Adelante
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"Desasosiego" comienza con un texto homenaje a Ginsberg y a su Aullido, queriendo así dar presentación a estos relatos que, a través de cuestiones cotidianas, muestran lo que nos intranquiliza, lo que nos desasosiega. Una mujer que desaparece entre las letras urdidas, tantas veces más reales que la propia vida; la lucha de un hombre contra la enfermedad mental, la esquizofrenia como verdugo; un móvil perdido que va a parar a las manos de un hombre colmado de soledad…
El placer efímero, el descubrimiento de una parte de nuestra sexualidad son algunos de los textos que componen "Bilitis".
Y por último, cuentos de niños para mayores, emulando a los grandes clásicos que se consideran infantiles, pero no lo son; el desencanto de la mentira; la incomprensión de la infancia a través de Jarpo, el niño mudo; el Alzheimer contado con cierto toque cómico, pero lleno de ternura por Señorita Niña.
No todo debe ser silencio y por eso Adelante intenta mostrarme, abrir una puerta tímida al yo más íntimo, a lo que soy, pero también a lo que puedo llegar a ser. Porque nos define un universo infinito, que día a día moldeamos para reconocernos a solas.Llegar a ser lo que uno es puede ser una de las tareas más complicadas.
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Adelante - Eva Rodríguez Rodríguez
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Eva Rodríguez Rodríguez
Edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.
Ilustración de portada: María Corrales.
ISBN: 978-84-17499-11-2
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
Los arrastro desde años, los he ido empujando,
tirando tras de mí.
Para Abel y Gala, porque ya no soy sin ellos.
Yo no escribo para agradar ni tampoco para desagradar. Escribo para desasosegar.
José Saramago
PRÓLOGO
Ya no nos interesa la aprobación del que amamos, necesitamos que nos miren ojos ajenos.
La felicidad no se exhibe, se sabe, se percibe, se encuentra, se posa en tu hombro como mariposa y se escapa si la persigues. Observados, nos olvidamos de las miradas cómplices de quien nos ama, de las miradas del ser ausente, de la mano entrelazada a la tuya cuando tienes miedo, de las cartas escritas en un cajón atadas para los curiosos, de nuestros recuerdos, de los tesoros guardados en pequeñas cajas.
Es todo lo que guardamos lo que nos salva. Nos pertenece en exclusiva lo que vivimos, lo que sentimos. «No me gustan» las risas en el Facebook, ni los besitos con cara feliz en el WhatsApp, si no vienen de quien nos ama. Ni «me gusta» ni «ha abandonado el grupo», solo me sirve tu fidelidad, que no me vendas, que no descubras quién soy, porque dejaré de ser yo si asomas otros ojos a la mirilla por la que te colaste a observarme, a observar la desnudez de la que me cubro.
Adelante.
ADELANTE
En el silencio
guardo tu alma
descalzada de mí.
Abre la puerta,
las bisagras están oxidadas
pero no tengas miedo,
al fondo hay un lar ardiendo.
Adelante,
estás en tu casa.
Camina, no te detengas.
Las habitaciones están cerradas,
alguna entorna su puerta,
podrás abrirlas, sí,
pero primero ven donde queman las ascuas.
Llueve dentro,
el viento mueve las cortinas livianas,
escucha, en silencio, el crepitar de las llamas.
Atrévete,
confía,
no dejes que el viento despeine tus lágrimas,
ni desdibuje tu gesto,
solo aspira la sal,
deja que el acantilado traiga el sonido de las gaitas.
Serán mis palabras lazarillo,
no busques mi mano,
ella no podrá guiarte entre los muros de mi casa.
Asómate a la ventana,
verás el prado,
es ahí donde cuelgo mi envés,
lo he puesto a airear, para que otros puedan mirarlo.
Está sujeto con pinzas, pero no lo creas atado.
Es libre, lo mece el viento.
Si estás cansado, puedes entrar en mi cuarto.
Que no te asuste el árbol,
echó allí sus raíces, yo duermo entre sus brazos.
Desnúdate, abre las piernas,
deja que llueva sobre ti,
que la brisa meza las ramas de mi árbol.
Él te acunará
y mientras duermes
susurrará mis secretos,
me intuirás entre sueños.
Cuando despiertes,
no te marches,
y si lo haces,
no dejes nada como estaba,
quiero saber de tu paso, ver revuelta mi casa.
Si te quedas,
abre todas las puertas, cierra todas las ventanas,
descolgaré mi envés, lo pondré en tus manos.
Encuentra el sentido.
Estaré ahí, siempre, al borde del acantilado.
Y silencio...
RECUERDOS
Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo.
Benedetti
NO RECUERDO
No recuerdo a mi abuela. Vivían en Galicia, en una casita de piedra entre montañas verdes, al lado había un riachuelo cubierto de ramas y repleto de cantos rodados. Los niños subíamos el río saltando de piedra en piedra hasta una fuente llena de sapos que hacía de nevera; ahí, mi abuelo guardaba las botellas de casera para que se enfriaran.
No recuerdo a mi abuela. Cada año les visitábamos en agosto. Salía a recibirnos al camino, un hombre de mandíbula prominente, bastón y un cigarrillo de liar entre los labios. Me cogía de la mano y me llevaba al banco de piedra de la entrada, me sentaba en sus rodillas y me decía: «Cada día te pareces más a tu madre». Yo no podía esperar y le preguntaba: «¿Y la abuela?». «La abuela sigue mala, está en la cama de la habitación del fondo, ahora está descansando, luego podrás verla».
Sigilosa, entraba en la fría casa de piedra. Entre luces y sombras iba observando las paredes llenas de utensilios, que no reconocía, hoces, yugos, zuecos. Al fondo del pasillo estaba la habitación de la abuela y en medio un agujero en el suelo por donde tiraban la comida a los cerdos, se les oía gritar ansiosos. ¡Cuántas veces me he caído por ese agujero en mis sueños de las mil maravillas! Aunque a mí no me esperaba el país maravilloso de Alicia, si no la pesadilla de colmillos afilados que desgarraban, sin doler, mi cuerpo de niña. Paso al lado del agujero, sin mirar hacia el suelo, corriendo, con el miedo del que le atrae el vértigo de las alturas. Vuelvo a las puntillas y despacito entreabro la puerta de la abuela, mi nariz husmeando, imposible ver nada, las ventanas de madera no permiten el paso del sol. Sólo oigo suspiros, nada más que suspiros.
—¡A comer!
Sobresaltada cierro la puerta con cuidado y me voy al salón. La luz ciega la estancia, galerías de cristal acercan los prados. Mamá pone la mesa, el primo Carlos y Dora traen comida en bandejas de vainilla, con bordes rizados. Huelo pasar las bandejas de carrillada de los que gritan en el subsuelo, delicioso manjar, cachelos, grelos. Observada por las fotos de mis antepasados, continúo hasta el ventanal donde apoyo mi cara triste. Los prados se extienden delante, verdes y amarillos; cuervos sobrevuelan las alpacas; toda esa belleza, el sosiego, no sirve. Rompo en lágrimas deslizando mis mejillas por el cristal templado. Mamá se acerca y con su dedo afilado retira un mechón de pelo de mis ojos mojados. «¿Qué pasa?», me decía. «Quiero ver a la abuela», le decía yo entre llantos. «La verás luego, está muy malita, sabes que no se le puede molestar».
Para una niña sin abuela todo el año es difícil entender que no puede traspasar la puerta y abrazarla y contarle que el día de su Comunión todas las abuelas estaban allí y que ella también estuvo en su corazón.
Comíamos y la carrillada de los gritones, las patatas y el helado en corte desanudaban la boca del estómago. Entonces mamá y Dora desaparecían y el abuelo, Carlos y papá, entre orujos, hablaban de la cosecha, de los animales, de lo poco que quedaría cuando ellos ya no estuvieran. Yo salía al palleiro¹ y me subía por una escalera empinada hasta la cima de aquella montaña hecha de paja y me tiraba desde lo alto por toboganes de heno, desordenando el hábil trabajo de empacarla. En aquel silencio, rodeada de mazorcas secas que colgaban del techo, saboreaba la