La hora extraña
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Se trata de un relato sobre los límites de la percepción y el contacto con lo desconocido, como en esa hora extraña en que nada es lo que parece y nos puede atrapar para siempre.
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La hora extraña - Jaime Herrera D'Arcangeli
La hora extraña
Jaime Herrera D’Arcangeli
Edición y diseño equipo Edebé Chile
Portada ilustrada por Carlos Palma C.
© Jaime Herrera D’Arcangeli
© 2017 Editorial Don Bosco S.A.
Registro de Propiedad Intelectual Nº 274310
ISBN 978-956-18-1186-7
Editorial Don Bosco S.A.
General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl
Primera edición digital, agosto 2019
Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.
Índice
1. La sombra en la pared
2. Escuela de Verano
3. Un poblado en miniatura
4. El brazalete de la amistad
5. El juego de los espíritus
6. Antiguas historias vueltas a contar
7. La hora extraña
8. Alguien detrás del espejo
9. El tren de la medianoche
10. Un hombre en llamas
11. El viajero entre los mundos
12. Una nueva alborada
La sombra en la pared
—La paloma voló por el amplio cielo portando, bien anudado en su patita, el importante mensaje de la princesa…
—¿Y qué pasó después, papá? —Inés sentía que se le cerraban los párpados de puro sueño, pero quería escuchar un poco más de la historia.
—Poco a poco, la valiente avecilla, empezó a divisar, más allá de las nubes, las altas cúpulas y almenas de los castillos de una ciudad dorada.
—¿Dorada? —este cuento sí que era bonito.
—Exactamente. Y por eso le llamaban también La Ciudad Celestial.
El papá cerró el libro y sonrió.
—Pero ya es muy tarde y tienes que dormir, pequeña marmota. Si no lo haces… ¿Cuándo vas a crecer?
Inés se rio.
—¿Mañana seguimos?
—Prometido.
Su padre le dio un beso en la frente y la arropó bien. Era una noche helada.
—¿Quieres que encienda el espantacucos?
—Sí, papi, por favor.
El espantacucos de Inés tenía forma de erizo y se iluminaba como una esfera mágica repleta de púas sedosas. Había sido un regalo de su mamá. La luz que espanta la oscuridad
, decía siempre.
El papá colocó el libro Antiguas historias vueltas a contar sobre el velador y apagó la lámpara de ositos. El brillo del erizo opacó en parte las sombras de la habitación.
—Hasta mañana, marmotita—le sonrió desde la puerta.
Inés escuchó los pasos de su padre alejarse por el corredor. Su habitación–estudio se encontraba al final del pasillo. Por eso siempre dejaba la puerta junta, para poder escucharla si necesitaba algo durante la noche. A veces, se quedaba trabajando hasta tarde e Inés dormía sintiéndose doblemente segura.
Su casa, situada en la cima de una pequeña colina en las afueras del pueblo, era grande y muy cómoda, resguardada por una elevada tapia de color blanco. Un lugar tranquilo para vivir.
Si no fuera por el árbol que crecía justo fuera de su ventana, Inés no habría necesitado del espantacucos.
Se trataba de una araucaria antigua y muy grande, que no se podía cortar porque, según papá, era una especie protegida
. Con sus largas ramas verdes y algo espinosas, de día parecía ser el guardián de la casa de la colina. Pero, durante las noches despejadas, su sombra proyectada sobre la pared de la habitación, simulaba una garra curvada y oscura.
Y ahí estaba: como de costumbre, ahuyentándole el sueño con su oscura presencia, durante esa noche de luna llena, a pesar del erizo milagroso y la cercanía de su padre.
A Inés siempre le recordaba algo que había visto en la tele, mientras hacía zapping con su papá. Una película de terror, donde la rama más gruesa de un árbol rompía la ventana del niño protagonista para secuestrarlo y llevárselo al mundo de los trolls. Pero los trolls no existen
, recordó Inés.
La cortina azul de la ventana no había quedado bien corrida. Tal vez, si la juntaba un poco más, la sombra en la pared se haría menos visible.
Pensó en llamar a su papá y pedirle que lo hiciera, pero le dio vergüenza molestarlo con una tontería semejante. Casi tenía siete años… ¿Y aún le daba miedo una simple sombra en la pared?
El espantacucos brillaba en la oscuridad. Eso le dio ánimo. Inés se levantó y procurando no hacer ruido, cerró bien la cortina. Misión cumplida.
Estaba por volver a la cama cuando reparó en que la puerta de su habitación estaba cerrada por completo. ¿Cómo era posible? Su papá la había dejado entreabierta.
La luz del erizo luminoso comenzó a parpadear.
Inés retrocedió y chocó contra la cama. Tenía miedo, pero no debido a la oscuridad ni a la inofensiva sombra de un árbol.
Algo venía.
El suelo de la habitación se partió por la mitad como un simple trozo de papel y dio paso a una grieta alargada, de cuyo interior escapó una luz rojiza.
El espantacucos cayó al piso.
Inés retrocedió. La grieta se ensanchó, como una boca hambrienta.
Un viento fuerte comenzó a soplar desde la grieta, absorbiéndolo todo: lamparita de velador, libro de cuentos, juguetes… Los objetos flotaban por la habitación antes de desaparecer consumidos por ese hoyo viviente.
Inés gritó llamando a su papá y se agarró de la cama lo mejor que pudo. La cama comenzó a corcovear y a deslizarse rumbo a esa abertura que ansiaba devorarlo todo.
—¡Papá! —gritó de nuevo, aterrada. Esa cosa en el suelo había venido a buscarla. Pero… ¿Por qué?
Inés cerró los ojos, sin soltarse de la cama. Por favor, que sea un sueño
, rogó.
Sintió los pasos de su papá en el pasillo.
—Inés. ¿Estás bien? ¿Qué es todo ese ruido?
Escuchó su mano en el picaporte de la puerta.
Inés abrió los ojos, con la esperanza de encontrarse otra vez en su cama, protegida por el erizo y la presencia cálida y amorosa de su papá, que siempre ahuyentaba todos los miedos. No habría sido más que un mal sueño, provocado por esa tonta sombra en la pared.
Lo último que contempló fue la expresión de sorpresa y espanto en el rostro de su padre, de pie junto a la puerta, gritando su nombre, con su mano crispada dirigida hacia ella.
Inés lanzó un último chillido antes de ser tragada por la grieta que se cerró sin dejar ningún vestigio de su presencia, como si nunca hubiera estado ahí.
Una sombra veló la luna; la noche quedó en silencio.
Escuela de Verano
La alarma del celular sonó tan fuerte que casi lo botó de la cama. O para ser exactos, del durísimo sofá donde había pasado la noche.
—No te preocupes. Es solo por hoy. ¡Mañana te conseguiré un catre flamante! —había prometido el tío Raúl, mientras comían una pizza de pollo y brindaban con leche chocolatada para celebrar su llegada.
Felipe buscó a tientas el aparato, entre los cojines del sofá y se asombró al descubrir la hora. Cinco para las nueve de la mañana. ¿Por