La voluntad de los muertos
Por Felipe Banderas
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La voluntad de los muertos - Felipe Banderas
LA VOLUNTAD DE LOS MUERTOS
© Felipe Banderas Grandela, 2016
Inscripción Nº 223.954
I.S.B.N. 978-956-260-750-6
© Editorial Cuarto Propio
Valenzuela Castillo 990, Providencia, Santiago
Fono: 22 792 6518
www.cuartopropio.cl
Diseño y diagramación: Alejandro Álvarez
Edición electrónica: Sergio Cruz
Impresión:
IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE
1ª edición, mayo de 2016
Queda prohibida la reproducción de este libro en Chile
y en el exterior sin autorización previa de la Editorial.
Dedicado a Daniela y a los que
en sus sueños la visitaron.
Mientras tanto, Satán, el adversario
De Dios y de los hombres, inflamado
Con pensamientos de sumo alcance,
Extiende sus alas y se dirige
Veloz hacia las puertas del infierno,
Explorando en solitario vuelo;
Unas veces recorre la ribera
Derecha, otras la orilla izquierda;
Ahora roza con alas extendidas
El abismo…
Los límites del infierno, por fin…
Ante las puertas y a uno y a otro lado
Había dos figuras formidables.
La primera parecía una hermosa
Mujer hasta el talle…
La segunda figura, si así puede
Llamarse a aquella forma que carece
De cuerpo distinguible…
El indómito demonio se admira de lo que esto
Puede ser; se admira, no le teme…
(Entonces) La guardiana del portal habló:
"…Y conquisté con atractivas gracias
A los más obstinados, sobre todo
A ti, que viendo en mí tu más perfecta
Imagen, de mí te enamoraste;
Y en secreto conmigo tales goces
Hallaste que mi vientre concebía
Creciente carga…"
Terminó ella, y el sutil Demonio
Al instante captó su contenido;
Y entonces ya más suave y comedido,
Contestó:
"… (Mujer) muestras aquí a mi hermoso hijo…
Imprevisto, sabe, pues, que no vengo
Como enemigo, sino a liberarlos
De esta obscura y tétrica mansión
De dolor, a él y a ti…
Y os llevaré a ti y a él, la Muerte,
A ese lugar en donde habitareis…"
El Paraíso Perdido, de John Milton.
primera PARTE
Lo único que nos negamos a admitir es que dependemos de poderes que se hallan más allá de nuestro control
James Hillman.
Tenía la sensación de haber estado esperando un cúmulo de años por el siguiente segundo, mientras observaba el pórtico de una de las principales clínicas de la ciudad. Un árbol encorvado en el jardín central encubrió la luz del anochecer. Me detuve para observar mis zapatos, aún estaban nuevos. Crucé el pórtico del ala norte transitando por pasillos deshabitados, una leve fatiga invadió mis piernas y necesité sentarme. Tomé un café de máquina, estaba desabrido. Lo dejé abandonado a su suerte. No supe bien qué hora era. Me dirigí hacia la sala de recuperaciones. Mis pasos no retumbaron en las baldosas. Imaginé que los largos pasillos estaban poblados de silencio; las murallas de concreto impregnadas de desilusión. Hay un olor en los hospitales que no puedo definir con claridad, pero siempre es el mismo. Sentí ansiedad. Busqué una cama al azar, estaba separada de las otras por una cortina corrediza. Mi olfato creyó percibir la podredumbre penetrando la humedad. Volví a mirar mis zapatos, dudando. En el catre una mujer joven se debatía con el dolor. Detrás de ella había una ventana. Con delicadeza descorrí las persianas de metal. La última luminosidad de la tarde penetró por el resquicio. Mi ojo izquierdo encegueció, hace años lo había quemado mirando directamente al sol. Esperé que llegase la noche, la penumbra invadió despacio el pabellón. La mujer, conectada a diversos aparatos, entrecerró los ojos, no se veía sorprendida. Quizá pensaba que yo era algún funcionario del lugar. Sentí que tenía pocos minutos antes de que volviese a su estado de inconsciencia.
—Tranquila —dije.
Me miró con desconcierto, sin fuerzas.
—¿Quién eres? —preguntó, moribunda.
—Príapo. Mi nombre es Príapo.
Intentó mover sus manos, pero no pudo. Tenía el rostro moreteado y probablemente fracturas y órganos lastimados. Me senté en el borde de la cama, aun cuando no deseaba estar junto a ella. Hizo un esfuerzo inútil por comunicarse conmigo. Seguro había sufrido un fuerte accidente. Aunque su vida nunca volvería a ser igual, no sentí la menor compasión. Una angustia reflotó en mi interior, pero la arrojé fuera de mí.
—Tranquila —repetí, para que no se moviese.
De pronto, como recordando, se exaltó.
—¿Humberto? ¿Cómo está Humberto?
La miré con ojos fríos, pensé en el sentido profundo de su pregunta. Un leve remordimiento surgió en mi pecho, pero pude darme cuenta de que no era por ella, sino por algo más que en ese momento no logré distinguir.
—¿Se encuentra bien mi esposo? —insistió.
—Lo lamento, está muerto —mentí, no lo sabía.
Hizo una mueca de horror. Me levanté con suavidad para poner distancia.
—¿Cómo voy a perdonármelo? —susurró, con cara desencajada.
Comenzó a llorar. Había pensado en la culpa antes que en la pérdida.
—¿Te sientes responsable? —pregunté.
Ella me miró con espanto. Creí que se arrancaría el suero. Estaba pálida y sudorosa, con la vista perdida, como a punto de colapsar. Cada vez que había venido aquí había sido lo mismo. Vi que en el monitor, al que estaba conectada, se prendía y apagaba una luz. Comenzó a susurrar algo inentendible, me acerqué a su rostro para oírla.
—No quiero morir —repetía.
Me alejé de su aliento. Una de sus vendas se tiñó de rojo, me pareció que dejaba de respirar. El pito agudo de una alarma empezó a sonar. Miré hacia una pared, la humedad trepaba como si tuviese vida. Comencé a alejarme de ella, pero luego de unos pasos, arrepentido, me detuve y giré para verla directo a los ojos. La mujer hizo una mueca de dolor y empezó a quejarse. Parecía estar a punto de desvanecerse.
—Hay alguien dentro de mí —dije, entre medio del ruido de los aparatos—. A veces me posee, sé de su existencia —insistí, sin saber si me había escuchado.
Salí rápido del cuarto con la misma facilidad con que ingresé. Volví al patio central y me quedé mirando el árbol encorvado, tras de él una fuente de agua y, más allá, una capilla con las puertas cerradas. No había estrellas en el cielo. Me detuve en el jardín principal, estaba cansado. Era verdad, algo negro reflotaba desde la oscura zanja de mi pasado, siempre ordenándome, sin pronunciar palabra me pedía que no le abandonase. Recordé la muerte de Alicia, mi esposa, su pérdida estaba más allá de cualquier luto. Murió aquí mismo. A pesar de que habían pasado más de dos años, una compulsión me obligaba a volver a este lugar.
Me largué de la clínica caminando por veredas sin luz. En una esquina vi unas bolsas de basura acumuladas en desorden. Me detuve por tercera vez en mis zapatos. Una incertidumbre hizo tiritar mi cuerpo. Pensé que ya no debería continuar viniendo, pero, ¿cuántas veces me había prometido lo mismo? Tenía una extraña sensación de desintegración, que me hacía apretar los músculos de mis piernas. Era como si mis órganos se estuviesen pudriendo. Siempre había vivido con esto, con los años fui empeorando y con lo de Alicia terminó de desatarse.
Caminé en dirección a la siguiente avenida. Me sentí arruinado. No tenía fuerzas, un zumbido profundo se hizo perceptible en mi cerebro. Experimenté un dolor físico que nunca antes había tenido. Una mujer estaba parada en la esquina, se veía nerviosa y al verme, miró inmediatamente para otro sitio. Podría haber sido una de mis alumnas. Se me vino a la cabeza mi trabajo como profesor en el departamento de religiones comparadas. Además de insoportables tareas administrativas, impartía una cátedra de Espiritualidad Contemporánea
. Fui llamado por el decano cuando aún el cadáver de Alicia estaba fresco. Aunque el tipo tenía unas ganas enormes de desvincularme, me sugirió que me tomase un tiempo, con goce de sueldo, para que lograse calmarme. Recuerdo que lo miré con ironía. Económicamente aquella universidad parecía un barco de ebrios. Entendí que era una manera delicada de despedirme. Bien por ellos, pensé.
Sin darme cuenta había continuado caminando. Cansado, me detuve en el siguiente semáforo. Observé con detención la luz titilando, intentando advertir lo obvio. Pensé en cómo sería mi futuro. Esperar el paso de los años y secarme como una planta, si es posible, riendo. Mi intención era vivir con una soledad silenciosa que lo borrase todo. Me ilusioné creyendo que podría transformarme en un espejo, reflejar lo que se estaba apoderando de mí. Obsesionado, me fui pensando en la mujer de hoy. Ni siquiera le había preguntado su nombre.
En el cielo una tormenta eléctrica estaba a punto de desatarse. Esperaba al Capricorniano en una esquina retirada del lugar escogido. Lo observé acercarse con el cuerpo huesudo, sus brazos desmesurados y un rostro inmutable. No dijo nada, a pesar de que no nos veíamos hacía tiempo. Tampoco reparó en mi saludo, encendió un cigarro para disimular su excitación. Gotas de lluvia humedecieron mi rostro, casi enseguida un flash iluminó el cielo. Unos segundos más tarde un trueno hizo vibrar los escaparates de las tiendas.
—¿Preparado, hermanito? —preguntó.
Lo quedé mirando en silencio. Por más que intentaba alejarme de él, siempre terminábamos juntándonos. Al observar su sonrisa, supe lo mucho que en este momento lo necesitaba.
—No has cambiado nada —solté.
Lo que hacía más peligroso al Capricorniano era su engañosa estampa de tipo retardado. Sus ojos rasgados y amarillentos, una nariz chata con dos enormes y redondos orificios resaltaban en su rostro cuadrado, dándole el aspecto de una cabra de montaña. Todos lo conocían por el apodo de Capricorniano, que yo mismo le había puesto cuando aún éramos niños. Él regularmente perdía el control, dando curso a la ira que lo habitaba. Ante cualquier pretexto, sus manos se convertían en verdaderas pezuñas que ensartaba con dureza en los desprevenidos contrincantes, buscando destruir, dañar lo más posible, nunca un atisbo de remordimiento. La mayor parte del tiempo se vestía con una camiseta blanca sin mangas, jeans viejos y ajustados. Pero también, en determinadas ocasiones, le gustaba disfrazarse: a veces de rockero con el cabello engominado, otras de deportista con un simple buzo, o bien de elegante esmoquin. La razón para ocultarse detrás de sus atuendos era compleja.
El rostro del Capricorniano resaltó con el segundo flash de la noche, también se develó parte de la ciudad. Encendió otro cigarro, disfrutando el momento. El trueno dejó la sensación de una de esas viejas películas en las cuales los protagonistas se paran un paso más allá de la posibilidad de retorno.
—El puto mundo es un lugar breve —dijo.
Me pareció gracioso su comentario, sonreí. Un auto pasó tocando la bocina, llevaba las luces altas. Nos quedamos contemplando el tránsito de la avenida principal. A pesar del mal clima el sitio estaba concurrido y todavía se observaban transeúntes haciendo compras. Me inundó la angustia al pensar que hay demasiadas cosas que los seres humanos desconocemos.
En ese momento la bomba detonó y los ventanales de la iglesia saltaron hecho añicos. Junto al estruendo, una columna de humo se levantó en la entrada principal. Me pareció que iba pasando un señor justo por el lugar del estallido. Alguien lloraría por él, alguien también lo extrañaría. En menos de cinco minutos curiosos comenzaron a juntarse, mientras nos quedábamos a cierta distancia. A lo mejor el cuerpo de una persona se consumía.
—Fue como esta tormenta eléctrica —dijo, apagando el cigarro en el cemento.
Comenzamos a movernos. Según tenía entendido, era la tercera bomba que él detonaba en menos de un año, las dos primeras también habían sido frente a iglesias, pero de madrugada. Presionado por vivir, el Capricorniano actuaba con violencia, existiendo