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Las fronteras de la memoria
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Libro electrónico444 páginas7 horas

Las fronteras de la memoria

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Algunos recuerdos sobreviven al silencio y al olvido.

Daniela de la Torre es una periodista en crisis a punto de cumplir los cuarenta. Por primera vez desde que salió de la facultad, se ha quedado sin trabajo, justo cuando acaba de romper con su pareja, un hombre casado quince años mayor que ella que le ha roto el corazón. Después de veinte años viviendo en Sevilla y en pleno cataclismo laboral y personal, Daniela se ve obligada a volver a su ciudad natal, Algeciras, a cuidar de su abuela Vicenta, ingresada en un geriátrico y enferma de Alzheimer. El reencuentro con la anciana, que empieza a contarle la historia de un antiguo amor del que Daniela nunca ha oído hablar, despierta en ella la curiosidad por los sucesos que sacudieron el campo de Gibraltar en los primeros días de la Guerra Civil. Ese interés la acercará a Héctor, un amigo de la infancia del que se había distanciado, que ahora trabaja como profesor de Historia en un instituto y colabora con el Foro por la Memoria. Al tiempo que va ahondando en los recuerdos de su abuela, intentando separar lo real de lo imaginado, Daniela comienza a hacerse preguntas para las que no se atreve a encontrar respuestas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 jul 2018
ISBN9788417426835
Las fronteras de la memoria
Autor

Rosario Pérez Villanueva

Rosario Pérez Villanueva (La Línea, Cádiz, 1974). Licenciada en Periodismo por la Universidad de Sevilla, ha trabajado en el periódico Europa Sur y en el gabinete de comunicación de la Subdelegación del Gobierno de la Junta de Andalucía en el campo de Gibraltar. También ejerció durante un tiempo como corresponsal del diario El Mundo en el área del estrecho y firmó una columna semanal, «Entre líneas», en el gratuito La Nueva Verdad. Asimismo, lleva más de quince años como colaboradora fija del espacio de opinión «La firma», en el Hoy por hoy de Radio Algeciras (SER), recibiendo por uno de sus artículos, en 2004, el Premio José Luis Tobalina, concedido por el Ateneo José Román. Vicepresidenta de la Asociación de la Prensa del Campo de Gibraltar (APCG) y de la demarcación territorial del Colegio Profesional de Periodistas de Andalucía (CPPA), fue coautora de dos manuales prácticos editados por la APCG: Información e inmigración: recomendaciones para periodistas e Información, industrias y medio ambiente. En cuanto a su trayectoria literaria, es autora del libro de poemas Tardes de incertidumbre, editado en la colección Estrecho de Periodistas, y ha publicado parte de su poesía en revistas literarias como Carpe Diem y Hércules, y en portales digitales como La Torre de Montaigne. Actualmente, desarrolla labores de gestión y difusión cultural en la Asociación AlCultura.

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    Las fronteras de la memoria - Rosario Pérez Villanueva

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Las fronteras de la memoria

    Primera edición: junio 2018

    ISBN: 9788417426118

    ISBN eBook: 9788417426835

    © del texto:

    Rosario Pérez Villanueva

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A la memoria de mis abuelos, siempre vivos en el recuerdo

    A mis padres, por creer tanto en mí

    Y a mi hijo, Daniel, por enseñarme que el amor no tiene límites

    Nota de la autora

    Este libro es una novela y, por tanto, una ficción. No obstante, aparecen en ella hechos históricos que realmente sucedieron, así como localizaciones geográficas, paisajes y otras descripciones a los que he tratado de ser todo lo fiel que me han permitido mi experiencia personal y profesional, mis viajes y mis lecturas. En este sentido, los títulos y los nombres de los autores de los libros que aparecen mencionados en la novela se corresponden fielmente con la realidad.

    Por lo demás, tanto la trama como los personajes son fruto de mi imaginación, y a ella deben achacarse sus actos y sus circunstancias, sus emociones y sus pensamientos, sus derrotas y sus victorias.

    Tan solo algunos personajes secundarios —como el responsable de los Archivos de Gibraltar, el director del Gibraltar Chronicle y una de los profesionales sanitarios que atienden a Vicenta— existen en la vida real, aunque no aparezcan en la novela con sus verdaderos nombres y me tome, a la hora de darles voz, alguna que otra licencia narrativa; al igual que me la tomo con el Alzheimer, enfermedad que, por desgracia, suele ser más fea y cruel de lo que aparece en la novela, y que mi familia y yo, como la de Daniela, también tuvimos que aprender a conocer y sobrellevar.

    Por lo que respecta a los personajes principales, siempre estaré en deuda con la figura de José Villanueva, un pariente lejano al que no llegué a conocer, pero a cuya existencia debo la chispa inicial que prendió la llama de la inspiración para crear el personaje de Fernando y escribir esta novela, además de la extensa y maravillosa familia que tengo en Panamá.

    Como Daniela, yo también soy periodista; también perdí mi trabajo y también aprendí que toda crisis puede transformarse en una oportunidad. En cuanto al resto, como se suele decir en estos casos —y con razón—, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

    (Algeciras, 7 de octubre de 2012)

    —Hacía mucho viento. Hacía tanto viento que el pelo se me enredaba en la cara y no podía verlo bien. Y él se iba; se iba montado en su bicicleta, como todos los días, sin mirar atrás, con la cabeza alta y la espalda recta, pedaleando con fuerza hacia adelante, siempre hacia adelante. Él se iba y yo no podía verlo, aunque me apartara el pelo de la cara, porque las lágrimas me nublaban la vista, me temblaban las piernas y el pecho me dolía. Yo no sabía que era la última vez que lo veía, que ya no lo vería nunca más, que se iba para siempre y que se iba sin despedirse, sin mirar atrás, sin volverse ni una sola vez para decirme adiós con la mano, como había hecho otras veces. Pero claro, a lo mejor él tampoco sabía que se iba para siempre, que no volvería a mirarme con aquellos ojos suyos tan azules; que no volvería a verme allí, quieta, de pie, llorando y sintiendo que me moría...

    —Abuela, abuela. ¿Qué te pasa? ¿Qué dices? ¿De quién hablas? —murmuré incorporándome en el incómodo sillón.

    —Yo le quería, le quería tanto... —Vicenta, mi abuela, seguía hablando como en sueños, con los ojos cerrados y una lucidez que hacía tiempo que no le conocía. Pero yo no sabía de quién hablaba.

    —¿A quién, abuela? ¿A quién querías tanto? —le pregunté cogiéndole la mano, sin saber si estaba dormida o despierta.

    —¡Era tan guapo Fernando! ¡Era tan guapo...! Y tan listo, tan noble, tan valiente... ¡Y yo le quería! Y me quedé allí, como una tonta...

    —¿Quién era Fernando, abuela? ¿Quién era? —insistí acercando mi cara a la suya, por si abría los ojos y me miraba.

    Pero mi abuela, Vicenta, ya no me escuchaba. Se quedó callada y siguió durmiendo, y yo volví a arrebujarme en el sillón, medio tapada con una manta, sabiendo que ya no iba a poder conciliar el sueño.

    Eran casi las siete de la mañana y el sol, tímidamente, empezaba a asomar por la ventana del hospital Punta de Europa. Una mañana más, al otro lado de la bahía ya estaba amaneciendo.

    Capítulo 1

    La primera vez que atravesé el umbral del geriátrico en el que habían ingresado a mi abuela se me cayó el alma a los pies.

    Había vuelto a Algeciras aquella misma mañana, después de que la tarde anterior mi madre me hubiera asegurado por teléfono que no tenía alternativa. Mi hermana, Palma, que desde hacía ya un par de años vivía en Andorra, había sufrido una amenaza de parto prematuro que la iba a obligar a guardar reposo durante al menos un par de meses, y mis padres habían decidido que ya no esperaban más. Habían hecho las maletas y me habían dejado las llaves del adosado de Getares dentro de un sobre en casa de la vecina, por si yo no llegaba a tiempo antes de que se fueran y ni siquiera nos cruzábamos.

    Pero sí, llegué a tiempo.

    A tiempo de escuchar los reproches de mi madre, Victoria, que, como era habitual en ella, dedicaba los primeros minutos de nuestros cada vez más espaciados reencuentros a lamentar mi ajetreada forma de vida, mi aspecto, mi desapego hacia mi tierra natal.

    —Hay que ver, Daniela, hay que ver. Que tenga que pasar esto para que vengas unos días por aquí... Sí, ya sé, no me lo digas, no tienes tiempo, nunca tienes tiempo de nada, hija. Así estás de delgada, todo el día de un lado para otro, estresada perdida, que seguro que no te sientas ni a comer en condiciones.

    —No estoy estresada, mamá, eres tú la que te estresas —repliqué besándola en la mejilla, intentando no perder la paciencia nada más llegar a casa—. Y sí me siento a comer y a reposar la comida, aunque no te lo creas.

    —¿Qué te voy a creer? Si no hay más que verte, si te estás quedando hecha un suspirito… —insistió mi madre, a pesar de que yo todavía no había tenido tiempo ni de poner la maleta en el suelo.

    —Ven aquí, suspirito. ¡Que tenía muchas ganas de darte un abrazo! —la interrumpió mi padre, apareciendo en el porche con su voz de locutor de radio, y dirigiéndose hacia mí con su sonrisa franca y su habilidad para darle siempre la importancia justa a las cosas—. Y no le hagas caso a tu madre —me susurró al oído mientras me achuchaba con fuerza entre sus brazos—. Sabes que se preocupa mucho por ti.

    —Ya lo sé, papá. Demasiado —repliqué recreándome en la calidez de su abrazo, en su olor a colonia fresca, en la agradable sensación, aunque traicionera, de estar otra vez en casa.

    Mis padres aún no lo sabían y yo iba a tardar en contárselo, pero en las últimas semanas estaba atravesando los que, en aquel entonces, me parecían los peores momentos de mi existencia. En apenas unos días, todo mi mundo parecía haberse vuelto del revés: por primera vez en mi vida laboral, me habían echado del trabajo, algunas de las personas a las que consideraba mis amigos habían desaparecido y el hombre al que creía querer con toda mi alma acababa de demostrarme que no estaba dispuesto a sacrificarse por mí.

    Me sentía hundida, rota por dentro, y no sabía cómo hacer para empezar a recomponer los pedazos. Ni siquiera era capaz de escribir medio folio de una novela que tenía empezada, y hasta había dejado de salir; yo, que nunca he parado mucho tiempo bajo techo. Aquellos últimos días de septiembre de 2012, apenas me faltaban unos meses para cumplir los cuarenta y, por primera vez en mi pequeña historia, no tenía ni la más remota idea de qué hacer con mi vida.

    Y entonces, de pronto, pasó lo de mi hermana.

    Palma llevaba ya algún tiempo viviendo en la otra punta de la península, en una pequeña ciudad entre montañas llamada Escaldes-Engordany, por la simple y llana razón de que estaba enamorada hasta las trancas de un andorrano alto, corpulento y adorable al que había conocido durante un intercambio en la Facultad de Farmacia de Cádiz cuando aún eran estudiantes, y al que finalmente, después de años de relación a distancia y varias crisis superadas, había decidido seguir a aquel rincón de los Pirineos. Dos años después de aquella escapada, que no tardó en oficializarse con la boda correspondiente, Palma afrontaba un embarazo que había resultado ser de alto riesgo y que, finalmente, después de un pequeño susto con ingreso hospitalario de por medio, les había llevado a ella y a su marido, Antoni, a pedir un extra de ayuda familiar.

    Así que allí estaba yo, otra vez en Algeciras, preguntándome cuánto tiempo duraría todo aquello y confiando —egoístamente, lo reconozco— en que mis padres estuvieran por la labor de regresar cuanto antes.

    —No lo sé, hija. No sé cuánto tiempo vamos a estar por allí arriba, dependerá de cómo encontremos a tu hermana... —se apresuró a aclarar mi madre en cuanto formulé la pregunta de marras mientras los ayudaba a guardar las maletas en el coche. Y añadió—: De todas formas, ya sabes cómo es ella…

    Pues sí, claro que lo sabía: una pupas. Muy buena, muy inteligente, muy cariñosa, muy valiente y decidida para sus cosas, pero una pupas, una mujer aparentemente fuerte que se volvía frágil y asustadiza en cuanto un atisbo de enfermedad, el que fuera, hacía acto de presencia en su apacible vida. Y no hacían falta grandes padecimientos: un dolorcillo de vientre, unos gases, unas décimas de fiebre o un poquito de molestia en la garganta al tragar eran motivos más que suficientes para que Palma, mi hermana, se viniera abajo, acudiera al centro de salud, acosara al médico con preguntas y luego, fuera cual fuera el diagnóstico, se tumbara en el sofá, se tapara con una manta y empezara a comerse el coco.

    Dios mío… Me imaginaba el susto que debía de haberse llevado cuando, en mitad de la noche y a falta todavía de tres meses para su fecha de parto, se había despertado con dolores que parecían como de regla y que, una vez monitorizados, habían resultado ser contracciones. Me imaginaba las lágrimas corriendo por su cara, el temblor incontrolable de manos y piernas, el deseo irrefrenable de salir corriendo cuando la matrona de guardia le dijo que ni hablar, que ella no se iba a ninguna parte, que aquello tenía toda la pinta de que la criatura se empeñaba en salir mucho antes de lo previsto y que había que intentar pararlo como fuera.

    Un par de horas y algunas ecografías después, mi hermana estaba ya ingresada en la planta de maternidad del hospital Nuestra Señora de Meritxell, con un brazo conectado a un gotero lleno de bolsas y el otro fuertemente sujeto a su marido, que seguramente habría tenido que echar mano de toda su paciencia —que era mucha— y de toda su capacidad de convicción —que era mucha también— para intentar tranquilizarla.

    Así, al menos, me lo estaba contando mi madre, que, como era habitual en ella, se deshacía en elogios hacia su yerno cada vez que tenía ocasión.

    —Ay, Daniela, vida mía, no sabes las ganitas que tengo de que encuentres tú también un muchacho como el Antonio; un buen hombre con la vida resuelta, que te quiera, que se deje de tonterías y que te haga sentar la cabeza, hija, que los años pasan y tú ya tienes una edad… —se apresuró a lamentarse la autora de mis días, ignorante del daño que empezaban ya a hacerme, aunque yo no lo quisiera admitir, frasecitas como aquellas.

    —Déjalo, mamá, no empieces otra vez con lo de siempre, que no está el horno para bollos... —la interrumpí porque no estaba dispuesta a tragarme todo el sermón.

    Lo cierto era que mi madre, en el fondo, tenía razón. Y yo lo sabía, lo había sabido siempre; sabía que mi tendencia perpetua a enamorarme de quien no me convenía no me auguraba nada bueno. Y sí, claro que sí, por supuesto que me convendría conocer a alguien como mi cuñado Antoni, que hubiera sido capaz de seguir a mi hermana al fin del mundo si antes no lo hubiera seguido ella a él.

    Pero ese «alguien», ese hombre perfecto que no solo se enamorara de una hasta el infinito y más allá, sino que, además, se lo mereciera todo y fuera capaz de ser, a la vez, el marido ideal, el padre ideal, el yerno ideal, el amigo, el amante, el confidente; ese «todo en uno» con el que, en el fondo, todas las mujeres soñamos, no aparecía. Pasaba el tiempo y no aparecía, y a mí me faltaban meses para dejar de ser una treintañera, y mis ovarios, encima, estaban envejeciendo, tal y como me había recordado una tarde mi ginecóloga sin ningún atisbo de piedad, después de cobrarme ciento veinte euros por la revisión de todos los años.

    Sí, me estaba haciendo mayor, y las palabras de mi madre me dolían más de lo que a ella se le hubiera ocurrido imaginar; sobre todo porque hacía apenas unos meses que había decidido dar por muerta y enterrada mi historia con Darío y me encontraba hecha polvo por dentro y por fuera, lastimada y desorientada como un perrillo abandonado.

    Mi vida en aquellos momentos era un completo desastre y yo lo sabía, pero mi madre no; mi madre ni siquiera se lo imaginaba, y por eso acababa de ser cruel sin pretenderlo, inocente en su manera acelerada de hablarme, como si yo siguiera siendo una adolescente alocada y ella me esperara despierta de noche para regañarme, pero también para poder, por fin, acostarse tranquila.

    ¿Cómo contárselo? ¿Por dónde empezar? ¿Cómo explicarle a mi madre, Victoria, que era transparente como el cristal, que yo, su hija mayor, había vivido los últimos cinco años de mi vida en una mentira? ¿Cómo resumirle, sin herirla, que había sido la amante de un hombre casado, un madurito Peter Pan y seductor que, además, era mi jefe? Un cobarde que, a la hora de la verdad, cuando más lo había necesitado, me había dejado tirada, y que, en el fondo, nunca debía haber sentido por mí ni la mitad de lo que yo había llegado a sentir por él. Aunque nunca me hubiera gustado esa palabra e hiciera mucho tiempo que hubiera dejado de creer en ella, lo cierto era que yo en el «pecado» llevaba la penitencia.

    —Daniela, ¿te has enterado de lo que te he dicho? —La voz de mi padre se coló entre mis pensamientos y me trajo de nuevo a la realidad, a Algeciras, al porche de la entrada de la casa de Getares.

    —Sí, bueno, un poco… —balbuceé—. Perdona, estaba pensando en mis cosas…

    Tus cosas, sean las que sean, también son nuestras cosas —añadió mi padre con una sonrisa, pronunciando con más énfasis los dos posesivos—. Que no se te olvide.

    —No te preocupes, no se me olvida —acerté a responder, porque no era momento para entrar en detalles ni había tiempo para explicaciones.

    Todas las maletas estaban ya en el coche; mi padre había cogido las llaves y mi madre se disponía a darme la última lista de consejos y recomendaciones antes de partir.

    —Lo primero que tienes que hacer es ir a ver a la abuela, que se acuerda mucho de ti la pobre, a pesar de lo suyo…

    Lo suyo se llamaba Alzheimer, y por eso estaba Vicenta Martín ingresada en un geriátrico, después de haber vivido los últimos nueve años —los nueve años que habían transcurrido desde que muriera mi abuelo— en casa de mis padres.

    Mi madre no se cansaba de explicarle a todo el que le preguntara por el asunto que mi abuela en ningún momento había sido un estorbo para ella, «jamás», pero que su enfermedad había ido avanzando y había llegado un punto en que la situación en casa era insostenible. A causa del Alzheimer, y también, según los médicos, de una incipiente demencia senil, mi abuela había ido volviéndose con el tiempo más y más ingobernable, y mi madre se encontró una noche llorando en el suelo del cuarto de baño, de impotencia y de puro cansancio, porque mi abuela se le había vuelto a caer en el plato de la ducha cuando intentaba bañarla y se había hecho un nuevo moratón en la cadera. Después, cuando había intentado incorporarla, le había tirado varios pellizcos en el brazo y le había intentado pegar un mordisco, no sin antes lanzarle insultos que mi madre nunca le había escuchado decir en voz alta.

    Así se las había encontrado mi padre cuando llegó a casa después de su cervecita de los viernes con sus antiguos compañeros de trabajo: en el suelo del cuarto de baño, junto a un charco de agua, tiradas las dos; mi madre llorando y mi abuela blasfemando y pidiéndole a Dios que se la llevara ya al otro barrio, que qué había hecho ella de malo en esta vida para tener una hija tan desagradecida y tan torpe.

    —Así no podemos seguir ni un día más —sentenció mi padre, y mi madre aquella vez ya no le llevó la contraria. Como no se la llevó ni puso el grito en el cielo, la tarde en que mi padre apareció, algunos días después del incidente, con los papeles listos para el ingreso de mi abuela en una residencia de pago, a dos pasos del Hospital Punta de Europa, y a algunos más, pero no muchos, del domicilio familiar—. Tu madre necesita que estén pendientes de ella las veinticuatro horas del día, y tú no has nacido para enfermera, Victoria —añadió mi padre. Y ya no hubo nada más que hablar.

    Se terminaron, pues, los sobresaltos en la casa de Getares, las noches sin dormir en condiciones, porque mi abuela se despertaba tres o cuatro veces en mitad de la madrugada y se ponía a dar voces o se empeñaba en quitarse el pañal que la mantenía seca y se enrabietaba porque no podía, y se caía al suelo, y se ponía a insultar a mi madre con aquellas palabras malsonantes que jamás, en sus más de noventa años de existencia, habían salido de su boca.

    Se acabó también el no poder salir cada vez que querían porque no podían dejarla sola, o el tener que estar pidiendo favores a familiares cercanos o lejanos que se habían desentendido del problema el mismo día en que volvimos del cementerio y dejamos a mi abuelo dentro de un nicho cubierto de flores. Se acabaron también para mis padres, que ya eran bastante mayores, los dolores de espalda, porque a veces ni entre los dos podían con mi abuela cuando se dejaba caer al suelo como un peso muerto, enfadada con el mundo porque aún no quería acostarse o levantarse, que lo mismo daba.

    Se terminaron muchos sinsabores cotidianos y se ganó en tranquilidad, en salud, en libertad para entrar y salir. Y, sin embargo, algunos meses después, mi madre todavía se sentía culpable y seguía sin poder sacudirse de encima la incómoda sensación de que ella, Victoria Alameda, tal vez, por una vez en su vida, no había hecho lo correcto. Mi abuela ahora estaba perfectamente atendida, y la inmensa mayoría de los días, según me confirmarían luego en el geriátrico, no recordaba haber sido «abandonada»; y, sin embargo, la mayor parte de las noches, mi madre todavía seguía teniendo problemas para conciliar el sueño.

    —No te preocupes, mamá, en cuanto haya soltado las cosas y me haya tomado un café, lo primero que haré será ir a ver a la abuela —la tranquilicé, intentando que la despedida se alargara lo menos posible.

    —Bueno, pues ya está. Si ya está todo dicho y tu madre no tiene más recomendaciones que añadir, nos vamos, que tenemos mucho camino por delante, y ya sabes que no me gusta que me pille mucho la noche —comentó mi padre, estrechándome otra vez entre sus brazos—. Que ya se podía haber enamorado tu hermana de un sevillano o de un malagueño...

    —Ay, qué cosas tienes, Ángel. Qué culpa tendrá la niña de que el mundo sea tan grande —replicó mi madre, a la que no le gustaban mucho esa clase de bromas—. Pues mira, por lo menos se ha casado con un hombre que vale mucho, guapo, educado, con su trabajo fijo, que ya quisieran muchas de sus amigas…

    Antes de que mi madre pudiera volver a enrollarse como una persiana en torno a su tema preferido y yo tuviera que volver a padecer otra herida lacerante en mi autoestima, me abalancé sobre ella, la abracé y la empujé con disimulo hacia el interior del coche, ante la sonrisa cómplice de mi padre.

    —Buen viaje, mamá. Y llamad cuando lleguéis, da igual la hora —comenté, aunque las dos sabíamos que no hacía falta.

    —Claro que te llamamos, cielo. Cuídate mucho y pórtate bien —respondió mi madre con la ventanilla todavía abierta mientras mi padre enfilaba ya los mil doscientos kilómetros que los separaban de la casa de mi hermana.

    Aunque desde hacía ya un buen rato lo estaba deseando, cuando me quedé a solas me asaltó, inexplicablemente, una extraña sensación de vacío.

    No me importaba la soledad; de hecho, en Sevilla llevaba años viviendo sin compañía alguna, en mi pequeño apartamento del barrio de la Alfalfa, y estaba acostumbrada a convivir con el silencio, con las habitaciones vacías y con mi propia independencia. Y, sin embargo, aquella mañana, en aquella casa tan grande que había sido también la mía, pero que ya apenas reconocía, apagado ya el eco de las voces de mis padres, me sentí, de pronto, repentinamente sola.

    Antes de tomar posesión del que iba a ser nuevamente mi cuarto, al menos durante todo el tiempo que mis padres permanecieran en Andorra, recorrí brevemente la casa, aquellas habitaciones tan familiares y a la vez tan extrañas, de las que habían desaparecido recuerdos de otras épocas y en las que, de un tiempo a esta parte, habían proliferado, como una plaga, los muebles, las lámparas, las cortinas y los cojines de Ikea. Tan solo los cuadros y los marcos, con sus correspondientes fotos, a las que mi madre era tan aficionada, permanecían ajenos al paso del tiempo, como testigos mudos e inalterables de nuestra pequeña historia familiar.

    Solo después de colocar la ropa en el armario del dormitorio que durante años había compartido con Palma, y de haber dejado sobre nuestro antiguo escritorio algunas de mis cosas —el libro que estaba leyendo, mi portátil, el cargador del móvil—, me permití el lujo de darme una ducha, hacerme un café y sentarme en el patio trasero, en el mismo banco en el que tantas noches, durante años de niñez y adolescencia, había intercambiado confidencias con mi hermana.

    Y entonces, solo entonces, con la mirada perdida en la que durante toda mi vida me había parecido la bahía más bonita del mundo, sentí la tentación de coger el teléfono y llamar a Darío. Sabiendo que no podía hacerlo, que no debía hacerlo, que hablar con él y oír su voz solo iba a hacerme daño y, además, no iba a servir para nada, me quedé un rato así, con el móvil en la mano y el corazón en un puño, notando cómo, en contra de mi voluntad, los ojos empezaban a llenárseme de lágrimas.

    Era curioso. Durante las calurosas últimas semanas de la primavera y el aún más caluroso comienzo del verano en Sevilla, me había prohibido a mí misma flaquear, venirme abajo, derramar ni siquiera una gota por el hombre que me había hecho, a la vez, la más feliz y la más desdichada de todas las mujeres. Me había convencido a mí misma de que yo era fuerte, que podía superarlo, que no se acababa el mundo. Y entonces, apenas unos meses después de nuestra ruptura, llegó el segundo mazazo: me echaron del periódico. Así, de un plumazo, casi de la noche a la mañana, me quedé sin las dos cosas que más me importaban en el mundo y en torno a las cuales había estado girando toda mi existencia: mi amante y mi trabajo.

    Y lo peor ni siquiera fue aquello.

    Lo peor fue que Darío, el hombre con el que había compartido a escondidas los cinco últimos años de mi vida, no movió ni un solo dedo por mí.

    Todavía me costaba asimilarlo. Todavía no podía ni siquiera hacerme a la idea.

    Y aquella mañana de comienzos de otoño, frente a la bahía de Algeciras, con mi taza de café entre las manos, en la soledad del patio trasero de la casa de mis padres, no pude evitar sentirme, de pronto, la más desgraciada de las criaturas. Allí sentada, a solas conmigo misma y con todas mis contradicciones, me quité por fin la invisible careta de mujer fuerte que yo misma me había impuesto como una penitencia y me permití, por fin, hacer lo que mi cuerpo y mi mente llevaban meses pidiéndome a gritos.

    Me harté de llorar.

    Capítulo 2

    La tarde que conocí a Darío yo no hubiera podido imaginarme, ni por lo más remoto, la importancia que aquel hombre con pinta de estar de vuelta de todo iba a tener en mi vida.

    Acababa de volver del gimnasio cuando Macarena, mi mejor amiga, que por aquel entonces era también mi compañera de piso, se me echó literalmente encima nada más abrir la puerta, loca de contenta y dando saltitos, anunciándome que me habían llamado de un periódico, que habían dicho no sé qué de mi currículum y que me fuera pronto para allá, que el redactor jefe quería hablar conmigo sobre una oferta de trabajo.

    Ni siquiera me cambié de ropa; entre los nervios de Macarena y los míos propios, no reparé en las pintas que llevaba, con las mallas de pilates, las zapatillas deportivas y el pelo revuelto, todavía mojado como si estuviera recién salida de la ducha. La redacción estaba cerca, pero lloviznaba y, para colmo, con las prisas ni siquiera me había acordado de coger el paraguas, así que el mío, aquella tarde de octubre, no era, desde luego, el mejor de los aspectos.

    Por eso no entendí la mirada de la primera persona con la que me crucé nada más entrar por la puerta, como tampoco entendí el primer comentario que escuché salir de su boca.

    —Si vienes por lo del concurso de modelos, es en la planta de arriba —comentó el desconocido mirándome de arriba abajo con una expresión indescifrable que no me permitió distinguir si hablaba en serio o en broma.

    Desde luego, aquel comentario no me hizo ni la más mínima gracia.

    —Soy periodista —respondí, haciéndome la ofendida—. Me llamo Daniela de la Torre y vengo a una entrevista de trabajo para un puesto de redactora. Si es que no me he equivocado de sitio, claro.

    El desconocido sonrió y su mirada se iluminó con un brillo travieso, como de niño grande pillado en falta. Aquello me desconcertó.

    —No, no te has equivocado. Espero —añadió cogiéndome del brazo y acompañándome a una pequeña salita de reuniones—. Me llamo Darío Serrano y soy el redactor jefe de Cultura.

    Cuando me quise dar cuenta, el tal Darío y yo llevábamos ya tres tazas de café y un buen rato hablando de lo divino y de lo humano, de literatura, de cine, de viajes, de música; del periodismo como oficio, como vocación y como forma de vida. Más que una entrevista de trabajo, aquello acabó pareciendo una charla entre dos viejos amigos que llevaran tiempo sin verse. Nunca jamás en mi vida me había sentido tan cómoda en presencia de una persona a la que apenas conociera.

    Por eso no me extrañó, un rato después, el comentario que el que iba a ser mi jefe cruzó con el director del diario, Guillermo Medina, cuando, tras dar por concluida la entrevista, me acompañó hasta su despacho para presentármelo.

    —Medina, a esta niña me la metes ya en la plantilla...

    En cualquier otra circunstancia, pronunciada por cualquier otra persona, acabada o no de conocer, la palabra «niña» me hubiera sacado de mis casillas. Menuda soy yo para esas cosas.

    Pero la charla con Darío me había dejado con las defensas bajas, noqueada, absolutamente hipnotizada. En aquel momento, si me hubieran preguntado, no hubiera sabido explicar bien el porqué; el redactor jefe de Cultura no era precisamente un hombre guapo, aparentaba sacarme más que unos cuantos años y su forma de dirigirse a los demás, un poco «sobrada», incluso le hacía parecer arrogante. Y, sin embargo, había algo en él, en su forma de mirar, de hablar, de mover las manos... que le volvía irresistiblemente atractivo y le convertía en un ser seductor, plenamente consciente, además, de la fascinación que ejercía en los que le rodeaban.

    Una semana después de nuestro primer encuentro, la «niña», o sea, yo —que de niña tenía poco, puesto que hacía un par de años que había entrado en la treintena—, estaba ya trabajando en la sección de Cultura de aquel periódico de tirada regional, en el que iba a acabar pasando más tiempo que en mi propia casa, y rodeada de compañeros que, con sus cosas buenas y sus cosas malas, iban a acabar convirtiéndose, casi, casi, en mi segunda familia. O, al menos, así llegué a creerlo. Y lo creí durante años.

    La crisis económica actual aún no había hecho acto de presencia ni había comenzado a cebarse con el sector periodístico de la manera en que luego lo haría, y la plantilla de La Verdad de Andalucía —que era el rimbombante nombre del periódico— la componíamos, por aquel entonces, unas cuarenta personas en la redacción de Sevilla, más los corresponsales y colaboradores repartidos por las ocho provincias y el Campo de Gibraltar, una comarca —la mía natal— que, por su carácter fronterizo y su tendencia a ser fuente frecuente de aparatosos titulares, siempre había contado con una fuerte presencia de medios de comunicación.

    Para mí, que venía de una pequeña emisora municipal de radio en la que me sentía encerrada y sin posibilidades de mejora, cansada, además, de madrugones intempestivos y redacciones en plan telegrama, el trabajo en el periódico se convirtió en el eje en torno al cual empezó a girar toda mi existencia. Poco a poco, artículo tras artículo, entrevista tras entrevista, me fui haciendo mi hueco, y mi firma empezó a ser conocida en el mundillo cultural. Modestia aparte, escribir era algo que siempre se me había dado bien, pero mis trabajos anteriores nunca me habían dado tantas oportunidades de demostrarlo, y ahora me sentía como una niña con zapatos nuevos, ilusionada y satisfecha con lo que hacía, a pesar de la sucesión de jornadas maratonianas en las que se convirtió mi vida.

    La mayor parte del tiempo, raro era el día en que llegaba a mi casa antes de las once de la noche; a veces me quedaba a comer cualquier cosa, y otras veces, el horario de los actos culturales, las inauguraciones de exposiciones, los conciertos, los estrenos… me obligaban también a cenar fuera y hasta me robaban festivos y fines de semana. Y, sin embargo, no me importaba.

    No me importaba en absoluto, porque mi trabajo llegó a hacerme tremendamente feliz.

    Con sus momentos de estrés de vez en cuando, que también los había, con alguna que otra discusión con los compañeros, los jefes o incluso el director, por tal o cual enfoque, tal o cual titular o más o menos espacio ese día en la portada. Con todo y con eso, en aquella época yo no hubiera cambiado mi trabajo por nada del mundo. El trato con los demás redactores, además, era bastante bueno, y también lo acabó siendo con los fotógrafos, los maquetadores y hasta con el personal de administración y publicidad. Salvo con los compañeros de Deportes, que iban un poco a lo suyo, y alguna que otra excepción aislada, con casi todos mis compañeros de fatigas acabé teniendo una relación estupenda.

    Pero con nadie, ni siquiera con las otras dos redactoras de Cultura, Alicia y Mónica, que charlaban por los codos y con las que más horas echaba, ni con los dos fotógrafos más jóvenes de la plantilla, Martín y Pablo, que eran los que solían cubrir nuestras noticias —y los que se apuntaban los primeros a todas las copas y todos los saraos—, con nadie en todos esos años llegué a congeniar como con Darío.

    A pesar de la diferencia de edad —él era quince años mayor que yo y le encantaba contar «batallitas» de cuando estudiaba en la Complutense y corría delante de los grises—, de la diferencia de hábitos —él fumaba como un carretero y yo no soporto el humo, a él le encantaba madrugar y yo lo odio—, de la diferencia, incluso, de formas de ser —él era el rey de las fiestas, el que siempre cuenta los chistes y acapara el protagonismo y yo tiendo, más bien, a pasar desapercibida—; a pesar de todo eso, o tal vez, precisamente por eso —nunca lo sabré—, entre nosotros se estableció, desde el principio, una complicidad inexplicable.

    Una conexión sin fisuras, un hilo invisible que iba más allá de eso que llaman feeling y de la forma apasionada, tremendamente vocacional, tal vez exagerada, con la que los dos nos tomábamos el trabajo y la vida. A veces, no nos hacía falta ni hablar: nos entendíamos con una mirada, y con una mirada adivinábamos a la primera lo que cada uno esperaba del otro.

    Con el roce del día a día, de los pequeños grandes logros que conseguíamos juntos, nos fuimos convirtiendo, casi sin pretenderlo, en un tándem, en un equipo dentro de otro equipo, en las dos piezas de una maquinaria perfectamente engrasada, que funcionaba sola, sin averías, sin libro de instrucciones. Yo, con el tiempo, con el paso de los días, los meses y los años, quedé completamente enganchada a su inteligencia, a su peculiar sentido del humor, a su inagotable capacidad de trabajo y a la forma tan arrolladora que tenía de contar las cosas. De mí, siempre tuve la impresión de que lo que más valoraba Darío era mi capacidad de sorpresa y mis ganas, entonces todavía intactas, de aprender, de mejorar, de no conformarme.

    En cuanto a la tensión sexual, como se dice ahora, supongo que siempre la hubo, desde aquella primera tarde en la que yo aparecí con la ropa mojada y el pelo chorreando y él optó por hacerse el gracioso, tal vez para disimular; no lo sé porque nunca me lo dijo. Sí, siempre la hubo, pero los dos nos empeñamos durante los primeros años en disfrazarla, en amordazarla, en mantenerla escondida, oculta, encerrada en algún rincón del que —los dos lo sabíamos— no debía salir.

    Y no salió, durante mucho tiempo no salió. Hasta que un día bajamos la guardia, el alcohol hizo de las suyas y pasó lo que tenía que pasar.

    Sucedió en Madrid.

    Nos habían invitado, a nosotros y a otros medios de comunicación de Andalucía y del resto de comunidades autónomas, a un congreso sobre periodismo y

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