No perecible
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Lorena Ladrón de Guevara nos causa una grata impresión con estos relatos profundamente humanos en el que su oficio como narradora queda de manifiesto.
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No perecible - Lorena Ladrón de Guevara Micheli
Whitman
Nuestras tardes de verano
¡¡Estoy tan enamorada!!
, murmuras entre risas, mientras aprietas tus ojillos revoltosos. Noviembre toca a su fin, y las tardes se van poniendo cada vez más cálidas, ideales para tomar once afuera, bajo el parrón, tal como hacemos ahora. Me acuerdo que a la mamá le gustaba comer afuera en cuanto el tiempo se ponía bueno y no corríamos el riesgo de tiritar con una brisa helada, cortante y repentina o mojarnos con una llovizna imprevista que se dejaba caer. Entonces, cuando comenzaba el tiempo cálido, mamá sacaba el mantel de diario y lo instalaba en la mesa de la terraza, que había soportado la lluvia de invierno con estoicismo, luego ponía la mesa completa, con platos de servilleta, alcuza y servilletero y empezaba el acarreo de fuentes y ensaladeras desde la cocina. Por alguna extraña razón, todos nos poníamos más conversadores cuando comíamos bajo el parrón, como si la vista del cielo azul, los ruidos de la calle y de los pájaros y el vientecillo indiscreto que levantaba el mantel y las servilletas fueran comensales intrusos que llegaban con sus comentarios que nosotros respondíamos de pura alegría. Ahora el parrón sigue donde mismo, pero las voces antiguas se apagaron y solo el mantel resiste, descolorido, el paso del tiempo. Mientras le pongo mantequilla a una hallulla humeante, me miras con vergüenza por sobre tu taza. Dejo el cuchillo encima del plato, recojo con el índice algunas migas, me echo para atrás en mi silla, me paso los dedos por el pelo, apretando un poco para descargar en el cuero cabelludo la rabia que me embarga, cruzo las manos sobre el estómago y solo entonces te miro.
—Amelia, ¿no estarás repitiendo el mismo cuento que con Andrés?
La risa te abandona cuando menciono al infame. A ambos aún nos duele, aunque por razones distintas.
—No, Ricardo, esto es diferente… ahora sí estoy segura, aquí, muy adentro —dices, seria, apuntándote hacia el pecho—, que esta vez todo va a ser distinto.
Ya veo cómo serán las próximas semanas, días enteros de esperar al lado de la puerta que llegues de salidas eternas, la cuenta telefónica aumentada exponencialmente, bolsas y bolsas de compras apilándose en la salida de tu dormitorio con las marcas de tiendas que ni siquiera sabía que existían, la mesa puesta en el parrón para un nuevo almuerzo solitario. Tardes enteras de verte mirar al vacío y suspirar por un hombre al que solo le conoceré la espalda cuando se aleje después de haberte dejado en la puerta de entrada. Luego, portazos por toda la casa, un pobre diablo preguntando por teléfono si ya volviste, kilos y kilos de arreglos florales tirados a la basura. Tu llanto sacudiendo las paredes de tu habitación. El pobre diablo preguntando nuevamente por ti, qué por qué no contestas el celular. La bandeja con el almuerzo dejada frente a tu puerta cerrada. La bandeja con el almuerzo de vuelta, intacta, a la cocina. No, la verdad, no creo que todo vaya a ser distinto.
—Ernesto quiere que vayamos a almorzar a su casa el sábado —me dices ilusionada—. Me dijo, textualmente: Amelia, ¿por qué no viene también tu hermano, para que nos conozcamos y conversemos un rato?
. Sería bueno que conversaran, tú y él… mis dos hombres —terminas, con una sonrisa coqueta.
Ya veo que nada bueno resultara de esto. Pero prometí cuidarte, le prometí a la mamá en su lecho de muerte: Mamita, no se preocupe, mientras yo viva la Amelita nunca va a estar sola
. Pero finalmente me derrite tu mirada anhelante y te tomo la mano esbozando una sonrisa de asentimiento.
Es de noche y el calor pareciera aumentar a cada minuto. Las sábanas se me pegan al pijama, el pijama se me pega al cuerpo, la transpiración me baja por la espalda y me pega más el pijama al cuerpo, y mientras me doy vueltas tratando de encontrar algún rincón fresco entre esa cama que parece una caldera, las sábanas se me enroscan en las piernas, enredándose con el pijama y cortándome la circulación entre la ingle y la rodilla. Estoy a punto de ahogarme, cuando de pronto decido tirar hacia atrás las sábanas y frazadas y quedar destapado, con el pijama aún pegado al cuerpo. Me levanto de un salto, abro la puerta de mi habitación y salgo al pasillo. La casa está en silencio y pareciera que el mundo también. Camino hasta tu dormitorio. Intento escuchar tú respiración a través de la puerta, pero solo llegan hasta mí los ladridos del perro de la casa vecina. Abro la puerta y me quedo en el umbral, contemplándote. Duermes desnuda sobre la cama, como siempre lo has hecho. Tu pieza está impregnada del perfume dulzón que le gusta a tu novio de turno y por la ventana abierta no se cuela ninguna brisa. Te miro de nuevo. Te admiro nuevamente, por largo rato y, muy despacito, cierro la puerta y me alejo en puntillas.
El timbre de la puerta me saca de mis ensoñaciones. Es sábado y estoy sudando por el esfuerzo de arrastrar los cachureos acumulados por años en el sótano, al que se entra por el patio, detrás de la cocina. Puedo hacerlo antes de almuerzo, me dije, así Amelia no pondría mala cara. Pero el timbre me interrumpe y me quedo paralizado por medio segundo, mientras suena de nuevo. Voy a abrir y en la puerta encuentro a un hombre.
—¿Ricardo? Qué tal, soy Ernesto...
El nuevo amorcito de mi hermana me mira con cara expectante y también