Contar con los dedos
Por Jorge Díaz
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Contar con los dedos - Jorge Díaz
castellano.
Las manos de mi madre
Pasé la mitad de mi infancia en cama con amigdalitis y diarreas. Bendigo ambas cosas que me permitieron vivir una infancia luminosa, mágica y feliz.
Estando en la cama ocurrían cosas maravillosas. Por ejemplo, me llevaban todos los viernes El Peneca, que podía leer de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante. El resto de la semana fantaseaba, prolongaba y desarrollaba las historias leídas en la revista.
Pero lo mejor de todo era que mi madre me narraba cuentos, que improvisaba todos los días. Ella echaba un puñado de avellanas sobre la cama y decía:
–Cada avellana es un cuento. Elige una y recuerda que lo mejor está en el corazón de la avellana, ahí está el meollo, para saborear y masticar despacito.
Así aprendí que todos los cuentos tienen una cáscara y un corazón; una anécdota externa y una semilla secreta. Pero las historias que más me gustaban eran aquellas protagonizadas por los dedos de las manos de mi madre. Cada dedo tenía algo que decir, que susurrar, que contar; al terminar, los mismos dedos cuentacuentos se colocaban delante de la lamparilla del velador y proyectaban su sombra contra la pared. Esas sombras se convertían en entrañables personajes de nuevas historias mágicas.
–Cada persona lleva cuentos maravillosos en los dedos de las manos y no lo sabe –me decía mi madre.
Ahora que soy mayor y que mi madre no me puede echar avellanas sobre la cama, las echo yo mismo en las páginas de este libro y pongo a danzar mis dedos, para que cada uno de ustedes juegue con ellos y descubra lo que esconden dentro.
MANO IZQUIERDA
Pulgar
Sucedió en Valparaíso
–Este niño tiene pájaros en la cabeza.
La mamá estaba equivocada. En realidad, Pablito no tenía pájaros en la cabeza, tenía un mar embravecido, o más bien, siete mares, que son los que surcan los piratas.
Pablito devoraba las historias de piratas como las pizzas: a grandes tarascadas y sin tiempo de masticarlas bien.
Hoy ya nadie escribe ni lee historias de piratas. Pablito las descubrió por casualidad, gracias a su abuelo, que era el gran depositario de todas las historias maravillosas del mundo. La isla del tesoro lo dejó boquiabierto y sin aliento. Terminó de leerla con una linterna, debajo de las frazadas, cuando su mamá apagó la luz.
A los 5 años, Pablito quiso ser pastelero. A los 7 años, quiso ser paracaidista y ahora, a los 9 años, quería ser pirata.
Pero, ¿cómo se puede ser un pirata serio llamándose Pablito?... ¡El terrible Pirata Pablito! Era para echarse a reír o llorar, depende. Lo primero que tenía que hacer era cambiarse el nombre. Mientras pajareaba en clase, se le ocurrió el nombre. Se llamaría Jim, Patas Negras.
Jim decidió organizarse. Incluso para ser pirata hay que organizarse un poco. Lo primero que necesita un bucanero (esa palabra se la había oído a su abuelo) es un océano para navegar y piratear.
A pesar de que Pablito vivía en Valparaíso y desde su casa se veía el mar, Jim necesitaba un océano propio al alcance de su mano. Como los piratas son saqueadores y ladrones, Pablito Jim Patas Negras decidió robarse el Océano Pacífico, que le parecía un mar bastante aceptable.
Cada día, cuando volvía del colegio, llenaba una botella de plástico con agua del mar y la echaba en la tina del baño. En dos semanas llenó la bañera de agua salada hasta el borde. Fue entonces cuando empezaron sus problemas. Por la noche, el viento sopló con fuerza y en la tina de baño las olas del mar se encresparon, dejando los azulejos llenos de espuma.
A la