De día gaviotas, de noche flores blancas
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Por suerte, Lázaro vive en un pueblo en el que el horizonte está compuesto por el mar, un río y una espesa línea de manglares donde las gaviotas se convierten en flores blancas al atardecer. Creer en la magia no es difícil, y mucho menos cuando se tiene amigos como los que Lázaro descubrirá entre las honestidades y atrevimientos de un callejón.
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De día gaviotas, de noche flores blancas - Esteban Hinojosa Rebolledo
De día gaviotas,
de noche flores blancas
Esteban Hinojosa Rebolledo
ISBN: 978-84-16876-17-4
© Del texto: Esteban Hinojosa Rebolledo, 2017
© De las ilustraciones: Oliver Marino Arana, 2017
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017
Todos los derechos reservados.
Publicado por Punto de Vista Editores
info@puntodevistaeditores.com
www.puntodevistaeditores.com
@puntodevistaed
Corrección: Gabriela Torregrosa
Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
© de la imagen de cubierta: Oliver Marino Arana, 2017
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Sobre el autor
Esteban Hinojosa Rebolledo (Champotón, Campeche, México, 1987) es diplomado en Escritura Creativa en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores Mexicanos. Algunos de sus cuentos y poemas han aparecido en las revistas L’Orfeo y Coincidir y en la antología Amor que se atreve a decir su nombre (Veracruz, 2014). En 2013, le fue otorgado el Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada por su novela Margarita Rosa, el más importante reconocimiento que otorga el Gobierno mexicano a la Literatura Infantil. También ha publicado Tres caídas y un salto al mar (2016), y La bella muerte (2017). Se perfila como uno de los nuevos y multifacéticos escritores jóvenes mexicanos.
Oliver Marino (Morelos, México, 1987) Ilustrador y artista forense por la Facultad de Artes y Diseño de la Universidad Autónoma de México. Puedes seguir su trabajo en www.olivermarino.net
La primera vez que descubrí que no tenía ganas de hacer nada, estaba a punto de dar el último bocado a un plato de puchero. Ni siquiera pude sostener la cuchara. Cuando la solté, una gota de caldo con pedacitos de cilantro y cebolla cayó en los lentes de mi papá. No se dio cuenta. Leía el periódico entre bocado y bocado, como siempre; soplándose el copete cada vez que una noticia lo alteraba. Intenté disculparme. Imposible. Mi cuerpo no respondió. Ni mi mamá ni mi hermano parecían haber notado nada extraño. Ella miraba los trastes sobre la mesa como si fueran los cadáveres de las horas que se había pasado cocinando. Flotaban sobre nosotros listones de aire con olor a tomate frito y a cilantro. Mi hermano sacudía la mesa con la rodilla y masticaba sin dejar de mirar la televisión. Me picaban las encías y la lengua por tanto chile que le había puesto a mi comida, pero el vaso de agua era una torre de vidrio. Seguí inmóvil cuando llegó el momento en que los platos se limpian con la tortilla y todos ponen cara de zombis mientras sorben hasta la última gota de refresco de entre los cubitos de hielo.
De pronto, como siempre, cuando la sombra del árbol de mango comenzó a meterse por la ventana de la cocina, mi familia retomó la plática. A chasquear los labios. A agradecer los buenos sabores. A arrepentirse de las cantidades. Luego comenzarían a discutir los planes de la tarde y lo ocurrido en la mañana. Aquella era mi parte favorita de la sobremesa porque les hablaba de mis buenas calificaciones, mucho mejores que las de mi hermano Anselmo, que todos los días tenía una nueva novia que presumir. Pero aquella tarde de mayo las cosas serían distintas. Yo tenía en mis cuadernos un diez con felicidades, que había obtenido por resolver en menos de veinte minutos los quince problemas de matemáticas que la maestra Sofía había puesto esa mañana en el pizarrón. El siguiente en terminar había sido Pablito, un niño delgado de cara tan recta y ojos tan azules (no hay muchos de esos en Yucatán) que parecía una caricatura y me ponía nervioso nada más verlo. Pero Pablito había terminado cinco minutos después que yo; no había corrido detrás de mí como de costumbre. Era un logro excepcional. Con todo y eso, mis labios eran un par de orugas perezosas. Me sentía como una bola de masa de tortillas expuesta al sol durante horas: dura en apariencia, en la superficie, pero fácil de hacer polvo con sólo ponerle una mano encima.
A nadie pareció importarle que yo no interviniese en la conversación. Se habló de lo típico: mi hermano, de básquetbol; mi papá, de su partida de ajedrez con don Lucho; y mi mamá, de las visitas que haría con Candy, la vecina... Pero para mí no había nada. No podía ni siquiera recordar cómo era la calle frente a mi casa. Pensé en gritar. Tampoco pude. Mi familia continuó con la plática. Oírlos me daba náuseas. Mi hermano escupía los pedacitos de zanahoria, cilantro o carne que se sacaba de entre los dientes. Mi mamá contestaba que sí a cualquier cosa, sin abrir la boca, sin dejar de masticar una galleta maría que tomaba para pasarse el gusto salado. Mi papá volvió al periódico, daba golpecitos con el tenedor sobre el plato vacío; pronto daría el último, un poco más fuerte, para terminar con la sobremesa.
Intenté calmarme. Supuse que mi malestar se debía al bochorno de mayo. Hasta las palmeras del patio parecían derretirse; se pegaban a las ventanas como si suplicaran que las dejáramos pasar a recibir el fresco flacucho del ventilador. Cuando mi papá se puso de pie, mi hermano salió corriendo del comedor. Mi mamá levantó los trastes, otra vez como si se mirara a sí misma en las manchas del mantel y en los restos de comida. En la cocina había un calendario en donde se determinaba un día de la semana en el cual cada miembro de la familia debía encargarse de lavar los platos. Había sido idea de mi hermano. Que porque estaba de moda la equidad de género: lo justo era que todos tomáramos parte en las labores domésticas. Al principio, fingimos estar de acuerdo. Yo ayudé a dibujar rosas y claveles en los márgenes del programa y mi papá compró un cepillo para facilitar la tarea. Pero luego de una semana nos olvidamos de la ocurrencia de Anselmo y mi mamá nunca protestó.
Mi papá dobló el periódico. Salió de la cocina hablando para sí mismo. No sé por qué le gusta fingir que le interesan las noticias del mundo; es el encargado de la oficina de telégrafos del pueblo. O más bien el cuidador de la pollería del centro, como dice mi mamá cuando se pone celosa porque le cuentan que, si no hay clientes, mi papá salta desde su escritorio hasta la puerta del local junto a la oficina de telégrafos para platicar con Martita, la pollera.
—Si nada más platicamos, mujer —dice mi papá para defenderse.
—Si ya sé que nomás platican. Está muy guapa la Martita y es sensata. Por eso nomás platican. Pero si fuera por ti… —le responde mi mamá, más o menos siempre lo mismo.
3El comedor se llenó de sombras de árboles. A las cuatro y media de la tarde, los rayos del sol ya estaban inclinados en el ángulo que estira larguísimas las sombras del mango, la guaya, la guayaba, la limonaria y hasta la de los tulipanes. Después de lavar los trastes, mi mamá fue la única que hizo algo para demostrarme que sabía que yo estaba allí: pasó su mano por mi cabeza. Me dolió cada uno de los cabellos que tocó. Rasguñé el mantel tratando de meter las uñas en la mesa como si tuviera miedo de salir volando. Por fin un movimiento. Mi madre sonrió desde las lejanías del futuro: pensando en su clase de macramé, de migajón o de cualquier otro método para producir basura, como dice mi papá.
Pensé que tal vez mi familia no le había dado importancia a mi silencio, porque la gente a veces decide estar callada. Pero lo mío era más grave que un simple deseo de estar callado. Mi cerebro se resistía a pensar en salir otra vez de ese pequeño espacio. ¿A dónde? Esa pregunta fue la más terrorífica de mis pensamientos. Tenía una respuesta automática. ¿A dónde? A ninguna parte, me dijo una voz que sonaba como un montón de piedritas moviéndose debajo del agua revuelta por las olas del mar. Algo en mi cerebro intentaba apagar la fábrica de paisajes y recuerdos.
El olor de la comida impregnado en la tela del mantel subía como una serpiente que husmeaba el espanto de ese niño que no podía moverse: yo. O que más bien creía no poder moverse. ¿O no quería moverse? Esa posibilidad me aterrorizó aún más. ¿No quería moverme? Eso era algo así como estar loco.
Después de un rato, mi hermano bajó cambiado. Se miraba más adulto con pantalones de mezclilla y playeras blancas, ajustadas. Yo siempre me preocupaba por ser el primero en quitarse la ropa de la escuela, en cepillarse los dientes, y soy el único que jamás se acuesta sin bañarse antes. Nadie está enterado de esa competencia secreta que tengo con mi familia. Para ellos, simplemente soy ordenado. La verdad, lo importante para mí es ser mejor que ellos. Pero aquella tarde hasta eso me pareció poca cosa. ¿Mi hermano estaba cambiado y yo no? Bien por él. Mi inmovilidad, además de asustarme, comenzaba a provocarme rabia.
Anselmo pasó a mi lado. Tomó sus llaves de sobre el trastero. No se dio cuenta de que yo seguía sentado en la mesa. Lo vi salir, borrarse entre el brillo de la calle. El viento que entró por la puerta me ayudó a bajarme de la silla. Un revoltijo de olores transparentes corrió en busca de una salida, que encontró en la ventana de la cocina. Aquella ráfaga me hizo saber que los Rodríguez habían comido pescado, que una olla de arroz humeaba cerca, que los Pérez seguían sin barrer su