El niño que jugaba con las ballenas
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El niño que jugaba con las ballenas - Josep Lorman
ballenera
1
G
ORKA se impulsó con las aletas, ascendió los cuatro o cinco metros que lo separaban de la superficie del mar como un cohete y emergió con una explosión de agua y espuma.
–¡Está allí! –gritó una joven desde la cubierta del Verdera.
Todas las miradas se dirigieron hacia el niño que nadaba en dirección a las tres ballenas que venían observando desde hacía un rato. Antxón, el padre de Gorka y patrón del barco, había ido acercándose muy lentamente a los cetáceos, que se mostraban tranquilos y a la vez curiosos por la visita. Cuando Gorka se lanzó al agua obedeciendo a un impulso irreprimible, las ballenas estaban a poco más de cincuenta metros de distancia. La pequeña figura humana aproximándose no parecía inquietarlas en absoluto. Mucho más inquietos estaban los pasajeros del velero ante la osadía del chico.
–Madre mía. No sé cómo le dejáis hacer eso. Si fuese hijo mío no se lo permitiría –comentó una mujer, cada vez más angustiada.
–Si no le dejamos –respondió Neus, la madre de Gorka–. Es él, que es un cabezota y no hay forma de hacerle entender que un día tendrá un disgusto.
–¿Pero no le dan miedo?
–Ni pizca. Dice que le sonríen debajo del agua.
Finalmente Gorka llegó junto a las ballenas y sus movimientos se hicieron más lentos. Ahora, en lugar de avanzar con brazadas cortas y constantes, se sumergía y permanecía cerca de un minuto debajo del agua para reaparecer de nuevo unos metros más allá, soplar por el tubo respirador y volver a coger aire. Le gustaba contemplar las ballenas sumergido y ver sus cuerpos voluminosos recortarse a contraluz. Pasaba por debajo de ellas y las acariciaba con suavidad mientras las observaba. En esta ocasión eran tres rorcuales comunes. Dos grandes y uno pequeño. Sabía que eran rorcuales comunes porque, por debajo, la parte derecha de la cabeza era blanca, mientras que la izquierda era negra. Susana le había enseñado a distinguirlo. También examinó manchas y cicatrices por si le eran familiares y podía relacionarlas con observaciones anteriores.
Las inmersiones de Gorka mantenían mudos y admirados a los pasajeros. Había quienes, bajo el influjo de las viejas leyendas y relatos, desconfiaban de la mansedumbre de las ballenas y temían una reacción violenta en cualquier momento. No podían olvidar que durante siglos habían sido el terrible Leviatán. Otros, más confiados, disfrutaban del espectáculo con mayor curiosidad que temor. Algunos, excitados por la singularidad de la escena que se desarrollaba ante ellos, no cesaban de hacer fotografías.
–Es como un pequeño delfín –observó un joven, que seguía las evoluciones de Gorka con unos prismáticos–. No para quieto ni un momento.
Pero a medida que pasaban los minutos sin ningún incidente y los espíritus se serenaban, la gente empezó a ver en aquella relación insólita entre un niño y unas ballenas en alta mar una armonía fascinante. Era una forma de comunión con la naturaleza como jamás habían visto ni sentido; compartir baño con el ser más grande de la creación, el uno junto al otro, como buenos amigos. Y el deseo de lanzarse al agua siguiendo el ejemplo de Gorka empezó a cosquillearles a todos.
–¿Qué? ¿No se anima nadie? –propuso Neus después de observar las evoluciones de su hijo alrededor de las ballenas y sentir también aquel magnetismo–. Yo lo he de ir a buscar; si no, ese es capaz de quedarse a pasar la noche con ellas.
–¿Puedo acompañarte? –preguntó una chica, tímidamente.
–Yo también quiero ir –dijo el joven de los prismáticos.
El embrujo del momento vencía la prudencia y los más decididos no se resignaban a dejar pasar la oportunidad de vivir una experiencia inolvidable.
–¿Puedo ir yo también, mamá? –preguntó Marta, la hermana de Gorka.
–Sí. Pero no te separes de mí.
Era una tarde plácida de julio. El sol empezaba a descender, y el mar, tranquilo como un espejo, invitaba al baño. La proximidad de las ballenas atraía e intimidaba a la vez, y la mayoría de los pasajeros del Verdera prefirieron seguir en el papel de observadores.
Quizás incomodadas por el impacto de los cuerpos de los bañistas en el agua o quizás porque ya habían satisfecho su curiosidad, las ballenas empezaron a desplazarse muy lentamente, alejándose. El ballenato se sumergió con suavidad y Gorka lo siguió unos metros hacia abajo.
Las ballenas grandes se impulsaban con movimientos apenas perceptibles de la cola. Seguramente temían hacerle daño.
El desplazamiento de los rorcuales fue observado con inquietud por los que se habían quedado en el barco.
–¡Cuidado! ¡Han empezado a moverse! –gritó Antxón a Neus. Y rápidamente se dirigió al puente para poner en marcha el motor y maniobrar si fuese necesario. Probablemente no sucedería nada; ya en otras ocasiones las ballenas se habían acercado hasta el costado del barco para después alejarse mientras Neus y los niños nadaban cerca de ellas. Pero era preferible estar preparado.
Cuando Gorka miró hacia abajo vio cómo la ballena pequeña, que aun así debía de medir unos siete u ocho metros y pesar algunos centenares de kilos, ascendía muy despacio, directa hacia él. Lejos de asustarse, el chico se sumergió y fue a su encuentro. Ballena y niño se fueron aproximando hasta encontrarse cara a cara. Gorka extendió la mano y le tocó el morro; entonces, el ballenato abrió ligeramente la boca, como si sonriese, y le mostró las barbas. Juntos emergieron a la superficie y se despidieron: el ballenato con una buena rociada de agua, expulsada por el espiráculo, y Gorka agitando el brazo en el aire.
Mientras nadaba de espalda hacia el barco, pensó que las tres ballenas debían de ser una familia, las dos grandes, el padre y la madre, la pequeña, el hijo, o la hija, vete a saber. Pero ya fuese macho o hembra, decidió ponerle de nombre Julia.
De pronto, una fuerza inesperada lo estiró hacia abajo del bañador. Cogido por sorpresa, Gorka no pudo evitar tragar agua. Se debatió con furia para soltarse. Cuando sacó la cabeza a la superficie, empezó a toser. Miró a su alrededor y vio a Neus a unos metros de él. Había sido ella. ¡Seguro que había sido ella! Y Gorka se enojó y empezó a salpicarla, furioso. Aquellas bromas no le gustaban nada.
–No hace falta que me mires de ese modo, que más enfadada estoy yo –dijo Neus a Gorka cuando ya estaban en la cubierta del barco–. A ver, ¿a quién has pedido permiso para echarte al agua?
Gorka se volvió de espaldas sin dejar de poner morros.
–Te tengo dicho que no me gusta que te acerques a las ballenas si hay crías, y tú erre que erre.
–A mí me gustan las crías –murmuró por toda disculpa con la mirada clavada en el suelo y sin abrir la boca apenas.
Los pasajeros asistían a la regañina con caras divertidas, cosa que aún le zahería más.
–A mí también me gustan y no he ido –intervino Marta.
–¡Tú calla, idiota! –gritó Gorka, furioso.
–¡Gorka! No quiero que insultes a tu hermana.
–¡Pues que no se meta!
–Pídele perdón.
–¡No quiero!
Y el chico echó a correr hacia el interior del barco.
–Hoy te quedas sin postre –le advirtió Neus antes de que desapareciese por la puerta del rancho.
2
T
UMBADO boca abajo en la litera y con el rostro escondido en la almohada, Gorka se dolía de la bronca de su madre. Se sentía solo e incomprendido, y lamentaba que Susana no estuviese allí con él porque entonces todo habría sido distinto; lo habría acompañado a jugar con las ballenas y Neus no se habría enfadado. La verdad es que la echaba de menos. ¿Dónde estaría ahora? ¿Cuántas ballenas habría visto ya? ¡Cómo le hubiera gustado acompañarla a estudiar ballenas en el Atlántico Norte!
Poco a poco, el recuerdo de Susana lo fue calmando. De ella había aprendido muchas cosas sobre las ballenas. A localizarlas en la distancia, a identificarlas, a perderles el miedo y acercarse... Era fantástica Susana. Lo sabía todo sobre las ballenas. Bueno, no solo sobre las ballenas, también sobre los defines,