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Alvaro Y Los Euluz: El Jardín De Las Analogías
Alvaro Y Los Euluz: El Jardín De Las Analogías
Alvaro Y Los Euluz: El Jardín De Las Analogías
Libro electrónico291 páginas3 horas

Alvaro Y Los Euluz: El Jardín De Las Analogías

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Información de este libro electrónico

Antonio Alameda se da cuenta de que su hijo, lvaro, puede retroceder en el tiempo, y que no slo ha soado, sino que ha vivido los mismos acontecimientos que l vivi en su infancia. Entonces lvaro tiene que viajar a Porto-plyades, la bellsima aureola que mantiene contacto con la tierra a travs de cuerdas melodiosas. All aprende la magia dorada de los Euluz. De regreso a la tierra, nombra magos a sus amigos y vence a carapopelay, cmplice de Desolador, el oscuro, que pretende apoderarse de la magia dorada. Junto a sus amigos, lvaro comienza a vivir esta fantstica aventura
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento11 abr 2011
ISBN9781617644535
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    Alvaro Y Los Euluz - Yadira M. Guillén

    Copyright © 2011 por Yadira M. Guillén.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso:              2011926440

    ISBN:                 Tapa Dura                                                 978-1-6176-4452-8

                               Tapa Blanda                                              978-1-6176-4454-2

                               Libro Electrónico                                      978-1-6176-4453-5

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para ordenar copias adicionales de este libro, contactar:

    Palibrio

    1-877-407-5847

    www.Palibrio.com

    ordenes@palibrio.com

    329201

    ÍNDICE

    EL SUEÑO DE ÁLVARO

    -1- La rama, el isócrono y el aveluz

    -2- Filos de Santacruz

    -3- El retablo de los relevos

    -4- Tirso y el cordón blancoazul

    -5- La Mansión de las decisiones

    -6- El Árbol de los bienes infinitos

    30 AÑOS DESPUÉS

    -7- La familia Alameda

    -8- Las compuertas del alba

    -9- El nombre de Álvaro

    -10- La mesa mágica

    -11- El secreto de Antonio

    -12- Los desoladores

    -13- El puente a medio camino

    -14- Un tirso para Álvaro

    -15- Río mágico

    -16- Porto-pléyades

    -17- La analogía de los puentes

    -18- Álvaro y el esceptro

    -19- El pórtico de M D M

    -20- Las sandalias de Brisa

    -21- El cofre de los maguitos

    -22- Carapopelay

    -23- La risa Euluz

    La dedicatoria.

    Para Galo, Eliza, Roberto, Aylén y Paula,

    que fueron los primeros en leer la novela

    y que supieron reír y disfrutar con esta historia.

    El sueño de Álvaro

     -1-

    La rama, el isócrono y el aveluz

    SKU-000450960_TEXT_low.pdf

    Eran las ocho de la mañana cuando Antonio se despertó. Un fuerte chorro de luz, que se vertía por la ventana, le daba de lleno en la cara. Permaneció expectante por un instante. Aquello que escuchaba era el caer de la lluvia sobre el tejado. Retiró la sábana y puso los pies sobre el piso. Sus grandes ojos de azul turquesa se clavaron en el resquicio de la cortina justo por donde aquel haz de luz entraba. Quería cerciorarse de que estaba lloviendo. Dio un par de pasos hasta la ventana y recogió uno de los visillos en el gancho de la pared. Fijó la mirada fuera y pudo ver que a pesar de la lluvia, la atmósfera estaba impregnada de cierta transparencia. ¿Cómo era posible eso? ¿Sería porque ya era junio? Levantó la mirada siguiendo la proyección de aquel espléndido haz de luz que se cernía sobre su ventana, intentaba ver por encima de las nubes. Sobre éstas, pudo darse cuenta de que un magnífico sol resplandecía majestuoso. En ese instante tuvo el pálpito de que, desde aquel cielo abierto y brillante, una melodía mágica se aproximaba a Ciudad Dorada. Volvió a sonreír complacido.

    —Vaya, está lloviendo y hoy domingo…

    Comentó su hermana Eugenia, mostrando cierto disgusto a la vez que se acercaba a él.

    —Sí, pero en menos de una hora parará de llover—le dijo con certeza.

    —¡Si está que diluvia!

    —Tampoco exageres. No te preocupes, ya verás que sí.

    —Vale, si tú lo dices, mejor que te crea… hoy es un día especial… ya lo sabes.

    Eugenia bostezó y salió de la habitación, pero al instante volvió a entrar y le dio un beso, deseándole feliz cumpleaños.

    El río corre ligero flanqueando la fértil vega y la muralla que está emplazada a los pies de la catedral de Ciudad Dorada. Por detrás de una casa grande y hermosa, se levanta la casita donde vive la familia Alameda.

    A decir verdad, no sé si deba llamarla familia… Me parece que los llamaré simple y llanamente, los Alameda, no vaya a ser que interfiera en las vicisitudes en las que se encuentra mi amigo Antonio. Antonio Alameda es el benjamín de la casa. Es él quien piensa que no, que eso de que son una familia, nadita de nada. Y lo piensa así porque, nada más nacer, su padre se había marchado a las antípodas de la Tierra para traer fortuna a la familia. Pero la verdad era que la historia de sus diez años se había fraguado sin los reales de dicha fortuna. Antes de que su padre se marchara, entonces, sí que debieron de ser una familia. Pero ahora, no. En varias ocasiones le recalcaba esto a su madre, Ana, repitiéndole que diez años eran muchos años. Además, la casa en la que habitaban tampoco era de ellos, pertenecía a la familia de los Romero, donde trabajaba su madre desde hacía cinco años. Él no recordaba que su padre le cogiera de la mano y lo llevara de paseo por ninguna parte del pueblo o de la ciudad, como lo hacían otros padres con sus hijos. Los padres que no lo hacían, era porque no podían, habían muerto. Y para Antonio, saber esto, justificaba en su punto la ausencia de esos padres.

    Cuántas cosas tenía Antonio para preguntarle a su padre, pero no estaba. Solía sentarse cerca de su madre, en sigilo. La contemplaba, entonces ésta levantaba los ojos y le miraba largamente; luego meneaba la cabeza y le decía que ya podía soltar la lengua, que le escuchaba. Él le sonreía y le hacía esas clases de preguntas que a veces la dejaban sin palabras.

    —Esas cosas que te inventas, no existen, Álvaro Antonio. Quiero que tú le saques partido a tu inteligencia y… no te quedes de recadero toda tu vida, ya me ves a mí…

    —Pero mamá… Antonio no desistía.

    —Esa imaginación tuya no te va a dar de comer, ya has oído al señor Olmedo, interfiere en tus estudios. ¿No dices que quieres ir a estudiar a la universidad? Si no te ganas esa beca, hijo, con mis ahorros, ya me dirás… Que inventándote cremalleras voladoras o hacer de la luna una lupa mágica, me parece a mí que malgastas tu inteligencia…

    —Pero mamá, yo quiero hacerla, de verdad que la veo delante de mis ojos, sé que puedo hacerla, sólo necesito que alguien me ayude. ¿No ves que si tengo una lupa mágica que tenga el poder de hacerse grande y transparente, como la luna, podría ver lo que hay del otro lado de ella? Podría transportarme por todo el universo… Que yo lo he leído en los libros. Tienes que creerme mamá. Sólo necesito que alguien me ayude…

    Cuando veía que su hijo se expresaba con aquel énfasis, gesticulando sus manos, a la vez que sus grandes ojos dejaban asomar un brillo extraño, se sentía seducida, y a punto estaba de darle la razón y secundarlo en aquel juego maravilloso de su imaginación. Pero de inmediato volvía la mirada a su alrededor, se daba un golpecito en la frente con los dedos de su mano, como queriendo despertarse de aquel momento de ensoñación en el que había caído. Entonces reconocía que la única realidad que tenía era aquella que tenía delante y, por tanto, la única que valía.

    —¡Ay, hijo… ! No sé yo… No sé quién podría ayudarte a hacer eso… Sólo a ti se te ocurren esas cosas que dices… No veo por aquí a otro niño que imagine esas cosas que tú te imaginas… Y ahora estoy ocupada con esto, en tal caso, recuérdamelo en otro momento.

    Antonio había perdido la cuenta del tiempo que había pasado sin que Ana le hubiera vuelto a besar. Desde hacía ya bastante tiempo que siempre la veía ocupada. Él se sentía dichoso de tener el mismo azul de sus ojos, su piel blanca y su pelo castaño, tirando a rubio. Sabía los días que olía a cebolla, o a los olores de los guisos que preparaba, y los días que olía a ese jabón de rosas maravilloso. Era la más bonita de todas, pensaba. Se preguntaba si ella adivinaba sus pensamientos, esos que le decían lo mucho que él la amaba sin necesidad de decírselo con palabras. Porque él sí que adivinaba los suyos, a decir verdad, no necesitaba que se los dijera. ¿No se andaba preocupando por que se comiera todo lo que le servía, desde el desayuno a la cena? ¿No le traía cosas exclusivamente para él, porque quería que engordara y no estuviera así de delgado, para que los colores resaltaran sus mejillas y fuera un buen mozo, fuerte y valiente? ¿No era eso amor? Incluso sus hermanas se habían dado cuenta de ello y a veces le protestaban, recalcándole las preferencias que tenía por su Antonio. «Hijo, pregúntaselo al cura nuevo, se llama Filos de Santacruz, él es un místico ¿sabes?», escuchaba que ella le gritaba desde algún extremo de la casa donde se encontrara. Se retiraba con la intención de hacerle caso, para llegar a ser el mejor estudiante de Ciudad Dorada, para que con sus logros, ella y sólo ella, se sintiera la más dichosa de todo el mundo.

    Él se imaginaba que viajaba por tierras extrañas y, en una de esas, encontraba a su padre… Pero vuelto a la realidad, sabía que él y sus hermanas jamás habían salido a pasear con su padre. Y esta era una de las cosas más extrañas en su vida, no entendía por qué esta idea se retorcía dentro de su corazón. A estas alturas su padre, posiblemente, se había internado en un dédalo enmarañado, en donde hubiera desaparecido por siempre jamás.

    Las veces que Antonio sentía que dédalo extendía sus marañas hasta su casa, las veces que escuchaba una majestuosa melodía que lo llamaba desde la otra rivera del río. Entonces, cogía la senda del río, atravesaba el puente romano de piedra hasta llegar a la orilla opuesta. Por esta rivera, avanzaba hasta el puente de hierro. Una vez allí, se trepaba a un montículo y se quedaba observando la forma simétrica de la catedral en el agua. La magnífica música seguía sonando, bañándose en el agua, acariciando las ramas de los árboles, tocándolo todo con sus misteriosas notas musicales. Antonio, cada vez se iba convenciendo de que aquella melodía no siempre era la misma.

    Desde que entendió esta diferencia, cogió el hábito de afinar sus oídos para cerciorarse de que no eran cosas de su imaginación, sino que algo de este descubrimiento era cierto.

    Desde allí podía comprobar que Ciudad Dorada estaba rodeada por un río, que riega su fértil vega, y una catedral que corona el cerro donde fue fundada la ciudad. La catedral se refleja en el río. Él sabe que esta simetría está siempre visible, que sólo hay que abrir los ojos y verla. Sentir el aire que vibra sobre su superficie, abrillantando el agua como un espejo puesto a posta para que la hermosa catedral se mire. Antonio también se ha dado cuenta de que esto sucede, es decir, el espejo mágico es visible, no porque surja de las profundidades de la tierra, sino de la plenitud de las llanuras ocres y amplias que despeja toda cumbre que pudiera reflejarse en el agua. Siempre sonríe, casi jubiloso, al percatarse de que la catedral atesora esta revelación en complicidad tan sólo con el océano azul del firmamento y con los pálpitos entrañables de los misterios de su imaginación de niño. Así se daba cuenta de que aquellas notas musicales que podía oír y ver, eran verdes entre los árboles, azul turquesa cuando levantaba la mirada al cielo, fluida y transparente entre las aguas, dorada al reclinarse sobre las paredes de la muralla, de la catedral y las casas de piedra ocre en torno a ésta. En más de una ocasión, al introducir sus pensamientos en esta misteriosa música, tuvo la certeza de que a su alrededor había alas, planeaban alas, alas que se batían en vuelo entre cantos diluyéndose en la esplendorosa liquidez azul del cielo.

    Su hermana Eugenia solía encontrarlo allí, cuando tardaba en llegar a casa. A sabiendas de que su hermano se había autoproclamado el guardián del rostro bonito de la catedral sobre los azogues del agua. Lo miraba con cariño, tomaba la mano del niño y la depositaba en su mano morena y delgada, y sin mediar palabras, retomaban el camino de regreso, estando a tiempo para la hora de la comida.

    SKU-000450960_TEXT_low.pdf

    Y, efectivamente, a las once de la mañana, el sol lucía en sus mejores galas. Al salir de la misa, la mañana seguía espléndida. Después de la misa, la gente permanecía fuera luciendo sus hermosos trajes de domingo, se arremolinaban en la explanada con el brío prendido en sus rostros y comentando que qué buen día hacía, que aquellas lluvias de la noche anterior debía de dar paso definitivamente al verano, que ya no querían más aguas, porque para eso las lluvias tenían sus respectivos meses, y que cada cosa a su tiempo.

    La algazara de los niños y de los adultos acentuaba el brillo que se había apoderado de la calzada de adoquines y de los árboles, donde parecía que el sol danzaba de lo lindo para alegrar los corazones. El sol venía directo del este despejando el cielo de nubes. Y no venía solo, venía con una tenue brisa, arrastrándose por las aguas del río, ululando las hojas de los árboles del parque de enfrente. Todos se fueron retirando a disfrutar de los distintos lugares de Ciudad Dorada. Antonio y Eugenia tuvieron el permiso de su madre para jugar un rato en el parque, momento en que aprovechó Juanjo, el amigo de Antonio, para darle un regalo por su cumpleaños, era un cofrecito de madera que había comprado en la feria. Antonio y Eugenia, junto con dos amigas, atravesaron el pequeño puente construido sobre el arroyo, bordearon el convento de las Dueñas y avanzaron hasta el parque Cristóbal. Eugenia y sus dos amigas se dirigieron a la parte opuesta del parque a contemplar los rosales y a jugar. No así Antonio, que prefirió contemplar una vez más la estatua del almirante Cristóbal. Sonrió al ver que aquel haz de luz había vuelto, se vertía sobre la estatua alcanzándole a él. En ese momento pensó que: «Así como el sol es a la tierra, la alegría es a su corazón». Con este pensamiento se colocó justo debajo de la estatua, cerca de uno de los árboles.

    Desde muy niño le había llamado poderosamente la atención aquella estatua que estaba sobre el obelisco. Desde allí abajo, calculó que era más grande que la figura de un hombre normal. Lucía un elegante traje, su mano derecha sujetaba el globo terráqueo apoyado en su cintura, mientras que su brazo izquierdo se extendía con el dedo índice enhiesto apuntando hacia poniente. Alguna vez escuchó decir a varios visitantes mientras la contemplaban, que aquel porte le atribuía el carácter de un hombre aguerrido, de quien descubre que hay momentos en su vida que tiene que tomar grandes determinaciones.

    Recordó los primeros años en Ciudad Dorada. La primera vez que vio la estatua, si mal no lo recordaba, había sido cuando tenía cinco años. Fue cuando su madre lo trajo de paseo junto con sus dos hermanas, a la Plaza Mayor. Antes de llegar a ésta, forzosamente tenían que pasar por este parque. Su madre les ordenaba que se sentaran justo en el banco de granito que está enfrente de la estatua. Efectivamente, ahora lo recordaba mejor, apenas llevaban un par de semanas desde que su madre y ellos tuvieron que venir a vivir a Ciudad Dorada. Su madre había tenido que tomar esa decisión en beneficio de sus hijos. La familia con la que venía a trabajar para encargarse de las tareas domésticas, vivía a la entrada de la ciudad nada más atravesar el puente romano, a un tiro de piedra de la muralla antigua. Además de pagarle sus servicios, los dueños les dejaban gratis una dependencia que tenían en la parte trasera de la finca, lo suficientemente grande como para que vivieran él, su madre y sus dos hermanas mayores.

    « ¿Ves aquella mano apuntando a occidente, Álvaro Antonio? Pues por allá anda tu padre, por América. Se fue en busca de fortuna cuando tú tenías diez meses de edad y, desde entonces, no hemos tenido noticias de su existencia». Al principio no lograba entender la manía de su madre por venir a este parque repetidas veces y soltarle la misma historia.

    Se levantó del bordillo donde se había sentado y dio un rodeo por el árbol, sus corpulentas ramas parecían en calma. Le llamó la atención una de ellas, le pareció que, justo la que estaba por encima de su cabeza, estaba descolgada del tronco, fijó bien la mirada para cerciorarse y no le cupo la menor duda, allí había un tajo que la hacía caer un tanto del tronco del árbol. « ¿Cómo era posible que una rama tan corpulenta estuviera desgarrada de esa manera?» Antonio se preguntó intrigado. Seguro que los gamberros de la cuesta de arriba habían vuelto a las andadas, la de mecerse de las ramas de los árboles hasta incluso, a veces, dejarlas a destajos. Antonio pensó que aquello no era muy atractivo.

    Dirigió la mirada al cielo, el dedo de Cristóbal seguía señalando hacia poniente y parecía no enterarse de lo que había sucedido… ¿o sí? ¿Sabría el almirante quién había hecho tremenda gamberrada? Le pareció que el azul del cielo era casi abrumador, era de un azul diferente, vamos, diríase más bien extraño.

    —Eh, tú, Alameda, ¿qué estás mirando?

    Un joven rubio y bien vestido, de unos catorce años, le preguntó con cierta sonrisita. Apoyaba sus brazos en la rodilla de la pierna izquierda que había colocado sobre el banco.

    Antonio se giró para mirarlo de frente.

    —Conque has sido tú y tu… debí suponerlo—Antonio le dijo nada más verlo—. Fuisteis vosotros los que desgajasteis la rama del tronco.

    —¿Sí? Bueno… esta madrugada le ordené a un rayo que cayera sobre el árbol… ¿y qué?—le respondió mostrando chulería.

    —Un rayo, sí, un rayo… —Antonio le respondió convencido de que ellos eran los responsables del estado de la rama.

    —Tú y tu pandilla.

    —¿Y a ti qué te van ni qué te vienen mis asuntos?

    —Oye, Hernaldo, que es un árbol y eso no se hace. ¿O acaso no te has enterado de que en sus piñas hay sustancias curativas?—Antonio enfatizó.

    —No me digas, sabiondo.

    —Claro que te lo digo…

    —Mira, guapo, que tú a mí no me dices lo que tengo o no que hacer…

    —Venga, hijo, que ya te hemos alcanzado. ¿Con quién conversas?

    El joven paró en seco al escuchar la voz que se dirigía a él.

    —Con nadie, papá. Adiós, Alameda, ya nos veremos…

    El joven se alejó alcanzando a sus padres que se dirigían a la Gran Vía, con su otra hija, más pequeña que él.

    Antonio volvió a mirar la rama casi disgustado. Pero al instante se sintió animado al ver que el haz de luz había vuelto a rodearle. Se concentró en pensar qué podía hacer para devolver el estado sano de la rama. Levantó las manos casi intuitivamente y las impulsó hacia arriba, hasta la rama, deseando

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