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Pink Lady
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Libro electrónico313 páginas4 horas

Pink Lady

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Cenicienta moderna en Manhattan

Escapar del campo toscano y llegar a Nueva York no ha sido fácil para Allegra, y aún si pudiera contar con la amistad de sus compañeros, la herida que la ha llevado a huir de su propia familia aún quema.

Una historia que terminó mal, mentiras con las que hacer cuentas y una vida sexual del todo fallida son la pesada carga con la que debe convivir, al menos hasta que, una mañana, su tacón Louboutin se atora en una rejilla de ventilación y Tim Butler la salva como un nuevo Superman.

Hermoso como un superhéroe, pero con un ego sin límites, Butler entra en la vida de Allegra como un tornado de pasión y amor, generando una auténtica revolución de sensaciones difícil de manejar sin ser abrumados.

Pero se sabe que un tornado se lleva consigo todo lo que encuentra a su camino, y Allegra está por descubrir a la mala cuántos escombros puede haber en el pasado de Tim.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento9 jul 2021
ISBN9781393462866
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    Pink Lady - Charlotte Lays

    PINK LADY

    Cenicienta moderna en Manhattan

    ––––––––

    CHARLOTTE LAYS

    Copyright © 2021

    Cover © Sherazade Digital Art

    Distribuited © Babelcube Inc.

    All rights Reserved.

    A mi padre.

    Donde sea que estés,

    aún estás conmigo.

    CAPÍTULO 1

    —¿Quieres un poco de café? —Me recibe Pauline con una voz sepulcral.

    Desperté hace poco, y de prisa, pero me alegra saber que no soy la única con síntomas de resaca; mi compañera de piso está sentada en un taburete de la cocina y parece un pajarillo con las piernas largas y delgadas cruzadas y los ojos aún medio maquillados.

    —Si hay, sería perfecto, lo beberé en el camino. ¡Voy tarde por culpa tuya y de tus amigos reprimidos! Debes explicarles que mientras más calientes se ven, ¡menos acostones tienen! Los hombres se asustan... ¡Casi tengo miedo por ti! —Le digo.

    —Pero son simpáticos, —replica, riendo como loca. —Mientras más los frecuento, más entiendo que debo encontrarme un hombre, un novio, un amigo con derecho, lo que sea, pero nunca, nunca, como ellos: de hecho, estoy aterrorizada, —concluye con una mueca de disgusto.

    —Me hace sentir mejor escucharte diciendo eso. Escucha, hablamos más tarde, cuando nuestras neuronas puedan conectarse, entonces te diré los planes para esta noche.

    Juego al equilibrista con el bolso, café y llaves de la casa mientras la puerta se cierra a mis espaldas y dejo que mi amiga desayune.

    Aún debo acostumbrarme al clima de Nueva York: un día hace frío, al siguiente hay un viento gélido proveniente del océano que me cala en los huesos.

    Camino sin aliento por las calles de la ciudad, luchando por seguir en línea recta y sostengo contra mi pecho el bolso que se ha transformado en una extensión de mi armario.

    Eso que se dice de las mujeres es verdad: ¡ni siquiera ellas saben lo que llevan dentro! Sobre todo, mientras más mayor se hace y más aumenta aquella especie de anexo, y no hay vuelta atrás.

    A pesar del clima y los peatones maleducados, Nueva York es fantástico, un río lleno de gente de todas las etnias que se funden en una perfecta amalgama: termina la calle de los hot-dogs y empieza la de los panecillos recién hechos de una cafetería cercana, y un hombre con mucha barba camina junto al millonario recién salido de la limusina.

    Esa es la razón por la cual decidí mudarme aquí, además del hecho de que es el único lugar en el que me sentiría libre de cambiar mi vida. La Gran Manzana está solo a unas horas de vuelo del que es mi verdadero hogar: Florencia.

    Cierto, en Italia están mi familia y amigos, pero ellos me entienden. Sin embargo, mi madre, que está acostumbrada a verme siempre con la maleta lista, dudó cuando llegó el momento de irme; conocía el sufrimiento por el que estaba pasando y temía por mi fragilidad. Sola, en una ciudad como Nueva York...

    Cabe decir que, a diferencia del pasado, esta vez les dije a todos solo la fecha de partida.

    —Regresaré cuando me sienta lista... —Dije con convicción. No podía quedarme en casa, y ella lo sabe, pero también sabe que no estaré lejos para siempre, los muros y aromas del campo toscano son como una droga para mí y no podría renunciar a ello definitivamente.

    Pero, por ahora, me desintoxico con el esmog metropolitano y el alboroto alegre que me rodea.

    Nada, ni siquiera el pensamiento de un suculento bistec con hueso, podría hacerme regresar por ahora.

    ¡Maldito sea el momento en que me rehusé a ponerme tenis para ir al trabajo! Exclamo para mí con una serie de palabrotas indecibles.

    Con un retardo monstruoso, frustrada y sudando justo a la mitad de una acera rebosante de Nueva York a la hora pico, el tacón de doce centímetros de mis Louboutin se atora en una rejilla de ventilación del metro.

    Los peatones me rozan, me empujan y me miran, lanzándome una mirada, y aquellos más nerviosos continúan andando con murmullos malévolos de los cuales intuyo el significado.

    A pesar de que la boutique de alta costura en la que trabajo queda muy cerca de mi apartamento, aún me faltan unos quince minutos de caminata para llegar, y cabe decir que siempre he odiado usar un tailleur o vestimenta a la medida con un par de tenis. Siempre lo he visto como una combinación horripilante, pero esta mañana confirmo que debería haber pospuesto el buen gusto desde hace tiempo. Anoche pasé el rato con Pauline y algunos de sus amigos, por lo que esta mañana me siento cansada y distraída, tan aturdida como para meter el precioso tacón en un cuadrito de fierro que suelta aire caliente como un secador de cabello.

    La longuette ajustadísima de cintura alta y la blusa de seda no me facilitan nada, y la cola de caballo en la que he domado mi rebelde cabello oscuro resulta ser la única cosa decente en esta mañana infernal.

    Perdida en todas mis reflexiones alzo los ojos y ruego mentalmente hacia la cima del Met Life, con su silueta en el cielo plomizo: todo parece burlarse mi nefasta suerte.

    Mientras intento sacar a ese maldito tacón de su prisión por última vez, un par de zapatos de hombre, relucientes como un espejo, entran en mi campo visual.

    —¿Puedo ayudarla? —Me pregunta el hombre galante, con una voz cálida y profunda.

    Casi intimidada por ese sensual sonido, alzo lentamente la mirada, enfocando la figura que se presenta frente a mí: un adonis enfundado en un traje perfectamente a la medida que espera con una sonrisa burlona.

    Sus ojos están fijos en mí, de un azul profundo como el mar, son aún más intensos con las gruesas cejas. Me taladran la piel. La nariz es recta y sutil, el cabello castaño y grueso, corto a los lados, largo arriba y peinado hacia la derecha. Justo mientras lo estoy observando, él se pasa la mano para arreglar algunos mechones que huyeron del control del gel. Lleva una barba ligeramente crecida, quizá de un par de días, y sobre el mentón afilado ese hábito suyo hace un extraño juego de luz y sombra.

    Por suerte, una cicatriz por encima de su sien demuestra que él también es un ser humano.

    Siento un escalofrío en la nuca.

    Mierda, pienso, llevándome la mano a la boca casi por miedo a decirlo en voz alta.

    Lo veo arrodillarse frente a mí y alargar esas manos cuidadas y varoniles hacia mi tacón.

    —¿Puedo? —Me pregunta de nuevo con una sonrisa furtiva.

    Así de cerca, puedo ver sus labios carnosos, perfectamente delineados, detrás de los cuales entreveo unos dientes blanquísimos.

    Asiento, sin poder decir una palabra; parece que mi cerebro puso en pausa todas las funciones sensoriales aparte de la vista. Mis ojos están disfrutando de cada detalle del Señor Perfección, lo admito.

    El hombre estudia el problema con el ceño fruncido y comienza a hacer intentos con mi tacón, que a este punto ya no sé si considerar como una maldición o una señal divina.

    —Tal vez sería mejor si sacara el pie, —comenta luego de una rápida mirada sobre mis hombros.

    —¿P-por qué? —Pregunto con la voz de un canario asustado.

    —No quisiera parecerle descarado, Cenicienta, pero ese trasero está convirtiendo a la mayoría de estos honrados trabajadores en búhos.

    Mierda.

    Siento mis mejillas sonrojarse, pero él tiene la decencia de agachar la cabeza, dejándome solo imaginar sus bellos labios en una sonrisa.

    Mantengo el equilibrio como un flamingo mientras sus manos fuertes trabajan en torno a mi maldición cotidiana. Sus gemelos brillan con cada movimiento, un precioso reloj se asoma por debajo de la manga de la camisa.

    Entreveo su lengua asomarse por su labio inferior por el esfuerzo mientras la ligera arruga de su expresión entre sus ojos se acentúa, y vuelvo a pensar en lo mucho que quisiera esa perfecta boca suya sobre mí, o aquellas manos sobre mi piel o...

    ¿Pero qué te sucede, Allegra? ¡Compórtate!

    Justo en ese momento en el que busco recobrar la compostura, con un movimiento leve, el adonis libera mi tacón de su prisión y luego me mira con una sonrisa triunfal, con mi tacón equilibrado en su índice.

    Por otro lado, mi equilibrio se vuelve bastante precario cuando sus ojos dejan los míos para recorrer mi cuerpo de manera lenta e invasiva. Se detiene más tiempo del educadamente permitido en el escote de mi blusa, y no puedo evitar temblar. Gimo por frustración y tengo miedo de desmayarme, tomando en cuenta que siento las piernas como gelatina.

    Tomo el tacón de su mano y me lo pongo. Su mirada ardiente me recorre de pies a cabeza. De nuevo.

    Maldición. Me está haciendo una maldita TAC.

    —Muchas gracias, buen día, —puedo decir finalmente, dando dos pasos hacia atrás sin poder despegar mi mirada de la suya. Estoy visiblemente agitada, pero espero que no note mi temblor.

    —De nada, Cenicienta. Buen día, —me responde con esa voz caliente, aun viendo mi alma.

    Atravieso las puertas dobles de la boutique como si me estuviera siguiendo todo el equipo S.W.A.T. de Nueva York. Ya he superado el tiempo límite de retardo, todavía agitada luego del encuentro con el Señor Perfección.

    Para agregar leña al fuego, el cliente que me está esperando en una de las salas privadas es uno de aquellos que ya me ha hecho pasar un mal rato en Tokio, así que sé que será un mal día.

    Qué diablos, será un infierno, pero el trabajo no es siempre lo que uno quiere.

    Hago una carrera a la oficina solo para dejar mis cosas y tomo la cartilla del señor Ikeda.

    Me apresuro a llegar a la puerta que me separa de mi molestia cotidiana. Toco y espero que Jacopo venga a abrirme.

    Cuando lo hace, miro alrededor y recuerdo por qué finalmente acepté este trabajo luego de tanto tiempo: espejos colocados en boiserie de la más fina madera tallados por expertos florentinos, divanes de piel, alfombras persas de colores fuertes.

    Todo grita lujo y elegancia, en línea con un atelier de alta costura masculina.

    Aquí he tenido la impactante confirmación de que los hombres saben ser compradores compulsivos y maníacos del detalle incluso más que las mujeres.

    Jacopo me recibe y me mira con una sonrisa irreverente.

    Qué rostro tan abofeteable.

    Sabe perfectamente que anoche bebí un poco más de la cuenta y me tomará el pelo en cada oportunidad, incluso si estamos en el trabajo.

    —Buen día, Allegra. El señor Ikeda no ha querido comenzar sin ti, pero creo que tú no quieres iniciar sin un buen café italiano doble, ¿o me equivoco? —Dice, sarcástico.

    Buongiorno, signori. —Respondo en italiano con una sonrisa torcida, mirando a mi cliente. —Muchas gracias, Jacopo, un café sería fabuloso, siempre y cuando tú lo prepares, —agrego, lanzándole una mirada significativa. —Es un placer volver a verlo, señor Ikeda, —prosigo, pasando al inglés. —Veo que ya ha conocido a Franco, nuestro sastre de las manos de oro.

    El japonés comienza con sus extravagantes solicitudes, mientras Franco toma las medidas y Jacopo lo consiente con nuestra última colección de gemelos, botones y hebillas en oro con piedras preciosas.

    Luego de más de tres horas pasadas entre tejidos finos, seda para corbatas y moños, y despachado el buen Ikeda, Jacopo entra a la oficina y se sienta en el escritorio junto al mío.

    —Pensaba que Pauline era una chica tranquila. Cuando hice la inspección en tu apartamento era muy precisa, pero se está volviendo verde, quizá debería encontrarte otra organización o darte una suscripción de lámparas solares.

    Levanto la mirada de la computadora en la que estoy registrando la orden recién hecha. —Jack, no la hagas de hermano mayor, por favor. —Suspiro. —Es más, de ti no lo acepto. ¡No bebes, pero te he visto hacer cosas a las chicas que solo justificaría si estuvieras ebrio!

    —No es mi culpa que me dibujaran así, —dice, riendo. Cita la famosa frase de Jessica Rabbit, pero conmigo no funciona.

    Ignoro sus cimas de egocentrismo y continúo trabajando, pero él me sigue mirando. —¿No tienes nada más qué hacer además de estar ahí mirándome con esos ojos de borrego a medio morir? —Suelto, exasperada. —Si sigues con eso, lo reportaré con Lapo el gran jefe, ¡y entonces habrá un infierno qué pagar! Mueve ese trasero que te dibujaron y ve a ver qué está haciendo Sara con las citas. —Exclamo, agitando una mano. —¡La semana pasada hizo un desastre! Y luego me explicas por qué debes estar en la oficina conmigo cuando tienes aquella del Gran Jefe libre, o la tuya o la de tu hermano aquí al lado. —Solo una larga amistad me autoriza para poder hablarle de esa manera al hijo del dueño de la empresa.

    Jacopo se levanta y, mirándome justo como lo haría un venado herido, dice: —¡Me siento solo ahí! ¡Además, tú siempre tienes algo qué hacer, me estimulas!

    Suelto una gran carcajada. —Definitivamente no quiero saber qué cosa te estimula, porque si te diera la satisfacción de preguntarlo, ¡estoy segura de que me responderías que es el baño! ¡Fuera de aquí! —Lo exhorto.

    Me mira, pero al final me deja con mi trabajo. ¡Aleluya!

    Terminados todos los deberes de escritorio, voy a la zona principal de la boutique. No es un espacio enorme, típico de las grandes firmas, porque la voluntad de nuestro jefe siempre ha sido hacer que los hombres entren en un atelier que emane virilidad, y Lapo lo ha hecho genial.

    Todas sus boutiques tienen el mismo estilo de organización, con espacios más o menos grandes, pero eso depende de la ciudad.

    Esta en Park Avenue, por ejemplo, tiene un enorme mostrador central en madera de brezo en el que se colocan algunos estuches que contienen preciosos gemelos, botones o hebillas, y saloncitos dentro de los cuales los clientes pueden acomodarse y sentirse como en uno de esos clubes solo para hombres. Lástima que no podamos poner unas cuantas cajas de puros en orden aleatorio, aunque sea solo de decoración. Para un hombre, tener el cigarro en mano es como tener la varita mágica en mano para un hada azul.

    Sobre las paredes están los espacios para los maniquíes, ¡y qué maniquíes! Revestidos en gamuza de colores, cambian en base a los colores principales de la colección o de la temporada del año.

    Sara está revisando con Jacopo las citas de la semana. Seguido esa chica vive en su propio mundo, pero él continúa diciéndome que tiene éxito entre los clientes precisamente porque tiene esa aura de ingenuidad. Cabello rubio suelto sobre la espalda, un buen físico, pero siempre poco valorado, poco maquillaje y nada de joyería; los tacones altos le fueron impuestos por Jacopo, aunque de vez en cuando la veo apoyarse en el mostrador con expresión de sufrimiento. Si a los hombres en serio les gustan mujeres así, su mente en serio es limitada, y es el motivo por el cual me quedaré soltera de por vida.

    —Sara, debes concentrarte, no eres una secretaria. Esta es una boutique, los clientes pagan lo que pagan para tener un servicio determinado, y ahora estoy harto. La próxima vez, estás fuera. No tengo tiempo para cuidar también tu trabajo.

    Con esas palabras severas de Jacopo, el mentón de la chica comienza a temblar. Tiene las mejillas en llamas y siento un poco de culpa por haber fomentado a mi amigo en la oficina.

    Me quedo en el fondo hasta que Jacopo se va.

    —Puede suceder, —le digo, acercándome, —pero sabes lo quisquillosos que somos todos, debes tener paciencia. Pero podría darte una solución, —objeto, mientras me mira aturdida. —Lleva una libreta y bolígrafo siempre contigo cuando te muevas. Verás que será más fácil memorizarlo cuando te llamen los clientes. A mí me tocaba hacerlo con la responsable de la repartición de niños de Harrods de la Visual-Merchandiser. Le llegaban ideas también cuando estábamos en la hora de la comida y había problemas cuando no recordábamos todos los detalles. ¿Qué me dices?

    Sara me mira con sus ojos verdes y asiente. Quizá no puede responder sin dejar caer las lágrimas. Jacopo premia a sus trabajadores, pero no tiene piedad cuando se equivocan.

    Regreso a la oficina para llamar al proveedor que debe entregarme las estatuas a dimensiones naturales de dos osos polares y dos zorros árticos blancos. Me servirán para las vitrinas navideñas.

    Apenas el proveedor al otro lado de la línea entiende que soy yo, amenaza con guardar todo mañana mismo si me atrevo a llamar de nuevo, pero cuando cuelgo el teléfono estoy satisfecha: en quince días los tendré en la boutique.

    Jacopo, por su parte, está ocupado en una conversación telefónica desde que volví a entrar.

    Babbo, no te preocupes, Ally está bien, pero avisa a Giovanna que probablemente desenterrará su buena bodega cuando llegue a casa. —El acento toscano es tan marcado que podría reír.

    Lo miro con cautela y le arrebato el teléfono de la mano. —Lapo, ¡no logro comprender cómo es que esta especie de chico junto a mí puede ser tu hijo! ¡No creas una sola palabra de lo que dice! ¿Cuándo me mandas a Cosimo? ¡En dos semanas arreglaré las vitrinas y necesito su inspiración creativa!

    En Nueva York, el periodo navideño empieza antes y todo debe estar listo a tiempo, especialmente en vista de la maratón que tiene visibilidad a nivel mundial.

    Lapo ríe de gusto al otro lado del teléfono, con esa risa jocosa y el habla típicamente florentina, enriquecida por las dos cajetillas de cigarros al día. —¡Sé que lo estás haciendo bien! Eres una de las pocas personas que pueden controlar a mi hijo. ¡Y es por eso que le gusta molestarte!

    Reímos y, ya que estamos, aprovecho para preguntarle si de casualidad ha visto a mi madre.

    —Giovanna está bien, ayer vino a comer con nosotros y Cosimo está impaciente por volver a verte. Sabe que tendrá que pelear por tener el escritorio junto a ti. Me despido, querida, ¡me llaman de Baréin!

    Apenas alcanzo a despedirme cuando cuelga.

    Jacopo y Cosimo son como hermanos para mí, al igual que nuestros padres, amigos desde pequeños.

    Cosimo es el hermano menor de Jacopo, y también la copia física y mental de su padre. No tan alto, calvo y panzón, prácticamente creció en avión, y conoce al menos cinco idiomas y los habla tan bien como el italiano. Es lo que logra que enamore a todos.

    Jacopo, por otro lado, es afable solo con pocas personas cercanas. Parece el Dr. Jekyll y el Sr. Hyde. Las mujeres caen a sus pies como bolos porque en serio es un chico guapo: físico delgado, cabello castaño rizado, penetrantes ojos verdes y lleva siempre esa barba oscura desordenada. Si agregamos que también es rico, lo tiene todo.

    —Hoy tenemos cita con un cliente nuevo, —me dice apenas volteo en su dirección. —Perdón si lo confirmo, sé que es un poco tarde como primera vez, pero era el único momento libre para el señor Butler y él es un tipo en serio insistente.

    Reflexiono sobre el nombre. —¿Lo conocemos? El nombre me es familiar.

    —Seguro que lo es, —ríe. —Es el magnate de la publicidad de medio mundo. El cuartel general ocupa diez pisos del Met Life, sin embargo, tiene su sede también en Florencia. Pero es mejor que venga a hacerse el traje con nosotros en Park Avenue, en vez de en casa, —concluye con irritación.

    Obviamente escuchar pronunciar el famoso rascacielos me lleva de nuevo al encuentro de esa mañana con el Señor Perfección y me agito en la silla. Me distraigo con mi deporte favorito: tomarle el pelo a mi hermano perdido.

    Mamma mia que eres ácido. ¡Florentia no te la toca nadie! Tal vez debe quedarse en Nueva York por un tiempo y le es más cómodo venir aquí... Quizá, lo ha enviado alguien.

    —Claramente, muchos de su círculo ya son nuestros clientes, pero nos recomendó su responsable de Florencia. Quisiera que estés tú, eres mejor que un perro que olfatea el trasero de otro perro cuando ves a una persona. Te las ganas de inmediato.

    —En serio espero que te abstengas de hacer comparaciones con animales con aquellos pobres que te encuentras en tu camino, —lo reprendo.

    Tensa los hombros. —Me sale natural.

    —Dios, me harás saltarme el gimnasio también hoy, —suspiro, sacudiendo la cabeza. —Tenía la necesidad de sudar los shots de anoche, —continúo, bufando, luego lo miro de reojo. —Y está bien... —Pienso, —pero luego me llevas a comer una montaña de sushi. Bueno, no. —Me corrijo. —Cuando terminemos, irás a comprarnos una cantidad industrial y lo comeremos en casa con Pauline. Ahora le envío un SMS... Así al menos podré ponerme mi terrible pijama de franela y estirarme en el sofá.

    Pauline responde de inmediato y acepta, mientras Jacopo me mira con diversión. —Los hombres que te miran vestida así todos los días jamás podrían imaginar que llevas pantuflas de Hello Kitty en casa. Me estremezco al pensar en encontrar una como tú.

    Sonrío. —Bravo... estremécete. Si a los hombres les gustan las manzanitas

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