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Alexis: Serie Dioses Griegos, #1
Alexis: Serie Dioses Griegos, #1
Alexis: Serie Dioses Griegos, #1
Libro electrónico178 páginas2 horas

Alexis: Serie Dioses Griegos, #1

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Información de este libro electrónico

Alba tenía una vida por defecto, de esas en las que los demás deciden por ti y todo llega sin que lo elijas.

Pero Alba cree en el Karma

Una tarde, esa fuerza misteriosa arremete con contundencia y Alba abandona su hogar para marcharse a Grecia sin dinero y sin ningún plan. Allí descubre la alegría de ser ella misma y se convierte en una pintora con todo: éxito, dinero, amigos…

¿Y amor?

Eso es más complicado, ya que el Karma mete en el juego a Alexis, un multimillonario de ojos de mar tan dulce y atractivo como enigmático. El Karma, Alba y Alexis empiezan la partida…

Primer libro de la bilogía Alexis

LIBRO RECOMENDADO a mayores de 18 debido a su contenido

IdiomaEspañol
EditorialPunto G
Fecha de lanzamiento13 abr 2017
ISBN9781386555377
Alexis: Serie Dioses Griegos, #1

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    Alexis - Anaïs Wilde

    PRÓLOGO

    Dicen que la vida es energía pura y que a la energía le gusta el movimiento.

    Dicen que basta con que muevas ficha para que la vida se ponga a bailar contigo, desplazando toda una serie de acontecimientos que modificarán para siempre tu camino, tu destino.

    Dicen que si ignoras al destino este arremete contra ti, te golpea con toda la contundencia de las circunstancias.

    Nunca creí en nada de ello. De hecho, una vez lo oí, lo borré de mi mente. Durante muchos años viví en la inmovilidad más absoluta, dejándome arrastrar por la corriente.

    Hasta que un día algo cambió en mi interior.

    Hasta ese momento en que moví ficha y un pequeño desplazamiento desencadenó un torrente de circunstancias.

    CAPÍTULO UNO

    Al fin lo había hecho, había abandonado mi pequeña vida en Albacete y me había embarcado en una aventura sin billete de regreso. Todos dijeron que estaba completamente loca... Bueno, supongo que eso es lo que habrían dicho si en vez de la grandísima trola que solté les hubiera contado la verdad.

    Me acompañaron a la estación de autobuses. Ya sabéis: mi padre, mi madre, mi hermano, mis tíos y Marta, mi amiga de toda la vida. Me despidieron entre abrazos y lágrimas. Los mayores le echaron la culpa al gobierno. Mi padre lo hizo con rabia, mi madre con los ojos como dos cascadas. Marta me guiñó un ojo y me dijo que no me preocupara.

    –¡Qué suerte tienes! –susurró en mi oído al abrazarme–. Me encantaría estar en tu lugar.

    La verdad es que no lo dudaba. Aunque Marta hubiese sabido que estaba lanzándome al vacío en un salto sin paracaídas ni red, aún así, se habría cambiado por mí. Pero Marta era Marta, loca, desinhibida, valiente... Y yo era yo. Alba, la que nunca había roto un plato.

    En fin, en la estación todos se pensaban que me marchaba a Madrid, donde cogería un vuelo a Atenas para un maravilloso trabajo en el que, al fin, se valorarían todas mis capacidades.

    A ver, capacidades tenía, sí. Hablaba tres idiomas, había terminado con éxito el master que tanto dinero les había costado a mis padres y se podía decir que era una chica trabajadora. Era persistente, tenaz. Puntual, cumplidora. En fin, una joyita para el mercado laboral. Pero los meses pasaban y la realidad era que no lograba conseguir un trabajo de verdad. Cubrí una baja por maternidad en un call center, pasé unos meses poniendo ingredientes en una cadena de pizzerías con reparto a domicilio y dos veranos sirviendo mesas en una terraza. Esa era mi experiencia laboral. Una licenciatura, un master y tres idiomas me habían servido para eso. Bueno, para eso y para que NO me dieran otros muchos trabajos similares por considerar que tenía un exceso de preparación.

    Sabía que en España había millones de jóvenes como yo. Con estudios para parar un tren y mirando la vida pasar en la cola del paro. Sin embargo mi caso era distinto al de la mayoría. Yo no le echaba la culpa al gobierno, ni a la crisis, ni al precio del petróleo ni a nada de lo que tenía a media España emigrando para buscarse la vida. Llamadme loca, pero algo en mi interior me decía con una claridad meridiana que lo mío era karma. Sí, karma puro y duro.

    Karma por no haber escuchado esa vocecita interna que me hablaba desde que era pequeña. Esa que a los dos años me dictó el mural que hice con ceras en el pasillo de entrada del pequeño piso en el que vivía con mis padres y mi hermano Carlos. Ese impulso que me llevó años después a pintar mi mochila, mis zapatillas, la mesa del colegio... En fin, creo que lo cogéis. No podía parar de pintar, así de sencillo. Yo no era como las demás personas, esas para las que una mesa es una mesa y una sábana blanca tan solo un trozo de tela que se usa en la cama. Yo nací con unos ojos acostumbrados a ver lienzos en todas las superficies vacías. Odio el vacío. Creo que es algo natural. ¿No os habéis fijado? La naturaleza también lo odia. Lo cubre todo con hierba, flores, brotan plantas en los lugares más insospechados. Caminas por la calle y te das cuenta de que hay hierbas que hacen lo que sea para abrirse camino entre las piedras. En las juntas de las aceras. Alrededor del desagüe de la bajante de un canalón.

    Igual que la naturaleza, yo expresaba ese enorme mundo interior que se me desbordaba en todos los espacios libres que encontraba. Hablaba poco, dibujaba mucho. A todo color, si es que tenía la suerte de contar con ceras, rotuladores o cualquier tipo de pintura. En blanco y negro si solo contaba con un trozo de carbón, como ocurrió aquel verano tras la barbacoa familiar. Cuando mi tío Paco insistió entre gritos que si había pintado de blanco la fachada de su casa era porque quería que permaneciera así. La familia entera miró mi obra con tal reprobación que me quedé helada, trozo de carbón en mano.

    La reprimenda fue espectacular, luego me dotaron de cepillo, jabón y un cubo de agua. Mientras los niños de mi familia jugaban al pilla pilla yo me vi obligada a hacer desaparecer la que consideraba la mejor obra de mi vida. No es por nada, pero aquel mural espontáneo en la fachada de la casa de mi tío Paco era una maravilla. Duendes, casas seta... En fin, me rendí. Ese fue exactamente el momento en el que le puse un tapón muy gordo a mi creatividad. No importaba cuánto me gritaran por dentro las ganas de pintar o dibujar algo, yo lo ignoraba.

    Karma.

    El karma todo lo ajusta.

    Hay libros que dicen que debes seguir tu destino o si no este arremete contra ti y se venga con furia. Tu destino está en aquello que te gusta hacer, eso que te hace olvidar el paso de las horas, lo que hace que salte de alegría tu corazón. Eso es lo que explican los libros sobre el karma.

    Pero yo no presté atención. Me centré en los estudios, hice todos mis deberes y me comporté como la niña buena que debía ser. Se sucedieron las navidades, Los Reyes Magos se dedicaron a dejarme debajo del árbol siempre cosas útiles como vaqueros, zapatillas de deporte, una mochila para el cole. Yo lo recibía con una sonrisa tan forzada que hacía que me dolieran las mejillas, pero nadie parecía darse cuenta.

    Y llegué a la facultad.

    ¿Bellas Artes?

    No, por supuesto que no. Empresariales.

    ¿Qué tenía que ver el mundo de empresa conmigo?

    Para que lo entendáis os lo explicaré con una comparación: lo mismo que un caracol con un rinoceronte.

    Sí, pero todo tiene su explicación. Ya que el mundo no era capaz de admirar mi arte, al menos encontraba consuelo en ver felicidad en los ojos de la gente a la que quería. Ese brillo que emanaba de los ojos de mis padres, de mis abuelos, incluso de mis tíos, era lo más similar que había conocido a la admiración por una pintura. Muy pronto en mi vida pasé de dibujar paisajes a dibujar sonrisas en la cara de quienes me rodeaban. Se me daba bien dar gusto a los demás.

    Me decidí a hacer de mi propia vida una obra de arte. Quería convertirme en uno de esos cuadros que todo el mundo quiere tener en su salón. Me entregué con tanto ahínco a la tarea, que por un momento me creí que el mundo empresarial era todo lo que siempre había soñado, que yo misma era una empresa con patas y no había nada más que me pudiera hacer feliz. Ignoré a los hombres, ese era uno de los requisitos que me había autoimpuesto. A ver... No es que fuera virgen ni muchísimo menos, pero también hay que decir que perdí la virginidad por accidente.

    Que no, que no fue cayéndome de la bicicleta, aunque lo mismo habría dado, digo yo. Fue en las fiestas del pueblo de mi amiga Marta. Lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer. El verano nos aplastaba con todo el peso de su aburrimiento. Cuarenta grados de aburrimiento a la sombra. Bebimos por primera vez. Yo tenía diecisiete años, Marta dieciséis. Había un chico que... Luis, Pedro, Fernando. ¿Lo veis? Más me habría valido caerme de la bicicleta y que mi himen se hubiese quedado adherido al asfalto. O al polvo del camino del pueblo. O a lo que fuera, menos al miembro de un chico cuyo nombre ni siquiera recuerdo.

    Lo dicho: bebimos. Bastante. El típico juego de la botella. Si no querías prestarte a las perrerías que te caían cada vez que el cuello de la botella apuntaba hacia ti, tenías que beber. En aquella época el karma ya la traía conmigo, estoy convencida. Aún no había entrado a la facultad, pero ya le contaba a todo el mundo que el mundo empresarial sería mi futuro. Y el karma, que está a todas, debió de escucharme. La cuestión es que el maldito cuello de aquella botella de Coca cola hecha polvo siempre apuntaba hacia mí. Bailé, canté, fui a gritar guarrerías a la casa en la que estaban los adultos. Con el corazón galopante. Me asomé desde afuera, por la ventana. Grité con todas mis fuerzas el repertorio completo de tacos que tenía en aquel momento –bastante pobretón, por cierto. Ya hemos dicho que yo era una niña buena–. Me agaché como si una bala viniera directa hacia mí. Un hombre se asomó, mientras yo me aplastaba contra la pared, deseando que el alféizar me cubriera. Y me cubrió. Luego eché a correr. Volví al corrillo en el que estábamos jugando. Todos se partían de risa, menos Luis... O Pedro... O Fernando. Como se llamara, eso ahora da igual. La cuestión es que todos se reían, menos un chico del que lo único que recuerdo era que llevaba una pulsera de hilo trenzado. Él me miraba con ojos compasivos. Me recomendó que a partir de ese momento eligiera siempre beber.

    –No tienes necesidad de pasar más vergüenzas –dijo.

    Si es que la vida es muy perra. Perder la virginidad con alguien de quien recuerdo lo que me dijo pero no su nombre ni su cara, ¡vaya tela!

    Bebí. Cuello de botella. Bebí. Cuello de botella. Bebí. Cuello de botella. Hasta que llegó el momento en el que mi cuerpo no admitía más alcohol. El primo de mi amiga Marta se había dado cuenta de que los ojos con los que me miraba Luis-Pedro-Fernando no eran de compasión sino de deseo. Cuando en la enésima vuelta el cuello de la botella apuntaba hacia mí y el culo hacia él, dijo bien alto que mi castigo era irme con dicho sujeto (Luis-Pedro-Fernando-lo que sea) al granero. Todos estábamos piripis, aunque yo más. La gente se echó a reír y el chico tuvo que darme la mano para que me levantara. Era del todo incapaz de hacerlo por mi propio pie. Empezamos a besarnos en cuanto llegamos a ese sitio con olor a animal caliente. Nunca me habían besado y confieso que me gustó la sensación. El alcohol sensibiliza los sentidos, ahora lo sé. En aquella época no tenía ni idea. Cuando el chaval puso sus labios sobre los míos de aquella manera tan dulce, tan suave, me sentí flotar. Me susurró al oído que llevaba toda la vida enamorado de mí, desde la primera vez que me vio. Ya veis, él nunca había salido del pueblo y a mí era la primera vez que mi amiga Marta me invitaba. Sacad vuestras conclusiones sobre el significado de toda la vida. Pero bueno, me lo creí. Yo flotaba mecida por la lengua del muchacho cuyo nombre no puedo recordar. Recorría mi boca poco a poco, enseñándome con el ejemplo lo que debía hacer. Y el calor empezó a subirme por el cuerpo. Pasamos muchísimo tiempo besándonos. Él me tumbó sobre la paja y se echó encima de mí, pero no iba a lo loco ni nada de eso, solo siguió besándome. Mucho, mucho tiempo más.

    Supongo que él tenía ya algo de experiencia, aunque no mucha, dada su juventud. Tal vez fuera que de verdad estaba enamorado de mí. El asunto es que no se lanzó directo a mis tetas para estrujármelas como si no hubiera un mañana. Como si estuviera en medio de un naufragio y fueran el único flotador disponible. A mis amigas sí les tocó ese tipo de sujeto en sus primeras experiencias. Yo no, tuve suerte al menos en eso. El chico sin nombre me besaba y empezó a acariciarme primero el pelo. Me metió la lengua en el oído y me retorcí de risa. Cuando abrí los ojos le vi allí, encima de mí, mirándome con las mejillas encendidas y los ojos brillantes,

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