Escríbelo en mi piel: Serie Dioses Griegos, #3
Por Anaïs Wilde
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Cindy tiene una herida que oculta debajo de su perfecta vida de profesora universitaria.
Stratos quema el dolor con la adrenalina que le ofrece su trabajo como agente de la CIA.
Pero un día estas dos personas tan distintas se ven obligadas a convivir. Llenarán las largas noches invernales con algo tan poco usual para dos desconocidos como es la lectura en voz alta de novela erótica. Así es como acaban descubriendo que tienen en sus manos la posibilidad de reescribir su propia historia. Una historia de deseo, amor verdadero y nuevas oportunidades.
NOVELA AUTOCONCLUSIVA
"Era raro, pero cuando no había un libro entre Stratos y yo nuestra comunicación cambiaba por completo. El libro era como el puente que nos permitía hablar de sentimientos, de sensaciones, compartir el sexo más salvaje de la manera más segura. No nos tocábamos, salvo con la mirada. Compartíamos miradas que eran más que caricias."
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Escríbelo en mi piel - Anaïs Wilde
CAPÍTULO UNO
Todo empezó con una llamada. Dos tonos y mi mano levantó el móvil para encontrarse en la pantalla con el nombre del Profesor Matthews, colega y amigo personal desde hacía diez años.
–Cindy, ¡sal inmediatamente de tu casa!
–¿John?
–Sal, no preguntes, corre. ¡Sal!
Caminé instintivamente hacia la puerta, sin saber por qué lo hacía. Las palabras de mi amigo no tenían ningún sentido, pero sonaba angustiado.
–Por la escalera de emergencia –dijo con la voz entrecortada–. No se te ocurra usar la puerta.
Oí algo así como un disparo con silenciador del otro lado del teléfono y corrí a la parte trasera de mi piso. Al abrir la puerta de la habitación donde se encontraban las escaleras de emergencia lo primero que pensé fue lo poco que me gustaba aquella estancia. Había estado a punto de no comprarme aquel piso por las vistas de esa habitación que, por otra parte, no usaba más que para almacenar exámenes, apuntes y cosas que no usaba. Todo lo que se podía ver desde aquella ventana era la estructura metálica de las escaleras de emergencia y, del otro lado, el muro de ladrillos del edificio de enfrente. Odiaba que habiéndome costado un ojo de la cara como me había costado aquel piso, tuviese una habitación que daba a un callejón. Me encontraba pensando desordenadamente en todo aquello, imaginando por qué John me había ordenado que saliera de casa y preguntándome por qué le había hecho caso, cuando un estruendo de cristales me hizo soltar el móvil.
Disparos, sí. Lo que se oía en mi salón eran disparos y no uno ni dos, sino una ráfaga que pretendía no dejar nada a su paso. Abrí la ventana de aquella habitación odiada tan rápido como mis manos temblorosas me lo permitieron y salí a la base de las escaleras de emergencia que correspondía a mi piso, la planta veintiuno. Al mirar hacia abajo sentí que el suelo se desvanecía ante mis ojos. Sufría de vértigo desde pequeña. Simple y sencillamente no podía soportar las alturas. En una ocasión me había desmayado por el miedo. Había sido algo muy embarazoso, en mi época de la universidad, durante una excursión a la montaña. Caminábamos junto a un acantilado y... Una nueva ráfaga de ametralladora hizo reventar más objetos en mi salón.
Mis manos se sujetaron con fuerza a la estructura metálica de la escalera y empecé a bajar tan rápido como pude, procurando concentrarme en mirar solo al frente.
Pero, ¿qué demonios estaba ocurriendo? No podía comprenderlo.
La imagen de mi amigo John Matthews muerto en su piso asaltó mi mente y empecé a sudar, me invadieron unas ganas irrefrenables de llorar y tuve que morderme la lengua con fuerza para evitar que las lágrimas subieran a mis ojos. Mientras tanto mis pies seguían moviéndose. Los delgados tacones de mis botas se atascaban de vez en cuando en las rejillas de los escalones. Tenía las manos húmedas, llenas de un sudor nervioso que empezaba a empaparme todo el cuerpo.
Nunca había sido consciente de lo que una altura de veintiún pisos significaba hasta aquel momento. Los tramos de escaleras parecían no acabar jamás. Pasado un buen rato, volví a mirar al suelo. Otra vez la sensación de mareo, el abismo perforándome el estómago. Pero, aún en el pánico, reconocía que el suelo estaba cada vez más cerca.
–Puedes hacerlo –me dije en un susurro.
Las últimas tres plantas fueron las más complicadas, porque tuve que desenganchar distintos tramos de escaleras que quedaban colgando y se movían a cada paso que daba. No estaban sujetas de la fachada como las anteriores, sino que eran meramente como una escalera de esas que usan los pintores para alcanzar el techo. Mucho peor que eso, porque no tenía apoyo en el suelo. Esos malditos tramos de escalera colgaban tan solo de su parte superior.
–Fenomenal –me dije–. Justo lo que me gusta.
Si ya me parecía poco seguro lo que estaba haciendo, bajar los últimos metros mediante algo que parecía tan frágil desde luego no era lo más sensato.
–¿Y qué habría sido sensato, eh, Cindy? Di, ¿qué habría sido sensato? ¿Quedarte bajo la ráfaga de balas?
Estaba hablando conmigo misma y en voz alta. Muy alta. Aquello no era una buena señal. Lo había leído en un estudio publicado aquel mismo mes en la revista Science. El Doctor Brown... ¿O era White? Sí, probablemente era el Doctor White, de la Universidad de Michigan. Tenía que volver al artículo para comprobar su nombre. Un especialista en trastornos psicológicos derivados del estrés. El momento en el que los pacientes empiezan a hablar solos es el indicador de una ruptura que... Mi pie perdió apoyo y, por un segundo, todo el peso de mi cuerpo quedó a merced de la fuerza de mis manos. Sentí un abismo que se abría en mi estómago. Algo que subía y bajaba dentro de mí. Una bola de miedo subiéndome hasta la garganta para luego caer de golpe de nuevo en mi estómago.
Con los brazos temblorosos, busqué a tientas el escalón debajo de mis pies. Sí, ahí estaba. Seguí bajando.
Mi tacón derecho rozó algo duro, distinto de las ranuras que había estado pisando en los últimos e interminables minutos.
¡Estaba en el suelo!
Tenía ganas de alzar los brazos en un gesto de victoria, había logrado bajar veintiún pisos sobre la fachada de un edificio a pesar de mi terrible vértigo. Me contuve al pensar que quizás, en alguna de las ventanas, hubiese alguien. No era una colegiala para permitirme un gesto así. Tenía un prestigio, una imagen que cuidar. Era muy respetada en el mundo académico. Estaba en esos pensamientos cuando el chirrido de unos neumáticos me hizo girar la cabeza de golpe. El morro de un coche negro entró en el callejón. Dos hombres bajaron y, sin darme tiempo a reaccionar, uno de ellos me sujetó envolviéndome de manera que mis brazos quedaban inmovilizados contra mi propio cuerpo. El otro desenfundó una pistola. Vigilaba a uno y otro lado del callejón.
En un instante me vi dentro del coche, en el asiento trasero, acompañada del hombre que me había levantado por los aires.
–¿Qué..?
No había finalizado mi pregunta cuando el hombre me empujó violentamente la cabeza hacia abajo para obligarme a agacharme. Unos disparos alcanzaron el coche, que presumo era blindado, pues no atravesaron la carrocería. Quien iba al volante se movió entre las calles de Manhattan a gran velocidad, girando en las esquinas de tal manera que fue un verdadero milagro que no nos lleváramos por delante a ningún peatón...
Demasiado pronto había cantado yo victoria con lo de no llevarnos nada por delante. Nuestro coche mordió la acera al entrar en una de las avenidas e hizo volar por los aires un puesto de hotdogs. Salchichas, pan, mostaza y cebolla frita impactaron contra el cristal. El conductor se limitó a accionar el limpiaparabrisas para retirar los obstáculos que le restaban visibilidad.
–¿Quiénes sois? ¿Adónde me lleváis? ¡Eh, oiga! ¿Es que no puede conducir con más cuidado?
Allá iba también un puesto de flores, impactamos contra él con un lateral del coche. Miré hacia atrás, la mujer que lo regentaba nos increpaba con los brazos en alto.
–¿Es que quiere que nos matemos? –grité, golpeando con el puño cerrado al hombre que iba al volante.
El hombre que iba a mi lado se limitó a echarme hacia atrás, con una calma propia de un monje budista. Mis ojos lo observaron por primera vez. Unos treinta años, tez bronceada, ojos castaños y pelo oscuro. Ciertamente atractivo, eso no podía pasar desapercibido. Mandíbula bien definida y nariz recta. Me miró con tanta fijeza que en seguida giré la cara.
–Son otras personas quienes quieren matarte –dijo el conductor.
–Puede dejarme en la siguiente esquina, gracias –dije con sequedad, pensando que ya cogería un taxi para volver a casa.
El hombre que estaba a mi lado se echó a reír.
–¿Qué le parece tan gracioso? –pregunté molesta.
–Así que quiere que la dejemos en la siguiente esquina, ¿eh?
–Exacto –respondí cruzándome de brazos para mostrar mi indignación.
El hombre tenía un ligero acento. Sus erres eran un poco más fuertes de lo normal y su entonación levemente cantarina.
–Eh, Philip –le dijo a su compañero en un tono claramente burlón–. ¿Cuánto crees que duraría si la soltáramos ahora?
–¿Diez minutos? –respondió el conductor mirando a su compañero por el retrovisor pero sin disminuir un ápice la velocidad.
El coche se balanceó.
–¡Mire al frente, por el amor de Dios!
–Así que además es una beata –dijo con desprecio el conductor.
–En realidad... –Me disponía a explicarles que era agnóstica. Que mi excelente preparación académica me impedía creer en asuntos que no tuvieran una fuerte base científica que los respaldara, que... En fin, decidí quedarme callada, pues ninguno de aquellos dos hombres parecía haber acabado siquiera el bachillerato.
–No te vamos a soltar, chiquita –dijo el conductor.
–¿Cómo se atreve a llamarme así?
–A veces odio este trabajo –exclamó mi acompañante mirando hacia su ventanilla a la vez que exhalaba de forma ruidosa.
–Como he dicho, en la siguiente esquina pueden dejarme –insistí.
–De hecho querías que te dejáramos hace unas cuarenta esquinas –comentó el conductor.
Al menos el hombre que iba a mi lado tenía la deferencia de hablarme de usted.
Bien, estaba entre dos patanes y ni siquiera sabía por qué.
Alguien había destrozado el salón de mi casa a balazos, probablemente desde el tejado del edificio de enfrente, y tampoco tenía una clave que me permitiera comprender el motivo.
Y, al parecer, mi amigo el Profesor John Matthews...
–¿Saben qué le ha ocurrido al Profesor Matthews? –pregunté.
–¿A quién? –preguntó el conductor.
–Será el otro tipo. Ese del que se encargaba Charlie.
El conductor habló por una radio incorporada al coche, intercambiando palabras en clave.
–Confirmado –dijo como quien habla del tiempo–. Ha caído.
–¿Cómo...? ¿Cómo, caído? ¿Qué le ha ocurrido? –Mi voz dejó traslucir mi preocupación e incredulidad.
–Ha muerto –dijo mi acompañante mirándome un instante y volviendo de nuevo la mirada hacia su ventanilla.
Mi respiración empezó a agitarse. Era verdad que había oído un sonido similar a un disparo con silenciador. Aunque solo sabía cómo sonaba aquello por lo que había visto en películas y series. En aquel momento, cuando lo oí por teléfono, pensé que habían matado a John. Pero luego lo descarté. Oh, sí, ya lo creo que lo había descartado. Esas cosas no ocurrían en la vida real. No a nosotros. No a dos profesores universitarios. Éramos gente de bien, no teníamos nada que ver con el crimen organizado. O... Me llevé la mano a la boca. Mis ojos se abrieron tanto que creí que se me iban a salir de la cara. John. ¡Oh, John!
Sentí que me faltaba el aire. Estaba pendiente de que me entregaran los resultados de unos estudios médicos. Era muy probable que fuera asmática. No de nacimiento, se entiende, pero había muchas probabilidades de que hubiese desarrollado un asma nerviosa y, desde luego, saber que mi colega, mi amigo... Que John estaba muerto. En fin, eso no era un factor que ayudara.
Empecé a jadear, abriendo la boca en un intento desesperado de que entrara más aire.
–¿Y ahora qué le pasa? –preguntó el conductor.
El hombre que iba a mi lado me miró y se encogió de hombros.
–Ni idea. Será por lo de su amigo.
¿Pero es que me iban a dejar así? Estaba claro que necesitaba atención médica urgente. Si no me llevaban a un hospital de inmediato podía morir. Me estaba mareando y me dolía la cabeza. Me faltaba oxígeno, notaba la falta de oxígeno en mi sangre. Emití un grito. Un sonido largo y continuado que luego se convirtió en una ráfaga de gritos histéricos. No podía parar de gritar. No quería parar. Habían matado a mi amigo y, probablemente yo sería la siguiente. Con los ojos nublados por el miedo observé a los dos hombres. ¿Y si eran mis verdugos? Me agitaba violentamente mientras gritaba, intentando una y otra vez asir la puerta del coche para abrirla. Pero mi acompañante me tenía rodeada con un brazo, me sujetaba a la altura del abdomen y hacía que volviera al asiento una y otra vez. Yo no cejaba en mi empeño, era mejor caer rodando en la carretera, romperme una pierna o lo que fuera. Tenía que luchar por mi vida.
–¡Haz algo, joder! –le gritó el conductor a su compañero–. Me está poniendo de los nervios.
Este me sujetó por los hombros, como si buscara mi mirada para hablar conmigo y hacerme entrar en razón, pero se llevó un buen rasguño de mi parte en la cara. Iba a darle un tortazo cuando interceptó mi mano y, con la otra, me dio una bofetada. Cerré la boca por la sorpresa y dejé de sacudirme. Me llevé la mano a la mejilla en la que me había pegado, mirándolo con incredulidad. No me había dado con fuerza. Estaba segura de que, si aquel hombre lo hubiese querido, me habría reventado un labio sin apenas ningún esfuerzo. Había medido sus fuerzas, me había pegado más para sorprenderme que para hacerme daño.
Miré al exterior. Estábamos en una autopista y había empezado a llover. Octubre era siempre un mes desapacible en la zona de Nueva York. El cielo se había oscurecido a pesar de que era alguna hora temprana de la tarde. Enormes nubes se cernían sobre nosotros y le daban al camino un aire siniestro. Los altos pinos que flanqueaban los dos lados de la carretera me hicieron pensar en películas de serie b en las que las víctimas acaban abandonadas lejos de la civilización tras sufrir vejaciones y ser desfiguradas.
¿Me arrancarían los dientes y las huellas digitales para que la policía no me pudiera reconocer? Sabía lo que me decía, el profesor Matthews y yo habíamos escrito un libro sobre ello. La mafia rusa, a la que habíamos investigado a fondo, era una artista destruyendo todo lo que podía llevar a la identificación de los cadáveres.
El miedo me había paralizado. Sabía que tenía que bajar de aquel coche cuanto antes, pero hacerlo de forma histérica, tal como había intentado con anterioridad no era la mejor manera. Los hombres no tenían pinta de asesinos, pero iban armados, me llevaban a algún sitio contra mi voluntad. Aquello no podía acabar bien. Tenía que luchar por mi vida.
¡Vamos! ¡Vamos!
Me gritaba mentalmente, pero tenía el cuerpo agarrotado por el miedo. Sabía que tenía que reunir todas mis fuerzas. Parecer tranquila para que el hombre que iba detrás conmigo mirara al exterior y entonces moverme rápido, abrir mi puerta y tirarme a la carretera.
El coche giró para adentrarse en el bosque y recorrimos una vereda de tierra durante unos veinte minutos. Mi plan ya no parecía tan viable, pues estábamos lejos de todo y, al ir tan despacio, pararían y me atraparían antes de que lograra escapar.
Nos detuvimos frente a una malla metálica y dos hombres anchos como armarios abrieron tras observar detenidamente al conductor. Al fondo había una especie de hangar. Más allá, una pista de aterrizaje y un pequeño avión.
CAPÍTULO DOS
–Baje –dijo el hombre que había viajado a mi lado.
Mis ojos se quedaron clavados en los de él. Sentía cómo me temblaba el labio inferior. Me dolía el estómago por el miedo.
El conductor le dio la vuelta al coche y me abrió la puerta de mala gana, haciendo un gesto bufonesco con la mano, como si fuera un caballero cediéndome el paso. En cuanto vi la puerta abierta y el hombre se apartó ligeramente, lo empujé con fuerza y eché a correr.
No había dado muchos pasos cuando, al igual que había ocurrido en el callejón, el mismo hombre que me atrapó entonces, volvió a hacerlo. Me envolvió entre sus brazos y me levantó por los aires.
–¿De verdad tengo que ser yo? –le preguntó a su compañero como si estuviera asqueado con la situación.
Sentí su aliento cálido junto a mi oreja mientras hablaba y el olor de su colonia.
Caminaba conmigo en brazos como si yo no fuera más un simple paquete. Debo decir que, aunque era bastante delgada, no era una mujer precisamente ligera, pues me gustaba hacer ejercicio, tenía buena musculatura y era bastante alta.
Le clavé los tacones en las espinillas.
–¡Joder! –bisbiseó el hombre con los dientes apretados–. ¡Quédese quieta, por favor!
Me sorprendían sus modales, sobre todo comparándolo con el hombre que había conducido y con un tercero que se aproximaba a nosotros caminando como un vaquero del oeste. Sí, quien venía hacia nosotros caminaba con las piernas arqueadas, como si acabara de bajarse de un caballo.
–Pregunta que por qué tiene que ser él –le dijo el conductor al recién llegado, señalando con la cabeza a quien me tenía en brazos. Luego ambos hombres se echaron a reír con sonoridad.
–Me cago en la leche, Stratos. Ni recuerdo el tiempo que llevas jodiendo con que quieres volver a casa y, ahora que te mandamos...
–No así, Mike. No así –enfatizó.
Los dos hombres que nos observaban se echaron a reír una vez más.
–Intenta disfrutarlo –dijo el recién llegado mirándome de arriba abajo–. A pesar de todo.
El hombre que me sujetaba emitió un gruñido.
–¡Déjeme en el suelo! –le ordené, intentando sonar tan segura de mí misma como me lo permitía la situación.
–¿Va a echar a correr?
Nuestras caras giraron al mismo tiempo y quedaron a milímetros de distancia. La mirada de aquel hombre era de las más penetrantes que había visto en mi vida.
–No lo sé –respondí, reprendiéndome mentalmente por mi honestidad.
¿A qué venía aquello? ¿Es que me había vuelto de pronto una colegiala asustada? Por un instante me sentí tan insegura, tan apabullada como solía ser en mi adolescencia. Cuando no era más que una chiquilla con un cuerpo sin forma, con gafas e incapaz de valerse por sí misma.
–Entonces me temo que voy a tener que llevarla en brazos hasta el avión.
–¿Qué avión? ¿Por qué? ¡No tienen derecho...! –Me faltaban las palabras, pero lo compensaba agitándome como un pez enganchado de un anzuelo.
–Joder, Stratos, ¡menudo viajecito te va a dar! –exclamó el hombre que había conducido, dándole una fuerte palmada a su amigo en la espalda–. Te compadezco, compañero. Sí que debes tener ganas de volver a casa para aguantar esto–. Y no solo el viaje, sino lo que viene después. Menuda histérica.
–¡Eh! –me quejé–, Que hablan de mí.
–Exacto –intervino el tercero–. De usted hablábamos precisamente. Cuando se tranquilice le explicaremos lo que sucede.
El hombre que me sujetaba me