Escucha correr el agua del arroyo
Por Liliana Santiago
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Las mujeres caminan por las calles, pero la gran mayoría viven en el encierro. El arroyo cuenta la nostalgia de cada una de ellas, y como es el agua, si
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Escucha correr el agua del arroyo - Liliana Santiago
Primera edición, 2019
© 2019, Liliana Santiago Ramírez.
© 2019, Par Tres Editores, S.A. de C.V.
Fray José de la Coruña 243, colonia Quintas del Marqués,
Código Postal 76047, Santiago de Querétaro, Querétaro.
www.par-tres.com
direccioneditorial@par-tres.com
ISBN de la obra 978-607-8656-24-0
Diseño de portada
© 2019, Diana Pesquera Sánchez.
Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin la anuencia por escrito de los titulares de los derechos correspondientes.
Impreso en México • Printed in Mexico
Liliana Santiago Ramírez nació en el estado de Querétaro y al cabo de poco tiempo se mudó con su familia al pueblo de San Miguel Calteplantla, Hidalgo, donde actualmente radica.
Estudió en la Universidad Autónoma de Querétaro la licenciatura en Estudios Literarios donde despertó su interés por la escritura, la obra de Sergio Galindo, Otilia Rauda.
Su primer producción artística titulada Escucha correr el agua del arroyo ha sido influenciada por su observación sobre las mujeres que habitan el pueblo de Hidalgo y los espacios destinados a ellas. Asimismo, la imagen de su madre, una mujer de bajos recursos, madre soltera y víctima de discriminación, marcó su infancia y posteriormente su obra.
Al de salir de la Universidad, Liliana comenzó a desarrollar esta serie de cuentos cuando, por la muerte de su hermana, construye en ella una poética que tiende a mostrar de la falta de vitalidad fija en una atmósfera y en una psicología no sólo narrativa sino sociocultural.
A mi esposo, hijos, mamá y hermanas,
quienes me han alentado a cumplir mis sueños.
Al Santo se le fue el milagro
–¡Al Santo se le fue el milagro!
–¡Dios mío, se le fue el milagro!
–¡Ha perdido el brillo en los ojos!
–¡Escuché que está tan molesto que hasta enchueca su boca!
En el pueblo de Josefina, ese que está olvidado por casi todos, donde sólo vive la gente olvidada, ahí había ocurrido una desgracia: al Santo se le fue el milagro. Eso parecía imposible, porque hasta Dios a veces se olvidaba de ese pueblo, pero jamás de su Santo Patrón. Él siempre los cuidaba, cada cosa que pedía el pueblo, por más difícil o insignificante que fuera, la cumplía, no existía ninguna persona en ese lugar que se quejara del Santo. Si le pedían lluvia: llovía; si pedían buenas cosechas: el maíz y el frijol se daban en abundancia; si pedían sol: el día escampaba; si pedían dinero: también les llegaba; cualquier milagro, por absurdo que fuera, sucedía.
En ese pueblo olvidado, la gente vivía feliz y le agradecía al Santo. Por esa razón, cada año celebraban una fiesta en la cual la gente no dudaba en dar el poco dinero que tenía para que fuera la fiesta más hermosa de todos los lugares cercanos e igual de olvidados. Las calles se llenaban de sonidos, la banda tocaba en la noche y el castillo iluminaba el cielo. Pero la desgracia llegó a ellos un día de todas esas celebraciones. La gente esperaba con ansias la quema de los castillos. Todos se pusieron sus mejores ropas para bajar a la iglesia, no eran de telas caras ni de alta costura, sólo las menos despintadas y desgastadas. El cielo se estaba poniendo naranja, cuando de repente una campana empezó a sonar. Al escucharla, la gente quedó confusa, sintieron gran emoción y bajaron extasiados a la misa. El recinto estaba construido con cantera rosa, hacía poco que lo habían terminado y solo le faltaba una campana, hasta ese día no habían tenido dinero suficiente para comprarla. La iglesia se llenó por completo, nadie faltó, ningún niño ni anciano se quedó sin ir.
Se escuchaban gritos y aplausos, y cada vez que la campana tocaba con arrogancia, las personas gritaban y algunas hasta lloraban de la emoción. Tal fue su alegría que no se dieron cuenta de que no había ningún castillo hasta que el Padre terminó de dar la misa. Éste era un hombre calvo y delgado, la mayoría del tiempo estaba enojado, no simpatizaba con la gente del pueblo y aunque en varios sermones le echaban indirectas sobre su comportamiento blasfemo, nadie le hacía caso, lo tildaban de viejo y amargado.
Al salir de la iglesia, Josefina corrió a la placita que se encontraba frente al recinto, no era muy grande, apenas cabía la gente del pueblo. Ella quería ser la primera en ver de cerca el castillo. Los años anteriores casi no lo pudo apreciar porque era muy pequeña y le tocaba estar hasta atrás junto a su madre, pero ese día era distinto; ya tenía diez años, y su papá le había dado permiso de estar enfrente. Su desilusión se dio cuando llegó y no había nada, ni siquiera una ruedita. Volteó para todos lados y pensó que estaba soñando, que tenía que ser un sueño, era imposible que el castillo no estuviera, simplemente absurdo. Todo lo que esperó para verlo, las cosas que tuvo que hacer para que su papá la dejara estar enfrente: aguantarse las ganas de ponerse ese vestido blanco hasta ese día porque no quería tallarlo en la piedras, ni que se fuera a ensuciar de foni. No, eso estaba mal, se sentó en el piso a esperar una respuesta, rezó tres veces a su Santo para despertar, hasta que más y más niños fueron llegando, y se quedaron parados a su lado, también esperando.
La gente no tardó mucho en llegar. Los adultos estaban igual que aquellos niños, no se movían, tampoco hablaban, parecían asustados, sus ojos se hicieron más grandes y brillantes, como estrellas en una noche trágica, los ancianos sentían que habían muerto y que aquello era un peregrinaje al otro mundo. Pasó casi una hora de silencio y espera sin que nadie se moviera. Un mayordomo, de los diez que eran, decidió acercarse e interrumpir el brillo de aquellas estrellas.
–No va a haber castillo, porque el dinero fue utilizado para comprar la campana.