Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Toda la vida por delante
Toda la vida por delante
Toda la vida por delante
Libro electrónico470 páginas6 horas

Toda la vida por delante

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Una noche de mayo, Julia toma la decisión que debía haber tomado hace tiempo. Sin saber muy bien qué le espera, y a pesar de la educación que lleva a sus espaldas, decide apostar por su dignidad y su felicidad.
Así emprende un viaje a otra vida no prevista. Un viaje emocional que le lleva a un mundo para ella desconocido, que se mueve por unos parámetros diferentes a los que ella recordaba. Julia aprende a ver y vivir la vida intensamente en sus distintas tonalidades de grises. También aprende a dejarse ayudar. En este viaje le acompañan su familia, sus amigas y amigos. Y con humor y profundo sentimiento, Julia nos deja acompañarle a lo largo de su historia, en los momentos de las difíciles decisiones, los momentos de pánico, sus increíbles situaciones y sus historias del corazón.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 nov 2018
ISBN9788417741006
Toda la vida por delante
Autor

Sylvia Alonso Salterain

Sylvia Alonso Salterain es abogada de profesión. Socia fundadora de AVEGO Abogados, cuenta con una amplia carrera profesional, tanto a nivel nacional como internacional. Profesora de Derecho de las Telecomunicaciones y Nuevas Tecnologías en diferentes másteres, aparece en la guía Best Lawyers de su especialidad desde 2010 y fue elegida entre las 50 mejores abogadas de España y Portugal en 2018 en el marco del InspiraLaw de Iberian Lawyer. Autora de numerosos artículos jurídicos, y amante de la escritura desde niña, Toda la Vida por delante es su primera novela.

Relacionado con Toda la vida por delante

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Toda la vida por delante

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Toda la vida por delante - Sylvia Alonso Salterain

    Toda la vida por delante

    Toda la vida por delante

    Sylvia Alonso Salterain

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Sylvia Alonso Salterain, 2018

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2018

    ISBN: 9788417569860

    ISBN eBook: 9788417741006

    A Shawn y Lucas, mis verdaderos amores, por salvarme,

    hacerme mejor persona y hacer que cada día

    yo quiera vivir la Vida.

    Prólogo

    Nada es eterno. Y todo es cambio.

    Cambio permanente. Y cuando llega a tu vida un cambio radical, hay que aprender a asimilarlo, torearlo y hacer de él algo positivo.

    Aprendí a convertir un supuesto fracaso vital en una segunda oportunidad. Cuando pasas por un hecho que te quiebra la vida, tienes dos opciones. De ninguna manera iba a sucumbir a la primera, que es hundirte. Al contrario, opté por ver mi nueva situación como una oportunidad. Pero hace falta tiempo para llegar a esa decisión.

    En el proceso, es fundamental echar mano de la ayuda que tan generosamente nos prestan nuestros seres más queridos: nuestros padres, nuestros hijos, nuestros familiares, nuestros amigos… siempre hay gente a nuestro alrededor que quiere ayudarnos. Y hay que dejarles. Eso también se aprende.

    En este libro presento a Julia. Como yo, vivió un proceso de divorcio. Como yo, se encontró inmersa en un mundo que desconocía. Como yo, tuvo que aprender a gestionarlo. Y, como yo, acabó decidiendo tomar esa situación en que se había encontrado, como una nueva oportunidad de vivir intensamente. Eso es lo que tenemos en común Julia y yo. Eso, y que las dos aspiramos a vivir felices y renunciamos a que alteren nuestra esencia. El resto de la historia de Julia es pura ficción.

    Espero y deseo que Julia inspire a muchas personas a ver siempre el vaso medio lleno y a apreciar todo lo bueno que la vida nos ofrece, que es mucho.

    Julia

    Me llamo Julia. Los apellidos ahora no importan. Al menos, no para esta historia. Tengo más de cuarenta años y menos de cincuenta. Una edad estupenda. Vivo en Madrid, donde he decidido quedarme. Madrid me gusta. Me encanta. Me acogió hace tiempo con los brazos abiertos y me volvió a recoger después de unos años en Italia. Y aquí han nacido mis dos hijos, aunque sus primeros años de vida los pasaran en Roma.

    Tengo buenísimas amigas en esta ciudad, que no es lo mismo que sean de esta ciudad. Aunque en este caso, casi todas, además, lo son. Madrid está llena de gente que llegamos de otras partes de España y del mundo. Llena de gente abierta y acostumbrada a abrazar al recién llegado. Y a sonreír. Una de las cosas que más me llamó la atención de Madrid, se produjo en el trayecto del autobús urbano mi primer día de trabajo. Yo había llegado de Bélgica, donde vivía, dos días antes. Me instalé en el apartamento de mi padre. Mi coche lo dejé temporalmente en Bélgica hasta hacer la mudanza definitiva. Así que tuve que moverme en autobús. El conductor del autobús, sonriente, me dio los buenos días. No me había pasado nunca en los seis años que había estado viviendo en Bélgica. Y es que, en España, sabemos sonreír. No digo que ningún belga sonría. De hecho, tengo buenos amigos belgas que sé que saben sonreír. Pero los españoles somos de otra manera. Más cercanos, más alegres. En general. Quizás es la luz del sol. Puede ser.

    Y en Madrid tengo mi empresa. Un despacho de abogados de reciente creación. Otra de las cosas que me han sucedido en estos últimos años. Una decisión, la de establecer un proyecto propio, que nos vimos abocados a tomar mis socios y yo. Las cosas no suceden porque sí. Y echando la mirada atrás, damos las gracias al intento de engaño al que fuimos sometidos. Eso nos dio la fuerza para poner este proyecto en marcha. La verdad es que no teníamos mucha elección. Un día nos encontramos en la calle. Como quien dice, con una mano delante y otra detrás. Y así nos convertimos en empresarios.

    El refranero español es muy sabio. Y en mi casa hemos sido siempre de mucho refrán. Sobre todo, mi padre. A estos años pasados les podría aplicar tantos refranes…. «No hay mal que por bien no venga,» «Dios aprieta pero no ahoga,» «para atrás ni para coger impulso,» «a la fuerza ahorcan,» «lo que no mata engorda,» «todo tiene solución menos la muerte»...

    Pero si hay un dicho o refrán que me ha servido como mantra durante estos últimos años ha sido «llama a la necesidad.» Al parecer lo decía mucho mi abuela paterna. A quien conocí, pero siendo yo niña, no cuando ya me hice mujer, por desgracia. Todos me dicen que era una mujer buenísima, paciente y sabia. Murió cuando yo salía de mi niñez y apenas estaba entrando en mi adolescencia. Me acuerdo mucho de cómo era ella físicamente, de cómo me dejaba comer la Nocilla a cucharadas, me acuerdo de que yo le quería mucho. Y recuerdo con verdadero dolor el día de su fallecimiento. Lloré muchísimo. Fue la primera muerte cercana. Pero poco recuerdo de su manera de ser. Para mí era mi abuela. Pero no la llegué a conocer como mujer. Una pena. Pero por referencias sé que el «llama a la necesidad» era muy suyo. Y es verdad. Podemos con mucho más de lo que creemos. Somos capaces de cosas inimaginables. Tenemos una fuerza interior que solamente necesita de un estímulo para demostrarse.

    Ante obstáculos, dificultades, cambios de vida inesperados, no buscados, ante barreras que pensamos infranqueables, ante agresiones externas, podemos crecernos. Podemos superarlo. De cada momento malo, podemos sacar enseñanzas buenas, positivas.

    Estoy bien. Por fin estoy bien. Tranquila. Ha quedado atrás lo peor. Incluido el peor año de mi vida que, sin embargo, tanto me ha enseñado. Un viaje psicológico duro resistido a pelo.

    Y esta es mi vida. Una vida normal, nada heroica. Una vida como la de tantas y tantas mujeres de este mundo. La vida de una mujer a quien un día abrieron los ojos, asumió lo que éstos veían, y optó por su dignidad y su felicidad. La vida de una mujer que tuvo que adaptarse a un mundo desconocido, que se mueve con unos parámetros diferentes a los que ella recordaba. La vida de una mujer que aprendió a ver la vida, y a vivirla, en sus distintas tonalidades de grises.

    Soy una de tantas mujeres que en la década de sus cuarenta emprende una nueva vida, que no esperaba tener que emprender. Soy una mujer luchadora. Madre. Hija. Hermana. Sobrina. Amiga. Y creo que soy feliz.

    I

    La inevitable decisión

    Las 22:30. Un día más, todavía él no ha llegado a casa. Lo habitual desde hace ya demasiado tiempo.

    Los niños en la cama. Les he leído el cuento. Les he acariciado el pelo mientras les cantaba esa canción cuya letra inventé para ellos y que les canto cada noche antes de dormir. Incluso cuando he estado fuera de casa de viaje, por teléfono se la cantaba. Todos y cada uno de los días de sus vidas.

    Y allí me encuentro, delante del espejo del cuarto de baño preparándome para ir a la cama. Este momento lo siento diferente a otras noches. Algo presiento. Llega el momento que tanto había estado esperando que se produjera. Me miro en el espejo y mi cabeza escapa a otros tiempos en los que era feliz, me sentía segura de lo que me rodeaba y no tenía dudas de que mi matrimonio sería para siempre.

    «Desde esos tiempos demasiadas cosas han pasado,» me digo. Me miro y me pregunto en qué momento se torció todo, por qué se torció, cómo un amor tan grande pasa a la mayor de las indiferencias, por qué he tardado tanto tiempo en aceptar la realidad, por qué tanto empeño en amar a quien no te ama, por qué seguir intentando mantener una familia de cuatro si uno demuestra con esmero que no quiere formar parte de esa familia. «Julia, campeona, esto se ha acabado. Solo falta verbalizarlo, dar ese paso.»

    Una imagen del día de nuestra boda me viene a la cabeza. Qué día tan feliz fue. Yo levitaba de felicidad plena y absoluta. Recuerdo cada detalle de ese día como si fuese hoy. Ese desayuno con mis padres, las eternas horas en la peluquería, la emoción de vestirme de novia con mi madre, el día espléndido que hacía, mi padre poniéndome la sortija de mi abuela, la interminable sesión de fotos en familia con un fotógrafo que por error contratamos y quien acabó perdiendo casi todas las fotos, el camino hasta la Iglesia con mi padre… íbamos los dos emocionados. Yo, de nervios y felicidad. El, de preocupación; y aunque no tenía nada claro mi matrimonio, hizo los mayores esfuerzos por intentar ser feliz ese día. Por mí. La ceremonia fue preciosa y la celebración divertidísima. Un día en el que celebraba mi unión con él. Había consagrado ante Dios mi absoluto amor por él; ese extranjero de tan lejos en el que creí haber encontrado mi Hogar. Y aunque han pasado más de quince años, y tantas y tantas cosas, me emociono y, sin quererlo, y sin poder controlarlo, lloro. Lloro de pena. Lloro de rabia. Lloro de dolor. Lloro de impotencia. Lloro de responsabilidad. Lloro pensando en Nicolás y Mateo. «Qué culpa tendrán ellos… lo que nos espera a todos…»

    El ruido de la llave en la cerradura hace que vuelva en mí. El corazón me da un vuelco. No le he visto desde el viernes. Es lunes y los niños y yo acabamos de volver de un fin de semana en la playa con mis padres. El, claro, no había podido venir. Tenía que trabajar. Ahora lo llaman trabajo…

    De la playa, directamente al colegio los niños y al despacho yo.

    Él ha entrado en casa. Yo sigo delante del espejo. Pienso en el día trascurrido. Ha sido una tarde como todas las tardes desde hace ya casi dos años. Recogida de los niños en el colegio, merienda, deberes, recados, duchas, cena, recoger la cocina, leer un cuento… y, por fin, agotada después de un largo día entre trabajo y labores domésticas, a la cama. Sola. Y si no estaba sola, estaba sola. Pero algo me hace sentir que hoy no va a ser una noche como todas las noches. Hoy va a ser diferente a otras noches.

    Le oigo subir las escaleras. Aparece detrás de mí. Su persona también reflejada en el espejo del cuarto de baño. A decir verdad, me molesta — y mucho — que invada mi intimidad. Siento que ya no tiene derecho a ello. Me violenta su presencia, me incomoda su mirada. Ya no tiene derecho a verme en ropa interior.

    No tiene buena cara. Huele a cerveza. «Directo del trabajo, como que no viene,» pienso para mí. Vamos, lo habitual. De hecho, si yo me hubiera creído sus excusas todas las veces que se ha ausentado de sus obligaciones familiares (incluidas las dos últimas vacaciones de Semana Santa, últimos puentes, fines de semana…) pensaría que le iban a dar la medalla del mérito al trabajo en cualquier momento. Y pensaría que España la levanta él solito con tanto trabajar. Pero claro, no me lo había creído nunca… y, sin embargo, le seguía el juego… Durante mucho tiempo, intuyendo que «algo» (perdón, «alguien» o, quizás, «álguienes») había, hacía como que no veía… Es curioso cómo somos. Cómo pesa nuestra educación. Sentía la necesidad de tener certeza. Aunque, en realidad, ya la tuviera. No me podía permitir el lujo de no ser Santo Tomás. Demasiada responsabilidad. Algo me decía que había llegado el momento.

    De manera extraña y casi con desprecio me espeta un «¿no has leído mi correo?» Le contesto con un vago y muy lacónico «Sí,» esperando que sea él quien — si quiere — mantenga esa conversación que yo no tengo interés alguno en tener. Qué mal me sentó ese correo, pienso. Qué poca vergüenza hay que tener para pensar que yo soy idiota… o peor, qué poca vergüenza y qué poco respeto hay que tener a la madre de tus hijos para creer que es tan imbécil de creerse las tonterías que se pueden volcar en un correo. Pero vamos a ver… ¿quién coño se cree que, a ti, repentino salvador de la Patria y de la Humanidad (como poco) te da por querer dejar entrar a vivir en un piso que tengo en venta a dos pobres chicas a quienes les han cortado el agua y la electricidad en su casa y que no tienen dinero para pagar comida y necesitan urgentemente un piso donde entrar? ¿Y quién sería tan imbécil de decir que sí a tu propuesta de darles las llaves de ese piso mío y que serías tú quien recibiría el pago del alquiler y así tendrías tus ingresos? ¿En serio?

    Desde que recibí esa mañana ese correo estaba encabronada. Una cosa es hacerse la tonta. Otra muy distinta es que de tanto hacerse la tonta, al final te tomen por tonta. A modo de resumen, en ese correo se dejaba muy claro que a mí me tenía que parecer maravilloso tener un marido ausente (conmigo, que no con otras) y súper generoso (con otras, que no conmigo) cuya fuente de ingresos sería un alquiler que otras le pagarían por ocupar un piso mío (y no su esfuerzo, su trabajo, el sudor de su frente). ¡Como para no estar encabronada!

    —¿Sí? y entonces ¿por qué no me has contestado? se atreve a preguntar.

    Parece que sí va a querer tener esa conversación, después de todo. Mucho interés debe tener.

    —Porque la única respuesta posible era una carcajada y no estaba de humor ni para reír.

    —Pues no sé qué te hace tanta gracia. Ellas necesitan un sitio donde vivir y tenemos que ayudarles.

    —¿Tenemos? ¿Pero quiénes son? Yo a gente anónima ayudo a través de ONGs, la Iglesia… ¿Desde cuándo estoy casada con una ONG? ¿De qué les conoces? ¿Cómo sabes que pagarán ese alquiler si no pueden pagar la luz de su casa? ¿Cómo sé que se irán en cuanto yo consiga vender ese piso? ¿Te das cuenta de las incoherencias de tu correo? ¿De verdad te crees que soy gilipollas?

    Vale, demasiadas preguntas retóricas. Solo me faltaba la pregunta más obvia. «¿Necesitas un picadero porque ya te he cortado el grifo y no puedes seguir pagando (perdón, no puedes seguir haciendo que yo pague) tus relaciones paralelas?» Pero esa pregunta no quería hacerla. Esta vez iba a ser mucho más lista y no iba a darle pistas. El elemento sorpresa iba a jugar a mi favor. «Control Julia, control. No te dejes llevar por tu habitual sentido de la sinceridad. Esta vez, a tragar. Ya llegará la hora de la conversación directa, honesta y definitiva.» Total, un poco más de tiempo haciéndome la tonta y alargando su creencia de que soy tonta, no me va a hacer daño.

    Deja airado su cartera en la mesilla de noche y sale — todavía airado — de la habitación escaleras abajo. «Vale, necesita coger aire para seguir con esta conversación.» Pienso para mis adentros. Esos aires que siempre iba a cambiar y que yo tantos años quise creer que conseguiría cambiar.

    Me acerco a la mesilla de noche y veo que ha dejado, junto a su cartera, un papel. Y algo me dice que ese papel es el billete a mi nueva vida. Lo desdoblo. Y, claro, si no hay peor ciego que quien no quiere ver... Y aunque yo llevaba tiempo «viendo,» necesitaba esa evidencia. Cuántas veces había pensado en los últimos años que esto se había terminado, que no había vuelta atrás. Y, sin embargo, ahí seguía, tirando del carro y viviendo una ficción, una mentira, por mis hijos.

    Y, temblando, con ese papel en la mano, me digo «Lo siento, chicos, no hay otra. Ha llegado el momento. Es lo que hay. Hasta aquí. Mamá no puede más. Por dignidad. No más mentiras. No más ficción. Familia de tres somos.»

    Vuelvo a escuchar sus pasos subiendo las escaleras. Escondo el papel. Y vuelvo al cuarto de baño. Ahí está. «Julia, cálmate — me digo — disimula, por el amor de Dios, disimula. No digas nada. No te enfrentes. Ahora, no.»

    Vuelve a aparecer reflejado en el espejo. Ojos rojos. Lengua espesa. Boca seca. Es cierto que es uno de esos a quienes se les nota poco sus estados alternativos. Pero, claro, yo ya estaba alerta. Son muchos años de convivencia y de experiencias como para no percibir ciertas cosas. Se ha calmado un poco. Intenta poner en práctica el enfoque suave y amable. «Ahora debe querer hacer de poli bueno,» pienso.

    —Julia, como te decía, esas personas necesitan ayuda. Y, después de todo, ese piso también es mío.

    Y por ahí ya no iba a pasar. Me había propuesto hace unos minutos hacerme la tonta, estirar esa interpretación, pero todo tiene un límite.

    —No, esa casa no es tuya. Mientras vivimos allí, era tu hogar. Pero tu casa, nunca ha sido. Cuidemos bien los términos. Que yo me parto los cuernos a trabajar, mientras tú no sé en qué empleas tu tiempo. Que nunca te he pedido nada. Pero tampoco intentes abusar de mí … más.

    —Ya estamos otra vez, ¿haciéndome sentir mal porque no contribuyo al mantenimiento de la casa?

    —No, querido, no. No te hago sentir mal por no contribuir al mantenimiento de la casa. Que sabes muy bien que eso nunca me ha importado. Lo mío era de los dos. Siempre. Y lo tuyo, tuyo. Si te sientes mal, tú sabrás por qué. Quizás no tengas la conciencia tranquila. ¿podría ser? A lo mejor esa es la cuestión. Que sabes muy bien que mientras yo llevo más de quince años tirando con todo, tú te dedicas a vivir la vida… te crees demasiado especial y bueno para este mundano mundo en el que hay que currarse el día a día. ¿Me equivoco? No, no me equivoco. ¿Por qué trabajar duro cuando hay una idiota que lo hace por mí y así yo me dedico a leer, a tocarme la barriga, a salir y entrar y a ver a los niños cuando me apetece? Porque encima yo siempre he intentado ayudarte. Tonta de mí. ¡¡Ayudarte!! ¡Si tú no quieres ayuda! Lo que quieres es que te hagan la vida fácil, sin dar explicaciones, hacer lo que te venga en gana y cuando te venga en gana… porque eres tan superior a todos que te mereces eso…Y ahora me pides que te dé las llaves de la casa que tengo que vender para pagar esta hipoteca y que deje vivir allí a unas personas que no conozco y que eres incapaz de identificar y que ese alquiler será para ti. ¿En serio? ¿En serio me estás pidiendo ESO? — y levanto justo la voz al pronunciar el «eso.»

    —¡Pues sí! Y tengo derecho a eso y más. Yo me he ocupado de los niños mientras tú estabas labrándote una estupenda carrera profesional.

    No me lo meriendo porque se me indigestaría. No doy crédito a lo que me está respondiendo. Tantos años dedicada a él más que a mí misma; tantos años anulándome y minimizando mi existencia para darle importancia a él; tantos años en los que mi yo dejó prácticamente de existir y esta es la respuesta que me está dando. Y no voy a dejarlo pasar. El dormitorio de los niños está al final del pasillo y nuestra puerta abierta. Temo que estén escuchando esta conversación «tan civilizada.» Pero, quizás por eso, no puedo dejar de contestar. No puedo permitir que, en mi cara, esté intentado reescribir nuestra historia.

    —Nooooo ¡¡a mí eso tú no me lo dices con esa jeta!! A Nicolás le cuidé yo durante casi cinco meses de baja maternal y cuando volví a trabajar le dejé bien organizado con cuidadora TODO el día hasta que yo llegaba de trabajar. Y a Mateo ni le miraste a la cara hasta que tuvo tres años. ¿Pero de qué estás hablando? Que como tú tenías que acabar esos proyectos tuyos, hacerte cargo de los niños era un imposible incluso los fines de semana. Así que no me hables de que tú te ocupabas de los niños para que yo me labrara una estupenda carrera profesional. ¡No me toques las narices que no estoy para bromas! Tú has vivido como un auténtico rey, que solo me faltaba haberte puesto una corona de verdad. ¡No me jodas!

    Y se me queda mirando con cara de pez como intentando soltar alguna palabra, alucinado de mi arranque. Y es que son muchos años siempre bailándole el agua y no llevándole la contraria con asuntos de peso para que no se sintiera incómodo y montara algún número difícil de predecir. Y como yo he cogido carrerilla, antes de que él consiga verbalizar algo que en su cabeza barrunta, continúo.

    —¿O hace falta que te recuerde todas las veces que NO has estado? ¿o mejor empiezo por las que SI has estado y acabo mucho antes?

    Y desaparece. Se vuelve a ir a su despacho. Baja con furia las escaleras. Y hasta ahí hemos llegado. Vuelvo a llorar. Pero en ese momento no lloro de pena, ni lloro de rabia, ni lloro de dolor, ni lloro de impotencia, ni lloro de responsabilidad. Ni siquiera lloro pensando en Nicolás y Mateo. Lloro porque soy consciente del fracaso. Mi matrimonio ha sido el proyecto vital en el que más esfuerzo he puesto. Y no ha sido posible. Roto. Terminado. Fracaso.

    Lloro desconsoladamente en silencio. Me voy a la cama. No voy a poder dormir. Estoy segura. Qué vértigo. Qué dolor tan intenso en el pecho. Qué mierda. Me siento muy pequeña, indefensa. Mañana es el primer día de mi nueva vida. Apago la luz y me tapo entera. Y lloro más. «¿Cuánto se puede llorar? ¿Pero las lágrimas no se acaban?» Y solamente el que se me haya cruzado esa pregunta en ese momento tan trágico, me hace reír. Me da la impresión que este baile de emociones no ha hecho más que empezar.

    II

    El primer día de mi nueva vida

    Suena el despertador. «¿Lo de ayer fue un sueño?» Por un momento, dudo de qué está pasando. Miro a mi derecha y él ahí está. «Si no fuera trágico, sería cómico» pienso. Una mañana que podría ser como tantas otras mañanas. Y, sin embargo, no lo es.

    La cabeza me empieza a dar vueltas. Vértigo. No hay vuelta atrás. Ayer a la noche me quité la alianza. Y eso es un gesto definitivo. Probablemente él ni se dé cuenta de que lo he hecho. Hace siglos que ni me ve. Me mira, soy un objeto opaco que hago sombra. Pero poco más. Soy un desahogo de vez en cuando, una secretaria, una «hace—recados», una perfecta cuidadora de sus hijos, una cocinera, una chófer… pero verme los dedos y darse cuenta de que la alianza no está, va a ser mucho pedir. Y si se da cuenta, estoy segura de que le van a faltar huevos para preguntar. Bueno, igual no es cuestión de huevos… igual está encantado de que me la haya quitado y prefiere ni mencionarlo. Le estoy facilitando el trabajo. No va a tener ni que dar el primer paso. Ya me encargo yo de eso también…

    Mi cabeza sigue a mil por hora. Tantos pensamientos cruzados. Antes de que se produzca un cortocircuito, decido levantarme. Momento de empezar a correr sin parar. Siempre me ha costado mucho el momento de levantarme de la cama. Creo que en parte es porque sé que una vez que me levanto, ya no paro quieta hasta volver a la cama.

    Mientras avanzo por el pasillo hacia el cuarto de los niños para despertarles, intento apartar de mi cabeza lo que está pasando.

    —Chicosssssssss. Buenos díasssss. ¿Qué tal han dormido mis chicotes?

    Qué ternura la imagen de mis dos angelitos desperezándose. Siempre me ha encantado ese momento. Esas caritas entre sueño y vigilia.

    —Venga, chicos. Que ha empezado un nuevo y maravilloso día — digo con total entusiasmo.

    «Maravilloso»… y una mierda; de coña. Pero ellos no se merecen que su día no sea maravilloso. En ese momento, me doy cuenta de que haré cualquier cosa por preservar su felicidad, su bienestar. Si hay que ser actriz, seré de Oscar. Solo que sin alfombra roja, sin maquilladores, ni peluqueros — que para todo eso no tengo tiempo — y de vestir por casa.

    Le doy un beso a cada uno y les digo el «venga, que me voy a la ducha». Ellos saben lo que eso significa; que tienen unos veinte minutos para estar vestidos y bajar a desayunar. Son claves que se van desarrollando en el día a día de una familia.

    Llegamos al colegio. Los niños, a sus filas. Y Antonia que se me acerca. Me mira fijamente. «Ya ha notado algo», me digo. Y es que a Antonia no se le escapa una. Nos conocemos demasiado bien.

    —Y a ti, ¿qué te pasa? — me pregunta.

    —Nada… ¿por?

    —No me toques los cojones, que te conozco. Algo fuerte está pasando. Que traes un careto…

    «Coño, igual no me dan el Oscar,» pienso. Y me empiezo a reír.

    —Y ahora, ¿de qué coño te ríes?

    —Ay, Antonia, me rio por no llorar… Aunque creo que me queda mucho por llorar.

    —¿Me vas a decir de una puta vez qué cojones te pasa?

    Y una vez más me entra la risa. Antonia, en esencia.

    Antonia es una hermana. La hermana que no me han dado mis padres, me la ha dado la vida. Bueno, la vida me ha dado, por fortuna, dos hermanas. Antonia, es una. La otra es Sofía. A Antonia le conocí en Madrid hace seis años. A Sofía, le conozco de toda la vida. Es de mi pueblo.

    Antonia es morena, fashion total (de hecho, le llamo «Antonia fashion»), pequeñita en altura, pero inmensa en calidad humana. Me recuerda a mi madre en muchas cosas. Mi madre también es pequeñita en altura e inmensa en calidad humana. Además, las dos son el tipo de duras por fuera, tiernas a morir por dentro. Se les va la fuerza por la boca. Y sabes que con ellas puedes contar hasta la muerte. A Antonia me la presentó la vida por «casualidad.» Nuestros hijos van al mismo colegio y cuando volvimos de Roma, mi hijo mayor fue a parar a la clase del hijo de Antonia. Yo soy tímida y vergonzosa y el claro ejemplo de una vasca de carácter. Parezco hasta antipática cuando no se me conoce. Y me cuesta abrirme a la gente. Antonia es un terremoto, extrovertida y lista como el hambre. Identifica a la gente y su manera de ser con cruzar dos palabras y de un vistazo. Fue ella quien un día me dijo para ir a tomar un café y hasta hoy. Bendita ocurrencia que tuvo. Lo curioso del caso es que un día, hablando de nuestros orígenes, descubrimos que su prima carnal estuvo toda la etapa escolar conmigo en clase… ¡en otra ciudad! Así que ésta es otra de las cosas que me hace dudar, y mucho, de que realmente haya «casualidades.» Más bien creo que Antonia y yo teníamos que conocernos y que, de alguna manera, en otra vida ya nos habíamos conocido.

    Sofía es alta, rubia, explosiva, amiga de sus amigas, generosa, leal, y muy lista para su trabajo. Para la vida peca más de tonta. Un poco como yo. Muchas veces nos reímos del devenir de nuestra vida…tan estudiosas y tan listas como parecíamos. Nos queremos con locura desde hace muchos años. Es de mi pueblo, hemos crecido en los mismos lugares y rodeadas de la misma gente. Sin embargo, muy lejos tuvimos que irnos para descubrirnos realmente como personas y hacernos íntimas. Acabamos en un pequeño pueblo de Bélgica, viviendo en el mismo piso, estudiando un año de la carrera de Derecho, gracias a la beca Erasmus. Mucho ha llovido desde entonces. Pero mucho. Y ahora ambas somos madres de unos hijos maravillosos. Quién nos lo iba a decir. Todavía recuerdo el día que llegamos, ya adentrada la tarde, a Lovaina. Yo, cojeando con la pierna recién operada. Y ella, resuelta como solo ella sabe ser, a toda marcha. Íbamos con otras tres personas, estudiantes de la misma Universidad. Llenas de nervios, de curiosidades y expectativas. Y vacías de grandes responsabilidades. Sin saber nada de la vida, pero creyendo que lo sabíamos casi todo. Desde hace muchos años que tengo la inmensa fortuna de que esté en mi vida. Le adoro. Sé que como con Antonia, con ella estoy en casa, en familia, con mi hermana.

    —Ay, Antonia, Antonia, es que no sé por dónde empezar.

    —Pues suéltalo de golpe, coño.

    —Me voy a divorciar.

    —¿Quéeeeeeeeeee? ¡Por fin! Pena que sean las nueve de la mañana porque si no, nos abríamos una botella de champagne ahora mismo.

    —Qué bestia eres, de verdad… me esperaba otra reacción…

    —¿Cuál? ¿Que no me lo esperaba? ¿Que te lo pienses?» Uno, no sólo me lo esperaba, sino que mucho has tardado en abrir esos preciosos ojos que Dios te ha dado (y encima verdes, so zorra)… siempre callada, discreta, aguantando lo inaguantable. Y dos, ¡cómo te voy a decir que te lo pienses! Sé que si has llegado a esta decisión TÚ, Julia, la «me-casé-para-toda-la-vida», algo muy fuerte tiene que haber pasado… Y lo siento, Julia, siento que pases por el dolor que estarás pasando… pero es que te mereces algo mucho mejor… Y ahora, ¿me vas a decir qué ha pasado? Bueno, aquí y ahora no. Que la peña es muy cotilla y tampoco es plan que te me pongas a llorar a las nueve de la mañana en el patio del colegio. Vamos a tomarnos el café y hablamos tranquilamente.

    —Ni yo me creo que por fin he decidido empezar una nueva vida, Antonia. Estoy como si fuera la vida de otra persona y no la mía. No entiendo cómo he llegado hasta aquí…

    —Pues andando, tonta, que vives al lado.

    —Jajajajajajaja

    —Y ahora levanta la mano, saluda a los niños, sonríe que se van las filas y toca disimular.

    Y allí estábamos Antonia y yo (y otras tantas madres y unos cuantos padres) despidiendo a los niños como cada mañana… con frio, calor, lluvia… y, sin embargo, las cosas ya no eran igual. Solo Antonia y yo lo sabíamos. La primera pieza del dominó había caído: la decisión. Y ahora, todo lo demás que tenga que venir. Vértigo nuevamente.

    Como cada mañana, caminamos a tomar el café. Ese café de tertulia entre amigas que tanto bien hace. Un momento de conversación adulta entre amigas, sin niños, sin parejas, pequeños momentos de complicidad casi terapéuticos.

    Entramos en la cafetería y el olor a fritanga es intenso. Demasiado. De los que se pegan en la ropa, el pelo y no hay manera de quitar.

    —Ufff. Si te parece nos tomamos el café fuera, ¿vale? Empezar mi nueva vida oliendo ASI, me parece demasiado patético. — Le digo a Antonia

    —Jajajajaja. Razón tienes. Ni hablar. A la calle que nos vamos. Además, hace buenísimo. Bueno, y aunque hiciera malo. Que este olor no hay quien lo aguante. Por Dios.

    —Felipe, nos pones los cafés, como siempre, por favor. Pero nos vamos fuera a tomarlos.

    Salimos y Antonia se me queda mirando. Espera que yo empiece a hablar. Y no sé ni por dónde… parece que me lee el pensamiento porque me suelta «empieza por donde quieras y cuéntame lo que quieras y cuando quieras, Julia. Voy a estar aquí toda la vida, así que prisa lo que es prisa, no tenemos.»

    —Ayer encontré esto. — Y le doy una factura de una habitación de hotel de dos personas pagada por mi todavía — legalmente hablando — marido.

    Antonia lo lee con atención.

    —Pero es de este fin de semana pasado que él se quedó en Madrid porque tenía que trabajar, ¿no? Qué sinvergüenza. Ahora a ESO se le llama trabajar. ¡No te jode! Espero que al menos no lo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1