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Los secretos del silencio
Los secretos del silencio
Los secretos del silencio
Libro electrónico254 páginas3 horas

Los secretos del silencio

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Información de este libro electrónico

Novela moderna de suspenso imprevisto y cautivador.

David es un joven huérfano y libre enfocado en dos cosas: vender casas y conquistar mujeres. Su madre murió cuando él apenas gorjeaba. Su padre no existe, no se ocupó o simplemente, es un fantasma del cual no quiere saber. Un hombre misterioso aparece en su vida y comienza a revelar secretos que nadie imaginaba.

Por entes del azar conoce a Verónica, una mujer extranjera sedienta de amor, perseguida por un pasado oscuro. Los dos destinos se juntan un día de noviembre. No comienza el invierno sin que se abra la caja de Pandora, poco a poco desempolvando los enigmas, las respuestas, las sorpresas... los secretos del silencio.

Ambas vidas peligran; el amor y la muerte están a la vuelta de la esquina.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2017
ISBN9788491129240
Los secretos del silencio
Autor

L. Borcas

L. Borcas es un joven escritor cubano residente en Miami. Está casado con tres hijos y trabaja en una clínica como médico de familia (FNP-BC). Cuando no ejerce su profesión, escribe novelas de ficción y suspense.

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    Los secretos del silencio - L. Borcas

    1

    David

    Noviembre 10, 2015 (martes)

    Hay dos cosas que sé hacer bien: vender y conquistar. Lo primero, puede que sea algo innato que he perfeccionado con la lectura y la observación. Lo segundo lo aprendí de un amigo –mi único amigo– y de mis propias experiencias. Las dos cosas me apasionan y dan sentido a mi existir. Ninguna otra cosa me gusta más ni sé hacer mejor.

    Vendo casas; conquisto mujeres.

    Pero hoy no es un día para pensar en ventas y conquistas. Hoy es un día para reflexionar y recordar, llorar y agradecer, abrazar y perdonar. La mañana húmeda y sombría añade un aire de nostalgia al recuerdo de mami. Puedo decir con cierta seguridad, que las nubes no dejarán escapar un rayo de sol en todo el día. El cielo ha poseído ese aspecto grisáceo y fúnebre que tiene la naturaleza, esos raros días del año en el que nos hace sentir semejantes a ella. Pasó la madrugada lloviendo. Lo que para otra persona fue la noche ideal para acurrucarse bajo frazadas tibias, por ese sonido mágico que producen las gotas de lluvia al golpear el cristal y el tejado, fue para mí motivo de ansiedad y desvelo. La anticipación me levantó de la cama. Quería que el tiempo se adelantara, pero no fue así. Estoy despierto desde las 3 de la madrugada.

    La migraña se aprovecha del estrés para hacer su entrada majestuosa. Se manifiesta con su aura miserable, en la que se experimenta una sensación de embriaguez, visión borrosa; los sonidos y luces estorban, y de forma progresiva se agudizan todos los síntomas, sometidos a una jaqueca diabólica e interminable.

    Todos los 10 de Noviembre hacemos memoria de la vida que se perdió antes de tiempo. Recojo a mis abuelos y los acompaño al cementerio para llevarle flores a mi mamá. No tengo ningún recuerdo físico de ella a no ser algunos detalles que he conservado. He formado una serie de memorias de su persona entrelazadas en sueños, imágenes y anécdotas; figuraciones que preservan la realidad del desenlace de su vida. Recuerdo la sonrisa de alguna foto, un beso grabado en un video o los cuentos que me han hecho mis abuelos antes de su transformación. Lo cierto es que mami pasó de buena a ingenua, de enfocada a distraída, de santa a impura, de joven atractiva a madre soltera, de viva a muerta. Todo esto en menos de dos años. Esta verdad es imposible ignorarla un día como hoy.

    En una fiesta que organizaron en casa de un joven de la universidad, se encontraban dos muchachas, una sin despegarse de la otra. Las dos celebraban la culminación de su carrera de Derecho. Había música, bailes desorbitados, juegos en la piscina, alcohol y drogas recreativas. Una de ellas se pasó de tragos. La otra la acompañó al baño para cambiarle su ropa empapada en vómito. La acostó en un catre en las afueras del patio para que tomara aire fresco. De regreso, se tomó lo que quedaba de la bebida que había dejado en la barra. De allí no recordó nada más hasta que amaneció aturdida en la sala de un hospital. Alguien echó un polvo en su trago. Bastaron unos minutos para inyectarle heroína y luego violarla. El hombre cumplió condena en cárcel, ella se encarceló en la condena involuntaria de su maldición. Quedó adicta al instante. No hubo terapia que la rehabilitara ni milagro que la hiciera regresar a su origen. Este evento marcó su vida para siempre. No se supo con cuantos hombres se acostó después de ese incidente. Quedó embarazada. Durante los meses de embarazo, tuvo la suficiente voluntad para alejarse de la droga y de los hombres. ¿Por amor a la criatura, quién sabe? No fue hasta unos meses posterior al nacimiento del niño, que retomó fuerza la adicción y recobró debilidad su espíritu vencido.

    Nací yo, y unos meses después, murió ella.

    Así fue que mis abuelos se hicieron cargo de mí. La vida les negó la oportunidad de morir antes que su única hija. No habían terminado de llorarla cuando comenzaron a llorar la realidad a la cual se enfrentaban. Un pequeño miserable había quedado como remanente de una desgracia. ¿De quién era la culpa? Eso no importaba. ¿Quién se iba a hacer responsable de él? El padre, ¿quién era, dónde estaba? La madre, ya sabemos adonde había ido. Entonces, se vistieron de padres los abuelos que perdieron a su hija, una vestimenta que tuvieron que ir acomodando a sus costumbres ya pasadas para criar hijos, que no les servía para condescender nietos.

    De ellos he recibido todo el cariño que no recibí de mi padre, toda la bondad que no me pudo dar mi madre. Nunca me ha faltado un buen consejo, una mano amiga, una comida caliente o dinero en el bolsillo. Siempre he recibido la comprensión y el amor bien llevados de la mano con las normas de conducta y respeto. Ellos son mis abuelos, mis padres, mi familia y mi vida. Todo resumido en simples letras que al unirlas me hacen temblar de agradecimiento: Pipo y Mima.

    La brisa que viene del este entra por la ventanilla de mi auto, que he dejado entreabierta aprovechando su frescura y aroma a espuma de mar, esperando que de alguna forma extraña, calme un poco mis nervios alterados desde anoche. Siempre me sucede lo mismo en vísperas de este día y durante las horas que siguen. He negociado contratos multimillonarios, me he sentado junto a personalidades y clientes de renombre; he estado con las mujeres más lindas que un hombre pueda desear, y nada de nervios; al contrario, más me concentro. Toda mi capacidad y talento salen a relucir como todo un Don Juan, un cerrador de negocios; con la naturalidad propia que caracteriza a los hombres de éxito.

    Sin embargo, desde hace unos años, sobretodo cuando me mudé a vivir solo, me perturba la idea de visitar la tumba de la madre que apenas conocí. Pienso en mami algunos días del año, pero hoy no dejo de pensar en ella. Se me ocurren muchas interrogantes que no son otra cosa que suposiciones, fantasías que te llevan al mismo lugar: lo que pudo ser y no fue. Yo no la veo como una drogadicta, sino como una víctima de las circunstancias, marcada por una violación, trastornada por unos químicos que le proporcionaron sin ella pedirlos, que no fue lo suficientemente fuerte para vivir sin olvidar su pasado.

    No puedo decir que la quiero como un hijo quiere a una madre. Ella no me cuidó, nunca me llevó a la escuela, jamás hizo la tarea conmigo ni me contó cuentos en las noches que tenía miedo. ¿Cómo querer a alguien que no existió para uno? Sin embargo, creo que de alguna manera misteriosa y paradójica estaba destinada a morir, para darme todo lo que una madre le da a un hijo a través de otra persona; en este caso, a través de ese ser maravilloso que llamo Mima. Y por ella quiero a mami. Tiene que haber algo de ella en la abuela que me crió.

    Tengo llave de mi casa, es decir, de la casa en donde me crié. No tuve ni que tocar porque abuelo, que había sentido el ruido del motor, me estaba esperando a la puerta.

    —Pasa hijo. —me saluda con un cálido abrazo y un beso en la mejilla, casi pegado al cuello—. ¿Ya desayunaste?

    Abuela da unos pasos de la cocina a la sala para esquivar la pared que bloquea verme. Se adelanta también para besarme y preguntarme si quiero algo de comer.

    —No tengo apetito para el desayuno habitual, deseo algo ligero como un té de tilo caliente y dos o tres galleticas con mantequilla. —respondo.

    —Está bien, yo te lo preparo enseguida. —ofrece ella.

    Algo que es característico en Mima es su disposición de servir y hacer sentir a los demás bien servidos. Regresa a su cocina con pasos cortos y rápidos. Prepararme algo de comer es una necesidad, no una obligación. Uno se siente servido por ella, sin ser ella la sirvienta de uno, como cuando aquel hombre le lavó los pies a sus discípulos, siendo él su Señor.

    En lo que abuela prepara el desayuno, me siento con Pipo a la mesa del comedor. Todo está en su lugar. Las cuatro sillas correctamente posicionadas. No se distingue una mancha en el mantel de tela blanco, bordado en sus esquinas, que cubre la mesa sin rosar los muslos. Los cubiertos de plata y los platos de porcelana brillan tanto o más que el día en que fueron estrenados. Toda la casa huele como acabada de limpiar. Un aroma menos perceptible a café, tilo y tostadas se entremezclan en mi nariz, solo interrumpiendo por segundos la sensación de aire puro y agua fresca encerrada en las cuatro paredes.

    No se habla de otra cosa que no sea del negocio, las ventas, las proyecciones y mis planes personales de dejarle herederos. Yo mantengo lo que siempre les he dicho. No quiero comprometerme, mucho menos casarme o tener hijos. Ellos saben la experiencia que tuve con la única mujer de la cual me enamoré y llevé a casa. Ellos no saben lo que he hecho con todas las mujeres que he estado desde entonces. Bueno, puede que se lo imaginen. No es justo para los abuelos, pero es que no estoy preparado para otra cosa; y más aun, es que no quiero.

    Hay silencio camino al cementerio. Pipo va a mi lado mirando la llovizna por la ventana; esa mirada ausente que experimentamos cuando viajamos a otros lugares sin sentir nada a nuestro alrededor, a pesar de estar acompañados. Mima carga un ramo de rosas blancas y medita en voz baja. El tilo no apacigua ninguno de los latidos del corazón que saltan en mi vientre, y se intensifican a medida que pasan los minutos. La migraña continúa su rumbo habitual; similar a un punzón clavado detrás de mi ojo derecho que irradia hacia la parte posterior de mi cabeza, pinchando las dos partes intercaladas. Saco de la guantera del auto, una píldora que tengo reservada para emergencias y me la tomo con un poco de agua.

    Deseo que el gris del cielo pase a ser una tormenta con relámpagos, truenos y ráfagas temporales; como unos años atrás que el tiempo nos imposibilitó salir del auto, y a la media hora regresamos a casa.

    Llueve de forma intermitente. La visibilidad es poca y el pavimento resbaladizo. La entrada al cementerio es angosta. Dos hileras de árboles a cada lado de la calle se comunican formando un arco desorganizado, dándome la impresión que estoy entrando a un túnel con goteras. Manejo despacio, con cierta reverencia. Estaciono el auto. Saco el paraguas y le abro la puerta a abuela, abuelo carga uno pequeño. Caminamos unos treinta metros hasta llegar. Me detengo a leer lo que dice su lápida:

    Descansa en paz

    Olivia Martel (Abril 1, 1963 – Noviembre 10, 1990)

    Entonces volverá el polvo a la tierra, y el espíritu a Dios quien lo dio.

    Abuela se arrodilla y arranca la hierbilla de los bordes del suelo. Con un paño limpia la imagen de mami incrustada en medio del mármol. En ella se refleja una sonrisa tierna, angelical, casi inocente; tendría allí unos veinte años. Guarda todo en una bolsa plástica, coloca el ramo de rosas en un búcaro, saca el rosario y se pone a rezar. Yo me arrodillo junto a ella y le acaricio las espaldas despacio con mi mano izquierda, con la otra sostengo el paraguas.

    Pipo se mantiene a unos pasos frente a nosotros. Sus hombros se están moviendo al mismo tiempo que se le escucha sollozar cabizbajo. Dice unas palabras entrecortadas: veinticinco años y no hay un día que no piense en ti, hija mía; te extraño tanto mi niñita…te extraño tanto.

    Es la primera vez que lo escucho llorar. Es un hombre fuerte y bizarro. Pero no hay ser humano que aguante la noticia de la muerte de un hijo, identificar su cadáver, oír el pésame de los que no tienen idea de la situación, el proceso del entierro, y todo lo que sigue después de la muerte. No hay quien cargue esa cruz por tanto tiempo, sin sucumbir de vez en cuando a la depresión. Él seguro lo ha estado y ha sabido ocultarlo para protegernos. ¡Cuánto habrá deseado intercambiar los papeles! Por mucho que haya querido, la vida no funciona así.

    Llora con el temblor que ha llorado abuela y con los sollozos que lloré cuando niño.

    Y justo ahora, en este momento tan significativo, me sucede algo inexplicable. Estoy viendo a mi abuelo en la cima de su vulnerabilidad, expresando en un llanto compungido todos los años que no lloró frente a mí, y tengo ganas de llorar y no puedo. No derramo una lágrima. Me da coraje, dolor, trato de apretarme el pecho e intento sacarme las lágrimas de alguna manera, como cuando uno exprime un trapo mojado; pero nada, no puedo llorar. Quizá tenga que ver con que de alguna forma inconsciente, pienso que hoy me toca a mí hacer el papel que el abuelo desempeñó todos estos años. Puede que influya también la noción estúpida de que no me gusta que me vean llorar.

    A la salida veo un hombre extraño, puedo asegurar que lo he visto y no puedo señalar donde. Lleva un capuchón negro, pantalones y lentes oscuros. Aparenta estar visitando la tumba de alguien, pero hay algo raro en él. Su mirada cruza la mía por milésimas de segundos. No le presto atención y continúo manejando.

    Después que dejo a los abuelos en casa regreso a la mía. Me encierro en mi cuarto oscuro y apago el celular. Sueño con aquel hombre, con flores, con los abuelos; todo confuso, caras conocidas y desconocidas, diálogos entrecortados. Duermo hasta la tarde. La migraña se malgasta en el sueño.

    2

    Dos hombres

    Octubre 18, 2015 (cerca de la Universidad de Miami)

    Las caras de dos hombres se pueden escasamente presenciar. Uno de ellos está sentado tomándose un trago de whisky; el otro permanece de pie. Tiene su cara cubierta con un pañuelo y gafas de protección. La iluminación del cuarto está concentrada sobre dos mesas de trabajo. En una hay un bulto de materiales regados: tijeras, madera balsa, cartulina texturizada, estireno, cartabón, reglas, lápices, papel periódico y cuchillas. En la otra, una base de plywood de aproximadamente 3 pies de ancho, 4 pies de largo, y dos pulgadas de altura; sobre ella hay dibujado un diseño a lápiz de una ciudad, similar a los modelos que usan los arquitectos para mostrar un proyecto a prospectos compradores.

    Agarra un taladro y abre unos huequitos a la base de la madera. El ruido interrumpe la melodía de una canción de un tocadiscos LP. Un cantante afroamericano termina gritando con voz ronca: I put a spell on you, because you’re mine. Sopla el aserrín de la madera y la limpia con un pañuelo húmedo que reguarda en el bolsillo de unos jeans manchados, pasa sus dedos para verificar que no quede ni una basurilla, aplica pegamento a la parte inferior de unas columnas pequeñas y las introduce en los huequitos. Lo hace con firmeza y delicadeza a la vez, cuidándose de no romperlas.

    —¿Qué tienen en común el oro y la mujer? —pregunta el que está trabajando.

    —Yo no estoy aquí para darle mi opinión, señor, sino para investigar y ejecutar. —responde en un tono reverente y

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