El violinista de los brazos largos
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Esta muy bueno muy pero muy bueno lo recomiendo mucho
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El violinista de los brazos largos - Ana María Güiraldes
1ª edición: mayo 2016.
ISBN Edición Digital: 978-956-12-2743-9.
ISBN Edición Impresa: 978-956-12-2741-5.
Gerente Editorial: Alejandra Schmidt Urzúa.
Editora: Camila Domínguez Ureta.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 1992 por Ana María Güiraldes Camerati.
Inscripción Nº 89.870. Santiago de Chile.
© 2014 para la presente edición por
Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Inscripción Nº 241.308. Santiago de Chile.
Editado por Empresa Editora Zig–Zag, S.A.
Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.
Teléfono (56–2) 2810 7400. Fax (56–2) 2810 7455.
E–mail: www.zigzag.cl / E-mail: zigzag@zigzag.cl
www.editorialzigzag.blogspot.com
Santiago de Chile.
El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.
Índice
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
QUINCE
DIECISÉIS
DIECISIETE
DIECIOCHO
DIECINUEVE
VEINTE
VEINTIUNO
VEINTIDÓS
VEINTITRÉS
VEINTICUATRO
A María Ignacia.
Uno
El anciano doctor Dulcelino Lepe desayunaba con toda calma su leche con canela, acompañado por los revoloteos del canario que volaba libre por la habitación y la música de violín que se escuchaba desde la ventaba del vecino. De cuando en cuando levantaba sus ojos del periódico y movía la cabeza para seguir el compás. Era una composición muy hermosa, aunque llena de sonidos cambiantes: cuando la música parecía un comienzo de fiesta, de súbito los compases se transformaban en un lamento largo y agudo; venían nuevamente las notas rápidas y felices, y otra vez llegaban los momentos sombríos. Se levantaban los sonidos alegres… y caían los tonos tristes. Por eso, escuchando, el doctor no sabía si estar contento o apenado.
En todo caso, era agradable la mañana con un lejano violín.
Hasta que una nota, la más aguda y fina, vibró largamente y terminó de agotarse en el aire.
Silencio.
Un largo silencio.
Después se escuchó un grito que hizo remecer los vidrios del comedor. Dulcelino Lepe abrió sobresaltado sus pequeños ojos grises y el canario lanzó un pitido asustado. Luego de un titubeo, el doctor se levantó y salió con pasitos rápidos hacia el jardín. En la puerta se quedó escuchando con la boca abierta: ahora le llegaba el rumor de unas quejas suaves de la casa de al lado. Abrió la reja y corrió a la puerta de su vecino.
–¡Amigo, Josefo! ¿Estás vivo o muerto? –preguntó el anciano desde afuera.
–Empuje la puerta, doctor –dijo una voz quejumbrosa.
Dulcelino Lepe obedeció. Allí, tendido en el suelo, con el violín sobre el pecho y más pálido que de costumbre, el profesor de música miraba al vacío con ojos aterrorizados.
–¿Qué te pasó, Josefo? –preguntó el docto Lepe, inclinándose para examinarle las pupilas.
El hombre seguía sin moverse ni responder. Giró la cabeza hacia el rostro arrugado del doctor, y su voz fue la de un enfermo:
–Doctor… ¡Acabo de crecer!
El doctor Dulcelino Lepe lanzó una risita cascada y lo miró con simpatía. Luego, otra risita, en espera de que su amigo riera también para terminar con el chiste, pero Josefo Espineta solo dijo con tono adolorido:
–¡Si no me cree, mire, doctor! –y con un dedo le indicó sus piernas.
El anciano desvió sus ojos hacia los pantalones de su vecino; los recorrió desde las rodillas hacia abajo y se detuvo en los calcetines de elásticos vencidos.
–Óyeme, hijo, aparte de que tus pantalones están bastante sucios, no veo nada más –respondió el doctor.
Entonces, Josefo Espineta, el flaco y melenudo profesor de violín que siempre andaba con las camisas gastadas, porque invertía su dinero en partituras, repitió con voz angustiada la frase que diría muchas veces:
–Doctor, me voy a morir. Siento que se ha estirado cada músculo y cada hueso de mi cuerpo.
El anciano doctor Lepe observó el rostro angustiado del joven. Él sabía que Espineta era un músico talentoso. Desde hacía tiempo conocía su obsesión por la sonata que había comenzado a componer desde la noche en que tuvo un sueño con una muchacha que nunca recordaba al despertar. Pero Josefo no estaba loco. Así es que trató de poner atención para que su mente captara todo.
El violinista restregaba a dos manos su cara delgada y su mentón puntiagudo, como para sacarse la angustia:
–Yo estaba tocando tranquilamente el violín. Me sentía cansado, ya que durante la noche terminé de componer mi sonata Juego de Estrellas
–su expresión cambió en un segundo del miedo a la alegría.
–¡Te felicito, hijo! –exclamó el doctor, dándole una palmadita en una rodilla.
–Gracias. Como le digo, terminé mi sonata… –se detuvo y miró al doctor, asustado–: ¿No lo habré molestado, o sí?
–No te desvíes y sigue contando, Josefo –se enfurruñó el anciano.
–Cuando concluía con un do sostenido en vibrato –movió su índice izquierdo en el aire, como si tuviera su instrumento afirmado en el mentón–, sentí un cosquilleo en mis músculos y una crujidera espantosa… y en esos instantes… ¡vi que me elevaba! ¡Me elevaba, doctor Lepe! ¡Mi cuerpo crecía en medio de un dolor tan terrible de músculos y huesos que me desmayé!
El hombrecillo calló con expresión más aterrada que adolorida. Y recién el doctor se dio cuenta de que los pantalones de Josefo le quedaban mucho más arriba de los tobillos y las mangas de la camisa dejaban ver sus antebrazos.
–¡Tengo los dedos de los pies encogidos dentro de los zapatos! ¡Y los dedos de las manos… sé que me crecieron los dedos! –gimió Josefo Espineta, agitándolos en el aire.
El doctor no supo qué decir. Jugueteaba con su corbata de humita y miraba a su vecino sobarse piernas y brazos, y arquear su espalda con gestos de dolor.
–Mira, hijo… –Dulcelino Lepe pensó un poco–, puede ser un crecimiento repentino por un asunto óseo… Hummm… debido a un golpe hormonal… He leído de casos como este… Hummm…pero no me crees ni una palabra… –el doctor interrumpió su discurso con un suspiro desalentado.
–Sí, sí le creo… –respondió Josefo Espineta.
El doctor escuchó los ruidos de huesos de las piernas del músico, lo veía dar vueltas por el pequeño y modesto saloncito. ¡Claro que estaba más alto! Aunque su nueva estatura podía pasar inadvertida, no faltaría alguien observador que lo notara. Pero eso no era lo más importante. Lo más importante era que Josefo había crecido de repente, y eso no era normal.
Josefo sacó con torpeza un peine de su bolsillo y alisó sus mechones ondulados:
–Ya me atrasé para la clase de la pequeña de los Abelari. Doctor, alcánceme el violín, por favor.
Iba a salir y se detuvo para agregar con una repentina sonrisa:
–Hubo algo bueno en todo esto: cuando estaba desmayado, soñé nuevamente… Ahora fue un sueño mucho más largo, como premio por haber terminado mi sonata. ¡Y ella ahora cantaba mi Juego de Estrellas
!
Pero, como me pasa siempre… ¡ya no recuerdo su rostro!
Y luego de un violento cabezazo en el dintel de la puerta, salió de un solo largo paso a la calle.
El doctor Dulcelino Lepe se quedó hablando a media voz. Su figura se hundía en el desteñido tapiz escocés del sillón del músico. ¿Qué diablos le sucedía al cuerpo de Josefo?
Durante los dos días siguientes Josefo Espineta se acostumbró a caminar con la cabeza agachada para disimular su aumento de estatura. Así evitaba preguntas que no habría sabido explicar y también se libraba de golpetazos cada vez que entraba en alguna habitación. El asunto de la ropa más corta no le importó demasiado, pero tenía los pies adoloridos y lamentó carecer de ahorros para comprarse otro par de zapatos. Aunque lo que más le incomodaba era el nuevo tamaño de sus manos, que le impedía tocar como antes el violín. Se consolaba pensando que solo tendría que practicar con mayor frecuencia y, quizá, al cabo de unos días lograría el dedaje acostumbrado.
Sin embargo, solo una persona en el pueblo sería capaz de descubrir la nueva estatura de Josefo Espineta: la modista Juana Laguja.
La llamaban así no solo por su profesión, sino también por sus comentarios agudos y punzantes. Muchos la temían por su capacidad de reunir chismes, pero pocos eran los que no caían en la tentación de escucharla. Era frecuente verla rodeada de mujeres y hombres que bebían sus palabras con avidez y luego se iban a sus casas sabiendo algo increíble de algún amigo. Entonces, recién se les ocurría que más tarde serían ellos víctimas de sus chismes.
Y, por supuesto, fue Juana Laguja la primera en notar algo extraño en Josefo Espineta al verlo atravesar la plaza.
El músico caminaba con el estuche del violín aferrado a dos manos y su rostro se veía nervioso y tenso. Pero no fue eso lo que llamó la atención de Juana Laguja: sus ojos expertos se desviaron a los pantalones que ella misma había confeccionado a Josefo dos meses atrás y que ahora le dejaban los calcetines completamente al descubierto.
La mujer lo siguió a corta distancia. Lo abordó cerca de la fuente de agua y Josefo de inmediato se sentó en el borde de piedra y mojó un pañuelo, fingiendo refrescar su frente.
–¿Calor, no? –comentó el violinista.
–¿Calor en otoño, maestro? –se burló la mujer, con las pupilas fijas en los pantalones negros.
–Era una broma –sonrió Josefo con timidez.
–¡Para otra vez compre una buena tela, porque esa se le encogió, maestro Espineta! –dijo la mujer, levantando una ceja.
–Sí, sí… –balbuceó el músico, tapando sus piernas con el estuche del violín.
–¡Lo digo para que después no se comente que yo no sé tomar las medidas! –insistió Juana Laguja, con voz fuerte para que escucharan los que pasaban por allí.
–Claro… buenos días, estoy retrasado… –se excusó el violinista y echó a caminar seguido por la mirada inquisitiva de la mujer.
En esos momentos se acercaban unos niños. Venían de vuelta de la escuela y daban grandes saltos para liberar las energías reprimidas durante la inmovilidad en la sala de clases.
–¡El maestro Espineta, el maestro Espineta! –gritó, al verlo, una niñita de largas trenzas rojas.
Corrió hacia él, le tomó la mano como si le perteneciera, y miró a sus amigos con aire de superioridad.
–Desde hace una semana es mi maestro de música y yo soy su mejor alumna.
Josefo acarició con aire ausente las trenzas de la niña, que le pidió en tono autoritario:
–Maestro Espineta, interprete algo para mis amigos.
Josefo pareció no escuchar.
–¡Maestro! ¿Está sordo? –insistió ella.
El violinista pestañeó, como si recién se diera cuenta de lo que sucedía y sonrió al grupo que lo observaba.
–Claro, claro…
–Pero no se equivoque tanto como ayer; aborrezco la música desafinada –advirtió la pequeña Abelardi.
Juana Laguja, a pocos pasos del grupo, seguía la escena. Vio a Josefo sacar el violín de su estuche, acomodarlo bajo la barbilla con cierta dificultad y tomar el arco con sus dedos largos. Apretó su mentón en el instrumento y comenzó a tocar una tonada, ocupando solo notas agudas, que hicieron saltar a las palomas de la plaza. Los niños escuchaban en silencio, hipnotizados por esos dedos que se movían como piernas de bailarines. Pero Josefo estaba demasiado nervioso. La tonada terminó en medio de sonidos destemplados, que solo merecieron una mirada de reprobación de la pequeña Abelardi y risotadas por parte de los niños. Entonces el violinista se despidió, confuso. Por el rabillo del ojo vio que la modista seguía allí.
Juana Laguja decidió que el maestro Espineta estaba demasiado nervioso. Además, había algo raro en él y ella reventaría si no lo averiguaba pronto.
Josefo Espineta llegó acezando a la casa del doctor Dulcelino Lepe. Había tomado un camino distinto al habitual, porque se sentía perseguido por ojos que lo examinaban de arriba abajo. El anciano lo esperaba en su consultorio, que funcionaba en una habitación contigua al comedor. Aún no lograba un diagnóstico preciso para el estirón de su vecino y eso lo tenía de mal genio.
Lo hizo tender en la camilla y lo revisó nuevamente de pies a cabeza; le midió los dedos de manos y pies y los comparó con los de su esqueleto Bonifacio que, colgado de una vara de acero, daba a su consultorio un aire de sabiduría y seriedad. Tenía en la mesa una radiografía de la muñeca de Josefo, porque, según él, si ahí los huesos no estaban todavía unidos, quería decir que la persona podría seguir