de la vida de este multifacético escritor: desde la llegada de sus primeros antepasados de Sicilia; sus trabajos y sus días; sus amores y desamores; su generación literaria; su relación con la política y la docencia, con la Biblioteca Nacional, casi siempre una casa que lo albergó y a la cual le dio años de su vida, y no siempre fue un cobijo sino también motivo de desazón e ingratitud; su familia; el vicio impune como llamaba Alone al, a la vez, demandante y orgiástico de la lectura, como al placer, como todo placer, tantas veces destructivo, de la escritura, quizá el que consumió la mayor cantidad de tiempo de su vida.

    Si bien Alfonso Calderón ha sido reconocido, merecida aunque paradójicamente, como cronista y por su prodigiosa memoria, como por su innegable pertinencia intelectual, sabemos, o podemos afirmar porque lo conocí muy de cerca, en el trabajo de la Biblioteca Nacional, como padre de mi mujer y como un amigo mayor y maestro, al cual mucho le debo, y, sobre todo, porque lo he leído y admirado su pluma desde antes de conocerlo personal y familiarmente, que su voluntad literaria era fundamentalmente la escritura, más allá del género al que se adscribiera.

    A veces, el texto, la escritura, como él decía, le llegaba en forma de poesía y pergeñaba en menos de un semestre hasta cinco o seis libros de poesía. La novela tampoco estuvo fuera de la textualidad que practicó, mutatis mutandis: Toca esa rumba Don Azpiazú. Y otros libros, además, que cruzan fronteras genéricas o, simplemente, las inventan, tal Ángeles de una sola línea o Ventura y desventura de Eduardo Molina.

    Pero si hemos de ser precisos en relación con su literatura, era el Diario el espacio escritural en que se sentía más a sus anchas, y su particular datación y fragmentación, el modo en el cual su escritura se expandía por aquella propuesta que Ítalo Calvino llamó Multiplicidad en sus también truncadas, por una muerte súbita e inesperada, Seis propuestas para el próximo milenio; es decir, la obsesión enciclopédica, el ansia de la abarcabilidad, la voluntad que tiende hacia el todo, pero irrevocablemente distanciado del sistema de una noción de obra cerrada y en un permanente escenario textual de work in progress.

    De ahí que la forma del Journal en la línea de Julien Green, o, en Chile, el Diario de Luis Oyarzún, como él mismo lo destacara más de una vez, ocupó y preocupó la mayor extensión de su ya vasta escritura. Es decir, sus Diarios fueron su novela permanente, a sabiendas de que su punto final sería el que ya sabemos, como otro de los proyectos que Calvino menciona en la propuesta ya citada para el milenio que corre con una prisa apabullante: El hombre sin atributos, de Robert Musil. La recherche de Alfonso Calderón hay que buscarla fundamentalmente en sus Diarios, un despliegue de más de tres mil páginas, entre las que destacan Cayó una estrella (1952-1963); El vuelo de la mariposa saturnina (1964-1980); El olivo viejo que lloraba (1975-1986) y Traje de arlequín, entre otros. En ellos están en profusión los trabajos y los días y las afinidades electivas de este homme de lettres múltiple, que coincidía con Borges en que un hombre puede ser todos los hombres y que con su muerte se clausura una generación o, más que eso, un modo de ser cultural e intelectual: entre ellos, Martín Cerda, Ricardo A. Latcham, Jorge Millas, Luis Oyarzún.

    Por último, se debe señalar que el mismo Alfonso Calderón nos recuerda que olvidamos, para así sacudirnos del olvido, que según Sir Francis Bacon era la ignorancia —como para Platón el recuerdo era conocimiento—, y desarrolla el saber expandiéndose en la dúctil memoria alojada no solo en los Diarios, sino que en toda su producción textual, y su radical fragmentariedad y entretejido que hace de su escritura una red estructural con múltiples diálogos y relaciones explícitas y ocultas, declaradas y en clave, en las cuales, sobre todo, radica su modernísima modernidad.

    Los primeros italianos a Chile

    Se puede agraviar a un italiano, más de una vez. No habrá de olvidar la injuria y, como la mula del Papa de Avignon, guardará la coz siete años para devolverla centuplicada en el momento oportuno. En ello le irá la honra y el placer de reír último y mejor. Razonablemente, Walter Scott pudo escribir: ¡La venganza es el plato frío de los italianos!. Sin la posibilidad de vengarse del enemigo, la humillación se volvería insoportable. Privarnos de ella impediría que la ópera existiese. Cuando, a su manera, Caradossi logra matar, por interpósita persona, al abyecto Scarpia, cumple con su ser italiano.

    En la época de Balmaceda, llegaron a Chile entre dos mil y tres mil inmigrantes italianos, la mayor parte se instaló en Valparaíso, aunque algunos, los más arriesgados, partieron hacia Concepción o a la naciente Antofagasta. Piamonteses, sicilianos, genoveses, napolitanos, toscanos, calabreses. Eran parte de los que no quisieron quedarse en Buenos Aires, o un sector que poseía en Chile algunos adelantados, parientes que en pequeños grupos vinieron a tantear terreno. Entre estos emigrantes, estaban mis abuelos. Él se llamaba Salvo Squadritto y venía con su hermano Salvador. De grandes bigotes, miraban el mundo desde lo alto, sin otra fortuna aparente que brazos e ingenio. En Valparaíso, 1917 o 1918, no había prisa. La gente descansaba, reposaba, no se hacía mala sangre. Mi abuelo, Salvo, nervioso, era un adelantado de la angustia, él no podía estar tranquilo. Era nervioso como un caballo purasangre.

    Eran sicilianos, de un pequeño pueblo llamado Olivieri. Ateos, preferían alabar a Sacco y a Vanzetti que al Bambino o San Nicola di Bari, que mi abuela, María Napoli Alioto, tomaba como testigos de las escapadas de mi abuelo. Él tenía un almacén en las proximidades de lo que hoy es la Estación del Puerto, pero —sospecho— sus ingresos provenían del contrabando. No en vano unas santas pistolas dormían bajo su almohada, de continuo, con excepción de las noches en las que salía mar afuera.

    No eran hombres de tipo intelectual, sino más bien de acción directa. Las fotografías que he visto los muestran congregados en torno a algunas damas encaramadas en sus faldas, con un aire —Dios me lo sepa perdonar— de pelanduscas. En las proximidades, hay asados que deliran en el fuego y vino, bastante vino. Parecen haber conquistado recién el Himalaya y, seguramente, para usar una frase de González Vera, suponían que esas mujeres de las fotografías tenían tesoros debajo de los vestidos. "En general —escribió Joaquín Edwards Bello—, los emigrados más útiles han sido gente de la masa, con cerebros virginales. En Chile, conocí solo tres italianos de la nobleza: el conde Baschieri, el conde Palópoli y el príncipe Natoli de Sperlinga. Este último fue el más útil, como que dio clase de esgrima al cuerpo de policía. Palópoli era inteligente y bondadoso, pero nunca ganó un peso. Alejandro Murillo lo llamó a Palópoli con l’Águila".

    Permítanme sostener con vigor mi tesis regionalista. No hay sitio como Sicilia. Por lo menos así lo decía mi abuela (que era de Messina y tenía dieciséis años cuando un hombre bigotudo, Federico Nietzsche, de quien nunca llegó a enterarse, vivía destellando luminosidad e inteligencia feroces allí. El gran pintor Gutusso dice: Hasta cuando pinto una manzana, está Sicilia. Su antepasado en el arte, Antonello de Messina, pintaba como Dios. De niño, hablé el terrible dialecto, pero mi tío José d’Amico, que era genovés, me sugirió olvidarlo, por razones de índole social. Me contaba, en genovés castellanizado, del viaje al Polo del general Nobile, de la Borelli, de la Duse, de D’Annunzio y del Fiume. Creía que el señor Mussolini pondría las cosas en su lugar y que Chile era un paraíso, del que bien valdría la pena eliminar a los inspectores de Impuestos Internos. El bandido de tu abuelo podría resolver fácilmente el problema, si se lo propusiera, agregaba infamante. Sin saberlo, mi abuela, al morir, en 1950, dijo algo parecido al parlamento de Julieta, en el jardín de Capuleto: La vejez es pesada como un plomo.

    Creo que mi tío más pintoresco era calabrés. Se llamaba José Piraino. Solía escupir cuando veía a alguien desagradable. No quiso ir a pelear a la guerra del 14 (como todos mis tíos que vieron la oportunidad de volver a Italia sin pagar y, además, la ocasión de librarse, por un período prudente, de esposas e hijos). Su alegato era memorable y forma parte de los anales familiares: ¿Ir yo a la guerra a pararme en la trinchera? Todos los tudescos dirán: Péguenle balas a ese fornido y temible. Y como yo tengo el tórax grande, ese que sirve para que las mujeres duerman después de hacer el amor, seré como imán para las balas. ¿Por quién me toman? ¿Ah?".

    Recuerdo hoy algunas palabras en dialecto. Creo que un juego de naipes sicilianos se llamaba zicchinetta. Que el paisaje rocoso de la región es el chiarchiaro y, el mejor de todos, un término que imprime carácter, como el sacerdocio, es zuffa, que aquí deberíamos transformar en rosquero. El centro de la vida del italiano de la generación de mis abuelos era el almacén. Se abría todos los días e incluso el domingo. No conversaban jamás en el trabajo. Se anticiparon a la frase de Jotabeche: ¡Caballeros, la tertulia perjudica!. Halagaban al vecindario. Mostraban los dedos al competidor y solían desmerecer sus mercaderías. Tenían una notable propensión a poner un sobrenombre agudo. No eran ortodoxos en cuanto a gustos musicales. Mis tíos genoveses entonaban el Vieni, vieni, vieni, Na Chitarra Romana o Giovanezza. No eran castos ni sobrios en el amor y los que —según he oído— tenían cuernos los llevaban con grave dignidad de procónsules o de podestá. Me parece que esto ocurría más bien por el lado genovés (y esto no es ninguna bandería).

    Nadie ha definido mejor al siciliano que Leonardo Sciascia, el gran novelista actual. En Il giorno della civetta (El día de la lechuza) anota:

    La familia es la única institución verdaderamente viva en la conciencia del siciliano; pero viva más como dramático nudo contractual, jurídico, que como agresión natural y sentimental. La familia es el Estado del siciliano. El Estado, aquello que para nosotros es el Estado, queda fuera: entidad de hecho realizada por la fuerza, y que impone las contribuciones, el servicio militar, la guerra, el carabinero. Dentro de esa institución que es la familia, el siciliano traspone los límites de su propia soledad natural y trágica y se adapta, en un sofisma contractual de relaciones, a la convivencia. Sería pedirle demasiado que traspusiera el límite entre la familia y el Estado.

    Nunca fue fácil la vida para el italiano. En Estados Unidos el problema fue más complejo (y de ello hay constancia expresa en las escenas iniciales de El Padrino II). En enero de 1911, Bartolomeo Vanzetti escribe a su hermana: Aquí la justicia pública se funda en la fuerza y la brutalidad, y pobre del extranjero, y en particular del italiano, que pretenda hacer valer la razón con medios enérgicos: para él se hicieron el bastón de los guardias, las prisiones y los códigos penales. Las últimas palabras de Vanzetti, ante los jueces, en abril de 1927, equivalen, para un italiano, en términos definitivos a la Apología de Sócrates:

    No desearía para un perro, ni para una serpiente, ni para la criatura más miserable y desafortunada de la tierra, lo que yo he tenido que sufrir por culpas en las cuales no incurrí. Pero mi convicción es otra: que he sufrido por culpas que efectivamente tengo. He sufrido por ser radical y, en efecto, soy radical; he sufrido, por ser italiano y, en efecto, soy italiano; sufrí más por mi familia y por mis seres queridos que por mí mismo; pero estoy tan convencido de estar en lo justo, que si usted tuviera el poder de matarme dos veces, y yo pudiera nacer dos veces, volvería a vivir para hacer, de nuevo, lo que hice exactamente hasta ahora.

    Antes de ceder frente a Hitler, Mussolini manifestó enfáticamente a Emil Ludwig que le preocupaba el problema de la emigración (salvo la de sus enemigos), porque, de joven, conoció la situación como obrero que trabajaba en Suiza. Sintió la sublevación juvenil: Tenía —explicó— a la vista los sufrimientos de mis padres; en la escuela me había sentido humillado. Así se arraigó en mí el espíritu revolucionario y viví con todas las esperanzas de los desvalidos. ¿Qué otra cosa hubiera yo podido ser sino un socialista extremista, un blanquista, más aún, un comunista? Siempre llevaba en el bolsillo una medalla de Marx.

    La segunda emigración que acogió Chile fue la de un grupo compuesto por treinta y tres familias que venían de Módena, en la región de Emilia Romaña. Se instalaron en un lugar al oriente de lo que hoy es Capitán Pastene, en tierras del cacique Marileo (habían llegado el 10 de marzo de 1904). Una sociedad denominada Nueva Italia, presidida por Jorge Ricci, obtuvo del gobierno chileno una concesión de dieciocho mil hectáreas. Al año siguiente, llegaron otras familias. El acta de fundación del pueblo, en la colonia Nueva Italia, ocurrió el 11 de marzo de 1905. Era selva pura y merodeaban pumas. Todo estaba por hacer.

    El presidente Pedro Montt hizo un viaje de esfuerzo para rubricar el acontecimiento. De Lumaco a Capitán Pastene, el automóvil que lo acompañó hasta Los Sauces debió ser tirado por bueyes. Era 1907. Seiscientos indígenas fueron a saludar al mandatario. Luego inauguró una biblioteca y le obsequiaron El rey mártir, una exaltada biografía de Humberto I. El ministro de Colonización de Chile, Ricardo Salas, dijo que la Colonia era un compromiso y una esperanza. Italia ha comprendido —agregó— y resuelto con sabiduría el problema de la inmigración de sus hijos, fomentándola en forma garantida para ellos con lo que establece lazos de unión estrecha con los países colonizados por medio del comercio que se establece entre estos y la Madre Patria de los colonos, cimentando sobre esa base, que es la más sólida, las relaciones internacionales.

    Forzados por la realidad concreta, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, muchos italianos quisieron evitarse la norteamericanización de Italia o blanquear su pasado fascista. O ambas cosas a la vez. Vinieron a América, pensando en regresar apenas Borghese hubiese logrado recuperar la herencia yacente del fascismo, pensando en trabajar en lo que pudiesen en el país de espera. Duró. Duró.

    En 1951, dentro del llamado Plan Serena, Gabriel González Videla hizo desecar vegas y pantanos que ocupaban unos veintiséis kilómetros cuadrados entre el puerto de Coquimbo y la Punta de Teatinos. Cinco mil hectáreas fueron divididas entre colonos alemanes e italianos para su explotación. "Un grupo de cuarenta familias —escribe en sus Memorias el gobernante— fueron instaladas por el gobierno en las parcelas de la Vega Sur. La inmigración fue posible gracias a los acuerdos suscritos con el gobierno de Italia, a los medios que proporcionó el Plan Marshall y a las gestiones personales que yo hiciera con el primer ministro De Gaspieri, interesado en radicar en Chile a un grupo de campesinos de su tierra natal: El Trento, al norte de Italia".

    Los vi. Los vi llegar. Rubios, de pelo pajizo, con mujeres trabajadoras, de moños anticuados, miraban (y miré con ellos) tierra, mar y pedregales. Algunos se desesperanzaron, dijeron que sembrar allí sería como volver a hacer la guerra. Trabajaban todos, incluyendo a los niños, que se movían cargados. Alguien logró comprar un coche de segunda mano y parecía que se hallaba en un automóvil prometeico. Tierra, caballos, agua y mosquitos. Los días domingo se reunían en la iglesia de San Francisco o en la plazoleta de la Recova. Vestían sus ternos de domingo y paseaban mirando a sus primas y a sus paisanas. Veían en ellas a las novias, a las mujeres de mañana. Se apellidaban Callegari, Carachristi o Dalbosco. Fueron juntando dinero. Pronto cambiaron de rumbo: arrendaron las parcelas y fueron instalando zapaterías, garajes, almacenes. Prosperaron. Los hijos se integraron. El negocio o la universidad los aguardaba. En treinta años, guardando centavos, trabajando a sol y sombra, manteniendo la unidad del grupo, completaron el ciclo básico del inmigrante. El bíblico heredarás la tierra adquiría, con ellos, un sentido próximo, proyectando la metáfora.

    La inmigración fue considerada, en la polémica social de comienzos de este siglo en Chile, asunto de vida o muerte, para usar los términos de Nicolás Palacios, en Raza chilena (1904). Al ejército de los inadaptados —empleando palabras de Le Bon— lo veía marchar como los bárbaros predatorios listos para invadir Roma. Los países meridionales —anota Palacios— favorecen por todos los medios a su alcance la emigración de su clase inferior, especialmente Italia, para la cual el deshacerse de su clase baja es problema económico, político y social de premiosa necesidad.

    El carácter hospitalario de Chile —siempre según Palacios— lleva a los excesos. Y agrega Palacios: Chile se encuentra preparado para recibir la invasión de los nuevos bárbaros por la propaganda sostenida en documentos oficiales y particulares respecto ‘a la enorme extensión deshabitada de nuestro territorio’; por el desprecio que por nosotros sienten nuestros gobernantes; por las ventajas jamás vistas que ofrecemos a la inmigración; luego acota que también es por la débil o nula resistencia que opondrán nuestros gobernantes a las ‘insinuaciones’ de los ricos agentes de las empresas de emigración y colonización, y porque bajo el pretexto de colonizar se ocultan grandes negociados sobre las tierras del pueblo.

    Repitamos con Edmundo D’Amicis, ahora y siempre para recibir al inmigrante italiano:

    Vosotros acogeréis bien a esta gente, ¿no es verdad? Son voluntarios valerosos que vienen a engrosar el ejército con el cual conquistaréis un mundo. Son buenos, creedlo; son trabajadores, lo veréis, y sobrios y pacientes, que no emigran por enriquecerse, sino por dar de comer a sus hijos, y que se aficionarán fácilmente a la tierra que dará de vivir. Son pobres, pero no es su culpa, y orgullosos cuando se toca a su país, porque tienen la idea confusa de una grandeza y de una gloria antiguas: y alguna vez son violentos; pero vosotros, sin embargo, nietos de los conquistadores de México y del Perú, sois violentos también. Dejadlos que amen todavía y ensalcen de lejos a su patria, porque si fueran

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