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Un lugar equivocado
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Libro electrónico165 páginas4 horas

Un lugar equivocado

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Un lugar equivocado es la historia de Amanda, una niña como tantas, que se ve envuelta en una situación, aparentemente sin salida. Termina viviendo en un hogar de acogida de menores, una especie de cárcel en la que va descubriendo el mundo que hasta ese momento le ha sido ajeno. Se trata de un crudo relato de una realidad juvenil que desafía, interpela y deja al descubierto retazos de vidas no siempre conocidas ni resueltas. Novela que nos invita a cuestionar y reflexionar, dejando una interrogante clara: ¿cuánto de lo narrado es real?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2018
ISBN9789561811164
Un lugar equivocado

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    Un lugar equivocado - Gloria Alegría

    Un lugar equivocado

    © Gloria Alegría Ramírez

    Edición y diseño: equipo Edebé Chile

    Ilustración de portada: Tomás Infante

    © 2016 by Editorial Don Bosco S. A.

    General Bulnes 35

    Santiago de Chile

    www.edebe.cl

    docentes@edebe.cl

    Registro de Propiedad Intelectual Nº 260.095

    ISBN Impreso: 978-956-18-0965-9

    ISBN Ebook: 978-956-18-1116-4

    Primera edición impresa, febrero 2016

    Primera edición Ebook, mayo 2018

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor.

    Índice

    I Está en un lugar equivocado

    II Me voy de aquí, aunque tenga miedo

    III Nunca nada volvería a ser como antes

    Esta no fue una novela fácil de escribir. Quisiera no haber tenido que hacerlo, pero a veces hay palabras que deben decirse e historias que deben contarse.

    A ti que eres un lucero y que nunca te perdiste en la oscuridad.

    Gloria Alegría R.

    Una de las ramas se incrusta con fuerza en uno de sus muslos, y otra, y el dolor la hace doblar las piernas, encorvar la espalda, abrir los ojos y darse cuenta de que no es un sueño, no corre en medio de un bosque, ni son ramas de árboles las que hieren sino el filo de un chicote que cae y se levanta para caer otra vez con más fuerza y otra vez subir y caer. En la penumbra puede ver la silueta gruesa de la mujer que la agrede. Un llanto de niños termina de situarla en la sinrazón del castigo. Se tira cama abajo intentando huir de los golpes, pero esta vez caen en su pecho, en la cara, en la espalda. Por fin, en medio de la oscuridad, logra tomar la ropa de los pies de la cama y huir descalza por el pasillo hacia la puerta de calle. Gira el picaporte, abre y los golpes la persiguen junto a palabras de odio: huacha infeliz, ándate a la calle, ándate degenerada de mierda y no volvai más, nunca más, me oíste, nunca más.

    Abre la puerta y el invierno también la agrede, el cemento congelado hiere la planta de los pies. Está en la calle. Sabe que es muy tarde porque no hay movimiento, ningún ruido, nada de luz en las casas, uno que otro auto donde comienza la Avenida Grande. Algunos perros ladran confundidos por los gritos que no cesan y tampoco entienden.

    Debe ser otro mal sueño, sí, otra pesadilla, de esas que están una dentro de otra y nunca terminan. Debe huir, correr, avanzar, tal vez en cualquier esquina el mal sueño termine, abra los ojos y sienta los ronquidos del marido de su hermanastra en la pieza del lado o uno que otro quejido de los niños que duermen en la habitación del fondo. Debe continuar, porque quizás hasta el viaje en bus a Santiago y todo lo que ha sucedido desde que murió su mamá Lina no es más que una pesadilla que la mantiene atrapada y se niega a terminar.

    Corre, da vuelta la esquina, busca ayuda. No puede andar sola a esas horas de la madrugada, tiene que despertar y no estar frente a la puerta que golpea casi amaneciendo sobre la ciudad. Si lo logra, no serán los ojos que la miran esos ojos extrañados, ni sus pensamientos vagos… los zapatos, qué hará sin sus zapatos de colegio que se quedaron bajo la cama, que ahora se hacen desmedidamente importantes, cobran vida junto a las calcetas que se quedaron también. Debe pedir ayuda, ayúdeme por favor, por favor déjeme entrar que tengo miedo, tengo mucho miedo y no sé qué hacer, no sé, no sé….

    La nieve cae calma, silenciosa. Está ahí al otro lado de la ventana, la nieve la pone contenta. Las risas de los otros anuncian la novedad. Parece algodón en el suelo, la nieve. No puede reprimir los deseos de tocarla y sale. En el entusiasmo olvida que no puede, que debe mantenerse oculta, ser prudente. Lo olvida porque la nieve la llama, blandita como las nubes se la imagina, y a la vez sabe, está segura de que con azúcar es muy rica, lo sabe, no sabe bien por qué. La nieve la hace sentirse segura, libre, debe recoger un poco, un puñado y saborear su dulzor, qué ansia más extraña esta que la hace perder el miedo y salir.

    La noche es alegre en su claridad blanca, todos corren, están contentos. Ella también, es un sueño tocar la nieve que duele en los dedos, pero no importa porque tiene algo de madre, de la madre que no está, que se ha ido, que se fue, la madre madre, madre…

    Y en medio de aquel respiro, de aquella pausa, la sobresalta otra vez aquella voz que le llega desde atrás. Como un látigo, esos dedos que se entierran en su brazo, los mismos que la lastimaron antes, la aprisionan y hieren. Gritos, palabras, quiere gritar y no puede, pedir ayuda y no puede, defenderse y no puede. Está paralizada, tiene tanto miedo que no puede moverse, hablar. Nadie la ve o acaso se ha vuelto invisible en el jolgorio de la nieve que sigue cayendo o simplemente nadie quiere verla, no reparan en sus ojos pidiendo ayuda, su voz ahogada por el miedo, nadie ve lo que le sucede, nadie sabe lo que está a punto de comenzar.

    I

    Está en un lugar equivocado

    Se aprieta el chaleco contra el cuerpo y al igual que las otras cuatro que la acompañan se detiene ante la puerta metálica cerrada con candado. Las paredes altas, el piso de baldosas y los descoloridos rayos de sol, que se filtran apenas por un tragaluz distante, aumentan minuto a minuto el frío que siente desde hace horas. Es invierno, y ahí entre esas paredes, no da tregua ni descansa. Se soba los brazos. Le duelen, y la espalda, las manos, los ojos, los párpados recibiendo los aguijones del aire, el hielo de afuera y el calor inflamado de adentro, las lágrimas como fuego.

    —¡Llegaron las cinco nuevas! ¡Hay que contar cinco almuerzos más! ¡Ya, apúrense que no tenemos todo el día! —grita con voz destemplada la mujer que las conduce y saca un manojo de llaves desde el bolsillo de su delantal. Da unos pasos y se detiene. Más allá del umbral el ruido de voces jóvenes, las hileras de mesones y bancas convierten un galpón en un comedor apenas alumbrado por ampolletas que cuelgan sujetas por unos cables que bajan desde el cielo raso. Muchachas de diferentes edades sacan bandejas desde uno de los mesones y se acercan hasta un carro con unas ollas enormes. Empujan el carro tres mujeres. Vestidas como la que las ha conducido hasta allí, se concentran en servir comida. Una introduce un cucharón en una olla y lo saca chorreando un caldo espeso y amarillo. Desde otro carro, otra reparte ensalada de repollo con betarraga y la última les entrega una manzana. Amanda observa los compartimientos de las bandejas donde va cayendo la comida. Bandejas verde musgo igual que las paredes y los buzos de las que sirven.

    La sobresalta la voz desde uno de sus costados.

    —Anda a sacar una bandeja para que te sirvan y te sientas a comer.

    No quiere. Niega con la cabeza porque no tiene fuerzas para hablar.

    —Muy bien, pero te vas a tener que aguantar hasta la noche si te da hambre. Esto no es un hotel.

    No importa. No tiene hambre, no quiere comer ni mirar ni oír. Ojalá pudiese dejar de escuchar las palabras que guarda su mente: ¡Eres una mierda, mierda, mierda! ¡Eres una huacha de mierda y me las vas a pagar!.

    Las otras que vienen con ella se adelantan, buscan una bandeja y se encaminan a la fila que conduce a los fondos con comida. Se queda atrás, sola, parada junto a la puerta sintiendo cómo las lágrimas mojan sus mejillas. Con el puño se las limpia y se cruza de brazos hasta que ve venir a una de las mujeres de buzo verde. La sigue una muchacha que, al parecer, y como ella, viene recién entrando.

    —¡Tú! ¡Ven! ¿No vas a comer? Muy bien, te mostraré el hotel.

    Cruzan entre los mesones colmados de murmullos, miradas curiosas, sorbetones y cuchareos. Un dolor duro y pesado cae sobre sus hombros, las rodillas pierden firmeza. Cruzan otra puerta, más angosta que la anterior, y entran a un pasillo estrecho y sombrío. La poca luz que llega desde el comedor ayuda a ver que a sus costados se alinean puertas de fierro cerradas con candado. Todas con una ventanilla cuadrada mirando hacia la pared gris del frente. Ojos con barrotes de fierro. La mujer de verde extiende su brazo y le indica una de las puertas.

    —Este va a ser tu dormitorio —le dice y como si ella no lo viera—. Esa, la puerta número cuatro.

    Pequeña, oscura, helada. Dos camarotes de fierro, medio pintados de verde y medio oxidados, una cajonera entre ellos y una ventana cuadrada con barrotes en la pared del frente. Se imagina allí, asomada por la ventanilla respirando aire fresco, frío, limpio. El pensamiento viaja veloz hacia lo que recién empieza a comprender: presa. Está presa.

    —Ahora vuelvan al comedor. Cuando las demás terminen se van con ellas al patio. Nadie puede quedarse aquí — les dice a ella, a la otra.

    ¿Por qué está ahí? ¿De qué la acusan? Quiere arrancar, salir de ese lugar, pero la mujer de buzo verde coloca la palma de su mano en su espalda y la empuja hacia el comedor que ahora bulle en carcajadas y gritos. Medio centenar de muchachas conversan y ríen. Otra vez se convierte en el interés de todas. Ojos y bocas la rodean, la acosan, la interrogan: ¿Cómo te llamai? ¿Qué hiciste? ¿En qué te pillaron?.

    No responde. No importa qué pregunten, por que ella no va a responder. Le salen lágrimas que no quiere soltar. Alguien la saca del tumulto, despeja el asedio, la empuja suavemente hacia un patio y un banco que está pegado al tronco de un árbol grande y fresco. La tira del polerón y le indica que se siente. La tarde se vuelve calurosa. ¿Quién es? Su silencio y su sombra la acompañan. Los dedos se aferran a su brazo. El crepúsculo llega junto con la hora de cenar.

    —Mejor que comai algo, o si no te va doler la guata y no vai a poder dormir.

    No quiere hablar.

    —Bueno, te guardo el pan por si acaso, porque de aquí nos vamos a dormir. Y capaz que te dé fatiga, después. ¿De cuándo que no comíh? Y después te puede dar fiebre. ¿Tú nunca habíai estado aquí, cierto? No. Porque nunca te había visto. Y la Gorda tampoco— dice.

    Mira el cuarto estrecho. Los camarotes. La cajonera. Después sabrá que la pequeña ventana de la pared del frente da a un patio donde juegan niños también internados. Junto a ella y a su lazarillo de toda la tarde, ingresa otra de su misma edad que sube a una de las camas de arriba. La que está con ella se sienta en una de abajo. Escucha a sus espaldas el sonido de las llaves cerrando el candado y el espacio parece disminuir repentinamente.

    —Esta va a ser tu cama. La de arriba es la de la Rizos. Es puro de ella. Nadie la puede ocupar aunque la Rizos no esté. Está en castigo la Rizos, por sacarle un diente de un solo combo a una de las viejas. ¡Medio ni que recombo que le mandó!

    Escucha la voz de la mujer que se aleja poniendo candados y dando órdenes.

    —¡Ya, cabritas, a dormir! ¡Y cuidado con ponerse a lesear, ah! ¡Ya saben qué les pasa a las que les gusta revolver el gallinero!

    Sobre la voz los murmullos, las risas, burlas, gritos. Algunas voces sobresalen, se hacen lugar, buscan un poco de libertad.

    —¡Ándate a dormir tú mejor, vieja loca!

    —¡Cállate oh, que después nos van a castigar!

    —¡Cállate vos, hueona miedosa!

    Se queda parada al lado de la puerta. Sus rodillas casi tocando el borde de la cama. Tiembla. Mira las paredes grises, sucias. Algunos corazones dibujados con lápiz labial, iniciales, comienzos de frases. Todo tan ajeno, tan extraño. Los corazones, las paredes, los camarotes, la gorda que entra, se instala en la cama de arriba y balancea sus pantorrillas delante de sus ojos, los zapatos blanco marfil moviéndose, la correa incrustada en el empeine brillante, inflado, parece que va a explotar, como quiere explotar ella, gritar: ¡Por qué, por qué!.

    —¿Y? ¿Por qué te encerraron?

    La cara de la gorda detrás del globo de chicle que hace explotar, estira y manosea y vuelve de nuevo a la boca para otra vez convertirse en un globo… Desde los otros cuartos surgen gritos que van creando eslabones y convierten la sola pregunta en una cadena que la aprisiona y la ahoga.

    —¿En qué te agarraron? ¡Dinos, poh!

    —¡Da lo mismo en qué, oh, después nos va a contar! ¡Pregúntale cómo se llama!

    —¿Cómo te llamai?

    —¿Cómo dijo que se llamaba?

    No contesta. No

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