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Un café no se le niega a nadie
Por Victoria Aihar
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Información de este libro electrónico
Indira es una contable de treinta años que arrastra una importante lista de fracasos amorosos. Es una mujer correcta, segura e independiente; pero en lo que al amor se refiere, se muestra muy insegura.
Maximiliano es un reconocido cirujano infantil. A sus cuarenta y seis años, continúa siendo un hombre muy atractivo. Está divorciado y es padre de una niña. Pero si por algo se distingue es por su tenacidad. Si desea algo, lo conseguirá cueste lo que cueste.
Cuando el destino quiere que Indira y Max se encuentren, lo que empieza siendo una aventura de un día amenaza en transformarse en algo mucho más intenso, pues la pasión que sienten es absolutamente desenfrenada.
¿Estarán ambos preparados para tomarse juntos ese café que se prometen y que representará el inicio de su relación?
Un café no se le niega a nadie es un relato corto en el que el erotismo y la sensualidad se dan cita de manera magistral.
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¿Estarán ambos preparados para tomarse juntos ese café que se prometen y que representará el inicio de su relación?
Un café no se le niega a nadie es un relato corto en el que el erotismo y la sensualidad se dan cita de manera magistral.
Autor
Victoria Aihar
Victoria Aihar nació en Montevideo, Uruguay, en 1978. Educada en una familia tradicional, se casó en el año 2000 y vive la vida junto a su esposo repartida entre la costa y las sierras uruguayas. En la actualidad es Webmaster de más de una docena de empresas y diferentes instituciones, aunque sus intereses abarcan ámbitos como la medicina, la contabilidad o los idiomas. Le encanta viajar a los más diversos destinos, siempre con la finalidad de formarse, tanto a nivel personal como profesional. El aprendizaje es un viaje eterno, que seguramente seguirá mucho después de su partida... Comunicar y compartir sentimientos forman parte de ese viaje, por lo que en 2013 comenzó a escribir con gran pasión y entrega. Encontrarás más información de la autora y su obra en: y .
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Un café no se le niega a nadie - Victoria Aihar
A los aventureros.
A quienes se arriesgan por amor.
A los que se atreven a ser felices.
Parte 1
Estaba deseando que llegara el viernes y con ello el inicio de mis ansiadas vacaciones. Después de mi ruptura con Juanjo, necesitaba relajarme, descansar y, por qué no, tener una aventurilla de verano. En eso estaba pensando cuando Vanesa, mi secretaria, me sacó de la nube de fantasía en la que estaba, para anunciarme que eran las cuatro y media de la tarde. Salté de mi sillón, cogí mi cartera, las llaves del coche y salí corriendo de la oficina, mientras ella me deseaba buenas vacaciones.
Subí al vehículo y conduje unos metros. En ese momento comenzó a nublarse y empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Calculaba que podría llegar al banco con el tiempo justo para cruzar la calle y entrar, siempre que el guardia estuviera de buen humor y me dejara hacerlo.
Estacioné, y de pronto la lluvia, que hasta ese instante se resumía en algunas pocas gotas, se transformó en un diluvio. Tenía que acceder al banco, así que bajé del coche y me dispuse a atravesar la calzada.
No podía ser tan desgraciada; desde hacía un año la mala suerte la había tomado conmigo. Después de varios meses de relación con Juanjo, un día simplemente se dio cuenta de que le gustaban (también) los chicos. «¿Cuán humillante es eso para una mujer?» Vamos, no es que Juanjo fuera el hombre de mi vida, no, eso estaba claro: superficial, guapo, divertido y una bestia sexual; pero, de amor, ni habíamos hablamos. Aun así, mi autoestima cayó en picado y todavía no me había recuperado del todo.
Hacía calor. Llevaba una camisa blanca de seda sin mangas, una falda tubo aguamarina y sandalias de tacón también blancas. Estaba terminando de cruzar cuando un coche frenó bruscamente frente a mí; el susto que me dio me dejó paralizada en medio de la calzada. La puerta del vehículo se abrió y sentí cómo mi mandíbula se desencajaba, hasta quedar casi con la boca abierta. Mi metro setenta y ocho sobre tacones me hacía parecer pequeña ante aquel espécimen masculino que tenía delante de los ojos. Su sonrisa fue mi perdición.
Estaba empapada. El trayecto entre mi coche y el casi atropellamiento por parte de Sonrisa Matadora había hecho estragos en mí; imposible seducir ni a un pescado en esas condiciones. Mi cabello rojo, que a mediodía había sido peinado por George, mi estilista, en un prolijo moño, era una cascada de mechones mojados pegados por todo mi rostro; mi blusa, adherida al cuerpo, dejaba entrever el sostén de encaje blanco, demasiado sugerente... ¡patético!
Sonrisa Matadora me escaneó; un brillo obsceno iluminó sus ojos grises casi transparentes. En ese preciso instante mis neuronas hicieron sinapsis y logré sobreponerme al shock, por lo que esquivé a duras penas la parte delantera de su automóvil y subí a la acera, en el momento exacto en que él se adelantó y abrió la puerta del acompañante del coche, haciendo un ademán con la mano para que entrara; fruncí el ceño, aunque en mi fuero interno dudé. ¿Quién se creía que era ese hombre? Sin duda, un adonis con quien bien valía la pena una aventura, pero yo no era de ese tipo.
Como contable, siempre estaba evaluando proyectos y calculando riesgos; era excelente para los demás y realmente un desastre para mí misma, por lo que rápidamente descarté el proyecto. Viví ese momento a cámara lenta, aunque no habían tanscurrido más de tres minutos y ya temblaba por ese hombre.
Afortunadamente el guardia me conocía y me dejó entrar sin más; ya eran las cinco y dos minutos y el banco cerraba sus puertas a las cinco.
—¡Gracias, Pablo!
—De nada, señorita Ortega.
Dentro quedaban aún unas cuantas personas, así que, chorreando agua, decidí sentarme y disimuladamente mirar hacia fuera. Sonrisa Matadora estaba apoyado en su coche, con un paraguas en una mano para resguardarse de la lluvia.
«¿Estará esperando a alguien?»
Lo escaneé: vestía de traje gris pizarra con raya diplomática, camisa color lavanda y corbata aparentemente gris. Apetecible, comestible. Cuando antes se había bajado del vehículo, estaba tan cerca de mí que había podido oler su perfume, amaderado y levemente especiado. Intoxicante. Debía de rondar los cuarenta; casi metro noventa y de espalda ancha, que desvelaba un trabajo esmerado
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