EN PRIMERA PERSONA
“Diana, hay una persona sentada en la silla junto a usted”.
Aquellas palabras resonaron en mi cabeza como si tratara de recuperarme de un shock.
“¿De verdad he dicho yo eso?”, me pregunté, todavía aturdido mientras los ojos asombrados de la joven que permanecía sentada al otro lado de la mesa seguían fijos en mí. Todavía hoy me resulta difícil creer que una persona con mi pragmático y científico pasado pronunciara realmente esas palabras. Sin embargo, habían salido de mi boca exactamente así, de forma instintiva, sin control.
¿Qué estaba diciendo? Puede que efectivamente me estuviera volviendo loco.
Diana era una mujer de unos cuarenta años, no muy alta y con ligero sobrepeso, de cabellos castaños de longitud media, con reflejos rubio ceniza. Llevaba unos pantalones vaqueros y una blusa color albaricoque. Tenía algo especial, quizá fuera la mirada. Estaba allí, en la butaca situada frente a mí, con una persona anciana sentada a su lado. Una persona anciana que solo yo veía.
–“¿Cómo es?”, preguntó con un hilo de voz.
Me escuché a mí mismo describir a un hombre no muy alto de cabello corto y negro, con una incipiente calvicie en la parte superior de la cabeza. De complexión delgada, vestía una camisa blanca, ligeramente desabrochada, y
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