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El viaje al mundo de Lucía
El viaje al mundo de Lucía
El viaje al mundo de Lucía
Libro electrónico485 páginas6 horas

El viaje al mundo de Lucía

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Una novela romántica con un punto picante que te hará aflorar todas las emociones posibles, desde la alegría hasta el enfado, haciéndote sentir en todo momento la protagonista de una bonita historia de amor.

Lucía es una chica de veinticinco años con un fuerte carácter marcado por una relación no del todo sana. Cuando Lucía deja a Marcos, su novio de toda la vida y su trabajo como camarera en una pequeña cafetería para mudarse a Barcelona con la intención de reinventarse, solo busca una vida apacible, conocerse a sí misma y estudiar diseño de interiores, algo que le apasiona. Sin embargo, no todos los comienzos son sencillos; unas complicadas compañeras de piso que le hacen el vacío continuamente y Alex, un guapo arquitecto de treinta años con la capacidad de hacer suspirar a toda mujer que pase por su lado sin pretenderlo siquiera, ponen su mundo patas arriba.

Lucía se ve envuelta en poco tiempo en una historia de amor que no buscaba, pero que la deja suspirando cual colegiala enamorada. ¿Será todo tan perfecto como parece o guardará Alex algún tipo de secreto que empañe la relación?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 nov 2017
ISBN9788491129295
El viaje al mundo de Lucía
Autor

Jennifer L.F.

Jennyfer L.F. es una escritora de género romántico. Autora de El viaje al mundo de Lucía, primera entrega de la trilogía «El viaje». Jennyfer está casada, tiene dos hijos y reside en una pequeña ciudad de Girona. Desde niña escribió pequeños relatos que quedaban relegados en un cajón de su escritorio. Los libros siempre han sido su pasión junto con la escritura.

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    El viaje al mundo de Lucía - Jennifer L.F.

    Agradecimientos

    Creo que escribir los agradecimientos me va a costar más que escribir la novela en sí, no sé ni por dónde empezar. Hace cosa de dos años una idea borrosa pasó por mi cabeza, creando primero un borrador de lo que después se ha convertido en una novela. Le di vida a Lucia y Alex y se han convertido casi en parte de mi familia. Creo que gracias a esta idea borrosa que poco a poco fue cogiendo forma descubrí lo que realmente me gusta en esta vida, escribir. Quizás lo he averiguado un poco tarde, pero como se suele decir, más vale tarde que nunca.

    En primer lugar quisiera darle las gracias a mi marido, mi amigo y mi gran apoyo, el que me animó a escribir y escribir sin importar lo que saliera de ello, más tarde me apoyó y animó a perseguir mi sueño sin importar cual fuera el resulta, creyendo al cien por cien en mi, mil gracias, sin ti esto hoy no sería posible. Gracias a mis hijos, esos que cuando le cuentan a la gente que su madre ha escrito un libro se les llena la boca de orgullo.

    Gracias a mi madre, por ilusionarme y apoyarme, por pedirme que le fuera imprimiendo cada página que escribía y así hacerme la primera crítica. Que sepas mami que respeto tus opiniones muchísimo y te las agradezco enormemente. Gracias por confiar tanto en mí y pensar que tu niña puede con todo, ojalá sea cierto.

    Y por último quiero agradecer a mis compis de trabajo Ana y Pili. Ana guapa, gracias por toda la paciencia que has tenido y aguantar todo este tiempo mis charlas, mis nervios y mis noches en vela, ya que al día siguiente te tocaba aguantarme de un humor no muy aceptable, gracias. Pili, gracias por acoger esta historia con tanta ilusión y mimo, desde el principio mi principal objetivo era impresionarte a ti, eras mi meta, si superaba la prueba intentaría ir más allá, así que gracias por la crítica recibida por tu parte.

    Y en definitiva gracias a todas esas personas que me den una oportunidad y me lleven a sus casas para vivir esta historia que he creado con mimo y cariño, solo espero la disfruten tanto como he disfrutado creándola.

    Prólogo

    Caminé bajo la tenue luz de las farolas por la calle de su casa, taciturna, pensando en lo que vendría. El corazón me latía tan fuerte que no podía escuchar mis pensamientos. Las luces estaban encendidas. Marcos me esperaba para cenar, sus padres habían salido como tantas otras noches. Imaginé los tuppers que habría preparado su madre: cocinaba muy bien, pero esa noche yo no probaría la comida.

    Cuando llegué a la puerta, la mano me temblaba. Respiré hondo para controlar los nervios y finalmente toqué el timbre. Escuché pasos. Marcos abrió la puerta con el ceño fruncido, como de costumbre. Estaba recién afeitado y llevaba un traje oscuro con corbata azul marino y rayas transversales. Se hizo a un lado para dejarme pasar y me dio un rápido beso en los labios. Me miró en silencio mientras me quitaba la chaqueta.

    —Estás muy callada hoy, Lucía.

    Sonreí levemente, no sé si por los nervios o por tristeza.

    —Un mal día, supongo —volví a respirar hondo—. Marcos, necesito hablar contigo...

    Me miró detenidamente, como intentado descifrar mi expresión.

    —Bien. Ponemos la mesa y charlamos tranquilamente.

    Se dirigió a la cocina sin mirarme. Yo sentí una opresión en el pecho, cerré los ojos e intenté tranquilizarme.

    Cuando regresó al salón traía dos copas y una botella de vino. Yo estaba sentada en el sofá, secándome las manos sudorosas en los pantalones. Le hice una seña para que se sentara a mi lado. No iba a ser fácil. Pero debía ser fuerte. Me lo debía a mí misma.

    —Estás un poco rara, en realidad.

    Se sentó a mi lado y sirvió las copas de vino. Me tendió una.

    —Verás… no sé por dónde comenzar…

    —Por el principio, ¿no te parece? —dijo ya en tono hosco.

    Empezaba a impacientarse y se le notaba. Se aflojó el nudo de la corbata.

    —Esto… esto no funciona, Marcos. Hace tiempo que no soy feliz, que no eres el chico que conocí.

    Lo solté así, de golpe y porrazo, como cuando uno se quita una tirita de un tirón. Dicen que duele menos.

    Marcos arqueó las cejas

    —¿Disculpa?

    —Que no quiero seguir contigo. No puedo continuar con esto. No soy feliz —agaché la cabeza esperando la reprimenda.

    —¿Que no eres feliz? ¿Acaso tienes quejas de mí? Tienes todo lo que quieres, los mejores viajes, los mejores regalos, te lo doy todo. Eres la envidia de tus amigas.

    Había empezado a alzar la voz. Se bebió la primera copa de un solo trago y se sirvió otra.

    —¿La envidia de mis amigas? —dije exasperada—. La mayoría se ríe de mí por aguantarte tanto como te aguanto. Me faltas al respeto delante de todos, tonteas con todas las chicas que quieres y sin contarte un pelo si yo estoy delante, y eso para no hablar de la cornamenta que se dice por ahí que llevo… —había cogido carrerilla, estaba soltando todo lo que había callado tanto tiempo—. Te vas con tus amigotes de borrachera cada dos por tres y no apareces hasta el día siguiente. Pero si salgo yo unas horas con mis amigas, resulta que soy una puta. Lo siento, pero no puedo más. Se acabó, Marcos, búscate otra tonta que te aguante.

    Se levantó y comenzó a pasearse con la copa en la mano. Me miró con odio.

    —No sabes lo que dices, Lucía —me señaló con el dedo índice—.Te arrepentirás, te lo aseguro. Me dedicaré a joderte la vida. No estarás con nadie que no sea yo, ¿te queda claro?

    Se acercó a un milímetro de mi cara. Cerré los ojos asustada y agaché la cabeza.

    —Ya no podrás controlarme, Marcos. Me marcho. Me voy a vivir fuera.

    Me levanté de golpe y recogí mis cosas. Él ya estaba fuera de sí.

    —¡¿Que te vas dónde?! ¡Estás loca, Lucía! ¡Eres una desagradecida, una hija de puta! ¡Te arrepentirás y volverás arrastrándote como el puto gusano que eres!

    Salí a toda prisa. Desde el exterior todavía le oía gritando y dando golpes. Un objeto de cristal se estrelló contra una pared. Se me saltó una lágrima mientras corría. Apreté el paso hacia donde mi amiga Paula me esperaba. Entré de un brinco su coche y la abracé.

    —Ssshhh, ssshhh… —Paula me abrazó también con fuerza—. Haz hecho lo que tenías que hacer.

    Entonces lloré.

    Desde cero

    Abrí los ojos y miré el móvil. Apenas las siete de la mañana… ¿No puedes dormir aunque sea una horita más, Lucía? Tenía los ojos como platos, pero claro, era lo normal: llevaba nueve años levantándome a las seis de la mañana para ir a trabajar. Hacía menos de una semana, me había mudado a la gran Barcelona, había roto con mi pasado y había decidido volver a empezar de cero.

    Parecerá que con veinticinco años soy demasiado joven para volver a empezar de cero. Pero así era. Había roto con Marcos, mi novio desde hacía diez años, había dejado mi trabajo como camarera en una pequeña cafetería donde llevaba nueve y me había ido de casa de mis padres para cumplir mi sueño: estudiar diseño de interiores.

    Estaba muy emocionada, porque después de toda una vida en Figueres me había mudado a la gran ciudad, dónde nadie me conocía y había mil cosas por hacer. Mis padres se habían llevado un disgusto tremendo cuando les dije que había roto con Marcos. Ellos no veían al chico machista, egoísta y poco cariñoso, sino al bueno de Marcos, ese chico diez que me ofrecía un buen porvenir. Él mismo se encargaba de que lo vieran a sí y me vieran a mí como una chica quejica y exagerada.

    —Bueno, hija —me decía mi madre, cuando yo le contaba los problemas que teníamos—, pues es lo normal en todos los hombres, nadie es perfecto.

    Yo prefería callarme y guardarme todo lo que llevaba dentro. Hasta que un día me levanté, hice repaso de mi vida y me imaginé mi futuro. Vi a un hombre volviendo a casa de madrugada porque se había ido de putas, mientras yo cuidaba de la casa misma y de los tres hijos que él quería tener, porque claro, no los iba a cuidar él… Si no, otro gallo cantaría.

    Así que ahí estaba, en un piso del barrio de Sants, alquilado con dos chicas que no conocía y que encontré en un portal de internet. Aunque la universidad sólo empezaba en tres semanas, había resuelto venirme de una vez y empezar a conocer esta ciudad que tanto me había gustado siempre. Y de paso empezar a conocer a la nueva Lucía.

    Me levanté de la cama y me recogí el pelo en una coleta para no asustar a mis compañeras con la melena de leona que se me queda recién levantada. Recorrí el pasillo bostezando y entré en la cocina, donde ya estaban Valeria y Ana, con las que no había congeniado de momento. Valeria, un pelín más amable, tenía una larga melena de rizos rojos que le llegaba a la cintura, ojos azules muy expresivos y cientos de pequitas repartidas por los pómulos y la nariz. Ana era una esnob reprimida que se esmeraba en hacerme saber que estaba a gusto conmigo en su piso. Medía un metro sesenta, más o menos al igual que yo, pero era muy delgada. Una melena rubio platino perfectamente lisa le enmarcaba el rostro más bien frío.

    La persiana de la cocina estaba abierta y dejaba entrar un sol deslumbrante a pesar de la hora que era.

    —Buenos días —saludé sonriente—, ¡qué bien huele a café! ¿Queda para mí?

    Cogí esperanzada mi taza del desayuno. La tenía desde hacía diez años y era algo así como un amuleto de la suerte. Aunque pensando en retrospectiva, tal vez fuera era el momento de cambiarla.

    —Lo siento, la cafetera es pequeña y solo da para dos tazas —respondió Ana sin mirarme.

    ¿Alguien le había enseñado modales a esta chica?

    —No te preocupes, prepararé más.

    No era plan de ponernos a pelear, acabábamos de empezar la convivencia.

    Desde luego, no pretendía que de la noche a la mañana fuéramos íntimas. Pero las dos me excluían de sus conversaciones y me trataban con indiferencia. Eso me hacía sentir un poco deprimida, porque estaba sola y habían sido muchos cambios. Llamaba a menudo a Paula, mi mejor amiga desde la infancia. Me había aconsejado mil veces que dejara al tonto de Marcos y creo que cuando le conté que lo iba a dejar le di una de las mayores alegrías de su vida. ¡Sí!, ¡sÍ!, ¡síííí!, se había puesto a chillar como si estuviera poseída. Parecía la chica del anuncio de Herbal Essences a punto de tener un orgasmo. Cómo nos habíamos reído.

    Me senté con mi café en la mesita blanca de la cocina. Me había puesto también tostadas, zumo, un desayuno completo. Era una mesa pequeña, pero cabíamos las tres perfectamente, en caso de que quisiéramos desayunar juntas: a esas alturas, Ana y Valeria ya se habían ido.

    Acabé de desayunar y decidí que me dedicaría el día en exclusiva. Primero tiendas, luego sesión de masaje y peluquería. Qué narices, ¡me lo merecía! Recogí la cocina, pues siempre he tenido cierta obsesión por el orden y la limpieza, que al parecer no compartían mis compañeras, pues habían dejado sus respectivas tazas en la mesa. Me di una ducha con agua muy caliente, tanto que la piel se me puso roja. Me planté debajo del chorro, cerré los ojos y dejé la mente en blanco, dejando que el agua me calara. La ducha era esencial para calmar mis nervios y relajar todos mis músculos.

    Cuando salí ya no había un alma en casa, como venía siendo habitual. Se habían marchado sin decir adiós siquiera. Me molestaba un poco, pero supuse que acabaría por acostumbrarme. ¡Qué se le va hacer!

    Me miré en el espejo de cuerpo entero que tenía en el dormitorio. No soy excesivamente alta y tengo una complexión muy normalita, nada que destacar a excepción de mis grandes ojos azules, que me encantan. Ni curvas sugerentes como las de mi amiga Paula, ni pechos grandes, mucho menos un trasero decente. Sin embargo, era el cuerpo que me había tocado y con el que tenía que vivir.

    Abrí el armario y cogí lo primero que pillé, una bermuda vaquera algo desgastada y un jersey de gasa blanco de cuello desbocado. Me recogí la melena en un moño algo descuidado (darle ese toque casual me llevó más de diez minutos) y me maquillé sutilmente los ojos. Cogí el bolso y salí alegremente a reventar mi tarjeta de crédito. Por suerte, tenía bastante dinero ahorrado. Marcos era el típico machista que no permitía que una mujer le invitase, y ahora yo disfrutaba de las consecuencias.

    Afuera hacía un sol de escándalo, a pesar de que estábamos en setiembre. El día prometía. No había una sola nube en el cielo. Me dirigí a la parada del metro, bajé las escaleras y me paré a mirar el mapa de líneas. No perderme sería complicado, porque en mi vida había cogido un metro: ¡todo un reto de superación! Una vez identificada la línea que tenía que tomar me dirigí al andén. Ya en el tren, me senté en un extremo y cogí mi libro pero antes que pudiera abrirlo un hombre de dimensiones considerables se sentó a mi lado, arrinconándome contra la pared. Opté por guardar el libro y levantarme antes de morir aplastada.

    Iba pendiente de cada parada por miedo a saltarme la mía. Finalmente, llegué a Paseo de Gracia y salí en medio de la multitud, que al llegar a la calle se desplegó como un abanico. Con ayuda de Google Maps, me encaminé móvil en mano a Porta de l’Ángel, una bonita zona de calles adoquinadas y fachadas antiguas con tiendas de todo tipo: mi paraíso del día.

    Pasé la mañana de tienda en tienda, despilfarrando parte de mi dinero ahorrado… ¡qué bien me sentía! Ya tenía reservado un masaje después de comer y la peluquería por la tarde. No me gustaba dejar nada al azar. Para mediodía, iba tan cargada de bolsas que parecía una diva con mis gafas de sol D&G. Me dolían los pies y las piernas, y si seguía a este ritmo iba a necesitar ayuda con las bolsas. Decidí parar a comer y me senté en una terraza en Las Ramblas. Comí con absoluta tranquilidad y leí un rato, hasta que el móvil sonó y miré la pantalla. Automáticamente solté un bufido. Era mi madre.

    —Hola, mamá. ¿Qué tal todo?

    Le di un sorbo a mi Coca-Cola con hielo y limón. Esperé a que dijera lo que venía diciéndome todos los días.

    —Aquí, corazón, echándote de menos. ¿Qué haces?

    —Estoy comiendo en una terraza, mamá.

    —¿No me digas que estás comiendo sola? La gente va a pensar que eres rara y antisocial, no deberías comer sola…

    Ya empezaba.

    —Mamá, aquí es lo más normal de mundo, hay mucha gente comiendo sola en la misma terraza que yo, no soy rara ni antisocial, solo que todavía no conozco a nadie, eso es todo.

    —Ay, hija, qué disgusto tan grande que tenemos tu padre y yo. Ayer vimos a Marcos y tenía los ojos rojos de tanto llorar —o de fumar, pensé yo—, pobre chico. Después de tantos años juntos te echa mucho de menos…

    —Te aseguro que no es para tanto. Solo que os quiere dar pena para que veáis que hija tan mala tenéis.

    —Mala no, Lucía, hija, pero…

    —Mamá, ya hemos hablado de esto varias veces, soy mayor de edad y os pido que respetéis mi decisión, no hay nada más que decir.

    Oficialmente, mi madre lo había conseguido: ya me había puesto de mal humor.

    —Y ahora, si no te importa —proseguí—, quiero acabar de comer sin que nadie me acuse de nada.

    —No te enfades, nosotros solo queremos lo mejor para ti y después de tantos años con Marcos lo natural era que os fuerais a vivir juntos, y os casarais y tuvierais bebés. Esta decisión tuya nos ha descolocado, nada más…

    —Lo que vosotros no sabéis es que Marcos ni me quería tanto, ni me respetaba, ni me hacía feliz, y creo que dejarlo e intentar estudiar para tener una profesión mejor es la mejor decisión que he podido tomar… ¡para no servir mesas el resto de mi vida!

    —Supongo que tienes razón, cariño. ¿Pero cuándo te veremos? ¿Las clases no han empezado todavía, verdad? No sé por qué te has tenido que marchar tan pronto.

    —Pues porque era lo mejor, mamá, necesito alejarme de todo durante un tiempo… De momento no vendré. Al menos durante dos meses.

    Le di otro trago a mi Coca-Cola, para sentirme menos culpable.

    —Pero eso es mucho tiempo, Lucía… te vamos a echar mucho de menos...

    —Gracias, mamá —la interrumpí—. Tú sabes que te quiero, ¿verdad?

    Cerré los ojos y una lágrima me resbaló por la mejilla. Intenté reprimir el resto. No me gustaba llorar y menos en una terraza llena de gente.

    —Claro que sí, cariño, ¡claro que sí! Cuídate mucho, cielo, te quiero.

    —Adiós, mamá.

    Escuchar la tristeza en la voz de mi madre, que era una persona tan alegre, me rompía el corazón. Cogí mi libro de nuevo para alejar los remordimientos y seguir disfrutando del día, pero cuando empecé a leer la historia me pareció tan tremendamente triste que ya no pude reprimir las lágrimas.

    Por fortuna, de la sesión de masaje que tenía contratada salí como nueva. Relajada como nunca en mi vida, respirando profundamente y disfrutando de la suave brisa que se había levantado mientras paseaba móvil en mano hasta la peluquería.

    Me puse en manos de una chica algo mayor que yo, con el pelo muy desfilado y de varios colores. Mientras ella trabajaba, me olvidé de todo: la vida que había dejado atrás, lo sola que me sentía en Barcelona, todos los miedos que tenía. Me olvidé de mis padres y de Marcos, que todavía me mandaba algún mensaje con una de sus lindezas, y por supuesto deseándome toda la suerte del mundo.

    Cuando la chica terminó, me miré al espejo y me gustó lo que vi. No había tocado el largo de mi pelo, pero había cambiado un montón y la Lucía del otro lado del espejo era más guapa que la de antes.

    Alguien inesperado

    Eran las ocho de la tarde. El sol se había escondido pero no había anochecido todavía. Llevaba todo el día fuera de casa, andando de un lado para el otro, y había gastado más dinero en esas horas que en todo el año anterior. Sin embargo, no me apetecía volver a casa. Allí, nadie me esperaba.

    Decidí cenar en una pizzería que había visto a la vuelta del piso. Siempre estaba atestada de gente, así se debía comer bien. Recorrí los veinte minutos hasta la parada de metro cargada como una burra con las bolsas de mis compras: zapatos, lencería, ropa de sport, elegante y de diario. Cuando llegué a la parada el tren ya estaba allí. Me lancé a correr como pude y, justo entrando, alguien me empujó y me golpeé en la cabeza con una de las barras del vagón.

    —¡Cuidado, hombre! Me has hecho daño, ¿sabes? Podrías ir con un poco de cuidado, si todo el mundo hiciera igual que tú…

    Me volví y me encontré con unos ojos verdes impresionantes. El corazón se me heló y un puñado de mariposas me revolotearon en el estómago.

    —Tranquila, chica, ha sido un accidente —replicó él frunciendo el ceño—. Me han empujado desde atrás.

    Me aparté y seguí andando hasta el fondo del vagón porque si seguía mirándolo me hubiera abalanzado sobre su boca. Y claro, no lo conocía de nada, no era plan.

    A él se le quedó una cara de tonto que no veas. Era un chico guapísimo, casi de anuncio, y todas las mujeres del vagón, fueran de la edad que fueran, lo miraban casi babeando. Debía medir un metro ochenta y cinco, tenía el pelo oscuro algo revuelto y esos ojos verdes increíbles, capaces de deshacer un iceberg.

    Durante el trayecto, me aseguré de que no me viera mirándolo. Pero, curiosidades de la vida, decidió bajar en la misma parada que yo. Una vez fuera traté de apretar el paso, hasta donde podía con todas mis bolsas. Eché un vistazo a mi espalda y lo vi a pocos metros de mí. Por mi cabeza desfilaron varias opciones: uno, me estaba siguiendo (me acordé de lo bueno que estaba y lo descarté), dos, era uno de esos psicópatas que siguen a las chicas hasta la puerta de su casa y luego la matan y la descuartizan.

    Desde luego, había visto demasiadas películas de terror. A dos pasos tenía la pizzería dónde había decidido ir a cenar. Quería pasar primero por casa y dejar las bolsas, pero resolví entrar sin más: cosas de la paranoica que llevo dentro. Me senté en una mesa al fondo, al lado de una ventana. Pronto empezaría a anochecer. Estaba agotada al cabo de todo el día fuera.

    Pedí una pizza y una Coca-Cola bien fresquita porque tenía mucha sed. Cuando el camarero me trajo la bebida, la puerta de la pizzería se abrió y entró en el local el chico del metro. Se le había quedado ese nombre al pobre. Así que tendría que preguntarle cómo se llamaba… Me reí de mí misma: con lo tímida que soy, sabía perfectamente que no lo haría. Tampoco me lo podía creer: al final todas mis fantasías paranoides iban a ser ciertas.

    Nuestras miradas se cruzaron y nos quedamos mirándonos un momento. El calor se me subió hasta las mejillas e imaginé lo roja que me había puesto. Llevaba tantos años con Marcos que no estaba acostumbrada a que otro hombre me mirara de cierta manera. Se sentó en el otro extremo del local, pero de cara a mí. Volvió a mirarme y yo volví a ruborizarme. Al cabo de un minuto se levantó y se acercó muy despacio a mi mesa. Fuimos mirándonos mientras se acercaba. Me saludó por fin, algo cohibido.

    —Hola, esto… quería pedirte perdón por lo del metro —masculló mientras se rascaba la nuca—, me han empujado desde atrás, disculpa, de verdad…

    Gesticulaba con las manos mientras hablaba. Y yo babeaba mentalmente. Era tan guapo.

    —Eh, sí, claro, ya no importa. De verdad.

    —¿Me puedo sentar? —el estómago me dio un vuelco—, ¿o esperas a alguien?

    —No, solo espero una pizza… —Menuda idiota… ¿No podía salir nada más coherente de mi boca?—. Iba a cenar sola, así que siéntate si quieres… Me llamo Lucía, ¿y tú?

    Estaba muerta de la vergüenza. Pero oye, él había venido a pedirme disculpas. Eso ya era un mérito.

    —Disculpa, qué maleducado soy, no me he presentado. Me llamo Álex, encantado de conocerte.

    Se agachó y me dio dos besos, que me supieron mucho mejor de lo que me gustaría reconocer.

    —Igualmente, Álex.

    Se sentó conmigo y pidió una pizza para él cuando trajeron la mía. Le ofrecí una porción, pues me daba apuro comer sola mientras él me miraba, pero se negó alegando que en el Mamma Mia eran muy rápidos y eficientes. Y no se equivocó: al cabo de un par de minutos le trajeron su calzone.

    Pasamos dos horas hablando sin parar. Era como si nos conociéramos de toda la vida. Sentí (¿o sería otra vez mi paranoia?) que había conexión entre los dos, cosa que no tenía muy claro que fuera buena. Álex era un chico divertido y simpático, y el tiempo pasó volando.

    —Es tardísimo, disculpa, Álex, me tengo que marchar.

    —¿Quieres que te acompañe? No es muy buena idea andar sola de noche por la ciudad.

    Me reí sin querer. Estaba bastante desentrenada en el ligoteo pero me pareció una excusa malísima. En la calle todavía había mucha gente.

    —Gracias, pero no hace falta, vivo aquí a la vuelta.

    —¿Y te vas a arriesgar a que algún desalmado te haga algo malo cuando un caballero se ofrece a acompañarte?

    Arqueó la ceja y sonrió de medio lado. Su cara era un poema. No pude más que reírme y aceptar.

    —Bueno, como quieras, espera que voy a pagar.

    —Yo invito, por favor.

    Se levantó sin darme alternativa. Llamó a una chica que había detrás de la barra y le habló con familiaridad, como si fueran viejos conocidos. Lo que más me extrañó fue que en ningún momento le vi sacar la cartera para pagar. Cuando regresó a la mesa, le hice saber que no me había gustado que pagara sin que se lo hubiera permitido.

    —Nos acabamos de conocer. No tienes por qué invitarme a cenar, ¿sabes?

    A él no pareció importarle, sino más bien todo lo contrario.

    —Vaya, no pensé que te fueras a molestar. Pero disculpa… Solo ha sido una pizza. Tampoco se puede decir que te haya invitado a gran cosa, ¿no?

    Consiguió hacerme reír

    —Además conozco a la dueña y me hace buenos descuentos —me guiñó un ojo—. Pero si tanto te molesta, otro día invitas tú. No creas que a mí me molesta que me invite una chica.

    —Me parece una muy buena idea —aparté avergonzada la mirada—. Gracias por la invitación, por cierto.

    —Con mucho gusto. De verdad, no hace falta que me des las gracias.

    Eché una mirada al local antes de salir y me pareció que era la envidia de todas y cada una de las presentes. ¿Estaría acostumbrado a suscitar tal expectación?, ¿o simplemente no se daba cuenta? No había una sola fémina que no lo mirara embelesada, incluso las mujeres que estaban con sus maridos babeaban y no era para menos: tenía un cuerpo de infarto (y eso no que lo había visto desnudo), la espalda ancha y el culo prieto se adivinaban bajo la camisa azul marino y el vaquero clarito... Solo de pensarlo se me hacía la boca agua.

    Sin embargo, no me gustaba el rumbo adonde se encaminaban mis pensamientos. Había venido a Barcelona con la idea de no saber nada de los hombres y ahora de repente cenaba con uno y hacíamos planes para quedar otro día. No era lo que tenía pensado cuando había roto con Marcos.

    La noche había caído y empezaba a refrescar. Llegamos a casa en menos de cinco minutos, pues realmente vivía casi al lado. Delante del portal había un parque. Por un momento pensé en preguntarle si le apetecía sentarse un rato a charlar, pero decidí castigarme callándome y despedirme cuanto antes.

    —Bueno, pues ya hemos llegado, ¿ves que sí vivo muy cerca? —me salió una risita de lo más tonta, que me avergonzó al instante—. Gracias por la cena, de verdad, lo he pasado muy bien.

    —Yo también. Lucía, ¿me das tu teléfono? Me gustaría verte otro día, si te parece bien.

    Su cara se iluminó con la esperanza de un sí.

    —Claro, te debo una cena o lo que te apetezca —le canté mi número y me llamó para que yo tuviera el suyo—. No sé, un cine, por ejemplo, o lo que prefieras.

    —Lo que más te apetezca, no me importa. Estamos en contacto, ¿vale? Buenas noches, Lucía.

    —Buenas noches, Álex.

    Nos dimos dos besos y entré a casa intentando no mirar atrás. Las piernas me temblaban y eso no me gustaba, porque infringía la regla de oro que me había impuesto al venir a Barcelona: CERO CHICOS.

    Pero había cosas inevitables. Y además podíamos ser amigos, ¿no? No tenía por qué pasar nada. Miles de chicos y chicas tenían buenas amistades sin que tuviera que pasar nada entre ellos. Álex me había caído muy bien y el hecho de que fuera tremendamente guapo no quería decir que tuviera que pasar nada entre nosotros. Tal vez yo ni siquiera fuera su tipo.

    Una nueva… ¿amistad?

    Al entrar me encontré con Valeria, que iba por el pasillo hacia el comedor.

    —Buenas noches, Lucía. Vaya, qué cargada vas.

    Su cara reflejó la envidia que siente toda mujer ante tal volumen de bolsas y no pude evitar sonreír.

    —Sí, ha sido un día muy divertido, he ido de compras, a la peluquería y a hacerme un masaje súper relajante. Disculpa, no sé por qué te explico todo eso… no te debe interesar, es la costumbre, siempre he sido muy parlanchina.

    —No te preocupes, puedes explicármelo, imagino que no debe ser fácil estar aquí sola. ¿Por qué no dejas las bolsas en la habitación y nos tomamos una cerveza?

    La propuesta me gustaba, pero me pilló completamente por sorpresa. Sí que cambiaba cuando no estaba con la siesa de su amiga.

    —Claro, ¿por qué no? Ahora vuelto.

    Dejé todas las bolsas en mi habitación, no iba a ponerme a ordenar todas las compras a esas horas. Mañana podría dedicarles el día entero. Regresé al salón en pijama y zapatillas. Valeria estaba sentada en el sofá con un par de cervezas encima de la mesita de centro. Me senté a su lado, cogí mi botellín y brindamos. El salón era muy acogedor, al igual que el resto del piso: las paredes estaban pintadas en gris perla clarito, la mesa y los muebles eran blancos y el sofá era de color gris marengo.

    Estuvimos hablando un rato antes de decidir que era hora de dormir. Descubrí que Valeria era una chica bastante simpática y divertida. Me pregunté por qué no era así todo el tiempo y la respuesta acudió enseguida a mi mente: Ana.

    —Oye, ¿puedo hacerte una pregunta?

    Le di un trago a mi cerveza. Ella me miró sin entender muy bien.

    —Claro, dime —dijo algo dubitativa.

    —Después de esta cerveza juntas, tengo claro que es a Ana a quien no le agrado demasiado. Pensé que era a las dos… ¿tiene algún problema conmigo? ¿He hecho algo que no os guste?

    Valeria agachó la cabeza como avergonzada. Un enorme bucle le caía delante de la cara. La miré fijándome en la cantidad de graciosas pequitas que tenía.

    —En primer lugar, me gustaría disculparme por nuestro comportamiento —levantó la cabeza y me miró a los ojos—. Me dejo llevar mucho por ella y no debería, y tú has pagado las consecuencias sin tener la culpa de nada. No debe ser fácil venirte aquí sola y encontrarte con dos compañeras que no te dirigen la palabra y te hacen el vacío.

    —La verdad es que no, yo siempre he sido sociable, algo tímida pero sociable y no tener con quién hablar es duro, sobre todo porque no sabes si has hecho algo mal o sencillamente no les caes bien…

    —El problema empezó hace meses, cuando Ana discutió con sus padres por fundir la tarjeta de crédito que ellos le dan… están forrados de pasta —murmuró arqueando las cejas—. Ellos pagaban el piso y nosotras los gastos, pero a partir de ese día decidieron darle una lección y le dijeron que se mantuviera sola. Con nuestros sueldos no nos llegaba y aunque ella se negaba a compartir piso con alguien que no conociera no le quedó más remedio, porque era eso o volver a su casa reconociendo que se había equivocado. Así que el problema no eres tú, sino la situación que ha conducido a ti.

    Cogí mi botellín y le di un trago.

    —Siento los problemas que Ana ha tenido con su familia. Yo he decepcionado a mis padres y aunque no me han dejado de hablar ni nada por el estilo, saber que les he hecho daño no es nada agradable.

    —Ana es mi amiga desde pequeña y la quiero muchísimo —dijo Valeria—, pero le duele no salirse con la suya.

    —Gracias por la charla y por todas las explicaciones, Valeria. Es tarde y estoy cansada, creo que me voy a dormir.

    —Que tengas buenas noches, Lucía. Y de verdad: lo siento. A veces me dejo llevar más por Ana de lo que me gustaría.

    —Es normal, sois amigas. No te preocupes.

    Cogí mi botellín y lo tiré a la basura camino de mi habitación.

    Me tumbé en la cama y encendí la lamparita que tenía en la mesita de noche. A los pies de la cama había un taburete y un tocador blanco con un espejo ovalado. Encima del tocador, una foto mía con Paula, en la que nos abrazábamos sonrientes. La había clavado allí y la miraba a diario para darme valor y recordar sus palabras de aliento.

    Cogí el móvil, que había dejado cargando, y cuando lo miré tenía un mensaje. El corazón empezó a latirme más fuerte ante la idea de que fuera Álex. Cuando lo abrí, una sonrisa se dibujó en mi cara.

    Álex> Buenas noches, Lucía, ha sido una cena estupenda, espero verte pronto.

    La cara se me iluminó y busqué una respuesta oportuna lo más rápidamente posible.

    Lucía> Yo también lo he pasado muy bien, ¿quieres que nos veamos mañana por la tarde o tienes algo que hacer?

    Le di a enviar y me arrepentí al instante. ¡Pensará que estoy desesperada! No era la imagen que quería dar y además me había propuesto que solo fuéramos amigos… ¿por qué tenía que verlo mañana mismo? Por otro lado, llevaba casi una semana en Barcelona, una semana casi absolutamente sola porque nadie me dirigía la palabra… era normal buscar algo de compañía,

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