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El volcán y el sosiego: Una biografía de Gonzalo Rojas
El volcán y el sosiego: Una biografía de Gonzalo Rojas
El volcán y el sosiego: Una biografía de Gonzalo Rojas
Libro electrónico796 páginas11 horas

El volcán y el sosiego: Una biografía de Gonzalo Rojas

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Gracias a su cercanía con el autor, su familia y su obra y después de una minuciosa investigación que involucró rescate de archivo y largas entrevistas, Fabienne Bradu traza cronológicamente, pero con un ritmo y tono novelísticos, El volcán y el sosiego, la primera biografía del poeta chileno. Con un carácter narrativo y gracias a una serie de fotografías proveniente del archivo familiar, la obra que el lector tiene en sus manos, por un lado descubre los eventos personales —la relación con los padres, los viajes a través de Chile y del resto del mundo, las amistades y amoríos, el acercamiento a la poesía, etc.—, y por otro, los públicos —la relación con Allende, el encuentro con Neruda, la participación en encuentros y lecturas, la entrega de los premios Reina Sofía y Cervantes—, todos ellos momentos clave en la vida de Gonzalo Rojas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2016
ISBN9786071644404
El volcán y el sosiego: Una biografía de Gonzalo Rojas

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    El volcán y el sosiego - Fabienne Bradu

    TIERRA FIRME


    EL VOLCÁN Y EL SOSIEGO

    FABIENNE BRADU

    El volcán y el sosiego

    UNA BIOGRAFÍA DE GONZALO ROJAS

    Primera edición, 2016

    Primera edición electrónica, 2016

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Fotografía de Gonzalo Rojas: © Cristina Alemparte

    D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4440-4 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Nadie te conozca, ninguno te abarque, que, con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho infinito y lo infinito más.

    BALTASAR GRACIÁN, El criticón

    Lo que llevo dentro de mi corazón no es lo que es mío, ni es lo que no es mío; es lo que llevo dentro de mi corazón.

    ANTONIO PORCHIA, Voces

    Tuve cuidado de no convertir la verdad en un ídolo y preferí que conservase ese nombre suyo más humilde: exactitud.

    MARGUERITE YOUCENAR, Opus nigrum

    Índice

    La figura siamesa de la contradicción

    I. Diáfano viene uno

    II. Aula áulica

    III. La litera de arriba

    IV. Perdí mi juventud

    V. El fuego eterno

    VI. Uno escribe en el viento

    VII. Orompello

    VIII. Cambiemos la aldea

    IX. Los amantes

    X. América es la casa

    XI. Contra la muerte

    XII. Un bárbaro en el Asia

    XIII. Aquí cae mi pueblo

    XIV. Domicilio en el Báltico

    XV. Turpial A-6B

    XVI. Poeta estrictamente cesante

    XVII. Visiting professor

    XVIII. Nieve de Provo

    XIX. Dado lo extremo de la situación

    XX. 80 veces nadie

    XXI. De qué más se te acusa Gonzalo Rojas

    XXII. No haya corrupción

    Epílogo

    Agradecimientos

    Notas

    Bibliografía

    Índice onomástico

    La figura siamesa de la contradicción

    Me parieron dos vientres distintos, fui arrojado al mundo por dos madres, y en dos fui concebido, y fue doble el misterio, pero uno solo el fruto de aquel monstruoso parto.

    Hay dos lenguas adentro de mi boca, hay dos cabezas dentro de mi cráneo: dos hombres en mi cuerpo sin cesar se devoran, dos esqueletos luchan por ser una columna.

    GONZALO ROJAS, El sol y la muerte

    En uno de mis viajes a Chillán, le regalé a Gonzalo Rojas una réplica de una escultura prehispánica, proveniente de Tlatilco, que concentra visualmente los versos de El sol y la muerte. Es una representación de la dualidad: dos cabezas unidas en un solo tronco, con únicamente dos brazos y dos piernas; simboliza el enfrentamiento de las fuerzas contrarias y complementarias del Universo. Después de examinarla un rato, el poeta exclamó: ¡Éste es mi signo! Quizá quería decir: Éste es mi sino.

    La dualidad tiene otro nombre menos neutro y más sancionado: la contradicción. Suele entenderse de manera negativa, en tanto que en poesía es el más alto designio al que aspiran los poetas en su voluntad de inscribir lo viviente en sus versos. Gonzalo Rojas pertenece a este linaje de poetas que, desde la Antigüedad y pasando por el romanticismo y el surrealismo, intentan emular el ritmo intrínseco de la vida en movimientos de contracción y expansión que, en el diccionario privado del chileno, se traducen como diástole y sístole. Mi abolengo está en las vecindades de todos los que vivieron la contradicción, declaró el poeta en una oportunidad.

    El asunto se remonta a la antigüedad egipcia, cuyo léxico inscribe la contradicción en las palabras mismas: viejo-joven, lejano-cercano, ligar-separar, fuera-dentro, día-noche, ejemplos dados por el lingüista Carl Abel, que tanto interesó a Sigmund Freud en su ensayo Sobre el sentido opuesto de las palabras originarias. El compuesto no se decanta por un polo u otro, sino que muestra que uno no existe sin el otro, en un estado de tensión. Por su parte, Freud señala que en latín altus significa alto y profundo; sacer, santo o maldito, es decir, casos en los que el sentido opuesto está enteramente presente sin modificación del sonido. En el mismo tenor, se reconocen algunas expresiones predilectas de Gonzalo Rojas: el mismo viejoven que tomó prestado de Vicente Huidobro, o el místico concupiscente, con el que se definía sin renunciar a ninguno de los términos. La evolución del lenguaje, al igual que los sueños, fue eliminando la contradicción para quedarse con una sola vertiente de la realidad.

    Tres principios rigen el proceso evolutivo de la naturaleza, según los filósofos del romanticismo alemán que Gonzalo Rojas frecuentó con asiduidad en su formación intelectual: el principio de elevación afirma que existe una elevación gradual de las formas que asume la materia, en virtud de la teoría de la serie, la potencia y la metamorfosis; el principio de polaridad, porque en la naturaleza existe un antagonismo entre las fuerzas determinantes de día y noche, positivo y negativo, atracción y repulsión, masculino y femenino, etc., y el principio de identidad, porque, de acuerdo con Schelling, existe una identidad absoluta entre espíritu y naturaleza, que Goethe, en La metamorfosis de las plantas, expresa como un secreto parentesco, y Gonzalo Rojas como red en el abismo de las cosas. No hay nada estático en el proceso de la vida, todo es dinámico y resultado de una tensión entre fuerzas opuestas. ¿Acaso no sucede lo mismo en la poesía? La metamorfosis de lo mismo, como la expresa Gonzalo Rojas, es la fuerza que Goethe procura describir en esta insatisfactoria formulación: Esta fuerza contrae y dilata, forma y transforma, vincula, separa, colorea, descolora, difunde, prolonga, reblandece, endurece, comunica, sustrae, y sólo cuando viéramos en conjunto estas diversas actividades, podríamos conocer del modo más claro lo que he intentado explicar y exponer en todas estas palabras. Entonces, ¿cómo decirlo todo al mismo tiempo y con palabras? Esto es el oficio mayor del poeta.

    Después de leer Oscuro, en una carta del 9 de febrero de 1978, Octavio Paz le asegura a Gonzalo Rojas: esa dualidad también se da en los románticos pero no como juego de contrastes, sino como tentativa de fusión. Y esto es lo que yo veo en tu poesía: una afirmación —brutal, desesperada— que engloba a la muerte y a la vida. En todo caso, más que antítesis habría que hablar de paradoja, en el sentido de Kierkegaard, salto mortal de una orilla a la otra.

    André Breton aseguró la continuación de la búsqueda romántica a través del movimiento surrealista: Todo lleva a creer que existe un punto del espíritu en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo dejan de ser percibidos contradictoriamente, propone en el Segundo Manifiesto. ¿Cómo se busca el punto del espíritu en que los opuestos se reúnen? No ciertamente desvaneciéndolos en una fraudulenta armonía, sino, como invita André Breton, cumpliendo un descenso vertiginoso en nosotros mismos, iluminando sistemáticamente los lugares ocultos y paseando perpetuamente en zona prohibida. La búsqueda no cesará mientras el hombre siga distinguiendo un animal de una llama o de una piedra. Así, afirma André Breton: "Sería absurdo atribuirle un sentido únicamente destructor o constructor: el punto de que se trata es a fortiori éste donde la construcción y la destrucción ya no pueden ser enfrentadas una contra la otra. Dylan Thomas lo resume a su manera en un verso: La oscuridad es un camino y la luz un lugar".

    Tempranamente en su vida, Gonzalo Rojas advierte en el surrealismo la aceptación del principio de contradicción que, hasta entonces, lo carcome como una aberración y del cual busca en vano una salida. Si algo le enseña el surrealismo es que la contradicción es el estado natural del poeta que se abisma en sus propios laberintos, observa las contradicciones que fracturan la realidad y el mundo, y no pretende borrarlas en nombre de la supuesta coherencia o adocenada cordura. Gonzalo Rojas no hace sino dialogar con su representante tenebroso, en quien cree y a quien deja que hable solo, incluso cuando él no entiende bien lo que este oscuro yo le dicta.

    En un breve artículo: La poesía como unión de los contrarios, el filósofo francés Jean Wahl observa que la poesía rebosa de antítesis y que éstas se unen en la esencia de la poesía. Lo que distingue a la poesía de las demás artes es que llega a esta unión mediante las palabras, mediante cierto orden de las palabras. La poesía es conocimiento y asomo a lo desconocido. Por esto, continúa Jean Wahl, es un conocimiento directo y al mismo tiempo transformador: es a la vez condensación y prolongación del tiempo, creación de un tiempo que ya no es el tiempo. El movimiento que realiza la poesía es trascendente porque viene de no se sabe dónde, es decir, que trascendió de lo desconocido hacia nosotros, como trasciende desde nosotros hacia lo desconocido. Entonces, ¿la poesía no se limitaría a expresar la dualidad, sino que la trasciende a través de la tensión entre los opuestos? Gonzalo Rojas lo suscribe y lo realiza en más de un poema, como cuando nombra al silencio: única voz.

    Aunque difícil de comprender y, sobre todo, de cumplir en la poesía, se llega a conceder que la contradicción reviste una connotación positiva y hasta elevada, casi sagrada, en el ámbito de la creación artística. No tan fácilmente se le atribuye la misma virtud en la vida. Sin embargo, la conducta de un poeta en su obra no puede ser distinta de la que rige su existencia. Es más, el poeta no puede crear una obra de estas características si en su vida no está habitado por el principio de contradicción o, al menos, por la conciencia de las contradicciones en las que descansa la vida.

    Píndaro, un poeta celebrado por Gonzalo Rojas, afirmaba: El hombre es el sueño de una sombra. Pero cuando un rayo divino lo toca, una brillante luz lo envuelve, y es un goce la vida. El relámpago es otro sello de Gonzalo Rojas, tanto en la iluminación que persigue su poesía, como en la experiencia que en su infancia constituyó el punto de partida de su comprensión del mundo y del lenguaje. André Breton bautizó cabezas de tormenta a estos poetas habitados por la contradicción. Es un calificativo que Gonzalo Rojas reivindica para sí en repetidas ocasiones. El pintor Eugenio Granell precisa el sentido de la expresión: Cabezas de tormenta no son cabezas atormentadas por el rayo y el trueno, sino cabezas capaces de soportar la violenta descarga eléctrica de las contradicciones y leer claro en el cegador zig-zag mensajero. Hombres lectores, por tanto, de la grafología de los elementos. Por eso pueden retener la eternidad en un instante, lo general en lo particular. Gonzalo Rojas no solamente aguantó la violenta descarga eléctrica de las contradicciones a lo largo de su vida, sino que su poesía electriza mediante procedimientos lingüísticos a un tiempo cegadores e invisibles: el ritmo y la sonoridad fondean antes que el sentido. Es un aspecto de su obra que ha sido destacado en muchos estudios y una sensación corroborada por todos los que lo oyeron leer sus poemas.

    En materia política, el asunto despierta más sospechas y menos unanimidad. Gonzalo Rojas repetía que no era el hombre de la adhesión total, retomando las palabras de André Breton. Con ello quería significar que no estaba dispuesto a sacrificar su capacidad crítica, única garante de su libertad de juicio. Algunos no le perdonaron dicha actitud, que le valió en un momento crítico de la historia de Chile ser simultáneamente condenado por la dictadura militar y por las izquierdas en el exilio. Su caso recuerda la incómoda postura de Octavio Paz en México que, a la par de su hermano de horizonte, era el blanco de los repudios de la polaridad política del momento. Gonzalo Rojas prefería definirse como anarca, sin limitar el calificativo al ámbito político: era más bien un rebelde, un insumiso, a veces un incomprendido, sobre todo en su propio país. Adoramos la costumbre, la cama costumbre, la certeza costumbre, la respiración costumbre como si eso durara. Por eso a los disidentes de la estabilidad nos llaman locos.

    Si se repasaran relampagueantemente otras facetas de la vida de Gonzalo Rojas, irían apareciendo otras contradicciones que, a mi juicio, forman la columna vertebral de su existencia. Poesía de rescate y poesía de vanguardia son las dos cuerdas opuestas que Gonzalo Rojas no cesó de jalar a un mismo tiempo. Poesía de contemplación y poesía activa fueron dos etapas en su vida, no tan aisladas como suelen presentarse. La ambigüedad sellaba su actitud frente a los reconocimientos que desdeñaba al tiempo que los cosechaba. En el terreno amoroso era un apasionado, y llegó a ser cruel con las mujeres que amaba e inmortalizaba en su poesía. Era un hombre cordial y altivo, sin que se distinguieran los motivos de este trato contrastante con sus contemporáneos. Tenía un humor sin par, vivaz, y podía abismarse en las más hondas tinieblas bajo el sol del trópico. Amaba la vida y nunca perdió de vista que la muerte, su tórtola occipital, habitaba los latidos de su sangre. Otras contradicciones surgirán a lo largo de esta biografía que quise como el relato de una vida apasionada, arriesgada, complicada, castigada y, al mismo tiempo, solar y contagiosa. No impongo nada; no propongo nada: expongo, son los términos de Lytton Strachey que resumen mi método y mi ética de biógrafa.

    En efecto, este preámbulo no aspira a ser una defensa del poeta, como tampoco lo es esta biografía, por la principal razón de que Gonzalo Rojas no necesita defensa alguna. A través de estos párrafos acerca de la contradicción sólo quise iluminar el título que di a la biografía: El volcán y el sosiego, retomando una confesión del propio poeta: siempre funcionó en mi adolescencia la imantación y el reclamo de dos polos: el volcán y el sosiego. Eran las médulas de su talante.

    Gonzalo Rojas pidió que se le juzgara sobre lo que había hecho y no sobre lo que no había hecho. Lo mismo pido yo ahora.

    Diciembre de 2015

    Gonzalo Rojas con su madre. Lebu, 1921.

    Archivo familiar.

    I

    Diáfano viene uno

    PARA los festejos del Centenario de la Independencia de Chile (1910), el puerto de Lebu echa la casa minera por la ventana marítima, conforme a su doble vocación carbonífera y pesquera. La nota alta de los festejos fueron las iluminaciones eléctricas en las fachadas de las casas comerciales y en la Plaza de Armas, la estrella iluminada de cuatro metros de altura ubicada al frente de la Intendencia. El programa de las festividades incluye: noche veneciana en el río, regatas, misa de campaña en la Plaza y banda en su kiosco, ramadas en la Avenida Rioseco, desfiles cívicos, banquete de gala en la Intendencia y fuegos artificiales durante las tres noches de la celebración.¹

    Desde hace unos años, la ciudad conoce un repunte económico gracias a la explotación de las minas de carbón que, sobre la Bahía de Arauco y del Carnero, desenroscan sus tentáculos debajo de la tierra y del mar para alimentar las fundiciones de cobre del norte chileno. El alto precio que alcanzó el carbón en el mercado nacional entre 1905 y 1906 y las numerosas huelgas en las minas de Inglaterra estimularon su búsqueda en Chile y en la provincia de Arauco.² A principios del siglo XX Lebu cuenta con un poco más de 3 500 habitantes y ya tiene un liceo de hombres, un liceo de niñas, una escuela profesional, dos escuelas superiores, tres elementales y dos particulares. El país entero apenas completa los tres millones de habitantes, y los festejos del Centenario mitigan por unos días el desconcierto causado por el doble duelo que acaba de castigar a Chile con las sucesivas muertes del presidente Pedro Montt y del vicepresidente Fernández Albano.

    Juan Antonio Rojas Villalón viaja en barco desde Coquimbo hasta Lebu en los albores del siglo, en busca de un empleo al que le autorizan sus estudios de ingeniería en la Escuela de Minas de La Serena. Lo encuentra en la Compañía Carbonífera de Lebu, propiedad de la familia Errázuriz y Urmeneta y administrada por el ingeniero Proessel. Allí se emplea en la mensura de minas, aunque su título de agrimensor también lo habilita para las mensuras de fundos, para tasaciones e hijuelaciones, como anuncia el membrete en su papel de correspondencia.

    En la Compañía también colabora su futura esposa: Celia Pizarro Pizarro, quien entonces es maestra de la escuela pública de Bocalebu. Ella ha nacido en 1881 y vive en casa de su hermano mayor, José Ramón, empleado en la Compañía como jefe de quincena. Ella lo ha acompañado en su periplo sureño junto con su hermana Domitila, futura presidenta de la Cruz Roja de Lebu, para aliviar a su familia de la carga de mantener a ocho hijos (José Antonio, José María, Francisco Solana, José Ramón, Pabla Rosa, Celia, Abraham y Domitila). Sus padres son primos hermanos: José María Pizarro Alfaro y Justa Pizarro Álvarez, y por ello, al casarse en 1864, duplican para su descendencia el Pizarro del apellido. Son originarios del mismo norte chico que los Rojas Villalón, y Celia nace más precisamente en Barraza, provincia de Limarí, a orillas del río homónimo, en la provincia de Coquimbo. Además de su oficio de maestra, cultiva el francés y el piano en la medida en que se lo permite la presencia intermitente de profesores especializados en Lebu. Aunque no se sepa con exactitud la fecha de defunción de Justa Pizarro Álvarez, es probable que Celia quedara tempranamente huérfana de madre, pues en una carta de 1906 se queja de que hace mucho que carece del cariño maternal.

    Juan Antonio Rojas es nativo de Combarbalá, donde ha nacido en 1877, un pueblo minero de gran aridez y cielos diáfanos cuyo nombre sigue siendo un enigma para los filólogos chilenos de hoy. Sus padres: Jacinto Rojas Iglesias y Domitila Villalón, quienes se casan en 1869, ahora residen en Ovalle. En pocas palabras, aunque es probable que las dos familias se conocieran en su región de origen, Juan Antonio y Celia vienen a encontrarse en el aguanoso azote del sur para intentar crear otro paraíso después del que han abandonado en los huertos bíblicos del norte.

    Años más tarde, en el ensayo titulado Relectura de la Mistral, el mismo Gonzalo Rojas evoca el doble movimiento, literalmente descendente, de su genealogía paterna y materna, en estricto sentido contrario al carbón de Lebu que sube hacia las fundiciones de cobre de Coquimbo y Tongoy: Así, casi simultáneas, empezarían a bajar hacia el sur en los días del Centenario las dos vetas de mi parentela en un trasbordo apresurado por mejorar de suerte con la manía ambulatoria de los chilenos. ¿Pero qué podrían con la lluvia y los ventarrones del golfo turbulento las hijas y los hijos del mismo valle mistraliano, perdida ahora la transparencia cálida del sol por la otra patria pequeña, áspera y estallante de Baldomero Lillo?³

    En Chile las mudanzas obedecen las dos insólitas señales que se leen en los caminos: Norte y Sur, vale decir, un arriba y un abajo, porque casi no caben otras posibilidades en el estrecho corredor prensado entre las dos cordilleras, que se abisma en los hielos de la Patagonia. Así, tanto los Rojas como los Pizarro pasan buena parte de su vida oscilando como péndulos entre la cabeza y los pies del país, visitándose y escribiéndose, mandándose hijos y sobrinos y sombreros de última moda, elaborando proyectos que significan subir o bajar en la geografía y la escala social.

    Si bien Lebu está lejos de ser un paraíso natural por sus duras condiciones climáticas y laborales, el matrimonio entre Juan Antonio Rojas Villalón y Celia Pizarro Pizarro, que se celebra el 30 de septiembre de 1906 en el tibio mediodía de Lebu, dará nacimiento al eterno edén del poeta Gonzalo Rojas.⁴ Quizá por ser el único varón entre siete hermanas (Berta, Josefina, Tadea Justina, Ester Ercilia, Mercedes Elena, Joaquina, Inés Leontina), Juan Antonio aprovecha hasta el máximo su soltería, pues ya tiene 33 años cuando desposa a la joven Celia, de 25. Antes de la boda le han llovido varios hijos de temporal, como se llama a los bastardos, una tradición varonil que es bastante común en esos tiempos. Pero también, ¿por qué no conjeturar que no había conocido el amor hasta conocer a la madona melancólica que retratan las fotografías de la época?

    No cabe duda de que la buena letra de Juan Antonio proviene de su padre Jacinto Rojas Iglesias, natural de Vicuña, formado profesor de primaria en la Escuela Normal de Preceptores fundada por Domingo Faustino Sarmiento. Jacinto Rojas Iglesias ha sido bautizado en la misma pila parroquial que Lucila Godoy Alcayaga, mejor conocida como Gabriela Mistral, a quien, por lo demás, lo une un parentesco con la madre de la poeta: doña Petronila Alcayaga Rojas. Al que [Gabriela Mistral] conoció bien fue a don Jacinto, mi abuelo de Vicuña, maestro como ella de primaria, con el latido de los Rojas al fondo, donde hasta el río Limarí y el Elqui son parientes, comentaría el nieto en Recado del errante. Gonzalo Rojas siente gran afecto y admiración por su abuelo letrado a quien nunca conoció pero cuyos diccionarios atesora en su biblioteca personal: Al parecer, mi abuelo tenía gran destreza imaginativa, gran capacidad de trabajo y de vibración. Se vino a estudiar en la Escuela Normal de Preceptores en Santiago de Chile y después volvió al norte chico, donde se casó con mi abuela, una dama de gran copete, una señorita bien, con dinero y hermosura, de apellido Villalón de la Rivera.

    Y si se remonta mucho más atrás, se añadiría que la rama paterna fue fundada por el capitán Diego de Rojas, originario de la villa de Madrid, donde había nacido en 1522.⁵ En cambio, poco se sabe acerca de las tristezas de Celia o de sus dificultades con su propia familia, pero éstas parecen haberse grabado en su semblante, tal un leve velo que encelaja su mirada umbrosa. Toda su vida, al menos en las fotografías que se conservan, su rostro traiciona una magnánima congoja que reclina su cabeza aureolada de una efervescencia de rizos negros, tal una íntima claudicación ante la alegría o la felicidad.

    Antes de casarse, Celia Pizarro ya ha presenciado varias tragedias en Lebu. La primera de ellas es un accidente en la mina, en mayo de 1904, es decir, el mismo año en que Baldomero Lillo publica sus estremecedores relatos de Sub-terra. De hecho, el accidente habría podido ser uno de los tantos registrados por Lillo a unos kilómetros de allí, en Lota, pero helo aquí en las palabras de Celia Pizarro dirigidas a su hermano Abraham: y esa misma noche como a las 12 y media ocurrió una desgracia en la mina. Se rompió un chiflón de agua detenida quizá cuántos años, que no figuraba en los planos; cuando un minero rompió con un tiro y notó ruido de agua que ya comenzaba a filtrar, gritó que había agua y disparó este tiro, pero no todos oyeron, se retiraron unos y se ahogaron ocho. El agua, dicen, los cubría hasta el cuello, arrastró piedras, palos y cuanto pilló a su paso; esto fue horroroso como jamás se había visto, todos lloraban y pedían perdón adentro de la mina y las mujeres lloraban en el Pique, toda la gente salió. Vino Proessel, como a la una y bajó a la mina con el agua casi al cuello y empezaron a sacar a los muertos. Murieron cuatro niños y cuatro hombres. Ayer los llevaron al cementerio a todos juntos, hubo un desfile de muertos, fueron todos los mineros. En la capilla de Bocalebu les dijeron responsos. El domingo habrá honras. Ésta es la nota del día, los ingenieros están asustados. El juez levantó sumario.⁶ La segunda, tres meses después, es una histórica inundación de la ciudad por las lluvias invernales de julio, que así describe Celia para su hermano menor: "Pero ahora el río Lebu salió a paseo, llegó hasta don Julio Heldt (es decir, a calle Carrera); andaban en botes en las calles. La inundación más grande que se ha visto. Venían animales de toda clase por el río y aun una casita entera de un inquilino. El vaporcito Hugo se fue a pique, la mina está casi llena de agua, la gente ha tenido que retirarse a Millaneco mientras se componen los trabajos".⁷

    Boda de Juan Antonio Rojas Villalón y Celia Pizarro Pizarro.

    Lebu, 30 de septiembre de 1906. Archivo familiar.

    Para rematar, en octubre de ese mismo 1904 estalla una huelga de los mineros, quienes piden mejores condiciones de seguridad, ser pagados en dinero y no en fichas, y poder afiliarse libremente a sus organizaciones sociales. El domingo 2 de octubre más de 800 mineros se apostan en la Plaza de Armas. Aunque no hay represión violenta, los instigadores son detenidos y llevados a la cárcel de Lebu. La vida en el Lebu de 1904 se antoja una novela de Émile Zola.

    Desde Ovalle, don Jacinto Rojas Iglesias no ve con buenos ojos la especie de huelga que perturba el destino de Lebu y de su hijo en particular. A éste le escribe al respecto: Creo que será aquello sólo una asonada de trabajadores azuzados por el despecho o por móviles rastreros de alguien. Las huelgas, malestar social de todo el mundo en estos tiempos, tienen un carácter muy diverso: un empleado, remiso en el cumplimiento de sus deberes, ha sido separado de su destino, y de aquí el origen de lo sucedido en esas faenas. De credo más bien conservador, como lo indican estas líneas sordas a la explotación y la indigencia de los mineros, el padre le aconseja al hijo: Con todo, hay que proceder con cuidado. La firmeza de carácter en el mandar y dirigir no está reñida de ningún modo con la dulzura del mandato, ni con la confianza que debe reinar siempre entre el que manda o dirige y los operarios o clases trabajadoras. Pero el medio más eficaz para imponerse, sin resabio ni violencia, sobre los trabajadores es el ejemplo de actividad o laboriosidad, de orden y método en todo de parte del que manda en la obra; porque el buen ejemplo atrae y subyuga, y obra prodigios aun en los caracteres más díscolos y refractarios. La suya es una visión morigerada del sistema social, aunada a una inexorable ética y una conducta honrada que le hacen concluir sus consejos con una sentencia digna de un manual de educación cívica: soy partidario de tener más bien que decir de otros y no que se diga nada de uno, en lo concerniente a cumplimiento de deberes y obligaciones.

    Tampoco ve con buenos ojos la permanencia de su hijo Juan Antonio en este sur que perjudica en exceso su salud. Desde principios de 1904 intenta convencer a Juan Antonio de regresar al norte: Por tu carta a tu mamá de fecha 21 de este mes [enero de 1904], veo que tu situación por allá no es buena; entre varias circunstancias que anotas, está la de tu salud que según parece sigue un tanto delicada.⁹ Se cree que el mal que lo aqueja es una nefritis, pero las fotografías de esos años desmienten su mala salud: Juan Antonio, de corta estatura como su padre Jacinto, es un hombre más bien fornido, con una tez rozagante y un rostro redondo que parten las dos tildes de su fenomenal bigote. Su malestar también (o sobre todo) se debe a dificultades en su situación laboral, que se estanca, pese a sus esfuerzos por conseguir un empleo fuera de las minas, que constituyen un ambiente nefasto para su salud. Debes pensar en el norte, si por allá no has de mejorar; si en lugar de mejoramiento te creas una situación llena de peripecias desagradables, le reitera su padre.¹⁰

    Parece que a mitad de 1907 el matrimonio Rojas Pizarro ha tomado la decisión de abandonar el sur y regresar al norte nativo. Esta vez, don Jacinto Rojas celebra la decisión, manifiesta su apoyo a los recién casados y se atreve a expresar una crítica severa a la Sociedad Chilena de Fundiciones. Don Jacinto tiene algunas ideas en mente para encontrar una colocación a su hijo, y por ello exclama: Al norte se ha dicho, a modo de conclusión inobjetable.

    Quizá la mayor objeción del momento reside en el vientre de Celia, quien espera al primer descendiente: Deseo que el heredero de mi nombre venga al mundo con toda felicidad y que su mamita tenga un parto dichoso, augura el abuelo norteño en la misma carta. Para los festejos del Centenario, el matrimonio Rojas Pizarro ya ha tenido dos hijas: Celia Olimpia (8 de julio de 1907) y María Elisa (7 de octubre de 1908), pero ambas han muerto antes del nacimiento de la segunda María Elisa, el 2 de abril de 1910, a la que se suman Rebeca Josefina (22 de diciembre de 1911) y Berta Celia (3 de mayo de 1913).

    La pérdida de las dos primeras hijas sin duda es resentida por Celia como otra desgracia que se engarza en el rosario de miserias padecidas en su entorno. No aportan mucho consuelo las líneas de don Jacinto Rojas que suceden a la muerte de la primera María Elisa y de Celia Olimpia.¹¹ Más adelante insta a Celia Pizarro a viajar al norte para reponerse de las muertes de sus hijas y del parto de la tercera, es decir, de la segunda María Elisa, que acaba de nacer el 2 de abril de 1910.

    Los varones llegan tardíamente al gineceo familiar para ponderar los juegos y los afectos: Jacinto Armando, el 26 de abril de 1915; Gonzalo Mario, el 20 de diciembre de 1916, y Juan Antonio, el 6 de agosto de 1919. Así, los demorados varones se pierden la celebración del cincuentenario de la ciudad de Lebu en 1912, el estreno del biógrafo como entonces se llama al cine, y el paso del primer automóvil por las calles de Lebu, el 1° de enero de 1914.

    Fundándose en la experiencia propia de ser madre de ocho hijos, Domitila Villalón le sugiere a su nuera que detenga ahí la fabricación de vástagos, sobre todo por razones económicas: Así que una madre por estar con algunos hijos no puede estar con otros, por eso es preciso que éste que esperas fuera el último, así le dirás a Juan Antonio y esperamos que si ya ha llegado el nuevo huésped sea bienvenido y que estés muy alentadita.¹² El pequeño Juan Antonio, nacido en 1919, iba a ser, efectivamente, el último descendiente de la pareja, pero no por las razones esgrimidas por la abuela.

    Una barrabasada burocrática hace nacer a Gonzalo Rojas en el año 1917: sus padres lo inscriben en el Registro Civil el 16 de enero de 1917, y un funcionario distraído, o enamorado, confunde el año de inscripción con el de nacimiento. Alguna vez, ya de adulto, Gonzalo Rojas quiere corregir el error, pero en vano. Por otro lado, no le disgusta desfalcarle un año a la muerte y también coincidir con la Revolución rusa para marcar su decisiva entrada en este mundo. El error se arrastraría hasta la muerte del poeta y sigue repitiéndose como una fatalidad pese a las insistentes rectificaciones de sus hijos.

    En todo caso, ésta no será la única modificación de la realidad que el poeta cometerá a lo largo de su vida con tal de favorecer un mito poético. Lo cierto es el día, la hora y el lugar del nacimiento: Nací sagitariano un 20 de diciembre, con la flecha volando; Nací el 20 de diciembre, once días antes de terminar el año. Precipitadamente, antes del amanecer, a las 2:40 de la mañana, en mi Lebu, con el aullido del carbón; nací en el número 842 de la calle Saavedra, así bautizada no en honor a Miguel de Cervantes —¡hubiera sido un desmesurado regalo de los dioses!—, sino de Cornelio Saavedra Rodríguez, el pacificador de la Araucanía en el siglo XIX. Éste es el tercer domicilio de la familia Rojas Pizarro, después de Bocalebu y de la calle Pérez, la casa definitiva que construye Juan Antonio Rojas en un terreno adquirido en 1913 para abrigar a su prole y que luego recrearía Gonzalo Rojas en su poema Carbón.

    Mi padre hizo la casa con sus manos y con algunos maestros que lo ayudaron. Estaba hecha de muy buena madera y era de una sola planta. Se accedía por una puerta que daba a la calle Saavedra, y había un portón por donde entraba mi padre a caballo, todo cansado, después de las faenas mineras. La casa tenía una galería larga con mucho vidrio. Allí fue donde se me dio la revelación de la palabra como palabra.¹³ La casa es mucho más amplia que las casuchas de mineros que se reiteran en parcas hileras con una monotonía que acentúa su pobreza. Tenía cinco o seis habitaciones y un espacio de tierra que iba a dar a la calle del fondo, que remataba con unos señores Molina. Todavía veo a las niñas Molina.¹⁴ Es de madera sólida y noble, con un portón grande donde Juan Antonio Rojas suele apostarse para pagar a los mineros con unas fichas de color rojo, azul y verde que éstos cambian por alimentos en las pulperías de la Compañía. Al fondo de la casa "había una imprenta donde se imprimía ese diario que hacía mi padre. Era El Lebu. […] Él no era ningún periodista, hacía un diario de información local, con avisos de nacimientos y muertes. […] No recuerdo haber visto el diario de niño, aunque sí la máquina en la habitación del fondo.¹⁵ La casa no tiene electricidad ni agua potable, sino la luz de las lámparas de carburo y la destilería" para filtrar el agua, que el niño Gonzalo bautiza El Sultán, probablemente a causa de la manera en que la piedra se corona con un brocal esculpido que le evoca un tocado oriental.

    Una noche, cuando los niños están dormidos, hay un amago de incendio en la casa y varios hombres del pueblo, entre ellos los medios hermanos de Gonzalo, acuden a colocar sacos de arena en el techo para detener el fuego. "Porque los techos en esos años, los techos de gente humilde, modesta, eran de zinc, que era muy sabroso, muy bueno. Y muy sonoro. Era muy lindo, porque cuando te ibas a dormir oías verdadera música. La gente no usaba el vocablo zinc, sino que en chileno decían zingue, que es más bonito. Era una fiesta, la sonajera, pero con gracia."¹⁶ De hecho, la casa que más tarde evocaría Gonzalo Rojas es una casa llena de viento, y con unos techos donde sonaban todas las aguas del cielo porque en esos días, cuando llovía, era un escándalo de lluvia.¹⁷

    Gonzalo Rojas suele equiparar a Lebu con el Comala de Juan Rulfo o el Macondo de Gabriel García Márquez, porque representa el origen mítico al que vuelve siempre que puede y que siempre sigue vivo y activo en su imaginación poética. No puedo dejar de ir a Lebu —declaraba Gonzalo Rojas en 1990—. En mis viajes acostumbro comprar mapas. Si no aparece mi lugar, lo devuelvo.¹⁸ Lebu es, literal y emocionalmente, el paraje de la estabilidad esencial, como califica Gabriela Mistral su infancia, la esfera terrenal de un mundo sagrado y del don de la poesía. Para comenzar, allí, el infante mama leche mapuche, lo cual le autoriza a escribir que es un legítimo lafkenche: Oigan hondo al Leufü del gran Arauco mítico, de ahí vengo yo, de ese decir lafkenche y a la vez español del XVI. […] De ese ángulo marítimo y fluvial, ronco, epicentro del Mundo para mí, piedrerío y altísimas gaviotas, por donde anduvo andando Ercilla a los 23, el caballo andaluz todo sudado.¹⁹ En efecto, una india mapuche, Josefina, rebautizada por los niños de la casa como la Cuchepa, alimenta a Jacinto y a Gonzalo porque la leche ya no alcanza para tantos en la sin embargo abundantosa Celia.

    En esos primeros años de Lebu, el infante Gonzalo es una suerte de pequeño salvaje rousseauniano que vive prácticamente libre en el ocio, el juego y, de preferencia, al borde del riesgo. Si bien las hermanas mayores lo cuidan secundando en eso a la madre, la mayoría del tiempo escapa con sus hermanos —los legítimos y los bastardos— para ir de asombro en azoro como si el mundo entero estuviese concentrado en la cabeza de alfiler que figura Lebu en el mapa del continente. Lebu lo tiene todo: las nubes y la tierra, la lluvia y los bosques, el mar y las minas, las piedras y las estrellas, el sol y las tinieblas, el mineral y las tormentas, y todo se le da al infante como recién creado, cada día que se abre a su imaginación para llenarlo a su antojo.

    Todavía no va a la escuela; vaga, juega, se juega el pellejo cada tercer día y sueña despierto en su cuarto. Más que demorarme en aprender el silabario, no quería aprender nada, estaba extasiado con la maravilla del viento, del océano, de los animales. Los caballos pasaban por la cuesta donde nosotros vivíamos y todo me encantaba, y no tenía ningún apuro en aprender nada. Jugaba con los perros, siempre había perritos en la casa; uno se llamaba Dick. Fui bien vagabundo y dormilón.²⁰

    Tiene una imaginación notable que le gusta ejercer a cada rato, viendo otras facetas de la realidad en las que nadie repara, y también algo de pereza para cumplir con la rutina infantil. La intrepidez se advierte en sus piernas de niño, musculosas y recias, y en su ceño fruncido que delata una rebeldía o una terquedad innata. Los accidentes se suceden, pero el niño tiene la piel dura, la curtiembre correosa como cuero de caballo, y además no se queja, ni siquiera la vez en que cae desde lo alto del cerro que domina el barrio del Camarón, donde se ubica su casa. Me caí una vez. Estaba en un cerro, detrás de mi casa. Estoy jugando con uno de mis hermanos arriba, volantines sería; jugando a algo, en un risco, un promontorio de tierra. Y me caigo, me equivoco, piso mal y caigo de cabeza y empiezo a rodar como un gusanito que rueda sobre sí mismo. Y llego y me golpeo mi cabecita en una piedra. Yo creo que ahí empezó el ejercicio mental… Entonces mi hermano decía: ‘se mató mi hermanito’. Y claro, yo estaba medio muerto.²¹

    Otro día: otra caída, y quién sabe cómo esta vez se descoloca el hombro, el cual, por la noche, con agua caliente y gran destreza, el padre vuelve a poner en su lugar, algo admirado por el coraje del niño que aguanta el dolor, igualmente admirado por la ciencia y las magias del padre. Por lo demás, así reza la divisa que circunda las armas de la ciudad de Lebu: La muerte menos temida da más vida.

    Atrás de la casa familiar, comienza el bosque donde los niños salen a recoger copihues y murtillas, pero un poco antes, Celia ha dividido un claro en pequeñas parcelas que destina a cada uno de sus hijos para que éstos las cultiven con algún sembradío. Una manera original de hacer a los niños responsables y de ocuparlos en una actividad provechosa para entender los ciclos de la naturaleza y el eterno regreso de las estaciones. El padre construye en el jardín unos columpios, cerrados para los más chicos, y de una tabla para los mayores, y los niños se mecen mirando hacia arriba como si ellos mismos formaran un andarivel en el cielo de Lebu.

    Pero el niño Gonzalo a menudo prefiere ir al río Lebu, donde busca a su medio hermano —un pelirrojo con las mejillas encendidas por el austro— que lo adora y lo invita a subir a su lancha para zarpar hacia el mar: ¡Ustedes no saben lo que es montarse temprano en una lancha con un botero de verdad, un pescador de verdad, que pescaba allí donde se juntaba el río con el mar!,²² exclamaría Gonzalo Rojas hacia el final de su vida. Un día se arriesga solo en una lancha: Alguna vez, yo mismo remando por el río, se me escapó el remo y quedé a la deriva. La fuerza de la corriente comenzó a arrastrar el bote y pegué de gritos para que me socorrieran. Al ver que nadie me oía, bajé del bote y nadé. Pero no fue un naufragio, sólo un pequeño accidente.²³

    Con frecuencia se marcha a Bocalebu, hasta un muelle de hierro que penetra lejos en el mar, y se queda viendo las gaviotas cuyo vuelo forma altísimos arcos en el cielo. Siempre amé los muelles, ese muelle de fierro que se internaba en el océano, en esa parte de Bocalebu, el roquerío azotado por el mar, era un sitio que yo adoraba y, en cuanto podía, andando con mis pasos de chico, me iba hacia allá. […] Partía yo por un callejón, bajo un viento cruel, porque no he visto un paraje con más viento; ni en el día más torrentoso de Valparaíso he visto algo igual. Hasta hoy Lebu es siempre un ventarrón. Ese camino me encantaba. Todo olía a carbón, y era la ruta que yo solía hacer con mis hermanos, con mis compañeros. Hay días en que llegan las ballenas y encallan en la costa: Uno se montaba arriba de ellas. Me resbalaba sobre ellas y jugaba. En toda esa zona había muchas; no sé si las arponeaban y llegaban heridas, pero había muchas.²⁴

    También corre pendiente abajo hasta la casa del tío José Ramón que mira a la Plaza de Armas, para subirse a los cañones de Lebu y revivir los legendarios combates entre La Esmeralda y el Huáscar en la no tan remota Guerra del Pacífico. Los hermanos se disputan el Relámpago, el Furioso y el Rayo y el Marte. Gonzalo siempre corre más veloz que los demás para montar al Relámpago, su preferido. ¡Cabalgar un relámpago! Es mucho más que una ambición: es un juego y una realidad. En 1929 el Relámpago y el Furioso se donaron a David Hermosilla Guerra, hijo ilustre de Lebu y recién nombrado ministro del Interior, quien los instaló en el patio de honor del Palacio de La Moneda en Santiago, donde siguen ofreciendo sus lomos de bronce a los niños del país. Me decían que Lebu es una parte de Chile, yo decía ¿qué es eso? Para mí Lebu era el mundo, simplemente ¡el mundo!²⁵

    Un episodio marca la temprana infancia de Gonzalo Rojas: el descenso a la mina Amalia, en Bocalebu, junto con su padre. Tiene un poco más de cuatro años, pero él es el elegido por el padre, un hecho que aquilata tanto como el mismo descenso a las entrañas de la tierra. El padre se lo lleva temprano en la mañana, poco después del amanecer, cuando apenas se disipan las tinieblas de la noche y la claridad asoma temblorosa e incierta. Las siluetas semejan sombras sobre el aire enturbiado por el polvo del carbón. Pasan a un lado de las grandes máquinas de hierro que figuran gigantescos insectos dotados de movimientos espasmódicos. Ya una cosa que me llamaba la atención cuando yo era bien niño, era que por encima del pueblo, a unos 50 metros hacia el cielo, volaban unos carritos llenos de carbón que se llamaban el ‘andarivel de Lebu’; ellos acarreaban el mineral de un cerro a otro, hasta llevarlo al mar, al puerto, porque allí se bañaba, se lavaba el carbón que recién lavado se embarcaba.²⁶

    Pero esa mañana, entre la escasa claridad y el frío, el andarivel de Lebu ya no parece un juguete, sino un amenazante desfile de monstruos que surcan el cielo con un rechinar de ruinosos cables. El pique Amalia, en lo alto de la colina de Bocalebu, es una boca que cada día engulle la luz y los hombres, y se dice que es la boca del infierno como la Comala de Rulfo. El niño recibe un casco y una lámpara de carburo a la par de todos los mineros que se aprestan a bajar por el ascensor hasta la negra red de pasadizos, infierno y osario de generaciones.²⁷

    Allá abajo observa el trabajo de los hombres, la manera en que los barreteros atacan rabiosamente la veta que les toca en suerte. El niño observa, oye, huele y procura no separarse mucho del pantalón de su padre. Cuando de repente, bajo la tierra, aminora el taladrar de los picos, se oye un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre su cabeza la armadura del planeta […] Aquel rumor era el choque de las olas en las rompientes de la costa.²⁸ Huele la poderosa acritud del carbón como si la asfixia que comienza a cerrarle la garganta y a hacerlo sudar tuviera un sabor inconfundible: Todavía huelo esa vaharada cuando bajé a la mina a los cuatro años con él, como chapoteando en el légamo y la escoria.²⁹

    La miseria del minero le entra por los poros de la piel y sólo más tarde comprenderá lo que significan la explotación, la injusticia y la rabia de los pobres de la tierra. Por el momento sólo siente orgullo por la proeza que acaba de realizar, y se limita a aspirar con avidez el viento de Lebu cuando sale de la Amalia, como parido por segunda vez por el vientre de la tierra, luego de una espontánea ceremonia alquimista en el útero materno. De regreso a casa, como si se hubiese graduado de minero, saborea una sopa espesa y una buena rebanada del pan de minas, un pan entre centeno y blanco, de muy buen sabor, que hacen las esposas de los mineros.

    Una atmófera mortecina se deja abatir sobre Lebu. El optimismo surgido tras la reactivación carbonífera iniciada en 1915 sufrió un duro golpe a finales de 1920, cuando una prolongada huelga minera precipitó el abandono del pique Amalia, el que durante cuatro décadas había sido el puntal de la economía lebulense.³⁰ Por lo demás, una tensa situación se apodera del país en este año de 1920: dos candidatos se enfrentan en las elecciones presidenciales dividiendo al país en dos mitades casi equivalentes de partidarios del liberal Arturo Alessandri Palma (el León de Tarapacá es su apodo) y el conservador Luis Barros Borgoño. Al igual que su padre Jacinto Rojas Iglesias, Juan Antonio es un conservador convencido y activo. Un estrecho margen favorece a Alessandri Palma sobre su rival, y el Partido Conservador, encabezado en Lebu por Juan Antonio Rojas, acepta la derrota. Pero a esta derrota circunstancial comienza a sumarse la otra derrota más definitiva de Lebu.

    Casi al mismo tiempo que Lebu comienza su agonía, Juan Antonio Rojas le regala un potro colorado a su hijo Gonzalo. Pero la alegría le dura poco: el 9 de noviembre de 1921, a la edad de 48 años, fallece Juan Antonio Rojas en el Sanatorio Alemán de Concepción a consecuencia de una nefritis crónica, el mal que lo aqueja desde años atrás y que el sur recrudeció con sus lluvias y sus minas anegadas.

    El día en que el cuerpo del padre regresa a Lebu, la madre manda a los niños a casa del tío José Ramón Pizarro, frente a la Plaza de Armas, y desde la ventana éstos ven la llegada del ataúd en un carricoche y su penoso recorrido hasta la iglesia, antes de terminar el funesto periplo en el cementerio municipal de Lebu, en el camino que sube hacia la playa de Millaneco. Cuando mi padre murió —recuerda Gonzalo Rojas— todo el mundo lloraba, como es lógico. Yo miraba estas escenas de la muerte de mi padre por una ventanita de la casa de un pariente mío, el tío José Ramón Pizarro […] Miraba el entierro, pero no sufría, es decir, no registré el llanto en ese momento. […] Mis hermanas tan bonitas ahí y mis hermanos también, los hombrecitos, todos vestiditos de negro porque se usaba. Pero no alcanzó la chaqueta negra para mí y me pusieron una ropa de color rojo, de borlón. ¡De cardenal! De cardenal del Vaticano, del Vaticano de Lebu. ¡Qué cosa más divertida! Me pusieron la chaqueta y a mí no me pasó nada. Simbólico también. O sea el muchachito desentonado y un poco divertido.³¹

    Gonzalo Rojas y sus hermanos después de la muerte del padre.

    De izquierda a derecha: Jacinto, María Elisa, Juan, Rebeca. Atrás: Berta y Gonzalo. Lebu, ca. 1922. Archivo familiar.

    En el periódico El Lebu del 9 de noviembre de 1921, aparece la noticia del fallecimiento de Juan Antonio Rojas y se puede leer algo acerca de las circunstancias últimas: El seis de los corrientes se le trasladó a Concepción en consulta a la ciencia médica, en estado sumamente grave, y a pesar de los cuidados y atenciones, la sombra fatídica de la muerte arrebató su inestimable vida. Por su lado, Gonzalo Rojas recuerda: Pasaron los días y mi caballito pastaba en los potreros, frente al mar de Lebu. Cada vez que yo iba en carricoche con algunos familiares a la playa, veía a mi caballo y seguramente decía algo así como ‘qué bueno, ahí está el caballo’. Era como una presencia. Pero un día me robaron el caballo y con ese despojo se me produjo la mutilación real del padre. Fue como un juego de transferencias. Con el robo de ese caballo me han robado la niñez, me han robado el mundo, la presencia…³²

    La tristeza es retardada en el niño, pero inmediata y devastadora en la madre, que se queda sola con seis hijos a cuestas, seis bocas que alimentar, vestir y educar, y más encima una congoja que le pesa cual plomo en el pecho. El negro del duelo ya no abandona la silueta de Celia. Por supuesto, todos los parientes socorren a la joven viuda y a su prole, tanto los del sur como los del norte, pero ya no está don Jacinto Rojas, fallecido en 1916, para sustituir, aunque fuera simbólicamente, la figura paterna. Celia comienza a alquilar cuartos en la casa familiar para acrecentar las escasas entradas económicas. Por fortuna, a los niños les quedan los dos tíos José Ramón y Abraham, ambos hermanos de Celia, que son una gran fuente de afecto. El más joven de los dos es el preferido de Gonzalo: Yo tenía un tío, Abraham Pizarro, debe de haber sido el hombre más sano y más limpio de corazón de toda la gente que he visto; era un hombre finísimo, encantador. Fue mi padre cuando perdí a mi padre real, pero además era un hombre de un rigor y de una gracia total, muy hispano. Ese hombre de gran entereza y dignidad —y que influyó seguramente en mi alma— era a la par uno que padecía el asma. Yo lo veía sufrir con su asma; usaba un aparatito para airear sus pulmones o sus bronquios. El hecho es que ese instrumento echaba humo y a mí me divertía ver a ese tío mío inhalando el humo para poder respirar bien. Él era contador de ferrocarriles del Estado; entonces lo enlazaba yo con los trenes de humo: era un tío humo.³³

    Un episodio fundamental sucede unos meses después de la muerte del padre, que Gonzalo todavía no registra ni asimila del todo. Por primera vez el niño se topa con la muerte concreta y desnuda: Mi primera experiencia más fuerte e intensa en relación con el contrapunto vida-muerte fue cuando yo tenía 5 años. […] Tengo en la memoria primero los pies de los mineros colgando del lomo de los caballos y después los cuerpos puestos en el suelo de cara al cielo.³⁴ ¡Rara esa muerte que lastra los pies del hombre como si el muerto fuera un muñeco de trapo que se tambalea al compás de las ancas del caballo! ¿Cómo sabe el niño Gonzalo que la muerte es eso que hace bambolear los pies en el vacío como si éstos nunca hubieran caminado ni bailado sobre esta tierra?

    Junto con la muerte, prácticamente a la misma edad, el niño Gonzalo intuye lo que es el amor. Su primera fascinación sucede en la playa de Lebu donde conoce a una niña un poco mayor que él, quizá de unos siete años, cuyo rostro salpicado de pecas le llama poderosamente la atención. Juegan juntos y Gonzalo se enamora oliéndola como un animal. No conserva más recuerdo de ella que el olor de su pelo que aspira con deleite, y su nombre: Berta Lemus, que muchos años después se volverá la madre del poeta Claudio Bertoni. Las sensaciones más extremas le suceden a una velocidad embriagadora como si la orfandad acarreara la fatalidad de averiguarlo todo de una vez.

    Desde la casa del tío José Ramón, ve a muchos mineros reunidos en la Plaza de Armas. Escuchan con atención a un hombre subido en uno de los cañones, que habla a la muchedumbre con mucha fiereza. Es Luis Emilio Recabarren, el legendario líder del Partido Comunista Chileno, quien en marzo de 1922 viajó a la zona del carbón. Después de visitar Curanilahue alcanzó hasta Lebu, donde dio varias conferencias y fue recibido por la sección local de la FOCH, ocasión que aprovechó para fundar el Partido Comunista en la ciudad. ‘Los frutos de esta jornada son un magnífico crecimiento de las fuerzas obreras federales y comunistas de Lebu’, escribió días después Recabarren.³⁵ Por fortuna ya no vive el conservador Juan Antonio Rojas para ver cómo el 21 de mayo de 1922 el Partido Comunista inaugura su primer local, ubicado en la calle Rioseco, en un acto al que asisten 140 personas. "Recabarren volvió a Lebu en varias ocasiones. Su última gira al sur del país, emprendida un mes antes de quitarse la vida, y su estadía en Lebu los días 20 al 23 de noviembre de 1924 quedaron registradas con interesantes detalles en La Justicia de Santiago, del 3 de diciembre siguiente. La noticia de su fallecimiento conmovió profundamente a los trabajadores lebulenses, quienes organizaron una colecta para enviar un representante a sus funerales."³⁶

    En el otoño de 1923 Gonzalo hace su primer largo viaje de más de dos mil kilómetros, al norte de Chile. En un principio, no estaba incluido en la comitiva que se reducía a su madre y una hermana, Rebeca, enferma de la cadera. Pero llora tanto, patalea tan fuerte, que la madre no tiene más remedio que llevárselo. Ella suele decirle espíritu destructor a causa de su continuo fisgoneo de las cosas que él examina bajo todas sus costuras y de esa terquedad que a veces linda con el desplante. Es un niño travieso que se divierte quitando las horquillas del pelo de las señoras sentadas en las bancas de la iglesia, en la misa del domingo, adonde acude con su madre y su tía, la devota Domitila. No se sabe si en la víspera del viaje a Coquimbo la furia del niño la provoca el desprendimiento de la madre, como si temiera otro abandono luego de la desaparición del padre, o bien el capricho aguijonado por la curiosidad por visitar otros parajes y el viaje en sí mismo.

    Hasta entonces, sólo ha viajado a lugares cercanos a Lebu: a Pehuén, donde su padre solía alquilar una casa para pasar vacaciones, o a los fundos de otros familiares y conocidos, río arriba, es decir, en la otra mitad de Lebu que parte el río homónimo. Quizá ni el niño entiende la razón de su llanto histerizado que no cesa y destroza los oídos y el corazón de Celia Pizarro. El tío Abraham financia el viaje hasta Limarí, donde Celia tiene un tío acomodado, dueño de instalaciones químicas. Allí, el niño Gonzalo observa los estantes llenos de matraces, probetas, compases, cuya función no entiende del todo pero imagina como instrumentos mágicos, destinados a operaciones secretas de transmutación. También conoce el campo llamado el Tuquí, donde nació Celia Pizarro, y con trabajo logra convencerse de que en algún tiempo remoto su madre fue un bebé tan ignorante como su hermanito Juan. Al final del viaje, allá en el norte chico, lo sorprende su primer terremoto.

    Pero la primera vez más decisiva para el futuro del niño Gonzalo es la noche en que una tormenta cae sobre Lebu. "Aquella vez yo tenía menos de seis años, y había una tronadera encima de mi casita pobre de vidrio y palos que había hecho mi padre, y huérfanos de él, mi madre nos acompañaba. Mientras todos correteábamos y jugábamos los seis hijos

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