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Alexis en la piel: Serie Dioses Griegos, #2
Alexis en la piel: Serie Dioses Griegos, #2
Alexis en la piel: Serie Dioses Griegos, #2
Libro electrónico208 páginas2 horas

Alexis en la piel: Serie Dioses Griegos, #2

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Alba y Alexis se han enamorado... Pero el Karma sigue inmiscuyéndose. ¿Podrán superar la prueba?
Descubre el desenlace de esta historia entre la pintora española y el griego de los ojos de mar.

Alexis en la piel es el segundo libro de la biología Alexis. Recomendado para mayores de 18

IdiomaEspañol
EditorialPunto G
Fecha de lanzamiento13 abr 2017
ISBN9781386515845
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    Alexis en la piel - Anaïs Wilde

    Anaïs Wilde

    Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución y transformación de esta obra sin contar con la autorización del titular de la propiedad intelectual de la misma.

    Copyright © Anaïs Wilde 2016

    CAPÍTULO UNO

    Mi primera noche con Alexis fue mágica, mucho más de lo que mi alocada imaginación se había atrevido a pensar. Cuando al fin nuestros cuerpos se encontraron, tanto él como yo rompimos aquel velo de rareza que se había instalado entre los dos.

    Así es la atracción, a veces hace que dos adultos se comporten como dos niños. La química revuelve los sentidos y la comunicación de la piel se impone por encima de la de las palabras. Tras nuestro primer asalto vinieron dos mas. Mucho más dulces, más pausados. Momentos en los que nos tomábamos nuestro tiempo para mirarnos a los ojos, para que nuestras manos se unieran palma con palma mientras nuestros cuerpos bailaban al ritmo del mar.

    Alexis.

    Mi griego, mi hombre.

    Contra toda lógica le sentía así, como parte de mí, como algo muy mío.

    –¿Momento de mayor vergüenza? –pregunté.

    Habíamos comido galletas para reponer fuerzas, era lo único que había en la despensa de aquel ático impresionante. Luego nos habíamos puesto a hablar, dejando que al fin salieran de nosotros todas aquellas palabras que nos empachaban, lo que habríamos querido compartir desde un inicio y que no nos habíamos dicho. Alexis me había hablado sobre su infancia y yo le había contado la mía. Le expliqué lo que había sido mi vida en Albacete y la manera en la que una especie de locura se apoderó de mí para hacerme comprar un billete a Atenas sin regreso. Me acarició la cara al escuchar aquella historia y me miró, probablemente pensando lo mismo que creía yo, que alguna fuerza oculta se había encargado de unirnos porque lo nuestro simple y sencillamente tenía que ocurrir.

    Pasaban las horas, estábamos exhaustos, pero ninguno de los dos quería dejar de charlar. Sin saber quién de los dos empezó, entramos en un juego de preguntas aleatorias.

    –El momento de mayor vergüenza de mi vida... –Alexis levantó la mirada hacia el techo para pensar. Estábamos abrazados, tumbados en la cama, yo lo miraba usando su brazo como almohada–. Supongo que cuando tenía ocho años. Sí. Festival de fin de curso. Ocho años. A alguna maestra desalmada se le ocurrió que nos vistiéramos de soldaditos para salir bailando frente a todos los padres. Soldaditos con chaqueta y leotardos blancos y con un sombrero de esos altos que acaban en una borla amarilla, ¿puedes imaginar eso? 

    –Mmmm, puedo imaginarlo perfectamente. Madre del amor hermoso, cómo tienes que estar tú con uniforme.

    Alexis sonrió y me besó.

    –Eres incorregible.

    –No es mi culpa que tengas buena percha. Seguro que ya a los ocho tenías a más de una loquita por ti.

    –No te creas. En fin... Estábamos todos bailando y en una de esas me agaché y oí cómo las costuras de mis leotardos se rompían de arriba abajo. Tela rasgada y culo al aire.

    Me eché a reír.

    –¿De verdad?

    Alexis asintió poniéndose un poco colorado.

    –¿Y qué hiciste? –pregunté.

    –Seguir bailando, ¿qué iba a hacer? Ese fue, con diferencia, el mayor momento de vergüenza de toda mi vida. Vale, me toca –Alexis me miró fijamente, de pronto el gesto de su cara había cambiado, era como si lo que iba a venir a continuación fuese algo muy serio–. Primer amor.

    –¿Cómo? –levanté ligeramente la cabeza.

    –Sí, háblame de tu primer amor.

    Cerré los ojos para pensar.

    Pánico. No encontraba un solo chico en mi vida del que me hubiese enamorado. Había estado con varios, pero ¿amor? Nadie, salvo...

    –Venga –insistió, pinchándome las costillas de forma juguetona con un dedo–, dime quién fue tu primer amor.

    –Cambio de pregunta –propuse.

    –¿Por qué?

    –Porque no puedo responder.

    –Eso es trampa –dijo con una sonrisa.

    –No lo es, no hemos dicho que responder sea obligatorio.

    –Hombre, obligatorio, obligatorio... Si lo sé no te cuento lo de mi pantalón roto.

    Me reí para ocultar lo que empezaba a preocuparme. ¿Me había enamorado de Alexis? ¿Tan pronto? Mi cabecita loca respondía que sí, me había enamorado de él mucho antes del momento en el que nos encontrábamos ahora. Probablemente desde aquella noche en la que su coche apareció de la manera más oportuna en aquel camino comarcal en el que mi moto Rosa me había dejado tirada. Oculté la cara contra su pecho.

    Estaba jodida, me había enamorado. Y sí, él era el primero. Alexis era mi primer amor de verdad.

    –¿Entonces? –insistió él–. ¿Primer amor?

    –¿Cómo se llama tu novia? –contraataqué–. Ya sabes, la chica rubia esa tan espectacular –Las palabras salieron de mi boca sin pedirle permiso a mi cerebro. Cuando me di cuenta, ya las había pronunciado.

    Alexis se sentó en la cama y me miró con el ceño fruncido.

    –¿Novia? ¿Lo dices en serio?

    Asentí. La rigidez de mi cara dejaba muy claro que para mí se había terminado el juego. Hablaba totalmente en serio.

    –No sé por qué preguntas eso. No estoy con nadie. O más bien, estoy contigo... si tú quieres. Sé que es un poco pronto para...

    –La rubia, sí. La rubia esa perfecta –insistí, interrumpiéndolo.

    Hay que ver que a mí a cabezota no me gana nadie. Ni a cabezota ni a paranoica.

    –¿Qué rubia? –Alexis encogió los hombros mientras hablaba. De verdad parecía que no había ninguna rubia en su vida.

    Pero yo persistí.

    –Os vi en el Pireo. Hace un par de meses. Estaba esperando el ferry para volver a Égina. Tú ibas caminando a unos cuantos metros de distancia. Llevabas traje y corbata. Había una rubia con un vestido entallado y tacones. Os subisteis en el deportivo en el que...

    –¡Marion!

    Alexis se echó a reír como si acabara de contarle el mejor chiste del mundo. La verdad, yo no entendía qué le parecía tan gracioso. Mi corazón estaba en juego. Había estado hecha polvo durante meses pensando en la maldita rubia. Incluso al entrar al ático en el que ahora nos encontrábamos, mi mirada había buscado señales de que ella vivía allí, con mi griego. Y ahora él se reía sin parar. Los músculos de su abdomen no paraban de moverse.

    –No le veo la gracia –dije al fin.

    Alexis cogió mi cara entre sus manos y me besó con una ternura que habría derretido toooda la capa de hielo del Polo Norte.

    –Así que me viste con Marion –sus blanquísimos dientes aún mostraban lo divertido que encontraba el tema–. Por eso estabas tan rara conmigo, ¿eh?

    –¿Te parece poca cosa que tengas pareja y yo esté aquí?

    –No puedes ser más adorable –dijo, mordiéndose el labio inferior y meneando la cabeza sin dejar de mirarme–. Marion es mi asistente personal. Es inglesa, pero hace muchos años que vive aquí en Atenas, con su marido y sus dos hijos. Su marido es griego.

    ¿Marido y dos hijos? ¿Dos?

    Querido Karma: recuérdame que aprenda a esculpir para hacerte un monumento.

    –Es tan guapa... –me justifiqué.

    –Sí, Marion es guapa. Pero nunca me ha gustado. Hace unos diez años que es mi asistente personal. Tengo plena confianza en ella para los negocios. Que quede claro: para los negocios. Lo digo, porque empezamos a conocernos y me parece a mí que tienes una imaginación muy viva.

    –Sí –admití–, empezamos a conocernos. Pero no es una cuestión de imaginación. Tenía su lógica, ¿no? –Alexis ladeó la cara pensativo–. Al menos yo tenía una justificación para querer mantenerme alejada de ti. Pensaba que estabas comprometido o casado o algo.

    –O algo... –Alexis no paraba de sonreír.

    Ahora o nunca, este era el momento para acabar con todos los misterios.

    –Y tú, ¿tú por qué me evitabas? ¿Qué era esa tontería de que no podías dármelo todo?

    La sonrisa se borró de su rostro y me temí lo peor. Quizás mi intuición era como una escopeta de feria, con la mira muy, pero muy torcida. Empecé a sospechar que una posible novia habría sido mucho mejor que el oscuro motivo que escondía Alexis. Se quedó callado. Luego se levantó, se puso los calzoncillos y abrió la puerta de la terraza. Cuando vi que salía, me puse la camiseta que me había prestado para seguirlo.

    Allá afuera la Acrópolis nos miraba desde lo alto, con la iluminación de noche aún encendida, a pesar de que el color del cielo había empezado a cambiar. El amanecer estaba cerca. Tragué, pero el nudo que se me había formado en la garganta no desaparecía. ¿Y si perdía a Alexis? ¿Y si nunca lo había tenido?

    Había una hamaca tejida en un rincón, colgada de un armazón de madera en forma de media luna.

    Alexis miró hacia atrás y estiró el brazo para ofrecerme la mano. Sentí como si mi mano fuera diminuta dentro de la suya. Se tumbó en la hamaca y me tumbé a su lado, entre sus brazos. Alexis estiró aquel tejido de hilos entrecruzados para que nos envolviera. Soplaba un viento ligeramente fresco que hizo que me estremeciera. Los brazos de Alexis y aquel algodón que nos separaba del mundo me sirvieron de refugio mientras el sol empezaba a aparecer.

    CAPÍTULO DOS

    –No me tomes por loco, ¿vale? –dijo Alexis antes de empezar a hablar.

    Me pegué a su cuerpo todo lo que pude, preparada para escucharlo sin emitir ningún juicio. Alexis parecía dispuesto a contarme el extraño secreto que nos había mantenido separados y no me atrevía a pronunciar ninguna palabra que pudiera cortar su buena disposición.

    –¿Recuerdas el cuadro que te regalé? –preguntó.

    ¡Cómo no recordarlo! Pensé, ¡como que lo había pintado yo misma! Lo cual me llevaba a recordar que aún no le había contado a Alexis lo más importante de mí, la forma en la que me ganaba la vida, de dónde estaba saliendo el dinero para las reparaciones de la casa que me había comprado y, lo más importante (y en realidad lo que más miedo me daba), que pintaba en exclusiva para su odiado primo.

    –Mhhm –Me limité a hacer un ruidillo para indicar que sabía de qué cuadro me hablaba.

    –Es compañero de otro que tengo en casa. –Se hizo un silencio insoportable–. Esos cuadros son de una pintora que me gusta mucho. –Alexis dejó escapar un pesado suspiro y sentí el brusco movimiento de su pecho–. Ya está, ya lo he dicho, esa pintora me gusta mucho. No su trabajo, ella. O más bien, su trabajo y ella. O ella, debido a su trabajo... Parece que estoy hecho un lío y, de hecho, lo estaba, pero ya no. No te asustes, no la he visto nunca, ni siquiera sé cómo se llama porque firma los cuadros con un signo raro en vez de con su nombre. –Alexis hizo una pausa–. Lo mismo estoy metiendo la pata y te asustas más escuchando esto. No lo sé, ni yo mismo entiendo lo que me ha pasado con esa pintora o con sus cuadros. O con todo.

    Permanecía callada, como electrizada al saber que era yo la persona de quien Alexis estaba hablando.

    –Hace unos meses decidí que trabajaría todo lo que pudiera desde mi casa de Égina. Estoy más tranquilo allí que aquí en Atenas. Tengo una cartera de clientes estable y ya puedo permitírmelo, ya no requieren mi presencia constante. Puedo dibujar donde quiera y reunirme con la gente para ver los proyectos y los planos. Marion es la eficiencia personificada... Pero bueno, esa no es la cuestión. El tema es que, al pensar que pasaría más tiempo en Égina quise decorar un poco mi casa. Conozco a un chico que conocía a una pintora nueva, me había hablado maravillas de ella y le encargué un cuadro bastante grande para uno de los muros del salón. Yo no estaba cuando el cuadro llegó a casa, algo de lo que me he arrepentido mucho, aunque ahora estando aquí contigo pienso que quizás haya sido mejor así. Como te digo, estoy muy confundido con ese tema. He pensado muchas veces que quizás, si hubiese estado allí, habría visto que la pintora es una persona de carne y hueso y no la habría idealizado. Pero bueno, yo no estaba. Había bajado a darme un baño en la playa, os conocí a Dafni y a ti, nos entretuvimos en aquel bar, ¿lo recuerdas? Y cuando volví me encontré con el cuadro apoyado en un sofá.

    No pude despegar mis ojos de aquella pintura durante mucho, mucho rato. Me gusta el arte, ya lo sabes, pero aquel cuadro tiene algo más, algo que traspasa los materiales y conecta conmigo. Me marché a París a atender a un cliente y, durante todos los días que estuve fuera no pude dejar de pensar en aquel cuadro... Libertad.   Era curioso, porque aunque en efecto, el lienzo desprendía libertad, aunque podía imaginar perfectamente a la pintora sin ninguna atadura, con las alas extendidas sobre su vida, a mí el cuadro me ató. Libertad para la pintora, atadura consentida para mí. Acabé colgándolo en mi dormitorio con el paso de los días, quería que fuera lo último que viera cada día y lo primero al despertar. Empecé a sentir su presencia como la de un ser vivo. Llegué a preguntarme si me estaba volviendo loco. Pero, de alguna manera, aquel cuadro me conectaba con su creadora. Eso era lo único que sabía de la artista. De hecho lo único que sé a día de hoy es que es mujer y que es extranjera. Nadie sabe nada, no hay nada en internet.

    –¿Y si la pintora tuviera setenta años? –pregunté.

    –Lo he pensado, no creas que no. Pero eso no cambiaría en absoluto lo que el cuadro me transmite. No es que me haya montado una fantasía en la que la pintora es una mujer sexy, espectacular, joven y con un cuerpo de escándalo.

    –¿Por qué no? –pregunté divertida.

    –Hombre... –Alexis bajó la mirada hacia mí y me esforcé por esconder mi sonrisa. El tema era serio.

    En el fondo, si la pintora de la que hablábamos no fuera yo, no sé qué habría pensado de él. Quizás habría salido corriendo.

    –¿Quieres conocer a la pintora? –pregunté.

    Alexis permaneció unos segundos callado.

    –Ya no. Fue una tortura, Alba, no te lo puedes ni imaginar. El cuadro y tú aparecisteis en mi vida el mismo día. Tú, con tu sonrisa dulce, con tu forma de ser que me ganaba a pasos agigantados cada vez que nos encontrábamos. Con ese misterio, porque eras un misterio, no lo negarás. Ese misterio que picaba mi curiosidad. Eras diferente a todas, viviendo en aquella casa sin luz, hablabas conmigo sin contarme nada en realidad. Y luego ese cuerpecito tuyo... –dejó salir el aire por la boca poco a poco–. ¡Joder! Aquella noche que choqué contigo en el mar...

    –Aquella noche, ¿qué?

    –¿Qué? ¿Y me lo preguntas?

    La preciosa cara de Alexis, sus ojos de mar, me miraba fijamente y con total transparencia. Veía en su rostro lo mucho que yo le gustaba y eso desataba a las mariposas furiosas que se habían mudado a vivir a mi estómago desde el día en que lo vi aparecer en la playa por primera

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