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Escríbeme el final...
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Libro electrónico248 páginas3 horas

Escríbeme el final...

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¿Te atreverías a salir de tu zona de confort, dejar atrás la conocida rutina y a esa pareja a laque conoces a la perfección, por hacer lo que más te gusta y vivirlo de la mano del amor de tuvida? Ese proceso de descubrimiento de uno mismo es el que vive Mara. A sus casi treinta años deja su puesto de trabajo en una importante entidad bancaria y decide apostar por escribir obras de teatro. Ser actriz de operetas infantiles y dejarse enamorar por James. Un actor bohemio, surfero urbano, cuya amistad forjada entre ensayo y ensayo dará paso a un amor en secreto, donde el roce de sus cuerpos provocará la más grande de las energías. Será, pues, su amor por el teatro y por su compañero de escena lo que harán que conozca la verdadera felicidad, ¿o no?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2021
ISBN9788418571022
Escríbeme el final...
Autor

Vanessa Gil Pesquera

Vanessa Gil ha vivido tantas vidas como versos tiene la Odisea de Homero. Preguntar qué esesta madrileña es cuanto menos difícil de responder. Licenciada en periodismo, trabajó en unaradio para pronto beberse los segundos y experimentar los matices de la vida. Dos becas,Florencia y Buenos Aires, le regalaron la oportunidad de saber que existían más YO. Así pues,escogió Roma para hacer algo que le hace sentir tan poderosa como cualquier personaje deMarvel, la interpretación. El arte dramático se implantó en su vida como la mejor semillacreativa. Quiso moldearlo y tocar sus múltiples texturas, es por ello que, además de actuar,comenzó a escribir sus propias obras; El último golpe, Me compraré un novio en Amazons,Ahora no o Por sexo o por amor. Fueron pequeños retazos de una pluma inquieta por seguirinvestigando en las emociones, en los pensamientos profundos o en la creación de vidasaparentemente sencillas para el ojo humano, pero que vierten un poso en la conciencia dequien las lee, las ve o las siente. Un giro de 180 grados y Vanessa se ve dando clases enCracovia, ¿por qué? Y por qué no. La vida, según ella misma expone, son etapas y quienes lashan elegido tienen muchos escenarios. En uno de todos ellos, su corazón, siempre tan libre ypasional, hubo de quedar ciego, sordo y mudo y terminar como polvo del camino. Un caminoque la hizo huir muy lejos. Canadá fue ese hospital donde se permitió el lujo de la soledad,lamer heridas pasadas y ver de frente a sus fantasmas y saludarlos. Llorar los noes, los intentosfallidos, el esfuerzo sideral por destacar, el cansancio de empezar una y otra vez… Y entonces,llegó sin esperarlo Escríbeme el final… como el bálsamo necesario para usar su vida y susmúltiples ventanas como inspiración.

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    Escríbeme el final...

    Vanessa Gil Pesquera

    Escríbeme el final...

    Vanessa Gil Pesquera

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Vanessa Gil Pesquera, 2021

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418570070

    ISBN eBook: 9788418571022

    A ti, mamá…

    Agradecimientos

    Porque las GRACIAS son el beso en la distancia, la caricia del corazón y el perfume inspirador para seguir ofreciendo lo mejor de uno mismo.

    Cuando me han fallado las fuerzas, tú.

    Cuando la soledad inoportuna y maliciosa quería desgarrarme las entrañas, .

    Cuando mis sueños se sostenían con pinzas, .

    Cuando mi amor propio se diluía como polvo en suspensión, .

    Cuando la vida era tan intensa que me consumía por dentro y me desdibujaba por fuera, .

    Cuando las lágrimas de regocijo rodaban por mi rostro, y la satisfacción y la alegría se proclamaban las reinas de la fiesta,

    Todas las imágenes de mi vida tienen una protagonista, un pilar, una actriz secundaria, una compañera, una amiga, una manta, un hogar, un reflejo, un Cola Cao, una película de amor, una canción, una confidente, una psicóloga, una doctora, un apoyo, una mesita de noche, un calmante, un trampolín…

    Un tesoro tan a la vista de todos y tan mío, que poco o nada sería yo sin su brillo iluminando mi caminar.

    Solo y por siempre, GRACIAS, MAMÁ.

    Introducción

    ¿Alguna vez te has enamorado de verdad? ¿Eres de las personas adictas a las películas románticas de happy end? ¿Te consideras una persona fiel a sus principios, capaz de luchar más allá de ti mismo por amor? ¿Devoras libros de Jane Austen y cada una de sus protagonistas la consideras tu alter ego? ¿Consideras que el amor es capaz de mover montañas? ¿Eres de los que reafirman la frase de «Por amor se hacen grandes locuras»?

    Perfecto. Si a todas estas cuestiones has respondido con un Sí rotundo puedes ser considerado, por cualquier encuesta al uso, una persona romántica que idealiza el amor.

    Pero repito la pregunta: ¿alguna vez te has enamorado de verdad?

    No pretendo hacer un ensayo sobre el amor, ni dar clases de cómo se vive este, ni de su forma, ni de su color. Me enfrento a estas páginas en blanco porque yo me consideraba cum laude en esta materia. La primera en ver cualquier comedia romántica sea del país que fuere. Las americanas, cuya música perfectamente talonada, es capaz de direccionar tus sentimientos, las lentas y sugestivas películas francesas, las inglesas de interpretación naturalista o las italianas, donde la pasión está en cada frame.

    La primera en leerme todos los libros cuya portada contiene la palabra amor, o sus colores se sitúan en esa gama pastel, que son la antesala de algún romance desgarrador, donde el punto final es el más redondo de los donuts.

    La primera en aconsejar a mis amigas sobre qué han de hacer con sus respectivas parejas para que todas las piezas encajen cual puzle.

    Pobre ingenua, me presento aquí ante ti para relatarte una pequeña historia cuyo final está aún por escribir. Una historia que me ha cambiado la vida, que me ha hecho tener sensaciones desconocidas, que me ha modificado por completo mi visión naíf y descontextualizada de lo que es el amor.

    Una historia que en este momento me ha dejado un vacío en la boca del estómago, me ha cortado de raíz el apetito. Una historia que hace que mis lágrimas posean vida propia y salten al terreno de juego sin ser invitadas, con una potencia tal capaz de mojar mi feo pero calentito jersey de lana. Una historia que me ha hecho entender que el amor es algo más que un puzle donde todas las piezas encajan. Que el amor, aun recíproco, duele cuando el contexto de cada protagonista es tan dispar como la comparación de la Guerra de las Galaxias y la película de Pulgarcita.

    Cuando el final no viene acompañado de una suave melodía de violines y trompetas, sino más bien de montañas de clínex y de un «Te echo tanto de menos que me duele».

    Después de todo, no quiero que te decepciones porque te pongo sobre aviso que no es una historia de un príncipe que rescata a la princesa, ni de una jefa rica que se enamora de su secretario, ni de dos compañeros del High School que juntos hacen el mejor de los musicales.

    Es una historia de dos personas de treinta años perdidas, cuyas vidas estaban aparentemente ordenadas, estables y encaminadas a quemar las distintas etapas vitales que te marca una ya envejecida sociedad. Casa, coche, trabajo fijo, ¿planes de boda? Y, luego, en breve llegarán los niños…

    Dos personas normales cuyo amor provocó el caos y, con él, miles y miles de interrogantes que, como te digo, a día de hoy carecen de respuesta.

    Cómo empezó todo

    —Clara, necesito un favor, quiero que seas tú la que dirija mi primera obra de microteatro. Échale un vistazo al libreto y si no te gusta, no estás obligada a ello, pero de verdad necesito tu ayuda. Por cierto, hay que buscar también al actor protagonista. Mi mejor amigo Rodri me ha dejado tirada a dos meses del estreno y ¿sabes qué excusa me ha dado? Que es demasiado bueno haciendo de maltratador y teme que esa vena violenta interpretativamente hablando se traspase a su familiar vida privada.

    Esta llamada de teléfono, aparentemente normal pero desesperada por mi parte, cambiaría sin que yo ni tan siquiera lo imaginara el curso de mi vida.

    Era jueves, uno de esos jueves anodinos donde todo te sale del revés. La verdad es que hacía una semana que mi mejor amigo se había desligado de la obra y, desde entonces, todo se me hacía cuesta arriba. Mi amigo Rodri era para mí uno de mis pilares; fuimos vecinos en La Calle del Limón hasta que me fui a vivir con Fred. Era actor y eso era lo que más me gustaba de él. Lo compartíamos todo: su mujer Ruth y sus tres pequeños rubios, pero de corazón mapuche fueron durante dos años de mi vida mi gran familia. Recuerdo que cada día al llegar del trabajo lo primero que hacía era subir al primero A a tomarme un té con Rodri, él por supuesto, siempre me abría la puerta, no siempre de buen humor, no siempre cariñoso, no siempre atento, no siempre disponible porque no hacía falta que lo fuera, entre nosotros sobraban las palabras, pero siempre me abría la puerta. Es por ello por lo que esa semana de principios de octubre sentí con su decisión que una puerta, esta vez de roble pesado, se cerraba para siempre.

    Me sentí perdida, quizás debí haber llamado de nuevo; debí gritarle, debí echarle en cara que no estaba de acuerdo con su decisión, que era mi primera obra de teatro, que le necesitaba, que había sido un cobarde y un mal amigo por dejarme sola, por no enfrentarse conmigo a este reto que era para mi tan importante. Debí… y no lo hice.

    En un primer momento el orgullo se apoderó de mí. Después, el orgullo se apoderó de él, y finalmente los días dieron paso a las semanas y los mensajes y tés desaparecieron, como desaparece el verano tras la cortina anaranjada de las hojas en septiembre.

    Ese jueves, cuando llamé a Clara, me estaba agarrando a un clavo ardiendo, pues en mi fuero interno sabía que nadie podría sustituir a mi mejor amigo, a mi hermano mayor. Él, que tantos consejos me había regalado y que tanto me había enseñado de la vida, a pesar de tener un tiempo dividido entre mujer e hijos.

    Dicen que la gente viene a tu vida por algo, para regalarte una parte de sí mismo; algunos se quedan un tiempo determinado, otros tan solo unos segundos, pero todos te dejan un aprendizaje, un recuerdo, una canción… Él me dejó una obra de teatro…

    Tras esa llamada sentí frío porque por primera vez me di cuenta de que Rodri se había convertido en uno de esos bonitos recuerdos que siempre te hacen sonreír cuando piensas en ellos. Una de esas imágenes que tu mente captura y decide vivir en la caja fuerte del ayer.

    ¿Merecía tanto la pena llevar adelante El último aliento? En ese momento de camino a casa todo me lo cuestionaba. Era tan solo un microteatro, una pieza de diez minutos, un halo de vida irreal que quizás ni siquiera estuviera bien escrito.

    —¿Qué te pasa, mi vida? —me preguntó Fred cuando llegué a casa.

    Le besé sin ganas, uno de esos besos que por rutina se dan, mecánicos, fríos, como cuando te quitas una pelusa que pervertida se te mete en la boca.

    Me conocía bastante bien, llevábamos un año viviendo juntos y cuando estaba en modo «hoy no me soporto ni yo» siempre me daba mis dos minutos de ausencia absoluta, estaba, pero sin estar, se marchaba a la cocina y me preparaba un fabuloso yogur griego, con base de pipas peladas, arándanos deshidratados y por supuesto Nutella.

    Cuando vi esa hermosa taza, repleta de chocolate, mi visión de las cosas se hizo algo más dulce y entonces le conté mi llamada a Clara, mi vacío por la ausencia de Rodri, lo mucho que le echaba de menos, mis ganas absolutas de apostar por mi obra, lo importante que era para mí llevar a cabo este proyecto porque suponía una vía de escape a mi trabajo en el banco, a mi vida gris y de traje Massimo Dutti, a mis números, los clientes, una vida que sentía prestada, como cuando alquilas un disfraz usado mil y una vez por otras personas y no se te llega a ajustar al cuerpo.

    Fred me acariciaba el pelo, como cuando acaricias a un cachorro que nervioso da sus primeros pasos. Siempre me miraba indulgente ante esa extrovertida y doble vida que era para mí la interpretación.

    Le conocí haciendo un máster de esos supercaros que llaman MBA en el Instituto de Empresa, y que cuando lo terminas tienes toda una agenda de contactos de los hijos, de los mandamases.

    Lo mejor del máster, por supuesto, fue conocerle. Fueron los dos años más difíciles de mi vida.

    Me crié en una ciudad dormitorio al sur de Madrid, mis compañeros de infancia, chonis con estilo. Piercing en la parte superior derecha del labio, aros de oro, coleta a un lado, calcetines blancos por fuera de los pantalones, chicos con gorra a cualquier hora del día, mucho juego de colores, fantasía sin fin en una misma camiseta.

    Siempre he sido una persona extrovertida y abierta, así que no me han faltado compañeros de juegos, cualquiera que fuera el contexto, incluso con la Bea, la Vane, la Lore… Pero para ser sincera, siempre me sentía fuera de lugar. Obviamente me adaptaba; la actuación, desde que tengo uso de razón, ha sido una de mis habilidades. Que, si hay que hablar del Aquí hay tomate, pues se habla, que, si hay que ser la reina del botellón, aunque siempre prepare mis combinados única y exclusivamente con OKEY de chocolate, pues se hace, que la banda sonora de tu vida es Estopa, volumen uno, dos y tres, pues te enamoras de los hermanos de Cornellá y los tienes presentes hasta en la sopa. Por supuesto, que no sea por adaptarse…

    Pero que el mundo choni me perdone, esta vida nunca fue para mí. Solo creo que en lo más profundo de mi fuero interno siempre ha habido una pequeña intelectual a la que le habría encantado nacer en la época de el Romanticismo y tener a Gustavo Adolfo Bécquer y Oscar Wilde como compañeros de pupitre. Y, quizás, para estos dos grandes de la literatura también les habría costado lo suyo penetrar y aflorar en un mundo donde el «Tronca, me mola mogollón tu pelo, tía», estuviera a la orden del día, con todos mis respetos.

    La universidad, ese momento tan añorado en mis días de Selectividad, tampoco cumplió mis expectativas. En primer lugar, porque en vez de haber apostado inicialmente por entrar en la Resad, que es lo que habría elegido sin lugar a duda, mi lado más pragmático, ese al que nunca escucho, no dejó de bombardearme el cerebro, hasta que escogí la carrera de Finanzas.

    «Has hecho lo correcto. Con esta carrera tienes trabajo asegurado. Sé que te gusta el teatro, pero puede ser tu hobby, lo primero es encontrar la estabilidad. Tienes por delante un futuro brillante porque este, sin duda, es el camino para tener muchas puertas abiertas».

    ¿Hacer lo correcto? ¿Trabajo asegurado? ¿Estabilidad? ¿Futuro brillante?… ¿Qué es todo ello en realidad?

    No poseía la respuesta a dicha cuestión. Creo que a día de hoy solo son utopías rimbombantes que están vacías de contenido y cuya respuesta se halla en uno mismo. Pero por aquel entonces, esas frases no las dejé de escuchar a mi alrededor: la vecina, el charcutero, los tíos de Alemania…

    Todo el mundo opinaba gratuitamente, sobre una decisión vital que me venía grande a mis 18 años, momento en el que aún estás en pañales, pero has decidir qué puerta abrirá el camino de tu vida profesional.

    Por suerte, mis padres siempre me apoyaron desde que tengo uso de razón, en todas y cada una de las decisiones que he tomado, pero aquellos días vi en sus rostros reflejado el orgullo por tener la primera universitaria de la familia.

    La universidad, pues, tampoco fue el lugar que había imaginado, ese espacio dedicado al pensamiento, al debate, a la investigación, a la lectura de los grandes hombres y mujeres de todos los tiempos, que con su sabiduría y su trayectoria nos dejaron perlas de conocimiento…

    En realidad, creo que fue como un Cosmopolitan. Un cocktail dulzón, con dosis de aprendizaje, dosis de admiración por esos profesores que trabajan en bancos de renombre, dosis de enamoramiento, dosis de cafetería universitaria, charlas filosóficas con los más introspectivos de la clase… todo cautivaba día a día porque todo era novedad. La sensación de sentirte mayor (ya puedes votar), de estar haciendo algo de provecho con tu vida, de poder ir a las fiestas universitarias, porque son parte de tu experiencia social, coger el coche y perderte los fines de semana en casas rurales de Ávila…

    Pero a veces el Cosmopolitan se te hace pesado y necesitas un gran vaso de agua para poder digerirlo.

    Los primeros días de carrera descubrí que había tres tipos de compañeros: los hijos de banqueros, muy dispuestos a repetir la perfecta, adinerada y exitosa carrera de los padres. Siendo conscientes o no de sus propios intereses, se sentaban en primera fila, esperando el mínimo error del docente para, como hienas, destrozar la yugular intelectual de este. Estos nunca fueron mis amigos, no porque yo me negara a ello, ya que dentro del mundo animal no tengo ninguna preferencia, pero por supuesto, yo tenía poco que ofrecer a un grupo de altas expectativas.

    El segundo tipo de personas lo conformaban nuestros amigos los chonis redimidos, es decir, esos que cambian aros de oro por perlas, o gorras por camisas de cuadros y Converse. Todo es mucho más cool, pero su objetivo queda lejos de tener una pasión inusitada por las fianzas, más bien, un «esta carrera me hará rico y pronto tendré un buen coche y la entrada para un piso». A estos los conocía bien: sus técnicas de socialización, su alma, su enfoque vital, así que muchos de mis amigos formaban parte de este estrambótico grupo, cuyos sentimientos, eran sinceros.

    Finalmente estaba el grupito de los raros, de aquellos que se sienten perdidos, esos que con 18 años aún no han encontrado realmente su lugar en el mundo. A diferencia de los dos grupos anteriores, los raros no tenían el objetivo vital de licenciarse en la carrera de finanzas, a veces, incluso, miraban los números como enemigos públicos, que les hacían temblar de tan fríos y solitarios que eran. Ahí estaba yo con mis gafitas de pasta, sin parar de analizar al resto de mis compañeros, como si estuviera ubicada en una clase de Minions cuyo lenguaje era incapaz de traducir.

    De los raros, unos veinte, solo me licencié yo. Por supuesto mi carácter responsable me impedía decir no a unos estudios que se quedaban en la superficie de mi intelecto. De ese grupo, al que tengo especial aprecio porque sus integrantes fueron valientes y apostaron por una vida alternativa, con más incertidumbre que estabilidad, como así les decía su cuerpo, su corazón y su cabeza, salieron varias personas de renombre: un director de cine, una profesional de las castañuelas que toca en las grandes orquestas del mundo, un diseñador de moda, una bailarina de claqué que trabaja en Broadway y un orfebre, cuyo último diseño ha sido sin duda el anillo más vendido por la firma TOUS.

    Como año a año, el grupo de los raros iba disminuyendo, yo me fui quedando más conmigo misma, más centrada si cabe en todos y cada uno de los proyectos de la carrera, como si me fuera la vida en ello. De hecho, la calculadora pasó a ser mi gran amiga.

    Por ello, cuando sentí que llegaba al último curso algo en mí empezó a temblar, como un magma deseoso de irrumpir en la superficie. Un calor interno se iba apoderando de mí, veía la luz al final del túnel, veía el final de esa tortura matemática, que solo había puesto bloques de hormigón a mis sueños y esperanzas en forma de ecuaciones.

    Llegaba, por fin, mi oportunidad de comenzar un nuevo camino en la interpretación. Ya había cumplido con las expectativas de los demás, y con nota. Ahora era el momento de pensar en mí, de ser egoísta, de escucharme y desempolvar mi yo verdadero.

    Pero, entonces, mi bisabuelo de 94 años murió… y que Dios me perdone por ello, pero en qué momento

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