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La época de las semillas
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La época de las semillas
Libro electrónico278 páginas4 horas

La época de las semillas

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En esta segunda parte de esta saga, Blanca y sus compañeros logran escapar del colegio después del horrible incendio y llegan a un refugio secreto, un búnker bajo tierra en medio del desierto. Allí los están esperando los otros miembros de la organización clandestina a la que ahora pertenecen, incluidos los padres de Blanca, quienes le revelarán inquietantes secretos familiares. La vida subterránea les otorgará la oportunidad para reorganizarse y planificar acciones contra la constante amenaza de John Georges Abarca y las malignas fuerzas que controlan el mundo, pero además para descubrir el maravilloso poder de resistencia de las semillas.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento1 abr 2019
ISBN9789561232921
La época de las semillas

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    La época de las semillas - Josefina Hepp

    Viento Joven

    I.S.B.N.: 978-956-12-3188-7.

    1ª edición: julio de 2018.

    Obras Escogidas

    I.S.B.N.: 978-956-12-3189-4.

    1ª edición: julio de 2018.

    I.S.B.N. Edición digital: 978-956-12-3292-1.

    Editora General: Camila Domínguez Ureta.

    Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

    Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

    Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

    © 2018 por Josefina Hepp Castillo.

    Inscripción Nº 290.770. Santiago de Chile.

    © 2018 para la presente edición por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Derechos reservados para todos los países.

    Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

    Teléfono (56-2) 2810 7400. Fax (56-2) 2810 7455.

    E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    CAPÍTULO 1

    Al abrir los ojos

    CAPÍTULO 2

    Lo que hace el resto del mundo

    CAPÍTULO 3

    Todavía mantengo la ilusión

    CAPÍTULO 4

    Quiénes son mayoría

    CAPÍTULO 5

    La sobrevida vegetal

    CAPÍTULO 6

    Felicitaciones

    CAPÍTULO 7

    Camino resbaladizo

    CAPÍTULO 8

    Esto cambiaría todo

    CAPÍTULO 9

    Si fueras una flor

    CAPÍTULO 10

    Un momento para ser valiente

    CAPÍTULO 11

    Literalmente, sin dudarlo

    CAPÍTULO 12

    El mordisco de alguna bestia

    CAPÍTULO 13

    Un sentido para la existencia

    CAPÍTULO 14

    Te prometo

    CAPÍTULO 15

    Todo lo más querido

    INTRODUCCIÓN

    Problemas del privilegio.

    Esa era la frase que mi abuelo usaba cuando yo le iba a contar, a veces, de los problemas que tenía: las discusiones con una amiga porque nunca quería salir de su virtual reality, o que, no sé, el delivery se había demorado catorce horas en vez de siete como era el consumer’s right. Según él, no lo decía para burlarse de mí, sino para darme un poco de perspectiva.

    Privilege problems. El tipo de dificultades que en realidad eran superables, pasajeras.

    –Nada comparado con el sufrimiento de perderlo todo, por ejemplo, como le pasó a tantas personas algunos años atrás, Blanca –me decía.

    Me puse a pensar en eso mientras viajábamos al desierto. Todo lo que había pasado en el último tiempo ¿cabía en esa categoría?

    Haberme ido sin mis papás al colegio/internado, sentirme sola y aislada al principio, luego aprender a hacerme cargo de mí misma y tratar de incluirme en el gran grupo popular de Sistín, Carter e Imlil. Y lograrlo, aunque no fueran totalmente de mi estilo. Y después, enterarme de que en realidad su acogida había sido un mandato, una estrategia para intentar reclutarme o lavarme la cabeza y así neutralizar el posible elemento nocivo que habían identificado en mí.

    Como si yo fuera la peligrosa. Pero eran ellos los que jugaban con la idea de ser superpoderosos y controlar el mundo a su antojo. Igual que John Georges Abarca, el nuevo director del colegio, que había llegado con la intención de hacer adoctrinamiento reforzado. Se decía además que podía leer mentes, que era un mind reader, lo cual le daba una ventaja indiscutible y lo hacía aún más siniestro a mis ojos.

    Los que me habían ayudado a darme cuenta de todo eso me habían integrado a su grupo, y ahora yo era, por elección propia, parte de la misma organización clandestina/subversiva que ellos: el CISA, el Centro de Instrucción Superior Alternativa, que en algún momento partió como una escuela de oficios antiguos y después se transformó en este colectivo de personas que iban contra la corriente y actuaban bajo anonimato. No estaba segura de qué era exactamente lo que hacían: solo me habían asegurado que no seguían el camino fácil. Y con ellos, por primera vez, pude sentir que pertenecía a algo: con Malala, Alex, Dingdong, Turquito, Einar y Esperanza. Y con Benjamín, sobre todo con mi Benjamín.

    En los últimos meses había aprendido más del amor y del odio que en toda mi vida acumulada. Ningún docureality y ningún tutorial podrían haberme preparado para esa sensación de corazón expandido que me despertaba Benjamín, aunque al principio hubiera jurado que lo detestaba. Todavía no me creía que estuviéramos juntos, que me hubiera elegido a mí por sobre Esperanza y que fuera posible sentirme tan tranquila y estúpidamente feliz con él, a pesar de todo lo que sucedía alrededor nuestro.

    De lo que sí estaba convencida era del odio del director. Lo había palpado en el incendio, sin ir más lejos, del que me había salvado solo porque tenía gente a la que le importaba, como Benjamín, obvio, y Carter, que de un minuto a otro se había pasado a nuestro lado. Lo más terrible no había sido el fuego mismo, sino sentir el odio físico que al parecer Abarca dirigía contra mí solo porque yo existía, o por cosas sobre las que no tenía influencia ni control, como que mi abuelo me hubiera nombrado guardiana de la Reserva cuando nací o que mis papás fueran parte del CISA desde sus inicios. Una de las primeras cosas que iba a hacer en el norte, de hecho, era interrogar a mis progenitores sobre sus misiones furtivas y los secretos que me habían guardado desde que era chica.

    Porque al final, descubrí, el mundo a mi alrededor tenía muchos más misterios, interrogantes, engaños y posibilidades de lo que suponía. Este escape, la huida desde el colegio, significaba dejar atrás al director sádico y psicópata y a todos sus secuaces, pero sabiendo que de seguro, sin perder un instante, estarían planeando cómo continuar su persecución. Al mismo tiempo, nuestro viaje al desierto implicaría una nueva vida donde podría seguir disipando la neblina que antes confundía mis sentidos y vislumbrar qué era lo que nos podía deparar el futuro.

    Entonces, todo esto ¿cabía en la categoría de privilege problems? No, quizás no.

    Mis problemas ya no eran los de los privilegiados, ya no estaba sumergida en la ignorancia y la comodidad. Ahora me sentía, con humildad, una sobreviviente. Una sobreviviente con mucha suerte, que había perdido algo, pero que también había ganado muchísimo.

    CAPÍTULO 1

    AL ABRIR LOS OJOS

    –Blanca, despierta... Blanca, ¡despierta!

    Mi alarma intentaba despertarme, sin tregua y sin pausa.

    –Estaba soñando algo –gruñí al vacío, empeñada en mantener los ojos cerrados.

    –¿Algo bonito?

    –Sí, algo precioso, ni te imaginas –le contesté, como era mi costumbre, aunque sabía que a la alarma en realidad no le interesaba mi respuesta y tampoco podía imaginarla. No era tan sofisticada.

    –¿Me contarías tu sueño?

    OK, esa no era una de sus preguntas estándar. Abrí los ojos y vi que ahí, sentada sobre una esquina de la cama, que era un poco más dura y mucho menos interactiva de lo que me habría gustado, estaba mi mamá.

    Debe de haber visto mi sorpresa, porque se apresuró a agregar:

    –Todo está bien. Llegaste ayer al búnker y todo está bien.

    Por un minuto había olvidado lo que había sucedido en las últimas horas, pero las palabras de mi mamá trajeron de vuelta los recuerdos. Me incorporé y lancé un suspiro.

    –Todo está bien –volvió a decir.

    Y la repetición solo hizo más evidente que no era cierto.

    El día anterior había sido abrumador, pero permanecía nítido en mi cabeza. Sé que Benjamín me abrazaba mientras yo intentaba dormir, también mientras me ponía triste a ratos, como si estuviera tratando de consolarme, como si eso fuera posible.

    Veníamos viajando en un autónomo muy anticuado, de esos que no están sintonizados con el estado de los pasajeros y necesitan instrucciones verbales: más de una vez tuvimos que pedirle que bajara la temperatura, de manera más o menos amable según quién hablara. Había una versión extra polite, de Carter, una muy antipática, de Esperanza, y tres intermedias, de Benjamín, Dingdong y yo.

    Pero el autónomo se desplazaba suavemente sobre las vías superconductoras como cualquier otro, y tenía ventanas amplias para comprobar que no nos venían siguiendo y que a nuestro alrededor todo estaba despoblado. Por mucho que me esforzara, lo único que veía eran kilómetros y kilómetros de arena y rocas, componiendo planicies, cerros y montañas de toda la gama del café, desde #C3AC1F a #7E6D4B del código HEX, como hicieron notar mis contacts que escaneaban el terreno. Había descubierto una referencia interesante al respecto, un rato atrás, buscando información sobre el desierto: "La palabra viene del latín desertus, abandonado, participio del verbo deserere, que significa olvidar". Lo encontré muy pertinente; parecía que habíamos llegado ahí a perdernos en el olvido. Quise comentarlo con los demás, pero Esperanza me cortó en seco:

    –No deberías estar usando tus contacts. Pueden rastrearte y nos pones en peligro a todos.

    Estoy segura de que tuvo que morderse la lengua para no agregar: estúpida.

    Volví a guardar los pequeños discos en el bolsillo sin decir nada más. Tenía que recordar que no estaba entre mis más amigos –excepto por Benjamín, aunque él tampoco cabía solo en esa categoría– y que era mejor ser cuidadosa con mis comentarios. Además, si mantenía en off los lentes de contacto, como había hecho casi todo el camino, podía seguir ignorando los varios avisos que tintineaban en una esquina esperando que los abriera. Todavía no podía enfrentarme a ellos ni a Wunderbar, mi maravillosa aunque obsoleta tablet ultra plegable, con sus cientos de mensajes preocupados de mis amigas Cele y Ubi.

    De repente, sin previo aviso, el autónomo se detuvo en la mitad de las vías y no hubo forma de hacerlo andar: se lo pedimos nicely, después le gritamos un poco y hasta le suplicamos, pero nada. Miré a Benjamín de reojo. Ningún punto del paisaje desértico parecía razonable para detenerse y mucho menos para tener una avería.

    –No es una falla –intentó tranquilizarnos Benjamín–. Miren: el piloto automático está marcando el punto de llegada, o sea que este es nuestro destino.

    Abrió la puerta lateral hasta arriba y de inmediato pudimos sentirlo. El sol. Y el viento. Cada uno luchando por superar al otro. El sol que quería abrasarlo todo y el viento que quería derribarlo. Cerró la puerta de golpe y los cinco nos miramos.

    –Si nuestro destino es morir de calor y de sed, entonces estamos súper bien posicionados –comentó Esperanza en un tono cargado de ironía.

    –Yo no me pienso bajar –anunció Dingdong, con voz dramática–.Tengo provisiones para al menos setenta y dos horas. Afuera no sobreviviría ni dos. Debe de haber unos cincuenta grados Celsius. Los insectos del desierto como las vaquitas resistían condiciones extremas porque sabían esconderse; y este humilde ser humano, herido en la batalla, piensa hacer lo mismo.

    La verdad, Dingdong y su brazo vendado y sus historias de bichos no me despertaban mucha compasión, ni siquiera sabiendo que lo habían lastimado mientras intentaba ayudarnos a escapar del colegio. Mi sensación cerca de él era de irritación y agotamiento. O quizás era una nueva faceta mía, que había surgido después del atentado, al abrir los ojos y comprobar la maldad del mundo: la distancia.

    Como antídoto contra la lejanía, escuché que Benjamín conciliaba:

    –Creo que hay que ir a investigar por aquí cerca si es que encontramos algún sendero o una pista o alguna instrucción. Si quieren puedo ir yo.

    Carter Grayson se encogió de hombros:

    –Por mi parte hago lo que decida el resto –dijo.

    –Eso ya lo sabíamos –le respondió Esperanza secamente.

    Carter no le contestó, ni siquiera puso cara de enojo. Siguió mirando hacia afuera, indiferente.

    –¿Blanca, qué piensas tú? –preguntó Benjamín, después de unos segundos de silencio.

    –No podemos separarnos, de ninguna manera. O vamos todos o ninguno –dije, queriendo apoyar a Benjamín, aunque de hecho pensaba que lo más seguro era hacerle caso a Dingdong y quedarnos en el autónomo, donde al menos no íbamos a morir de calor, porque el sistema acondicionado seguía funcionando.

    –En el mapa que nos descargó Einar no aparece ningún camino secundario por acá –intervino Esperanza, revisando un mapa digital que, por el ángulo, solo ella podía ver bien–. Es un suicidio salir a buscarlo.

    –Pero tiene que estar cerca –Benjamín le discutió–. Es imposible que el sistema de geolocalización haya fallado, y aparte es lógico que en el mapa no aparezca la ubicación exacta del búnker porque, bueno, es secreta.

    –En ese caso, es un mapa súper útil –comentó Esperanza.

    –Era solo un plan B, en caso de que tuviéramos cualquier problema con el autónomo, para darnos una idea de dónde esperar ayuda.

    –También está la posibilidad de que alguien lo haya modificado, para que nos perdiéramos.

    Benjamín la miró con exasperación.

    –Solo digo que hasta ahora ha sido muy fácil el escape y que parece sospechoso –se defendió ella–. El mapa venía encriptado, pero alguien podría haberlo intervenido.

    –¿Alguien? ¿Cuándo?

    Esperanza iba a responder, pero Dingdong interrumpió.

    –Dejen de hablar tonteras, plis. Miren.

    Para nuestra sorpresa, o al menos para la mía, el piso del viejo autónomo resultó ser corredizo. En ese momento había comenzado a desplazarse hacia un lado y estaba dejando al descubierto un pequeño rectángulo sobre las vías, que tenía todo el aspecto de una escotilla.

    –¿Qué es eso? –pregunté.

    –Es el acceso al búnker, tiene que ser –contestó Benjamín.

    –¿En serio? –interrumpió Carter, interesado de repente.

    –¿Qué más puede ser? Insistieron en que llegáramos hasta acá en este autónomo específico, que era muy importante hacer el cambio en la stop-station y dejar ahí el que usamos para salir del colegio. Debe ser la forma que encontraron para que esta entrada al búnker no fuera obvia para alguien externo. Y me parece muy inteligente: a la velocidad a la que se viaja sobre estas vías, nadie podría detectarla, excepto un autónomo programado.

    –Bueno, supongamos que es cierto. ¿Cómo lo abrimos?

    –No sé, hay que probar.

    Benjamín pasó su dedo índice sobre la superficie rectangular, por si se activaba algún tablero, pero nada. Después lo intentaron Esperanza y Dingdong, y tampoco.

    Cuando me tocó a mí, solo tuve que acercar la mano para que se encendiera un pequeño rectángulo con cuatro casillas. Por el ángulo exterior del ojo alcancé a percibir la expresión de indignación de Esperanza.

    –Tiene una clave de cuatro dígitos, algo relacionado contigo, Blanca –hombrexplicó Benjamín, observando el identificador biométrico–. Alguna fecha importante, el año en que naciste, quizás.

    Negué con la cabeza.

    –Estoy casi segura de que es el año en que nació mi abuelo. Si reaccionó conmigo, tiene que ser esto. Con mi mamá lo usamos para... Bueno, whatever.

    Nunca era buena política revelar las claves frecuentes y menos frente a semidesconocidos y/o gente que me detestaba. Dejé la frase hasta ahí y escribí 2001 en el aire frente al rectángulo. De inmediato la escotilla se deslizó hacia un lado y dejó al descubierto un túnel de cemento de paredes lisas, apenas iluminadas, con una escalera metálica angosta que se perdía bajo tierra.

    –Ojalá nadie sea claustrofóbico –comentó Esperanza, y por su tono me pareció que esperaba justo lo contrario.

    Después, sin consultar con nadie, tomó su bolso y, con bastante gracia considerando las condiciones, se las arregló para poner sus pies sobre el primer peldaño y desaparecer en las profundidades.

    –Tiene serios problemas con el trabajo colaborativo –comentó Dingdong, a nadie en particular.

    El resto nos quedamos mirando la abertura del túnel como si estuviéramos hipnotizados, hasta que la oímos gritar:

    –¿Están muy cómodos allá arriba? Porque acá... acá no está nada mal.

    Sonaba casi contenta.

    Todos la seguimos, yo al final, detrás de Benjamín, que me apretó la mano y miró a su alrededor antes de internarse en la tierra. Parecía que a los demás no les importaba dejar el cielo atrás (o arriba) por quizás cuánto tiempo. A nosotros, sí. Yo también observé una última vez esos paisajes que no eran para nada familiares, y me produjeron un extraño escalofrío que no tenía que ver con el aire helado del autónomo. Inspiré hondo y comencé a descender.

    La puerta de la escotilla volvió a cerrarse sobre mi cabeza y dos segundos más tarde oí el zumbido ligero de un autónomo en movimiento: el nuestro, seguro, que se retiraba después de haber cumplido con su tarea.

    El tramo de escalera no era largo. Luego el pasillo conectaba con una cámara bastante amplia, luminosa y fría. En una de las paredes, de color blanco, había una serie de estantes transparentes con diferentes productos: pastillas de comida, cápsulas rehidratantes, microdrones y ropa cool-X para condiciones extremas, de distintas tallas y colores brillantes o cafés. En la pared opuesta había una banqueta y sobre ella una ranura que debe haber sido una cama deslizante.

    –Solo falta la música y mis galletas Earthcrickets, y estoy listo para quedarme aquí un buen tiempo –dijo Dingdong, satisfecho.

    A diferencia de Dingdong, a mí la cámara me produjo una sensación de intranquilidad. Me sentía como en una burbuja de aire, muy cómoda, pero atrapada en el suelo. No veía cómo íbamos a irnos de ahí, o cuándo, pero además estaba muy cansada, así que decidí ir hacia la banqueta y esperar sentada lo que fuera que sucediera luego. Benjamín se quedó inspeccionando los estantes, igual que Esperanza y Dingdong. Solo Carter permanecía de pie sin hacer nada, en ese estado zombi que venía practicando en las últimas horas.

    –Bienvenidos, los estábamos esperando –se oyó entonces, desde algún speaker en el muro. Era una voz femenina que nos sobresaltó a todos, porque no era una voz estándar de anuncio publicitario, sino una autoritaria, un poco áspera–. Nos alegramos de que hayan podido llegar hasta acá sin problemas.

    Uf, era muy nice escuchar esas palabras.

    –¿Quién habla? –preguntó Esperanza, frunciendo el ceño.

    –Soy la encargada de seguridad del búnker.

    –¿Puedes probarlo?

    Todos la miramos. Creo que a nadie más se le habría ocurrido dudar.

    –No voy a confiar tan fácilmente –dijo Esperanza, cruzándose de brazos–. Esto todavía podría ser una trampa.

    –Como si tuviéramos mucha opción –susurró Dingdong, apenas audible.

    –No puedo probarlo –respondió la voz–. Como miembro del Consejo Internacional para las Sociedades Anónimas, una de mis misiones es mantener oculta nuestra verdadera identidad. Nuestra evidentemente trágica tarea.

    Sus palabras quedaron resonando en el aire unos segundos y luego Esperanza descruzó los brazos y lanzó una carcajada.

    –¡Nett! –gritó–. ¡No te reconocí! ¿Por qué no nos dijiste antes que eras tú?

    –Hola, Espe –habló una voz más juvenil y menos confiable que la anterior–. Es un requerimiento de protocolo, por el nivel de alerta en que nos encontramos. Pero acabas de desbloquearlo.

    –¿Qué le pasó a tu voz?

    –Estoy probando algunas variaciones.

    –¿Quién es Nett? –tuve que preguntarle directo a Esperanza.

    Ella volvió la cabeza y me miró, borrada toda sonrisa de su cara.

    –Solo una de mis mejores amigas –contestó, como si fuera algo de conocimiento obligatorio universal.

    –¿De dónde la conoces?

    Sorry, estoy conversando –dio media vuelta para no tener que verme–. Nett, no ubicaba esta entrada, ¿cuánto dura el trayecto hasta allá?

    –Doce segundos –fue la respuesta que obtuvo–. Los transportadores están listos para ustedes.

    –Ah, perfect.

    –¿Cómo supo Esperanza quién era la que nos dio la bienvenida? –me acerqué a Benjamín para preguntarle.

    –¿Quién, Nett? Es un código que ella usa. Las primeras letras de cada palabra en la frase nuestra evidentemente trágica tarea, son ene-e-te-te. Que forman el nombre Nett.

    –OK, pero ¿cómo sabía Esperanza

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