Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La época de la neblina
La época de la neblina
La época de la neblina
Libro electrónico242 páginas3 horas

La época de la neblina

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Blanca nunca ha ido al colegio, exceptuando las clases que recibe en casa, con compañeros y profesores virtuales. Afuera, el sobrecalentamiento, la contaminación y la insaciable ambición humana han creado un mundo desértico y hostil. Pero la vida de Blanca da un vuelco cuando sus padres la llevan a una de las últimas reservas naturales del mundo, mantenida en secreto por una misteriosa organización clandestina. Pero además, para su sorpresa y horror, le informan que deberá quedarse en un internado mientras ellos viajan al desierto. Allí, Blanca conoce a nuevos amigos y tal vez el amor, pero también descubre terribles secretos sobre los poderes que rigen a la humanidad.
IdiomaEspañol
EditorialZig-Zag
Fecha de lanzamiento12 dic 2015
ISBN9789561228511
La época de la neblina

Lee más de Josefina Hepp

Relacionado con La época de la neblina

Libros electrónicos relacionados

Para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La época de la neblina

Calificación: 3.8333333333333335 de 5 estrellas
4/5

6 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La época de la neblina - Josefina Hepp

    e-I.S.B.N.: 978-956-12-2851-1.

    1ª edición: junio de 2015.

    Gerente editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.

    Editora: Camila Domínguez Ureta

    Asistente editorial: Camila Bralic Muñoz.

    Director de arte: Juan Manuel Neira.

    Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

    © 2015 por Josefina Hepp Castillo.

    Inscripción Nº 253.276. Santiago de Chile.

    © 2015 de la presente edición por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Inscripción Nº 253.008. Santiago de Chile.

    Derechos exclusivos de edición reservados por

    Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

    Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.

    Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

    Teléfono 56 2 28107400. Fax 56 2 28107455.

    www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl

    Santiago de Chile.

    El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni

    en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico,

    ni electrónico, de grabación, CD–Rom, fotocopia,

    microfilmación u otra forma de reproducción,

    sin la autorización escrita de su editor.

    Índice de contenido

    Capítulo I El canto de las ranas en las tardes

    Capítulo II La puerta se cerró, silenciosa

    Capítulo III Una vaga sensación de bienestar

    Capítulo IV ¿Quieres ser conmigo?

    Capítulo V Cuando todavía cualquier cosa es posible

    Capítulo VI Que la corriente te arrastre

    Capítulo VII Puras ilusiones

    Capítulo VIII Después de haber llorado

    Capítulo IX Uno o cero

    Capítulo X Un lujo que solo algunos pueden darse

    Capítulo XI Mejor arrancar las malezas

    Capítulo XII Una víctima de los tiempos

    Capítulo XIII Sin tanta neblina

    Capítulo I El canto de las ranas en las tardes

    Cuando era chica soñaba con conocer un bosque. Recuerdo que a veces despertaba, y antes de abrir los ojos, imaginaba que afuera había muchos árboles con hojas de distintas formas, y pájaros y nidos en las ramas... Por supuesto, habría bastado con activar la pared digital en mi pieza y seleccionar el modo Natural ways o algo así; pero es que ahí los árboles se veían tan mansos, tan similares, tan asépticos, que realmente no lograban convencerme.

    Esas mañanas, en que amanecía nostálgica por una época que en realidad no conocí, prefería mirar por la ventana hacia el mar de edificios, que a mis ojos eran como olas petrificadas y grises, y pasear la vista hasta donde se perdían el cemento y el metal en el horizonte. Me quedaba unos segundos pensando en el abuelo, en sus historias sobre su infancia en el campo, con excursiones a los bosques y paseos en el lago y a caballo, y no podía consolarme por haberme perdido todo eso. El esfuerzo que hacía por describir el canto de las ranas en las tardes sugería que no había nada más reconfortante. Pero el campo había sido vendido, desmantelado, construido encima, demolido, reconstruido y así, como todo aquí.

    Eso era algunas mañanas. Otras, me levantaba de un salto y mientras la cama se replegaba y mi música sonaba, yo me vestía cantando, ajena a todo lo que acontecía a mi alrededor. Eran días despreocupados, con algunas añoranzas, pero sobre todo con infinitas comodidades, con deseos cumplidos al instante.

    Ahora es distinto. Vivo en estado de alerta, como si esperara la noticia de que el mundo se va a acabar de un minuto para otro. Sin embargo, no cedería mis incertidumbres actuales por las comodidades de entonces. Y tengo clarísimo en qué momento ocurrió el cambio.

    El día de mi cumpleaños número quince desperté feliz. Bajé a tomar desayuno esperando unos cuantos paquetes de regalo apilados en la mesa, pero no había ninguno, solo un sobre de esos antiguos, de papel amarillento, que se guardaban en el baúl de los recuerdos como si fueran objetos de culto. Mis papás me saludaron como si nada y yo, un poco ofendida, me puse a tomar mi batido y los ignoré.

    Después recapacité. El que hubieran usado un sobre en realidad tenía que significar algo importante. Lo abrí con cuidado, sin romperlo, mientras mi papá cantaba el Feliz Cumpleaños. Adentro, había una única tarjeta que decía, en letras grandes escritas a mano: Vale por un paseo a una de las últimas reservas de naturaleza. Más abajo venía un dibujo más bien tosco, también a mano, de un grupo de árboles, un par de pájaros, unas nubes y nosotros tres con caritas felices, seguramente obra de mi madre.

    Los miré sorprendida y frustrada. Con quince años alcanzaba la primera mayoría de edad, y ya estaba capacitada para votar en algunas instancias. No me esperaba que justo en esta fecha quisieran hacerme una broma. Y una, más encima, tan poco elaborada.

    –¿La idea es imprimirme un par de árboles? –pregunté, molesta.

    –Las impresoras siguen avanzando, pero no podrían imprimir lo que vamos a ver hoy día. Es en serio, Blanca –respondió mi mamá–. Tu papá se averiguó el lugar exacto y consiguió permiso. Así que anda a arreglar tus cosas, nos tenemos que ir ya.

    No necesité más argumentos. Si era broma, podría enojarme después; por ahora prefería pensar que era cierto. Decidí, además de la limpieza regular con vapor, usar bloqueador atomizado, y luego agarré todo lo que se me ocurrió que podría necesitar: la chaqueta para inundaciones, un kit de sobrevivencia multiclima, el tesoro que había heredado del abuelo –un libro antiquísimo sobre árboles–, mis anteojos de realidad aumentada, la tablet de bolsillo –a la que llamaba Wunderbar, porque la consideraba una maravilla: podía plegarse y caber en cualquier parte, y aunque ya estaba obsoleta, me seguía pareciendo un fenómeno– y un paralizador de bolsillo, por si acaso. Ni idea qué peligros acechaban en la naturaleza.

    Partimos en el autónomo, que avanzaba suave y silenciosamente sobre las vías magnéticas. Por mucho rato no hubo ninguna novedad: los mismos edificios colosales de siempre, de paneles, de cristales, de metal, que impedían ver el paisaje, si es que había algo más que ver. El piloto automático iba marcando la distancia recorrida y yo vigilaba la pantalla, de manera obsesiva, cada veinte segundos. Así debe haber pasado una hora, y de a poco, los edificios se fueron haciendo más bajos, más esporádicos, hasta que finalmente desaparecieron, y en su lugar surgió... nada. Un gran plano de nada y unos cerros de roca pura.

    Un ojo robótico entrenado quizás habría sido capaz de detectar animales, insectos y otros organismos vivos, pero a la distancia que yo miraba parecía un terreno abandonado a su propia muerte. Con razón nadie se entusiasmaba con visitar las afueras, al menos no a esta velocidad. La mayoría se desplazaba en hipertren para ir de una ciudad a otra.

    –Así que esto es el desierto –comenté, más para mí misma que para los demás.

    –Esto es parte del Gran Desierto, no es el desierto –respondió mi papá, con su habitual manía de promover la precisión en el lenguaje.

    –Mmm –le respondí, con poco interés.

    Había empezado a dudar de la existencia de la Reserva y de su espectacularidad. Quizás era mejor idea bajar las expectativas. Imaginé un montón de arbustos instalados en fila, podados con formas geométricas, encapsulados en cámaras adiabáticas transparentes, regados por un robot del año uno, y pensé que me daría por satisfecha si la Reserva era cualquier cosa mejor que eso.

    El paisaje desértico siguió, mezclado de vez en cuando con restos de poblados abandonados –construcciones en ruinas, antiguos edificios de materiales y colores que no se usaban desde que se instauró la norma de prohibición de tonos oscuros para no absorber el calor–, pero al rato también cambió. Después de una pendiente pronunciada, frente a nosotros comenzó a alzarse un muro gigantesco, que debe haberse extendido por kilómetros, como si estuviera conteniendo un enorme secreto. Mi corazón saltó en anticipación. Bajar las expectativas, me dije, pero no me hice caso.

    Al fin nos detuvimos frente a una gran puerta blanca adosada al muro. En la pantalla del autónomo apareció una cara digital neutra que pidió que nos identificáramos. Cada uno acercó su mano para el escaneo y cuando llegó mi turno, la cara sonrió y dijo: Feliz cumpleaños, Blanca. Espero que disfrutes tu visita. Luego desapareció.

    Pensé que íbamos a seguir avanzando, pero entonces mi mamá se dio vuelta y me miró con expresión seria.

    –Blanca –dijo–, yo también espero que disfrutes la visita. Pero necesito que antes nos prometas una cosa. No puedes contarle de esto a nadie. No hagas ningún registro, ninguna selfie, no uses tus anteojos. Es un lugar privado y conseguimos autorización para entrar como favor personal de un colega de tu papá.

    –Es un privilegio estar acá –agregó él–, y la gente que cuida este lugar es muy celosa. Que nos dejen venir es una muestra de confianza y nosotros extendemos esa confianza hacia ti, porque ya tienes quince años y creemos que eres responsable. Así que ninguna palabra a nadie.

    –Bueno –dije–, pero igual cualquiera puede examinar el lugar todo lo que quiera con imágenes satelitales, ¿o no?

    Me parecía un poco extraña, por no decir ridícula, la noción de poder mantener algo en privado en esta época.

    –Hay muchas formas de hacer que algo sea invisible –respondió mi papá–. De todos modos, eso no es problema nuestro. Lo único que nos piden es que no hablemos.

    –Prometo solemnemente quedarme callada –dije con voz de drama.

    –No es un juego, Blanca –volvió a arremeter mi mamá–. Pensábamos que podías entenderlo.

    –Ay, ya, sí entendí. –Aunque lo encuentro una exageración, pensé–. En serio, lo prometo. ¿Podemos ir ahora?

    Mis papás se miraron y asintieron. Vamos, dijo mi mamá, el autónomo se puso en marcha y el portón, lentamente, comenzó a abrirse.

    Para mí fue el umbral que marcó el antes y el después en mi vida. No solo por lo que entonces pude contemplar, sino por todo lo que vino más adelante. Al traspasar el área del portón, hasta el olor del aire se sintió distinto. Ya no era uno de esos aromas evidentemente artificiales –alpine fresh, pure air, sinfonía de cítricos– que lanzaban en las noches desde las estaciones descontaminantes en distintos puntos de la ciudad; era algo salvaje, fresco, insospechado, que según yo, llenó y limpió instantáneamente mis pulmones y aclaró mi mente. Algo así debió haber sido lo que sentía el abuelo en su campo, lo que comentaban los poetas antiguos, olores vivos.

    El camino en el que nos encontrábamos era de tierra, pero a los lados iban asomando árboles de diferentes tamaños con hojas en varios tonos de café, rojo, amarillo y verde, que sonaban al moverse con el viento. Y entre las ramas o en el suelo, pájaros, pájaros de verdad. Pequeños y curiosos y saltones, observando atentamente nuestros pasos cuando nos bajamos del autónomo, emitiendo cantos por su propia voluntad, no porque se hubiera activado un ringtone. Y atrás, la cordillera parda, magnífica, permanente. Creo que nunca la había visto así, tan despejada.

    –¿Te gusta? –preguntó en algún minuto mi mamá.

    Asentí, pero no respondí. Porque no era que la Reserva me gustara, no cabía en esa palabra. Ni idea si se trataba efectivamente de un bosque –era muy distinto a lo que el abuelo me había descrito y a lo que había visto alguna vez en pantalla– pero para mí, era el lugar más lindo del mundo, en el mejor día de mi vida. Sin exagerar.

    Y en un instante, como un retroascensor, se vino abajo.

    Después del almuerzo tardío –con una manzana de verdad para celebrar la ocasión–, a la sombra de unas rocas gigantescas, decidimos seguir caminando. Me quedé un poco atrás, observando un árbol sospechosamente parecido a otro descrito en el libro del abuelo: el quillay. Tremendo ser inmóvil, pensé. Lo miré con atención: quería descubrir los frutos con forma de estrella que se suponía que crecían en las ramas. Mi familia había seguido caminando por una pendiente hacia abajo, hacia un estero, había dicho mi papá, contento con su mapa digital que iba proyectando sobre el suelo, y como si lo de estero significara algo para alguno de nosotros.

    Gran triunfo. Encontré uno de los frutos –duro, café y con cinco puntas perfectas–, y sin pensarlo y casi sin mirarlo, para levantar menos sospechas si es que había una cámara cerca, lo arranqué. Sabía que de seguro estaba prohibido y que había prometido no hacer algo por el estilo, aunque no explícitamente eso, pero fue superior a mí, casi un reflejo; necesitaba guardar algo del sitio, un testamento. Guardé la pequeña estrella en mi bolsillo y corrí ladera abajo.

    Al llegar donde estaba el resto, me encontré con un espectáculo extrañísimo. Mis papás, sin zapatos, mojándose los pies en lo que parecía una tubería de agua, excepto que sin tubería.

    –¿Qué hacen? –les pregunté.

    –Es el estero, ¿no ves? Esto es lo que hace uno en los esteros –respondió mi papá.

    –¿No es peligroso?

    –¿Cómo podría ser peligroso?

    –Debe estar ultra contaminado.

    –No creo.

    Lo observé más de cerca. De hecho se veía limpio, pero eso no significaba nada.

    –¿De dónde viene y a dónde va toda esta agua? –le pregunté a mi papá.

    –¿La verdad? No tengo idea –contestó él–. Y en este momento no me importa. Solo me importa que exista.

    Mi mamá entornó los ojos y agregó:

    –Ven a sentarte con nosotros.

    Con un poco de desconfianza, les hice caso. Y descubrí que era absolutamente maravilloso. Un ruido leve y como cristalino nos acompañó, mientras a nuestro alrededor se posaba la tarde, y nuestros pies se iban tiñendo de algún color indefinido.

    –¿Estás feliz, Blanqui? –habló de repente mi mamá.

    –Sí, totalmente –respondí–, es lejos, lejos el mejor regalo.

    Pensé que me iba a sonreír satisfecha; pero cuando la miré estaba triste, o preocupada, o algo parecido.

    –¿Qué pasa? –pregunté.

    Pareció que iba a decir algo, pero se arrepintió y negó con la cabeza. Y mi mamá no es de las que se quedan calladas.

    –Ya, ¿qué pasa? –insistí, empezando a preocuparme.

    Todavía se demoró unos segundos. Al final dijo:

    –El abuelo... él también me habló mucho de lugares como este. Por eso sé las ganas que tenías de conocer uno, porque yo también las tenía. Y si las cosas fueran distintas, créeme que habrían tenido una parte más importante en tu vida. Pero la realidad es otra, y pienso que... igual hay cosas buenas en este momento. Y lo mejor para ti es entender eso y adaptarte a esta realidad, y no enfocarte en lo que no tienes...

    La miré con curiosidad. No estaba segura a dónde quería llegar con ese discurso.

    –Mamá, yo sé eso, y la verdad no tengo ningún problema de adaptación. ¿O encuentras que sí?

    –No –respondió, y me sonrió con tristeza.

    –¿Entonces? –volví a preguntar, y me volví hacia mi papá, para ver si él podía aportar más claridad.

    –Tu mamá anda sensible, eso es todo.

    –¿Por qué? –Se me ocurrió una posibilidad, aunque muy improbable–: ¿Voy a tener un hermano?

    –No –volvió a decir mi mamá, y su cara era tan triste que decidí que la noticia no era positiva.

    –Por favor no me digan que se van a separar.

    –No, Blanqui, no es nada tan dramático –contestó mi papá–. Lo que pasa es que me van a transferir.

    –¿Así como cambiar de puesto?

    –Más bien, de ciudad.

    Abrí mucho los ojos; de todas las cosas que pensé que me iban a anunciar, esta era bastante menos terrible, pero bastante más inesperada.

    –¿De ciudad? ¿A dónde?

    –Al norte.

    –¿Al norte? ¡Pero allá no hay nada! ¡Hay puro desierto!

    –Bueno, eso es algo. ¿O crees acaso que es como un hoyo negro, tragándose todo lo que se le acerque?

    No estaba de humor para responder eso.

    –¿Cuándo? –insistí.

    Hubo un silencio. Mis papás cruzaron una mirada y supe que había algo más.

    –Partimos en un mes.

    –¿Un mes? ¡Es muy luego! Necesito organizar un montón de cosas y comprar todo lo urgente que no pueda encontrar allá... Aunque igual llega delivery, ¿cierto?

    –No vas a tener

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1