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La viuda de las canarias
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Libro electrónico518 páginas8 horas

La viuda de las canarias

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La Viuda de las Canarias es una historia escrita solo para ti. No permitas que otro te cuente la inocencia de estas páginas cargadas de esfuerzos logrados, de lágrimas surcadas de tristeza, de venganzas transformadas en perdón, de pesadillas convertidas en sueños, de risas encontradas en rostros ajenos, y amores propios nunca correspondidos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 abr 2015
ISBN9789895133147
La viuda de las canarias
Autor

Ramiro Aguire

Ramiró Aguirre Yela nació el 27 de abril de 1972 en Colombia, es graduado en Locución de Radio y Televisión en la Universidad Camilo José Cela de Madrid. Fue Presidente de la Fundación Social Ser Pradereños y en la actualidad vive en la Isla de Lanzarote.

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    La viuda de las canarias - Ramiro Aguire

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    Queda rigurosamente prohibida, la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, el abuso, causará sanciones establecidas en las leyes.

    Título original: Los sentimientos de Isora.

    La mayor parte de La Viuda de las Canarias, es pura imaginación del autor, quien se enamoró del costumbrismo y modernismo canario, llegando su imaginación a gestar esta encantadora historia. Los pueblos blancos mencionados aquí, siguen conservando sus envidiables panoramas y cada año, la isla de Lanzarote, es visitada por millones de turistas de todo el mundo. No obstante, cualquier parecido con algo o alguien, es pura casualidad.

    Primera Parte

    Uno

    La claridad de la mañana, había llegado con más armonía que los otros lunes—: eso creía yo—. No sé qué clase de pájaros, acompañaron el canto del único gallo que tiene mi padre Airan, para que pise la media docena de gallinas del amplio corral, que había improvisado detrás de la casa con el fin, de que sus contados animalitos tuvieran un techo decente que los protegiera del agua, del viento y del sol; seguro que los conejos y las dos cabras, se lo agradecerán eternamente, pero más agradecido estaría él con ellos, por el alimento que le proporcionaban y el trabajo que le ahorraba diariamente el par de burros, el par de mulas y el par de dromedarios—porque hacer llegar un trozo de pan, un vaso de leche, unos huevos, unas batatas y el gofio a la mesa, parece tarea fácil, pero créanme amigos, que no lo es—: Siempre le pasa lo mismo de cada mañana, se queda mirando el techo con los ojos pesados y pocas ganas de enfrentar la vida. Entonces sin darse cuenta, lo vuelve a vencer el sueño, yo, apretó mis manos y me desespero más. A pocos minutos el canto del gallo volvió a dar la alarma, con esto, mi padre, abrió un ojo con una mueca que encontró en su rostro apesadumbrado. Llevó la mirada a la puerta verde de su habitación y comprendió que estaba abierta; aprovechó ese descuido, para ver la hora en el viejo reloj que está colgado a un lado en la pared rasguñada por el tiempo; aquel reloj, se lo había traído a regalar la monita desteñida en uno de sus viajes a Holanda, (entre mi padre y la vecina holandesa, a mí me late que hay gato encerrado). Entonces se alzó, y todo el cuarto quedó fastidiado con él bramido que dejaron las tablas del catre, eso a él, le daba igual, ya estaban acostumbrados sus oídos a ruidos semejantes. Cuando salió del cuarto, se sorprendió al ver la puerta de la terraza, que también estaba abierta y era movida por el viento. No se dio cuenta, que así como los pájaros y el gallo; mi hermana también lo había llamado. Y Yáiza, se fue confiada a la escuela creyendo que él había escuchado su voz adolescente. Entraba por la puerta un olor a mañana calentada por rayitos de sol. El olor de las pocas flores del jardín fecundadas por los insectos, también seducía mi nariz aguilucha. Mi hermana que hace poco había cumplido 13 años de edad, me dejó arreglada y peinada con una moña cola de caballo, estaba tan apretada aquella, que por un momento pensé que el pelo se me iba a desenterrar del cuero y mis ojos, se me iban a escapar por la puerta que no dejaban de chirriar sus ancianas bisagras. Me palpitaban las sienes y me dolían los dedos gordos de los pies, porque las sandalias eran nuevas y me quedaban apretadas. Empecé a moverlos descolgados en uno de los dos taburetes

    que estaban recostados en una de las cuatro paredes de la sala. Pero antes de irse mi hermana, me dijo que esperara a mi padre aquí donde estoy sentada. Para aquella hora, ya habíamos desayunado, y me ayudó a cepillar los dientes. De pronto, mi padre alzó las manos empuñadas y bostezó con la cara señalando el techo poblado de nidos de avispas, para entonces, solo habían quedado los nidos, mi padre con humo las había espantado. Lo vi con el pelo enmarañado, como si tuviera un nido de pájaros en la cabeza.

    El rostro apesadumbrado y lleno de recuerdos que no le dejaban ni un momento tranquilo, volvió a enturbiar su cara, seguramente aquella expresión había alcanzado un lejano recuerdo de su primer amor, sin duda, que se trataría de mi madre quien acechaba su mente a cada momento. Parpadeó y bajó la cabeza para continuar caminando en bamboleo como si estuviera tocado por un par de copas de vino. A veces lo sentía como si le faltara muy poco para quedar loco de remate, entonces, me daba cierto miedo, porque no era fácil mantener mi infantil mirada en su rostro de pocas ganas de seguir viviendo. Otras veces, se trasformaba en un payasito, y no paraba de reírme con sus rebuscados chistes—: ya lo sé, que mi padre ahí donde lo ven, es todo un artista, y aunque nunca se lo he dicho, es mi héroe.

    Me miró… y a la vez, se saboreó el paladar como si tuviera ganas de comer algo. A pesar de que su aspecto parecía un loco peligroso, le sonreí alegre de verle muy de mañana. Me devolvió el gesto con una sonrisa ligera. Me pareció que aquel desabrido gesto lo quería devolver de nuevo a la cama y seguir durmiendo hasta las tantas horas del día. Entonces, cuando miró de nuevo la hora, cambió el semblante y empezó a moverse tan rápido, que cuando lo pensé, ya estaba medio preparado para comenzar las labores del día. A largas zancadas, se escapó a la cocina y preparó una tasa de gofio con leche y cucharada y media de azúcar, acomodó las sillas del comedor que estaban cambadas. Pasó un trapo por el mantel de plástico y lo dejó en la pila a rebosar de platos y vasos sin lavar, la cocina estaba patas arriba, o sea, de mírame y no me toques.

    Quería hacerle muchas preguntas, pero no sabía cómo empezar, tampoco estaba segura de que me las pudiera responder. Seguramente, me diría cualquier cosa y como es mi héroe, todo lo que me dijese, se lo iba a creer, pues es mi padre, quien lucha por mi bienestar, ahora ¿cómo no llevar a cabo sus consejos?

    Se acercó, y para aquella hora, ya me dolía el culo de tanto estar aplastada esperando a que acudiera a mí, y acomodó la mochila en mi espalda que tenía adentro un cuaderno, una goma y un lápiz; también había un bocadillo y un refresco Mirinda para mi almuerzo que mi hermana me lo había empacado en una bolsa de plástico. Enseguida, me tomó en sus brazos y sentándose en mi taburete me sentó en sus piernas y empezó atamborilear con sus uñas descuidadas las tablas de la mesa; aquel ruido, despertó mis nervios, y como todas las mañanas, empezó a contarme con su voz triste, algo que aún su corazón no había superado, aquella historia todas las mañanas llenaba los rincones de mi cerebro de un mal sentimiento que por mi edad, ignoraba por completo:

    «Y ocurrió—dijo—, que cuando nos espiaba el sol por la puerta entreabierta, al oírte chillar, apenas tuvo fuerza tu madre para sonreírnos, y con ese cándido gesto a Itahisa se le esfumó la vida, pero su recuerdo aún socava los rincones de nuestra angustia, como si hubiera decidido Itahisa del alma mía, no abandonarnos y estar presente en los recónditos laberintos de nuestra inquieta memoria».

    Me levantó y me acomodó en el taburete de al lado. Cambado en su taburete con su rostro demacrado, continuó atormentándose con el maldito pasado. No era la primera vez que me contaba esto; de tanto escucharle, ya me sabía la mitad de la historia, tanto así, que le seguía los labios cuando me lo estaba contando. Los dos taburetes donde nos hayamos, están tapizados con la piel endurecida del cordero que mató hace tres años para el cumpleaÑós de mi hermana Yáiza. Cuando levanté la cabeza, mi mirada se estrelló con su rostro, que estaba más triste que antes, entonces, parpadeó varias veces con cierta vergüenza al comprender que lo estaba mirando fijamente. No sé porque le da vergüenza, si siempre es lo mismo cuando me cuenta lo que pasó, y por ello es por lo que no puede contener el llanto, de repente, sacudió las pestañas tan rápido, que me parecieron alas de golondrinas, abanicando sus ojos estampados de tristeza.

    «Y al verme angustiado por sus largas quejas, tuve que asistir su complicado parto», completó.

    Sin darse cuenta, mi padre marcó el principio de su martirio, como si mi madre para él, no hubiera surcado sus pasos rumbo al cementerio. La recuerda con tanto dolor, como si lo ocurrido, hubiese pasado nada más que un momento atrás.

    «Fue muy duro todo aquello».

    Su voz de barítono, resoplaron mis oídos, y unas lágrimas, resbalaron por sus tiznadas mejillas de una salteada barba de más de 72 horas sin probar barbera. La tristeza aún le tenía doblada la cabeza y la boina arrugada por la fuerza de sus grandes manos, no dejaba de temblar, igual que todo su cuerpo, cuando respiraba tan frenado, que parecía como si el llanto se le hubiera atascado entre el estómago y el gargüero. Al momento, se paseó no más de dos metros a la derecha, para seguir contándome:

    «Mi gran ignorancia me costó el abandono de sus dulces palabras, de sus tiernas caricias, pero más que todo, del inmenso amor que Itahisa me tenía».

    Se pasó el dorso de la mano por los párpados hinchados. Resbaló la mano por la seda de su curtida camisa y sacó del bolsillo del pantalón un trozo de trapo que olía a los mil demonios. Con él, se sonó la nariz y repasó el sudor de su frente. Enseguida me pegó su mal recuerdo, porque mis lágrimas empezaron a surcar camino en mis mejillas y las sentí saladas cuando se colaron por la fisura de mis labios. Del dolor que sentía, empecé a llorar, pero no lloraba por la desgracia de mamá, porque aún no conocía el significado que tenía la palabra muerte, mi llanto resultó por ver el llanto colmado en el rostro entristecido de mi padre. Pensé que los hombres tan fuertes como él, desconocían ese sentimiento. Y se apoderaron de mí, unos sensibles gestos, que encontraron mis mocos descolgados como parafina de vela. El viento era sereno, el sol calentaba más las paredes de piedra de nuestra casa y los olores de la mañana, se habían perdido de mi nariz, y cuando menos lo pensé, sentí embadurnada mi cara de mocos, como si de clara de huevo se tratase, bruscamente mi padre pasó por mi nariz el apestoso trapo con el que apenas un momento atrás, se había sonado la nariz, se había secado las lágrimas y también, se había quitado el sudor de su cara curtida por el Sol. Olía tan fatal ese trapo, que por un momento, sentí ganas de arrojar el gofio que me había preparado mi hermana Yáiza para el desayuno. Luego de esto, mi padre continuó enfermando su mente y mi corazón con sus inútiles recuerdos:

    «Para aquel entonces no había por aquí vecinos preparados para sacar criaturas de las parientas que iban a dar a luz».

    Pero yo estoy muy pequeña, pequeña pero no de brazos. Miro los dedos estirados de mi mano derecha y con otro dedo de mi mano izquierda, me acuerdo que mi padre me dijo que tenía eso, cinco más uno, seis años. Finalizada la misma historia de todas las mañanas, empezó a caminar conmigo montada en sus hombros por la calle El Arroyo, entonces se hizo el silencio, solo un viento cálido, besaba mi cara y movía mi cola de caballo. Llegamos a la escuela, era de muros gruesos; lucidos los vi de mala manera. Sus débiles fragmentos de pintura, los desprendía el viento que soplaba con más fuerza. No dejaba quietas las hojas de los eucaliptos. Las palomas estaban ariscas en las puertas y ventanas del plantel que estaban pintadas de un verde aguacate. Las puertas de las casas del otro lado, eran de un azul marino. Otras no estaban pintadas de nada, otras estaban viejas y cambadas por el mucho sol y la lluvia que se habían chupado en quién sabe cuántos años de existencia, como si un trozo de cielo o de mar, se hubiera escapado del infinito para quedarse dormido en esa pequeña selva muerta. Y mi hermana Yáiza ya estaba en esos viejos y malolientes salones, que por mucho que intento pasar de ellos, no podía dejar de apreciar que estaban sus paredes carcomidas a dos palmos del suelo. Al momento, empecé a husmear como un perrito aquel olor que se me hacía bastante familiar:

    «¿Qué estás oliendo?» me gritó papá al verme en cuatro patas con la nariz clavada a las paredes.Al escuchar su bramido tras mi espalda, el susto me levantó de un salto.

    —¿Yo?—quedé con los ojos puestos en el más allá—¡Nada pa, nada!

    Le respondí con miedo, porque un día me dio un tortazo (bofetada) cuando me vio oler la comida. Me dijo que la comida se come, más no se huele como si de una mierda se tratase. De todos los rincones llegaban un apestoso hedor a ropa húmeda de tiempo sin lavar, cuando sentí aquel olor, recordé que muchas veces mi padre suele dejar en una palangana, ropa en jabón por largo tiempo, hasta que por la pereza de no meterle mano, tenía que tirarla a la basura, porque ya estaba hedionda. En realidad, mi padre no es un hombre mentiroso, sus delirios, tienen una explicación, solo es otro de los tantos campesinos, que sueñan más de la cuenta y saben darle rienda suelta a la imaginación, entonces, no les queda más, que inventar mentiras piadosas.

    Todas las viviendas de por aquí, son construcciones viejas, de más de doscientos años soportando agua, viento y frío, y como si eso fuera poco, los orines de los borrachos y los perros callejeros, acaban de apestar el ambiente, y de las ratas y cucarachas, mejor ni hablemos.

    «Isora del alma mía, ahí en esas casas viejas—señala—, te cuento hija, que apenas llegan nuevos inquilinos, los fantasmas como son tan egoístas y quieren vivir solos, toda la bendita noche no hacen otra cosa que a atormentar sus vidas»

    Me lo dijo tan seriamente, que casi me trago el cuento. Porque yo sé que los fantasmas no existen, solo viven en la conciencia de la gente soñadora.

    «Hija, te cuento que al amanecer, los inquilinos se van asustados como alma que lleva el diablo, tanto así, que se pisan sin despedirse. Yo por mi parte, también me espantaría de temor. Ahora dime pequeña Isora del alma mía, ¿tú qué harías en este caso, sin poderte enfrentar a alguien que no puedes ver, ni mucho menos tocar?»

    Apenas levanté los hombros escuchando sus tonterías y seguí con mis ojos puestos en la pared carcomida. Como en el suelo hay arena, la removí con mis sandalias:

    «Eso, es por la sal de la mar, que se come las paredes».

    Me lo dijo, porque él mismo me aconsejó:

    «Para uno comprender, hay que preguntar lo que no se entiende. No olvides mi niña, que nadie nació aprendido».

    Pero mi padre, se lleva a menudo la contraria y se enfada cuando le pregunto algo que no sabe estando frente a sus amigos. Al final, nunca me da una adecuada respuesta.

    Mi hermana, ya llevaba varios años aprendiendo en la escuela, pero no estaba conmigo, se encontraba al otro lado donde los niños y las niñas eran más grandes y sabían sumar y leer, y muchas ya andaban con novios. Como dijo mi padre un día:

    «Estas que aún tienen el olor de los pañales pegados al culo, y ya tienen ganas de novio, sin saber siquiera fregar un plato, ni mucho menos preparar un puchero».

    A mi padre, a menudo se le va la boca con groseras palabras. También hay que ver, que es un campesino que no tuvo la oportunidad de pisar una escuela, y muchas cosas las hace por inercia. Pero en ocasiones, me sabe sorprender con un vocabulario tan pulido, que creo que no es él quien está hablando; será el espíritu clandestino que de vez en cuando lo visita para sorprender a la gente que le pone cuidado, bendito Dios delcielo, que no desampara a nadie.

    Ese día, estaba muy asustada, por eso me di al llanto, cuando mi padre me dijo:

    «Entra pa dentro, y no salgas pa fuera si la maestra no te lo ordena, ¿me oíste Isora del alma mía?»—con la cabeza le dije que sí. Entonces con sus palabras mal dichas, noté el viento que arrastraba unas bolsas de papel hasta las orillas de los carcomidos muros. Le había preguntado antes a mi padre, el porqué había tanta sal en las repeladas paredes. Esto me contestó: «Antiguamente las casas las construían con agua del mar, ahora, después de tantos años, la sal quiere salir, y no le queda más remedio que comerse las paredes a grandes bocados».

    Aquello me pareció bastante raro, como es eso, que la sal se pueda comer una pared que es tan dura como la roca, ¡eh!, una pared que no sabe a nada, ¡eh!, solo a arena y a piedra, ¡eh!, ¡joder!, hay que tener hambres acumuladas para llegar a esos extremos, ¡he! Por lo que me dijo, no me quedé con la duda, y a media tarde, pedí permiso para ir al baño y sin que nadie me viera, fui al muro y me agaché, entonces probé la pared, y, ¡joder!, sabe a lo mismo de las paredes de mi casita de piedra, a tierra, a piedra y a arena salada. Lancé un escupitajo pa arriba, el viento me lo devolvió, entonces arrugué la cara y pensé: quizás a la sal, esas paredes que apestan, le saben bien rico: además hay que tener en cuenta, que uno con hambre es capaz de comerse lo que se pille en el camino; eso también me lo dijo mi padre un día, y otra cosa que me dijo, fue esto:

    «Después que uno le meta buena candela a la manduca (comida), no pasa absolutamente nada, porque el fuego asesina todos los parásitos que pilla en el camino, además, lo que no mata engorda».

    Mi padre es una persona bastante rara, el defecto destacado de él, es que nunca le gusta perder, porque las que no gana, las empata, pero de perder, de eso nada, el tío prefiere hacerse el tonto, antes de perder. También he visto que a menudo se lleva la contraria. Por ejemplo, lo que acabo de decirme, no concuerda con lo que me había dicho tiempo atrás. Creo que ese comportamiento tiene su explicación; seguramente, mi padre tiene el cerebro más alborotado que un nido de cigüeña, y con la edad que tiene, es difícil desenredar sus ideas:

    «Que el buen ganador, primero tiene que saborear, el triunfo de la derrota».

    ¡Ya empezamos con las controversias!, ¡vaya!, pero él no se pierde ni la corrida de un catre. Por lo visto, le gusta predicar, pero no aplicar, eso es común en la gente antigua, a este comportamiento le llamo, delirio de alcanzar lo que no se puede.

    Estaba casi todo concluido. Pero antes de marcharse, me gritó al oído aún conmigo en sus brazos:

    «Por la tarde pasó por ti, y si no llego temprano, emprendes el camino con tu hermana Yáiza».

    Vi después de todo el reguero de palabras que dejó en mis oídos casi sordos por sus gritos, como sus pies enredados en sus sandalias, lo fueron alejando de mis ojos, y desapareció cuando al cruzar el dintel de la puerta, la dejó bruscamente ajustada. Nos dimos cuenta que la había cerrado, por el tremendo estruendo que causó. A lo mejor, pensó que estaba en su casa para hacer lo que se le viene en gana—: Bruto—pensé encogiéndome de hombros. Regresé la mirada al suelo, y vi que sus pasos habían dejado tanta tierra en el piso, como si se hubiera traído todo el huerto enredado en sus sandalias.

    El tremendo golpe, taladró los oídos del grupo infantil que estaban allí, porque enseguida, pusieron la cara más arrugada que camisa sin planchar. Se miraron unos a otros sin saber qué hacer. Mientras la maestra, empieza a mover los ojos y la mandíbula de lado a lado:

    —Torpe—dijo entre los pocos dientes que le quedan. La miré. Ella me devolvió su confundida mirada. Como me dieron miedo sus arrugados ojos, regresé la mirada al grupo de niños que estaban en los pupitres con cara de salir corriendo del miedo. El ambiente se estaba poniendo pesado para todos, pero más que todo, para mí, que apenas iba a recibir mis primeras clases. Sin embargo, mientras la silueta de la profesora se dibujaba en la pared como algo bastante extraño, de repente, recibí de ella dos tremendas palmadas en los hombros, como queriendo dar a entender—: no te preocupes, ya verás que tú no serás tan burra como tu padre. La observé con cara de miedo, entonces tragué saliva. Luego, deprisa encaminé mis pasos, porque los zapatos color ladrillo de ella, eran súper rápidos y como yo soy paticorta de piernas, me llevaba como si fuera una muñeca de trapo, porque estaba agarrada de su mano, que por lo grande que es, sentí ahogada mi mano en la suya, para entonces, su tibieza se chocó con mi piel fría, posiblemente mis nervios habían congelado mi sangre, porque no hace mucho, tibia tenía las manos mías. No era difícil adivinar que la profe tenía marido, porque le vi brillar el anillo en el dedo donde lo llevan todas las personas que se han comprometido. Mi padre es casado, porque lleva un anillo idéntico.

    Por el bravo verano, el calor era insoportable, tanto, que ya tenía la cara húmeda del sudor. No me fue difícil observar que el maquillaje de la profesora se le había embadurnado, esto ocurrió, porque pasó el dorso de su mano por la frente de pera, y por las patillas, resbalaba el sudor que las consumió el borde de su cuello cisne blanco. En un descuido, un moco seco se asomaba por su nariz aguilucha. Al breve reparo, comprendí que era una mujer bastante nerviosa, porque casi no tenía uñas, de tanto echarles diente. Parecían granos de maíz roídos por ratones. Levanté los ojos y enseguida pude notar que aún estaba de muy mala leche, seguramente era por el comportamiento tan campechano de mi padre. Me sentí mal. Por eso con los brazos cruzados clavé mis ojos al suelo. Ella es escasa de presencia, y con la cara que dejó al escuchar el estruendo de la puerta, me pareció cómo si apenas se hubiera acabado de chupar un limón, entonces, ya no era fea, era horrible. En aquel instante, la empecé a detallar de arriba abajo, y enseguida pude analizar que era exageradamente rellenita de pecho, todo lo contrario de sus piernas secas como dos cabos de escoba, insípidas y con poca gracia; eran tan secas, que me parecía estar viendo en pleno aguacero a una cigüeña abandonada con el peso de su cuerpo en una sola pata al lado mío. Me aguanté las ganas de echarme a reírme cuando me miró con el ceño aún fruncido y me acordé, del tremendo golpe que me había dado en la espalda. Entonces, sin más, me llevó la cigüeña abandonada hasta el centro de la pizarra gris donde reparé con la mirada en una esquinas que tenía con tiza rosada remarcado unos amenazadores caracteres que decían:

    —Hagan silencio por favor, y el que no guarde el debido silencio, lo sacaré de aquí a punta de patadas.—Caracteres que ella leyó con intimidación. Se me puso la piel de gallina, me mordí los labios de miedo. Tomé aire y de nuevo agaché tímidamente la cabeza, pero esta vez con las manos cruzadas en mi espalda, porque me miró con unos ojos tan oscuros, que me pareció que lanzaron un fuego diabólico. Nadie decía nada. Quizás, porque ya sentían las tremendas patadas en el trasero.

    —Disciplina—gritaba dándole con una regla al escritorio—, quiero disciplina.

    Lo tenían todo bajo control, por si algún alumno se quería pasar de listo, si no fuera así, sin duda le aplicarían los caracteres de la pizarra; eso ya estaba escrito. Seguro que su ideología, eran sacar una estimada cantidad de respetables hombres para enfrentar un mundo que parecía noble. Los niños que se hallaban frente a mí, serán desde entonces, mis compañeros de clase. Cuando les miré, los del rincón me atravesaron los nervios con la mirada, otros tres, me sacaron la lengua. ¡Detesto los niños malcriados! Otros, me guiñaron el ojo, por eso regresé la vista al otro lado del salón. Curvé la cabeza y mi barbilla me quedó rozando el hombro izquierdo, ahí fue donde peiné de nuevo con mis ojos, la pizarra donde las letras rosadas, nos señalaban con la letra final que es la S, o sea… patadas.

    Mientras la cigüeña me presentaba formalmente el grupo de niños, me entretuve en algo, creo que en un abejorro que se coló por un hueco que tenía la mosquitera. Arriba en las esquinas de las paredes anidan nubes de telarañas. Varias moscas eran presa fácil de ellas. La profe notó mi ausencia, por eso me sacudió de los hombros.

    —Presta atención, niña Isora—me llamó la atención con un tremendo grito:

    —Vale—respondí asustada y me limpié la lluvia de sus babas que me salpicaron la frente.

    No sirvió de nada lo que me dijo, porque al instante, volví a dar rienda suelta a mi imaginación. Su cara larga que parecía un cono, ya había vuelto a su estado sereno y me sentí más tranquila. Cuando al mirarme llevó a cabo un gesto aproximado a una sonrisa, se me volvió a poner la piel de gallina al comprender que más que sonrisa, era una mueca de muy mal gusto. Me provocó decirle, que no se sonriera tanto, porque eso la hace ver más fea de lo que es. Por el miedo que me acechó, se me hacía difícil dejar mis ojos puestos en los chicos, los sentía como si fueran jueces que pronto me iban a condenar. No puedo negar que en este momento, la estoy pasando muy mal, tanto, que estoy que me cago y me meo de los nervios.

    Pasaban las horas con gran inquietud por mis compañeros, pero más que todo, de parte mía, en querer conocerles mejor. Cuando había perdido la noción del tiempo llenando planas de a, e, i, o, u, y de 1, 2, 3, 4, 5, hasta 10, escuché retumbar una campana. Sabía que aquel campanazo, era el final de las clases del día, porque todos los niños salieron como una bala gritando del salón, como si hubieran visto al mismísimo demonio.

    Cuando ya estaba en el patio, respiré un aire de libertad, como sí apenas hubiera salido de pagar cualquier condena. A las cinco menos cuarto nuestro padre no vino a recogernos, porque vi a mi hermana que estaba atenta en la calle echándome ojo. Cuando me vio, alzó las manos para que la viera. Me acerqué y le regalé una sonrisa familiar, sin más, marchamos a casa por las calles de San Bartolomé; pero antes, mirando el cielo pensé:

    —¿Cuándo será que Él Dios del cielo, vuelve a llenar las nubes de bendita agua, para que llueva, y se llenen de nuevo los pozos de Montaña Blanca, y así, mi hermana empiece con juicio, las obligaciones de la casa?

    Más de cuarenta minutos nos echábamos para llegar a Montaña Blanca. Con tantas caminadas, manteníamos con un buen estado físico. Ocurrió que a veinte minutos de camino, cuando la aguja del reloj lamía las cinco y cinco minutos de la tarde, aparecieron en el cielo unas masas de polvo, las arrastraba una ráfaga de viento, que sin dificultad nos hacía serpentear por el camino como si nuestros cuerpos fueran hechos de goma. Al poco tiempo, la Isla de Lanzarote se pintó de un color plateado y nuestros uniformes estaban cubiertos de arena. Abajo en la explanada, ni el mar se podía ver, y el firmamento menos, porque estaba arropado también de polvo. Los ojos me escocían. Era el viento del desierto del Sáhara que había arrastrado la calima y una tormenta de arena hasta aquí. Como sentí la garganta fastidiada de polvo, carraspeé con una mueca graciosa. Cuando escupí vi algo marrón, como si la mitad de la arena del desierto se hubiera escondido en mi boca. Recordé las galletas polvorosas que vende la señorita Natividad en la tienda de la escuela. Ya estábamos bastante avanzadas por el camino de tierra. Plagado de piedras lo miraba con dificultad. El viento se mostró más amable con nosotras; ya no estaba tan disgustado. Cuando crucé la mirada, vi los ojos de mi hermana y noté que el blanco estaba rojo, como si un cuchillo se los hubiera lastimado. Me antojé de saber si mis ojos estaban de la misma manera. Ella me miró. Entonces como si hubiera leído mi pensamiento, me dijo señalando mi pañoleta roja:

    —Tienes los ojos más rojos que tu pañuelo.

    Levanté los hombros en señal que me importaba un pepino. Seguimos avanzando por el camino, llevando nuestras manos en posición firme sobre nuestras cejas como si fuéramos indios mirando al enemigo, y el pelo escondido estaba en mi pañoleta. Un mechón se asomó valiente para ver lo que estaba ocurriendo enseguida, se puso a jugar con la nube de polvo hasta que lo volví a meter a su sitio. Cuando llegamos a los primeros muros de piedra que rodea las casas, nos fuimos pegadas a ellos, para protegernos del mal tiempo. Crucé la mirada y vi un par de guayabos chamuscados por el calor y el viento que no deja en paz la isla, entonces ya me tenía cansada. A un lado de la montaña, mis lastimados ojos a duras penas notaron el sol, parecía una naranja escondida entre el polvo. Cuando volteé la mirada, comprendí que el mar había desaparecido, para esta hora, la masa de polvo también había borrado de mis ojos la ciudad de Arrecife. Eso me llenó de miedo, porque pensé que todo se podría quedar de esa triste manera y perderíamos el encanto de la Isla de Lanzarote para siempre de nuestra memoria.

    Cuando pasaba este mal tiempo, los vecinos de Montaña Blanca permanecían encerrados durante horas y horas en sus casas blancas, nadie se atrevía a desafiar la calima, y la tormenta de polvo, menos. Solamente un valiente hombre pasa por nuestro lado llevando de la soga a un camello que carga a una mujer anclada entre sus jorobas. Les vi que estaban envueltos en ropas largas y anchas. Él con un trapo enredado en la cabeza, exhibía el turbante árabe. Ella entre pañoletas y bufandas, se deja ver unas negras gafas, de grandes lentes como si del culo de una botella de cerveza se tratara, entonces me di cuenta de que se trataban de un matrimonio de marroquíes. Él dijo algo en su lengua natal, sin darle mucha importancia, apenas le saludé para no ser descortés. A duras penas asintieron con la cabeza y llevaron la mano en el pecho. El camello me pareció que en algún lugar de sus antepasados esta tormenta de arena, era para él, algo habitual, como si sus ojos, estuvieran hechos de vidrio. Acto seguido: resulta que a mi hermana cuando le llevo la contraria, me da con la mano empuñada tan fuerte en los hombros, que apenas me dobla del tremendo golpe la condenada. A poco, me veía de bruces en el suelo. Y cuando no le hacía caso del todo, me daba en las patas con secas ramas de romero que hallaba en la orilla el camino, eso me ponía a brincar por las piedras como una cabra. Entonces desde el otro lado, le torcía los ojos y le sacaba la lengua diciéndole con voz melindrosa:

    —No me andes zumbando las patas con esas ramas. Mi madre hace tiempo se murió. No me jodas. Déjame en paz.

    Me parecía que mi hermana se deleitaba siempre con hacerme sufrir y proseguía rezongando lejos de ella, sin decirle nada, sin permitir que me pasara el brazo por mis hombros, como es su costumbre. Por fin, llegábamos a nuestra casita de piedra, ella por su lado y yo por el mío. Al elevar la mirada, vi que la ropa tendida en la terraza estaba más sucia que antes de lavar. Siempre pasa lo mismo cuando llega este mal tiempo, y como mi padre no había cerrado las ventanas, nuestros cuartos, la sala y la cocina, estaban vueltos un asco. Casi siempre que estábamos de vuelta, si no nos topábamos por el camino a Godelieve la vecina holandesa, la encontrábamos haciendo oficio adentro en nuestra casa; que a propósito, es muy distinta a las demás casas de por aquí, puesto que la entrada y la salida, es por la terraza, o sea, que el día que nos sorprenda un terremoto adentro, no hay necesidad que nos lleven a enterrar, ahí mismo quedamos sepultados. Godelieve me preguntó con su acento extranjero que cómo me había ido en el primer día de clase. Le respondí que me gustó mucho, porque en la escuela hay niños de diferentes países que me enseñaron juegos y otras cosas que yo no conocía, y que me había hecho amiga de una niña de Colombia que es de Medellín y que se llama Graciela. No es muy difícil olvidar su nombre—le dije cuando me sonrió con Soltura—, porque mi padre siempre me dice que yo soy muy graciosa, he ahí la referencia del Graciela con graciosa. Otra referencia que tengo para no olvidar su nombre, es la Isla de la Graciosa, que está al otro lado de Famara.

    «¡Ah!». Contestó ella continuando con el oficio que venía haciendo. Era una ensalada de mayonesa, patatas y salchichas picadas. Le echa también huevos duros en trozos, un poco de guisantes y la adorna con unas ramitas de perejil. Dice que el perejil es para que le dé presencia a la comida y así, se la coman toda. Eso me encanta. Y empiezo a comer, pero primero con el tenedor, ensarto los trozos de salchicha y me las como bien rico. Después los trozos de huevo. Luego los guisantes. Cuando ya está todo de un solo color, me como todo eso con pan y un refresco Mirinda.

    Godelieve es una mujer de piel blanca como la patata pelada. Su cabello es rubio como el mío, y cuando habla, casi no puedo entender lo que dice, parece como si fuera la vieja radiola de mi padre que habla por trozos. Seguramente es porque Godelieve es de Holanda, por eso su voz no coge bien la frecuencia. Eso dice mi padre cuando no escucha bien la radio y de la ira que coge, se apaña a patadas con la pobre radio, y es tan masoquista la radio, que donde cae empieza a sonar como si estuviera nueva.

    Suele Godelieve usar chillones vestidos de su país, verdes, rojos, amarillos, azules y blancos. Unas botas que le llegan más arriba de las rodillas y unos aretes y collares de hueso y colmillos de quién sabe de qué clase de animales serán. Eso la hace parecer como una trabajadora de circo. Cuando la veo caminar con sus zapatos bajos, me ataca la risa, porque son de madera y de colores. Yo una vez me los probé y me di en los morros, porque cuando intenté caminar, no los pude dominar, y, ¡pumba!, me fui al suelo. Algo más que le vi a ella, es que bebe cerveza como un caballo. Come pan negro a reventar y salchichas de más de medio metro. Ahí donde la ven, ella es la reina de las salchichas con patatas fritas, no le he visto comer nada más que eso. Supongo que debe tener el colesterol por las nubes. Cuando la vi cruzar la cocina, me quedé callada mirándola detenidamente para analizar su exagerada altura, y fue ahí que pensé, que tal vez sea familia de las jirafas de África, porque mide como dos metros y pico, y no es cualquier pico, parece uno de los dos dromedarios que tiene mi padre para arar la tierra. Es tan alta, que para pasar a nuestra casita de piedra, sino se agacha unos dos palmos, sin duda se dará un topetazo en la cabeza con el dintel de la puerta, pero a pesar de ser tan estrambótica, es una mujer generosa, porque está siempre atenta con nosotras y con mi padre.

    De ella me encantan sus verdes ojos, porque se parecen a los ojos míos, de la misma manera, se parecen a los que tiene mi madre muerta en el álbum de fotos. Cuando mi padre tiene mucho trabajo en el huerto, ella le echa una mano con los quehaceres de la casa, pero más que todo, en la cocina. Y cuando llegamos del colegio, siempre nos tiene algo de comer, como ahora mismo, con esta ensalada que está buenísima. A mí me trata mejor que a mi hermana Yáiza, y de vez en cuando, me compra muñecas para que juegue al papá y a la mamá, pero a mi hermana, ni siquiera le da el saludo. Yáiza como es tan fresca, eso le da igual:

    —¡Jea, jea, boba, boba. A ti no te quiere, en cambio, a mí sí!

    Eso le replicaba en son de burla a mi hermana. Para mi parecer, yo creo que Godelieve es así con ella porque ya es grande, sí, creo que eso debe ser, porque mi hermana ya es una señorita, en cambio, yo aún estoy bastante pequeña. Entonces, Godelieve no volvió más a nuestra casita de piedra, desde que mi padre cayó a la cama enfermo. Porque cuando lo zarandeó la mula con sus pataletas, ya en el suelo tenía una canilla de pena. Les digo que mi padre, a veces es más bruto que matar a un burro a pelliscones.

    El otro día, estaba haciendo las tareas en la sala, cuando de pronto llegó Yáiza con un cachorro de San Bernardo, y le dijo a mi padre:

    —¡Me lo puedo quedar!

    Enseguida yo reforcé su petición:

    —¡Yo también quiero tener ese cachorro!, para jugar con él.

    Me aproximé corriendo para pasarle las manos por su suave pelo. Mi padre al verme tan animada, se puso de un genio que enseguida tuvimos que sacar ese perro de la casa a las carreras. Al cuarto de hora Yáiza regresó bastante triste, porque el cachorro se lo había regalado la señora Chamaida de la primer camada de la San Bernardo de hace dos meses. Por otro lado, yo estaba feliz, porque Chamaida me había regalado un par de pastillas de chicle. Estaba tan ocupada masticando y haciendo bombas hasta reventar en mi cara, que ya se me había olvidado el perrito aquel. Con la cara embadurnada de tela de chicle, se me partía la barriga de la risa, supongo que me veía ni más ni menos como una pequeña imbécil. Al cruzar la puerta, mi padre empezó a rugir como un león. Enseguida tomé el chicle en mis manos y lo escondí tras mi espalda. Y sin que él me viera me fui y lo pegué en una esquina bajo la tabla de la mesa del comedor:

    «Mientras yo viva—gritó—, un perro no cruza la puerta de esta casa. Perro que entra por ahí—señaló la puerta—, y yo que me voy de casa. Porque cuando crezca ese animal, sin duda me tocará trabajar el doble para darle de comer y como está la situación, a duras penas les puedo dar de comer a ustedes. Para criar un perro de esa clase, prefiero tener otro hijo».

    Joder, se nota que mi padre está de un humor que no puede con él. Y lo que acabo de decir, no lo comprendo, ¿qué tiene que ver un cachorro conmigo o con Yáiza? Hay que tener en cuenta algo, por el hecho de que a mi padre no le gusten los perros y los gatos, no quiere decir con eso, que los maltrate. Simplemente no le gustan y ya está. Todo esto me hizo recordar una vez que leí en un pedazo de periódico: El que no quiera a los animales, no puede ser buena persona. Eso es una mentira, porque mi padre, es el mejor papá del mundo. Lo que después dijo de los gatos, fue algo muy diferente:

    «Tampoco meto un gato en casa, por la sencilla razón, que no me gusta ni robar ni que me roben, y los gatos me roban mucha energía; energía que después voy a necesitar para llevar a cabo los trabajos duros del campo o para cualquier otro oficio»—asimismo, reforzó su dicho diciendo—: «Un día un gato me robó un kilo de carne que tenía en la cocina». ¡Ay, Madre de Dios!, me imagino cómo se puso ese día papá, porque para conseguir el dinero de un kilo de carne, se las ve canutas. Y llega el bendito gato muy orondo y le roba el kilo de carne. No es por nada personal, pero si eso me hubiera pasado a mí, seguramente le daría una buena zurra a ese gato, si es que no lo mato a palos. Razón tiene mi padre de no tener animales que no sirven para nada en casa, y encima, le roban la carne, que posiblemente era la carne de toda una semana. Me acuerdo como si fuera hoy, cuando me daba en la comida mi trocito de carne. Era tan pequeño, que se me quedaba la mitad enredada entre los dientes, creo que no alcanzaba a saber a qué sabía la carne,

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