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Tan buena Elenita Poniatowska
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Libro electrónico223 páginas3 horas

Tan buena Elenita Poniatowska

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El nuevo libro de Jairo Osorio recoge, en su mayoría, una selección de apostillas publicadas en prensa escrita, entre los años mil novecientos noventa y nueve y dos mil diez. Cuarenta textos de crítica literaria que hablan del gusto del autor, pero también de las broncas y los pesares con que llenan al mundo los malos hombres; escritos con el esmero y la pasión que caracterizan su prosa, a partir de intromisiones en libros proscritos de altillos olvidados.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2017
ISBN9789588869827
Tan buena Elenita Poniatowska

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    Tan buena Elenita Poniatowska - Jairo Osorio Gómez

    Tan buena Elenita Poniatowska

    ¹

    El mismo jueves llegué a la Cruz Roja a ayudar en lo que podía. Me tocó un señor tremendamente lastimado, me acerqué a él y mal podía ver con un ojo; tendría sesenta y cinco años y le tomé la mano. Me insistió: –Acérquese a mí porque voy a morir en un rato y quiero morir viendo una mujer bonita.

    (Una señora bien de San Ángel, en Nada, Nadie)

    Uno escribe con pasión, que es como decir con amor u odio; quizá por eso sea tan difícil volverse un escribano a sueldo.

    En la librería Gandhi no cupieron. Eso dicen. Yo quiero pensar que es otra manera de seguir rememorando las oscuras noches de septiembre de hace exactamente tres años: en la esquina del Parque que da sobre la Avenida Miguel Ángel de Quevedo, una multitud escucha grave –a veces sonriente– las otras voces que hablan de Las voces del temblor: Nada, Nadie. En medio, Ella. Diminuta y hermosa como no me la soñaba. Elegante. Delicada. Tierna al celebrar un feliz apunte de cualquiera de los oradores de la tarde. Por encima de todo, honrada. Honrada y pudorosa.

    La multitud está sentada sobre el césped. Obreros, estudiantes, profesionistas. Ella y sus amigos –en realidad, lo son todos los que la acompañan en el acto– ocupan de manera incómoda una mesa trasteada con apuros y que, puesta entre la frondosidad del jardín público, coloca el aspecto mágico de esta ciudad tibia que es México por la época, pero también la informalidad que caracteriza a los que ahora se congregan. A un lado, los cláxones de los buses suenan parecidos a los llantos y a los gritos y a la impotencia que todos los asistentes rememoran.

    En la presentación de su libro no hay intelectuales. No por lo menos de la estirpe que tenemos nosotros. Los universitarios que leen la presentación a instancias de Ella, que son los que más se pudieran acercar a ese estigma, y el Carlos Monsiváis que también lee, lúcido como siempre, aquí pasan a ser los hombres de corazón solidario que despuntó aquel diecinueve de septiembre de mil novecientos ochenta y cinco, a las siete y diecinueve de la mañana. Un jueves, exactamente.

    Las demás voces que se alzan en la entrega del libro Nada, Nadie salieron del anonimato de las factorías clandestinas que las explotaban y que se desplomaron igual que un castillo de naipes con cientos de obreros adentro: Evangelina Corona, Victoria Munive, Alicia Trueba, costureras y amas de casa que hablan tan inteligentes como si fueran escritoras profesionales de todos los días. Sobrevivientes del terremoto que acusan desde entonces el olor inconfundible de la muerte, un olor a cuerpo sin alma, y que en el solo San Antonio Abad cobró seiscientas compañeras, setecientos talleres de confección de ropa destruidos y cuarenta mil mujeres sin empleo, víctimas del fenomenal engaño llamado ciudad de México. –Yo hacía ojales, yo armaba las prendas, yo era plisadora, yo soy overolista…

    Superbarrios Gómez, el líder popular de las Asambleas de Barrios y vendedor de fayuca en Tepito –una especie de Guayaquil más tenebroso que el nuestro en su peor tiempo–, improvisa. Llegué tarde por estar de cardenista… La gente aplaude. El mitin tempranero del Zócalo para desagraviar del robo de las elecciones presidenciales a Cuauhtémoc Cárdenas, el hijo del Tata Lázaro, aquí continúa en el estruendo de los aplausos. Sus palabras empiezan precisas, porque en realidad México entero es cardenista. Cardenista y Guadalupano. Superbarrios representa eso. Vestido a lo Supermán, un tanto ridículo con su barriga pronunciada, dice las mejores cosas de la noche: el libro no es un testimonio del pasado, es la advertencia del futuro porque las causas que lo originaron están presentes en el país corrupto que se perpetúa en el poder. Ella apenas sonríe, satisfecha.

    A su lado, la hija de Elenita es ya el retrato exacto de la madre. Cualquiera diría que son hermanas; de lo jóvenes y bellas que aparecen, y a pesar de los cincuenta y cinco de Ella. La escucha con el mismo respecto que prodigó a los oradores anteriores. Es la carne de su carne y siente. En realidad yo no empecé haciendo las crónicas, yo empecé como todos: ayudando. Te vacunabas y te ibas a las brigadas. Así empecé a ir a los albergues, a revisar la vigencia de las medicinas, a transitar por las calles y tomar nota de las necesidades de la gente, a hervir peroles y peroles de agua, a cocinar cazuelas y cazuelas de arroz. Recuerdo muy bien que me habló Carlos Monsiváis y me dijo que qué diablos estaba haciendo yo en vez de escribir, pero en ese momento lo que menos quería hacer era escribir. Pensaba que no servía para nada, que lo que había que hacer era ayudar con las manos, ir a los lugares, juntar ropa.

    La gente, su gente, permanece absorta. Ni los cláxones se atreven a interrumpir. "Cuando empecé a escribir es porque la gente necesitaba contar sus cosas, decirlas, y yo escribirlas. Empecé entonces a publicar en La Jornada una crónica diaria. Fueron como días de guerra. Tres meses de escribir una crónica diaria. Para realizar ese tipo de cosas tienes que estar como anestesiada. Pensar únicamente en que tienes que ser eficaz. Y no sólo para escribirlas, sino para lograr otras cosas que venían al lado de las crónicas: que una casa para doña Chelo Romo, que les pusieran unos lavaderos en la vecindad, que se necesitaba una escuela temporal. Había miles de cosas que se derivaban de las crónicas y que también había que hacer".

    Su vestido liviano parece encenderse con las luces de la televisión. Sus palabras levantan entusiasmo, el mismo que producen sus libros. Querido Diego, te abraza Quiela. Hasta no verte Jesús mío. La noche de Tlatelolco (esa otra desgarradura del México moderno). De noche vienes. Fuerte es el silencio

    Por el libro de ahora no cobra. Las regalías de Nada, Nadie están destinadas para ayudar a los damnificados, principalmente a las costureras del Sindicato 19 de Septiembre, a quienes tiene a su lado en cabeza de la dirigente Evangelina Corona. A los damnificados de siempre, repite, porque México está lleno de damnificados de siempre. Por las crónicas publicadas en el periódico La Jornada tampoco cobró. Se me enchina el cuero de sólo pensarlo. La idea de cobrar por un artículo sobre el sufrimiento de la gente me parece una aberración. Además, este es un libro colectivo, añade. Está hecho con el dolor y el trabajo de todos.

    Oyéndola se me ocurre que el nuevo volumen no es más que la continuidad de ese eterno diálogo con la muerte que mantiene y celebra el mexicano. Me pregunto cómo le hizo mi madre después de la muerte de Jan, a los veintiún años; qué hizo cada mañana al levantarse, cómo logró comenzar el día, poner un pie delante del otro. Recuerdo, sí, que cierta vez me dijo que la habían ayudado mucho los paisajes, ver esa gran extensión de tierra yerma al borde de la carretera, el cielo encima también extendiéndose, a veces los árboles, los pinos que van subiendo alto y conforman pirámides verdes que apuntan hacia arriba. También me dijo –en alguna tarde– que sentía que Jan, su único hijo varón, estaba feliz donde estuviera, y que en espíritu la acompañaba, lo sentía a su lado, presente en las ondas del aire, en su propia respiración. Está en mí, termina rememorándola.

    La señora dolida por la matanza en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco mil novecientos sesenta y ocho, vuelve a erguirse con toda su entereza. En verdad, nunca la ha dejado. Es su mayor virtud. Por eso es Ella. En Nada, Nadie las páginas trasudan el Estado que se corrompe: los edificios se doblan porque las normas de calidad y seguridad son burladas; las decenas de colombianos torturados y muertos en las celdas de la Procuraduría los quieren aparecer víctimas del terremoto; el penalista Saúl Abarca, desaparecido desde el doce de septiembre, amanece muerto dentro del baúl de un auto estacionado en la misma Procuraduría y que el sismo no dejó sacar a tiempo; los auxilios para las víctimas se quedan en las manos de los políticos; los gendarmes saquean las ruinas. La Paloma Cordero de De la Madrid, diciéndole a Nancy Reagan: Pásele, pásele, usted perdonará. La carroña en la putrefacción de la tragedia esperada. Idénticos todos. Los corruptos, digo. El mar de escombros los pone a flote.

    Son las nueve de la noche. Los transeúntes que vienen del trabajo, que salen del Metro, no llegan a casa. Su voz dulce los retiene en la esquina de la Avenida. Escuchan que es la historia colectiva de un pueblo que se creía solo, hasta cuando les sucedió esto. Entonces, descubren esa vocación de solidaridad que es la que, inconscientemente, los ha sostenido en la larga pesadilla de los avasallamientos, iniciada por Hernán Cortés, y a la que ni Iturbide, ni los franceses, ni Maximiliano, ni los gringos –tan azarosos esos vecinos–, ni el propio PRI han sido ajenos.

    Los retiene, a esos transeúntes, como la memoria de su hermano Jan, muerto en el año de Tlatelolco. Los obreros ya no se van, o se van, pero quedan en su corazón como el de Ella en el espíritu de todos. El Jardín del Caracol –así se llamará aquel lugar hasta que el nombre vuelva a mí–, y que el príncipe Eduardo García Aguilar me recorriera días antes, seguía con los brazos abiertos recibiendo a los hombres en la noche fresca de septiembre, a tres años de aquella hecatombe. La vida se vengaba así de la muerte.

    Este espacio, igual al espacio de la crónica –para recordar otras de sus palabras– es cada vez mayor. Es como una plaza grande, como el Zócalo, diría Ella, en donde ya cabemos todos. Luego, las voces festivas, tremulantes, se desperdigan por la Miguel Ángel de Quevedo llevando su voz, la de Ella, que son las voces del temblor. Evangelina Corona apenas repite. Tan buena Elenita Poniatowska. Es un amor Elenita Poniatowska.

    (A todos nuestros muertos, pero también a todos nuestros vivos. Coyoacán, septiembre de mil novecientos ochenta y ocho).

    García Márquez cortesano

    ²

    Con sus actitudes frente a los gobiernos de turno, Gabriel García Márquez se parece cada vez más a Mario Vargas Llosa, con quien acabó peleando a las trompadas por esas cosas veniales a las que empuja una fama mal administrada.

    Una disputa de dos viejos amigos –Ernesto Samper y el escritor, muy santafereño el uno y bastante provinciano el otro– la trasladó García Márquez a lo político y le hizo creer a Colombia que era una posición crítica frente a lo nacional.

    La decadencia de García Márquez empezó en la política, y ojalá no se traslade a su literatura, porque nos tocaría seguir leyendo a Germán Arciniegas hasta que cumpla cien años (lo cual hacemos con mayor deleite por el rigor intelectual de sus obras, por su profunda claridad del mundo contemporáneo, y por la verticalidad constante de su vida).

    Moral e intelectualmente es mucho más importante la adhesión del maestro Germán Arciniegas –conciencia lúcida de las Américas– a la candidatura de Horacio Serpa Uribe, que el pronunciamiento retórico del Nobel de Aracataca sobre la educación en un hipotético gobierno pastranista.

    Gabo es un hombre que no necesita del poder, pero le encanta estar con el poder; retratarse con el poder. Eso, solamente, ya lo descalifica como ser humano. Susang Sontang –la maravillosa escritora e intelectual norteamericana– lo advirtió a los lectores hace años, con su certidumbre premonitoria de mujer: García Márquez se pierde en la seducción que ejerce el Poder sobre sus actos. Tan amigo de Felipe González cuando gobernó, como de Aznar cuando lo reemplazó –a pesar de lo visceral y políticamente opuestos–. Pero así es García Márquez.

    Exaltado con el Premio Nobel por su fidelismo y su izquierdismo –dijo cierta crítica internacional en su momento–, derrocha ahora esos réditos sobre los gobelinos palaciegos de la derecha y en los pasadizos oscuros de los regímenes más retardatarios del Continente. Fidel Castro no debe estar jubiloso.

    Núñez buscó el Poder como venganza. Holguín, como un lujo. Caro, como un orgullo. San Clemente, como un honor, dijo José María Vargas Vila. Cabe agregar hoy, en ese listado lapidario de posesos, que García Márquez lo busca para su autocomplacencia.

    El escritor no puede sacrificarse en aras de la vanidad. García, con ese apego político y oportunista, salva su ambición de hombre, pero no la dignidad del creador. El acto de adherir a un candidato que ni siquiera lo ha leído, y ubicado en el otro extremo del espectro ideológico del novelista, sólo habla de su pasión desenfrenada por el trono.

    No toda gran obra se identifica con el hombre que la escribe. En el alma de todo mercenario duerme un traidor, acusó El Divino Vargas Vila. Esa es la gran debilidad y peligro de quien persigue siempre a los soberanos y poderosos. La flaqueza es típica del artista, que necesita nutrirse; el intelectual tiene más arrojo, más reticencia a la hora del requiebro con un amo. Y García Márquez es un reportero, no un pensador³. La diferencia es abismal: el periodista no tiene Partido, tiene pauta.

    García Márquez es un adulador, es un quitamotas de todas las potestades y eso lo desvirtúa como individuo. Lo arroba el poder. Camina detrás de los presidentes para oler el incienso de los privilegios, para encerarse con su tufo. Si quisiera a Colombia le hubiera prestado mejores favores. Por lo menos, la mitad de todos los que ha recibido de la Patria.

    En suma, escribe como un hombre, pero actúa como un cortesano.

    Fastidiando a Borges

    1

    En el libro Fervor de Buenos Aires, Borges apunta en el prólogo a la edición de mil novecientos sesenta y nueve, algo que parece común a los muchachos de todas las épocas: la timidez, y el temor de una íntima pobreza, que trataban, tanto en esos días como en mil novecientos veintitrés –cuando escribió el libro–, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. En aquel tiempo, dice Borges, buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad.

    Los jóvenes de mil novecientos setenta y ocho no sólo éramos tímidos. También padecíamos de la íntima pobreza de no saber nada; incluso, entiendo que la disimulamos con escandalosas naderías y mucho de barriadas y sano noctambulismo, como lo permitía el Medellín de entonces. En esos tiempos creo que únicamente nos faltó la desdicha.

    Cuando el escritor arribó a la ciudad, a finales de noviembre de aquel año, un puñado de amigos que conformaban ya un clan borgiano, tenía al autor por otro de los grandes de la literatura universal. Yo apenas lo había leído en tres o cuatro de sus libros, y en algunos artículos de prensa, suficientes para empezar a referenciar su nombre en el pedestal de los preferidos. La rigurosidad y el arrojo de los adjetivos de su prosa le ganaban mi admiración juvenil, sin comprender por esos días el prodigio estético al que nos arrimábamos. El atrevimiento, a veces el descaro, obró por nosotros.

    El anciano ilustre atravesando las calles de la todavía provinciana Medellín, luego caminando por las rúas empedradas y polvorosas de Cartagena de Indias, soportando tangos mal cantados a media noche y la zalamería de una treintena de curiosos que creyeron demostrarle así la piedad con la que acogían sus textos, el agobio del Poeta por el alboroto del parrandón nocturno, organizado a propósito de su visita y que le obligó a decir lastimeramente, al oído del anfitrión antioqueño: pero, alcaide, ¿qué hice yo para merecerme esto? (Doy fe de la expresión en su boca), fueron instantes que viví a su lado, durante los tres días que estuvo en Colombia, más por curiosidad de adolescentes que por la convicción de su gloria inmortal.

    A los veinte

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