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El oro de la corona
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El oro de la corona
Libro electrónico80 páginas1 hora

El oro de la corona

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Información de este libro electrónico

Martín, el protagonista de esta novela, es un adolescente al que le gusta recorrer las calles de Valparaíso. En uno de sus paseos es raptado y obligado a entrar a robar a la casa de un viejo inglés que vive hace mucho años en Chile, lo que lo involucra en un misterio que tiempo atrás quedó sin resolver. Entre la magia de Valparaíso y el enigmático paisaje de Chiloé, Martín da un vuelco importante en su vida, descubre la importancia de la amistad y se sorprende con el inicio de un nuevo amor.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento2 sept 2017
ISBN9789561231740
El oro de la corona

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    El oro de la corona - Sara Bertrand

    Viento Joven

    ISBN edición impresa: 978-956-12-2978-5

    ISBN edición digital: 978-956-12-3174-0

    1ª edición: julio de 2017.

    Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.

    Editora: Camila Domínguez Ureta.

    Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

    Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

    © 2012 por Sara Bertrand Donoso.

    Inscripción Nº 216.355. Santiago de Chile.

    © 2017 de la presente edición por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A. Santiago de Chile.

    Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.

    Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

    Teléfono (56–2) 2810 7400. Fax (56–2) 2810 7455.

    E–mail: zigzag@zigzag.cl

    www.zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

    Índice

    I La máquina de escribir

    II Alice Petersen Brown

    III Hecho humo

    IV Las sospechas de Brown

    V La más linda de la clase

    VI De vuelta al Cerro Barón

    VII Brown no estaba solo

    VIII Las sospechas de José

    IX La Gringa

    X Mentiras, mentiras

    XI El Flaco

    XII Castro: Búsqueda aparte

    XIII El parque de Tepual

    XIV Nada fue un error

    I

    La máquina de escribir

    –Debí suponerlo –se lamentó Martín mientras se dejaba conducir por las calles semi oscuras.

    –¡Chist!

    –Por qué fui tan tonto –se quejó entre dientes.

    –Deja de cuchichear mocoso y ándate tranquilo mejor será –gruñó el hombre que lo conducía y el niño sintió la presión de sus dedos incrustados en los hombros.

    No intentó arrancar. ¿Para qué? Era inútil pelear contra esa mole de dos metros de alto si apenas le llegaba al pecho.

    Subieron uno de tantos cerros del puerto, estaba oscuro y el chico lo miró de soslayo intentando reconocer en su rostro grueso y anguloso la cara de alguno de los jóvenes de su villa. Siempre lo molestaban. Lo paraban en la calle y le decían:

    –Yo soy tu padre –imitando la voz de Darth Vader.

    Se reían porque no tenía papá. Al menos, no a la vista. Su padre –¿cuántas veces se lo habían repetido?– se había ido a trabajar en las minas de cobre y no volvió. No que él recordara y que sirviera para decir que existía de carne y hueso. De todos modos, su mamá se empeñaba en remarcar que tenía que estar agradecido –¿agradecido de qué?, se preguntaba él– porque pagaba su colegio y enviaba puntualmente dinero para su alimentación.

    –¿De qué sirve si no viene? –le preguntó una vez y su mamá le estampó una bofetada en la mejilla.

    –¡Malagradecido! –dijo y él no volvió a preguntar ni a decir nada, pero su rabia creció revolviéndole el estómago, apretándole la garganta para finalmente salirle por los ojos cada vez que lo escuchaba nombrar. ¿Qué le costaba aparecer una vez? Con eso bastaría para callar a tantos y demostrar que él no era un hijo de nadie.

    –No tengas miedo, mocoso, no te voy a hacer nada –dijo el hombre; Martín no tenía miedo, más bien, curiosidad.

    Lo alcanzó cuando venía del puerto, en plena calle. Le gustaba ir a mirar a los pescadores limpiar sus redes al atardecer, la quietud de las grúas, y los botes y barcos meciéndose flojos. Se sentaba en las escalinatas y esperaba que oscureciera. Le gustaba estar solo. Su madre insistía que era porque estaba creciendo; que pronto tendría la cara llena de acné, cambiaría la voz y odiaría al mundo. Pero su mamá no entendía, a él no le importaban las espinillas ni los gallitos en la voz, por el contrario, ansiaba crecer, largarse si fuera posible. Valparaíso estaba bien, pero no conocía Antofagasta ni Santiago ni los bosques ni lagos ni menos los volcanes del sur.

    Los pescadores le decían gringuito porque tenía el pelo rubio y los ojos azules, igual de intensos que los de su padre, según su mamá. Se lo repetía cada vez que le tomaba la cara para darle un beso y él hervía de rabia por esa ausencia que se hacía más pesada.

    ¿Cuántas veces le advirtió que el puerto era peligroso y que no anduviera solo? Su madre se pondría furiosa de saber. Porque venía distraído, pensando en el día en que llegaría a Antofagasta buscando a un señor de apellido Ramírez y de nombre Pedro, sí, porque a su padre lo buscaría y le diría unas cuantas palabras. De su padre invisible había heredado esa delgadez raquítica, sus ojos azules y la rabia que anidaba en sus venas. ¿Todos los padres donarían cosas inútiles?

    Entonces, no se percató que lo seguían y cuando escuchó

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