SOMOS O NO SOMOS
Por Yuri Ferrer y Alejandro Ferrer
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Yuri Ferrer
ury Ferrer Franco, Barranquilla, 1962. Es comunicador social-periodista de la Universidad Autónoma del Caribe; licenciado en filología e idiomas (español-francés) de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en literatura de la Universidad Javeriana. Se dedica a la enseñanza desde 1990. Alejandro Ferrer Nieto, nació en Bogotá el 11 de febrero de 1997, de padres barranquilleros. Influenciado por el perfil literario y académico de sus padres, ha sido, desde la infancia, un lector empedernido. Comenzó a incursionar en la escritura durante la adolescencia. Su interés principal son los cuentos y los microcuentos basados en contextos urbanos que reflejan el caos de las calles.
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SOMOS O NO SOMOS - Yuri Ferrer
La Caja Blanca
Mi mamá llora arrinconada, sin consuelo, entre sus manos, la cara húmeda de lágrimas y sudor. Debe hacer calor, mucho, es casi mediodía, pero yo siento frío.
La puerta de la salita se abre, entra papá camina despacio, la abraza.
—Ya llegaron, mejor subes a cambiarte.
Ella se aparta. Los brazos caen sobre el cuerpo, como si le pesaran mucho. Las dos sortijas de su mano derecha, ópalo y amatista, sus piedras de la buena suerte, brillan, las ha acariciado el sol que entra por la ventana entreabierta.
Me acerco a mamá, rozo con suavidad su hombro.
—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?— No me escucha, el dolor que causa su llanto debe ser muy grande. No insisto.
Mis padres salen de la salita; ella se apoya en el brazo de él, camina con esfuerzo, solloza todavía. Los sigo con la mirada, también quiero llorar, pero no puedo. Las lágrimas no salen a pesar del tremendo nudo que siento en la garganta. Desde aquí los oigo subir a la otra planta, afuera se oyen voces y pasos, parece que ha llegado mucha gente.
No me atrevo a salir, me da miedo ser imprudente, tengo miedo de los castigos de mi padre; él es muy estricto y en la casa todos le tememos.
Me desespero porque pasa el tiempo y no regresan, nadie viene a buscarme, nadie parece recordar que estoy aquí, solo, sin saber qué pasa.
Abro la puerta corrediza de la salita, con mucho cuidado, tratando de no hacer ruido, pero nadie parece escuchar el chirriar del picaporte, el crujir de la madera.
—Elia, ¿Cómo fue?
—Un accidente horrible, dicen que fue instantáneo.
Llantos, lamentos bajos, murmullo de muchas voces, olor a flores, a cementerio y, de vez en cuando, un lamento que viene del segundo piso y hace temblar a los que esperan abajo.
De pronto todos callan, mis padres, de luto cerrado, han aparecido en lo alto de la escalera; la gente los mira con pesar, hay muchos, muchísimos conocidos.
Cuando empiezan a bajar, mi mamá se apoya en el pasamanos sobre el que va quedando el rastro húmedo de su mano. La gente se abre al paso de ambos, en silencio, con respeto, como en una especie de calle de honor.
—Tu papá lo arregló todo, hija. Ten valor y resignación… Piensa que ha sido la voluntad de Dios.
Es la voz de mi abuela que, ahora, toma del brazo a mi mamá y la conduce al comedor, papá las sigue y a él todos los demás. Por un instante permanezco solo, como clavado en el piso del salón; pero luego corro tras ellos, apartando los cuerpos de la gente que se interpone, que no me mira… Al llegar al arco de la entrada del comedor me detengo boquiabierto, en medio del gran espacio hay una caja blanca, cuatro cirios alumbran las caras de la gente que ha ido ubicándose alrededor. Las cortinas están cerradas. Hay muchas flores.
El lugar ha sido despejado, solo hay sillas recostadas a las paredes, sillas que van siendo ocupadas por parientes y amigos, por conocidos y desconocidos que miran con pesar hacia la caja blanca, llorosos algunos.
Mi mamá está como ida; tiene en la cara una expresión muy rara. Ya no llora, pero sus ojos están fijos en el contenido de la caja.
—No es justo Dios, no es justo…
Repite y repite sin parar la misma frase, sin apartar los ojos de la caja, unos ojos raros que no parecen ser los de ella.
Papá se acerca y la abraza, su barbilla se apoya en la cabeza bien peinada de ella y ambos empiezan a mecerse despacio, al mismo ritmo. Los dedos largos de mi mamá, que ya no lucen sus sortijas de la buena suerte, acarician los bordes de la caja sobre la que mi abuela acaba de poner un ramillete de lirios blancos.
Nunca he estado en un velorio, jamás vi un difunto. Con temor me acerco a la caja, evitando rozar a los presentes que también se aglomeran a su alrededor en la semioscuridad del comedor, para alcanzar a ver la cara del muerto que, tal vez esta noche no me dejará dormir tranquilo, tengo que empinarme un poco, la gente que está adelante no me permite ver bien.
¡Por fin me abro paso y empiezo a sentir cómo los ojos se me salen de la cara!
Mis manos tiemblan, no pueden sostener nada… Allí, entre almohadas forradas con terciopelo blanco estoy yo, con una venda en la cabeza y la nariz taponada de algodón. Mis ojos están abiertos; alguien puso entre mis párpados un par de palillos de madera que no dejan que se cierren.
Retrocedo espantado, los miro a todos, grito, los golpeo, pero nadie reacciona.
Nadie oye… Nadie siente.
—¡Mamá, soy yo, estoy aquí!, ¡No llores más!
Grito con todas mis fuerzas, me arrodillo y me abrazo a sus piernas, pero mis intentos son inútiles. ¡No puede escucharme!
¡El Tiempo Apremia!
Mi calendario aún está en el día catorce de hace dos meses; tengo que arrancarle los ochenta y un papelitos que le sobran, porque el tiempo ha pasado a pesar de su resistencia. Parece empeñado en la tarea de oponerse al avance de las implacables unidades que lo componen. Los segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años van desprendiéndose de nuestras vidas, nos complazca o no.
Miro a través del ventanal sucio. Durante todos estos días la hierba se ha apoderado del jardín, cubriendo los caminitos que mis interminables paseos vespertinos abrieron en la rutina de ese espacio estrecho, durante años. El tiempo, en definitiva, lo puede cubrir todo, aunque la persistencia de nuestro esfuerzo esté de por medio.
También los rosales desfallecen en el jardín; nadie ha querido socorrerlos y la trepadora (en un arrebato suicida o criminal, no lo sé en verdad), ha empezado a enredar sus tentáculos infinitos en los espinosos y mortales tronquitos que se defienden, como pueden, de la invasora que renunció a seguir ascendiendo al cielo por la troja que le construí un domingo frente a la tapia de ladrillos rojos. Las garras del rosal se clavan en la trepadora, haciendo que cada uno de sus lentos avances, deba pagarlo con la sangre lechosa que se le escurre despacito hasta el suelo; sin embargo, la trepadora no desiste de su empeño y continúa amenazadora en busca de las cabezas delicadas del rosal que se inclinan sin remedio hacia su madre, la tierra, como implorándole ayuda, mecidos por el viento, sus penachos un poco marchitos, ya.
De la cama solo salgo para ir al baño que está aquí mismo en la habitación. Hoy el voceador de prensa ha deslizado por debajo de mi puerta el diario número ochenta y uno. También los desastres naturales con sus respectivos muertos, heridos y damnificados; los asesinatos, los actos terroristas, las protestas callejeras, los enfrentamientos ejército-guerrilla, gobierno-oposición, Reagan-Gorbachov; las violaciones (incluso las de los Derechos Humanos), las extorsiones, los secuestros, los desaparecidos, los comics, las carteleras de cine, los lanzamientos de libros, cantantes y vedettes a través de las ventanas de los pisos altos, la política; con sus consiguientes divisiones, adhesiones y giros inusitados, los chismes de la farándula y de fuera de ella, los clasificados. En fin, t–o–d–o se ha ido acumulando en el recibidor y allí se quedará, porque no pienso abrir uno solo de esos periódicos en lo que me resta de vida. De hecho, fue un olvido imperdonable no haber cancelado esa suscripción. ¡La sola cercanía de toda esa mierda me deprime más!
Adrede dejé de pagar los recibos de la energía, el agua, el teléfono y el gas, (para mi poca fortuna el impuesto predial ya había sido cancelado, casi al tiempo con la declaración de renta). Ya me suspendieron todos los servicios, el último fue el agua que se paga cada dos