Hipotecan sueños
Por Alicia Choin
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Hipotecan sueños - Alicia Choin
SE HIPOTECAN SUEÑOS
Alicia Choin
SE HIPOTECAN SUEÑOS
{Colección etcétera}
Primera edición, noviembre 2016
© Alicia Choin Malagón, 2016
© Esdrújula Ediciones, 2016
ESDRÚJULA EDICIONES
Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada
www.esdrujula.es
info@esdrujula.es
Edición a cargo de
Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz
Ilustración de cubierta: Eva Vázquez
http://evavazquezdibujos.com/
Impresión: Ulzama
«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»
Depósito legal: GR 1294-2016
ISBN: 978-84-16485-89-5
Impreso en España· Printed in Spain
A mi querida hermana Marian, la mujer con los ojos color verde esperanza más bonitos del mundo, con el deseo de que todos sus sueños se hagan realidad.
Mi tesoro
Abrió los postigos oxidados. Necesitaba que entrara un poco de luz en la cámara. Fue muy cuidadoso a la hora de hacer el mínimo ruido posible. Nadie podía saber que había pasado la noche en aquella casucha abandonada. Sus ansias de contemplarlo superaron al miedo de ser descubierto.
Desató los nudos de la cuerda con la que había cerrado el saco. Llegó de madrugada, tras conducir un montón de horas, y se aseguró de que nadie lo viera. Ya estaba... Se quedó completamente extasiado al ver su tesoro solo para él. Estaba un poco deslucido por encontrarse oprimido en aquel envoltorio tan inadecuado, pero aún así le pareció hermosísimo.
Todas las precauciones eran pocas. Sabía que ese capullo de Hernán lo seguiría al fin del mundo para recuperarlo. El muy hijo de puta estaba convencido de que le pertenecía. Tenía que haberle dado su merecido cuando se lo arrebató unos tres meses atrás. Desde entonces, había pasado muchas noches de insomnio ideando la forma de hacerse para siempre con él. Y por fin lo había conseguido. Se sentía el hombre más rico y feliz del mundo. Cuando todo el peligro hubiese pasado, iría a las Islas Caimán. Allí fue de viaje de novios y pasó los días más felices de su vida. Sí, allí se reuniría con su mujer. Solo tenía que esperar el momento propicio para llevarse su tesoro sin levantar sospechas.
Lo volvió a cerrar. Hizo un esfuerzo sobrehumano para moverlo al lado de la puerta. Así le sería más fácil y rápido cargarlo en la furgoneta cuando cayera la noche. Escuchó un crujido. «Mierda, se había roto el saco por el exceso de peso. Bueno, no hay mal que por bien no venga», pensó. Ese saco maloliente y deslucido no era el mejor sitio para guardar su maravilloso tesoro. ¿Desde cuándo se guardaban los tesoros en sacos? Sí, eso era. Saldría a comprar un cofre de la mejor madera. Total, nadie lo conocía en aquel pueblo y no levantaría sospechas.
—¿Y dice usted que aparcó detrás de esos arbustos a las tres de la mañana? —preguntó González, sin soltar el pitillo de la boca.
—Sí, eso es. Justo detrás de esos arbustos. No pude acercarme más por miedo a ser descubierto, pero lo lógico es que no fuera muy lejos.
—Gutiérrez, pase el detector de metales por ese montículo. Parece que la tierra está removida —espetó González.
—Como ordene, señor.
De repente, el aparato empezó a pitar de forma insistente. No había duda, tenía que estar allí. Hernán sacó el pañuelo del bolsillo de la camisa y se retiró nervioso el sudor de la frente. González hizo un gesto a Gutiérrez para que cogiera pico y pala y comenzara a cavar. Tras unos minutos tocó algo...
—Don Gregorio... Perdone que le pregunte de nuevo... ¿Podría volver a contarme cómo ocurrió todo?
—Claro, faltaría más. Verá usted... Ayer por la tarde, cuando me disponía a cerrar la funeraria, vino un hombre de complexión fuerte y mediana edad. Parecía muy nervioso. Me dijo que quería el mejor ataúd que tuviera. A continuación añadió que su perra había muerto, que la quería muchísimo y que no podría perdonarse nunca si la enterraba en un mugriento saco.
Hernán contempló el cadáver de su mujer, con la que se había casado hacía tan solo tres meses, después de que ella se separase de aquel engendro. Mostraba signos de haber sufrido una gran paliza. No pudo aguantar más y se desmayó.
Con los nervios, nadie se había percatado de que una furgoneta había aparcado en el carril, a pocos metros. Un hombre de complexión fuerte y mediana edad se acercó dando alaridos, mientras gritaba: «¡Mi tesoro, no toquéis mi tesoro!»
A todo color
Nos han dicho en la escuela que hagamos un dibujo sobre la Navidad. El profe me ha contado cómo es. Nunca he tocado un abeto. En el desierto no crecen los abetos. Por lo menos no en el que yo vivo, a lo mejor en otros sí. Aunque sé que no todos los desiertos están tan solos como el de Somalia. De la misma manera que la Navidad no es igual en todas las