Un golpe de suerte: Trilogía Suerte y Amor, #1
Por Anaïs Wilde
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Cierra los ojos.
Imagina que despiertas en la mejor suite de un hotel de lujo, casada con el actor de moda, ese por quien todas suspiran, incluida tú. No tienes ni idea de cómo ha ocurrido, pero en tu dedo hay un precioso anillo y él parece locamente enamorado de ti. Así, tu vida de chica normal, dependienta en unos grandes almacenes, da un giro de ciento ochenta grados y te encuentras, no solo al lado del hombre al que amas desde que tienes uso de razón, sino rodeada de lujos y gente del mundo del espectáculo.
Y es que los sueños, por muy descabellados que parezcan, a veces se hacen realidad.
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Un golpe de suerte - Anaïs Wilde
Anaïs Wilde
Capítulo Uno
Lo primero que pienso al girarme en la cama es en whisky, o quizás en ginebra... Ron, sí, definitivamente debe haber sido ron o tal vez tequila. Lo único que tengo claro es que siento como si tuviera a todo un equipo de construcción de carreteras trabajando dentro de mi cabeza. Taladradoras, apisonadoras, gritos, mil trabajadores rompiéndome los tímpanos desde dentro de mi propio cerebro. Siento la lengua pastosa, todavía noto el sabor de varios tipos de alcohol.
Muevo la mano y hacerlo resulta una tarea titánica, la llevo despacio hasta la altura de mis ojos y me cubro ligeramente los párpados para atreverme a abrirlos al fin.
No sé lo que he bebido, quizás de todo un poco. O, más bien: de todo mucho.
Entre la luz blanquecina que entra a raudales por la ventana distingo un cubo plateado de esos que se usan para enfriar botellas con hielo. Hay una botella de cabeza dentro de dicho cubo, asoma tan solo el fondo de la misma, pero intuyo que se trata de champán. Confirmo mis sospechas cuando mis ojos enfocan otra botella de champán vacía sobre la mesa y dos mas en el suelo. Me duelen los ojos cuando intento enfocar para leer Moët&Chandon
. Es entonces cuando me preocupo de verdad y apoyo los codos en el colchón para incorporarme a pesar de lo mucho que me duele la cabeza, a pesar de que tengo la peor resaca de toda la historia de las resacas de la humanidad. Moët&Chandon, ¿yo? ¿Con mi sueldo de dependienta? No habré usado la tarjeta de crédito que saqué para emergencias, ¿no? Tiemblo de solo pensar en lo que pueda haber hecho. Ya es difícil llegar a fin de mes sin deudas de tarjeta. Intento concentrarme, ¿cuánto cuesta una botella del champán ese del que solo he oído hablar en películas?
Hay otra botella vacía en el sofá. Un sofá, por cierto, precioso. Precioso y de pinta carísima. Es un Chester con tapicería de terciopelo color hueso.
Tengo que levantarme, aunque mi cuerpo no quiera colaborar.
–¿Pero qué...?
Apoyo la mano en el aire, fuera del colchón y no puedo impedir que mis huesos den contra el suelo. Me desplomo como un peso muerto.
Es desde esta perspectiva descubro unas bragas que reconozco como mías y también mi sujetador. Las bragas están en el suelo, el sujetador cuelga del pomo de una puerta. Sobre una de las butacas hay unos calzoncillos masculinos; distingo perfectamente la tela y el elástico. Más allá, junto a una de las muchas ventanas, hay una enorme acumulación de tela blanca que cualquiera diría que es tul. Es como si una novia se hubiera caído de cabeza y ahora solo se pudiera ver la parte baja de su vestido. Más bien es como si la novia fuera un avestruz y hubiese escondido la cabeza para evitar la vergüenza.
Sí, ese símil me parece bastante más adecuado. Desde luego, cuanto más lo miro, más me parece que lo que se distingue en la distancia es un vestido de novia.
–Buenos días, preciosa.
Salto y vuelvo a la cama como un rayo para cubrirme con las sábanas. Desearía convertirme en avestruz yo también, como la novia que ha dejado abandonado ese vestido en mi dormitorio. Que por cierto: ¿es mi dormitorio? No recuerdo cómo he llegado aquí, ni siquiera sé dónde estoy. Tan solo sé que el corazón me late tan deprisa que temo sufrir un infarto de un momento a otro.
Infarto. Triste, ¿eh? Muy triste morir de un infarto en un lugar al que ni siquiera sabes cómo has llegado. ¡Estoy totalmente desnuda!
Me imagino a los enfermeros de la ambulancia que vengan a intentar reanimarme, el cachondeo que puede haber por verme desnuda.
–Amore...
Sigo debajo de las sábanas. Haciendo casita como cuando era pequeña. Aún no he visto a la persona que ha dicho aquellas palabras, pero hasta muerta reconocería su voz. Sí, podría infartarme, podrían venir los de la ambulancia. Se podrían reír de mí, intentar reanimarme sin éxito y llevarse mi cadáver a un depósito de cadáveres no identificados. Aún así reconocería la voz que me habla desde el otro lado de estas sábanas.
Es Rodolfo, mi adoradísimo, mi amado Rodolfo. Rodolfo Vitti, el amor de mi vida. Ya, sí, el resto del mundo no lo conoce como el amor de mi vida sino como el actorazo.... Venga, vale, reconozco que no es tan buen actor (o más bien es un actor pésimo si nos ponemos quisquillosas) pero eso no quita que sea el amor de mi vida. Mío y de millones de mujeres más repartidas por todo el planeta.
Rodolfo Vitti está tan bueno que todo se le perdona, su mala actuación, el que esté del otro lado de estas sábanas, en un lugar al que parece que me he teletransportado o algo así.
Pienso en sus labios carnosos. Es verlos aparecer en la pantalla y toda la población femenina de occidente (y buena parte de oriente) empieza a babear. Si luego añadimos sus ojos verde turquesa, su piel permanentemente bronceada, esa melena oscura de la que todas nos quisiéramos colgar y, ay, ay, esos pectorales...
¡Esos pectorales!
Toso, baja un poquito la sábana pero la vuelvo a subir inmediatamente hasta mi cabeza. Sé que estoy siendo ridícula. Pienso en la oportunidad que podría estar perdiendo en estos instantes y me obligo a reaccionar. Bajo lentamente la sábana mientras escucho muy cerca de mí la risa del hombre de mis sueños.
–¿Tan feo me encuentras después de lo de anoche? Reconozco que no estoy en mi mejor momento, pero hace unas horas... En fin, tu opinión de mí era distinta. Venga, déjame que te vea, amore –dice con el tono de voz más seductor que existe en el universo.
Sí, puedo hablar como si fuera astronauta y hubiese recorrido el espacio escuchando todas las voces masculinas que existen. Ninguna es como la de Rodolfo Vitti. Mi mente me grita, patalea y da puñetazos (o tal vez sea solo la resaca). La cuestión es que la cabeza me dice que me lance a sus brazos. Pero mis manos van por libre. Aferran la sábana como si no hubiera un mañana. Como si del único tronco se tratara y yo no fuera más que una náufraga en medio del mar. El mar de los ojos de Rodolfo.
Tan solo mis ojos están al descubierto. Unos ojos que, por cierto, deben estar a punto de salírseme de la cara de pura incredulidad. Sí, es él. EL HOMBRE. Y sí, está aquí conmigo. Desnudo. Bueno, lleva una bata del hotel, pero hasta donde puedo ver por lo que se le abre, debajo no lleva nada.
Ay, Dios. Debajo lleva todo. TODO lo que cualquier mujer podría desear y mucho más. Empiezo a sudar. Tengo la boca seca.
–¿Te pido más champán para lavar esa timidez? Sí, champán per la mia piccola.
Meneo la cabeza para decirle que no hace falta, pero me arrepiento en seguida de aquel movimiento, que aunque mínimo, me agita el cerebro como en una coctelera.
¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ocurrirme a mí que cuando me encuentro a solas con el tío más cañón de la historia tenga que hacerlo con el peor resacón (también de la historia)?
Quizás, bonita mía –me respondo–, porque has estado bebiendo con él.
La idea me entusiasma tanto como me preocupa. Si hemos estado bebiendo juntos es que algo ha tenido que ocurrir antes para que llegáramos a ese punto de familiaridad. Miro un poco a mi alrededor. Familiaridad tenemos, desde luego, de lo contrario no estaríamos compartiendo esta habitación de hotel.
Corrijo: esta PEDAZO de habitación de hotel. Menuda suite. Creo que me he muerto y estoy en el cielo.
Pero me preocupo. Temo que si hemos estado bebiendo juntos yo me haya puesto a reír como loca, tal como suelo hacer cuando el alcohol se apodera de mí. Entonces no le he ofrecido mi mejor cara.
Me muerdo el labio, lamentando con toda mi alma haberme emborrachado con este prodigio de la naturaleza y no recordar nada.
–Vamos, hermosa –insiste.
Su maravilloso acento italiano me subyuga hasta el punto de que, por un instante, dejo de preguntarme lo más obvio: cómo he llegado hasta este lugar, qué ha pasado.
Rodolfo se sienta en el borde de la cama. Una oleada a colonia me hace perder el poco sentido común que me queda. Siento cómo se me aflojan todos los músculos. El dorso de su mano me acaricia la mejilla con la suavidad que siempre imaginé cuando, al ver sus películas (unos dos o tres millones de veces) me ponía en el papel de la protagonista femenina y suspiraba deseando ser realmente yo quien estuviera allí con él: en Madagascar, en la India, en los campos de lavanda de la campiña francesa, en Hawaii. Todas las películas de Rodolfo Vitti se desarrollan en lugares paradisiacos, algo que por otra parte a sus fans nos parece un marco de lo más adecuado para un hombre como él.
EL HOMBRE (insisto).
Rodolfo esboza una sonrisa juguetona, sus ojos chispean. Sus dedos sujetan el borde de la sábana con la que me cubro y, en un instante, me encuentro destapada y completamente desnuda, bañada por la luz turquesa de su mirada. Incapaz de moverme. Uno de sus dedos se posa debajo de mi barbilla y empieza a bajar muy despacio, trazando una línea que baja por mi garganta, pasa entre mis pechos y sigue bajando hasta llegar a mi ombligo. No puedo evitarlo, para cuando la yema del dedo de Rodolfo Vitti pasa de mi ombligo estoy gimiendo como una parturienta. Lo sé, muy poco sexy, pero entendedme.
¡Entendedme!
No ha dejado de mirarme a los ojos en ningún momento. Su dedo se detiene en el agujero de mi ombligo que, como si del interruptor del placer se tratara, empieza a mandar descargas eléctricas que me recorren el cuerpo entero. Aquella mirada de agua cristalina