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Los viejos del Fénix
Los viejos del Fénix
Los viejos del Fénix
Libro electrónico88 páginas1 hora

Los viejos del Fénix

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En un lugar de la costa, en torno a las mesas de El Fénix, un antiguo restaurante-marisquería, unos veteranos del mar y de la vida, se juntan cotidianamente a comer, conversar y dejar transcurrir el tiempo. Hasta que un día esa rutina se interrumpe por una noticia: don Nata, el dueño, recibe una carta que puede terminar con la apacible existencia de aquellos viejos, situación que afecta también a los jóvenes, en especial, al nieto de don Anastasio y a su grupo de amigos. Se aúnan jóvenes y viejas voluntades en pos de una causa noble, aunque aparentemente perdida. Los viejos del Fénix es una historia que mantendrá el interés del lector de principio a fin, poblada de personajes entrañables, de esos a quienes se echa de menos una vez que cerramos el libro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2011
ISBN9789561811652
Los viejos del Fénix

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    Los viejos del Fénix - Felipe Jordán Jiménez

    Los viejos del Fénix

    ©Felipe Jordán Jiménez

    Edición y diseño equipo Edebé Chile

    © Felipe Jordán Jiménez

    © 2011 Editorial Don Bosco S.A.

    Registro de Propiedad Intelectual: 204.219

    ISBN: 978-956-18-1165-2

    Editorial Don Bosco S.A.

    General Bulnes 35, Santiago de Chile

    www.edebe.cl

    docentes@edebe.cl

    Primera edición digital, Junio 2019

    Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

    El mío era un pequeño pueblo costero que, como casi todos los pueblos costeros en esta Tierra, nació alrededor de una caleta de pescadores, y creció subiendo los cerros, como si las casas temieran mojarse los pies con el beso de las olas. No era un pueblo muy grande, aunque tampoco era pequeño; tenía plaza de armas, municipalidad, iglesia, cuartel de bomberos, escuela y consultorio rural, como todo pueblo que se respete. Tenía, también, su calle principal asfaltada y un muelle de concreto y hierro, orgullo de los lugareños, que se internaba no menos de cincuenta metros en la bahía y en cuyo extremo solían agolparse los pocos turistas veraniegos, pescadores aficionados de caña y sedal, que llegaban casi por error. Todo eso tenía y, aun así, no se diferenciaba mayormente de otros pueblos costeros que se han visto por ahí. Salvo en un detalle...

    Mi pueblo tenía algo que no se encuentra en cualquier parte, algo especial. Ese algo era el Fénix, una especie de pequeño mundo dentro del mundo. El Fénix era uno de esos lugares que se salen de lo común y que solo pueden surgir gracias a una confluencia extraordinaria de acontecimientos, o a la imaginación desbocada de algún escritor novel. El Fénix, sin temor a exagerar, podría ser colocado junto al Louvre, al Kashba, o a la Bolsa de Londres, como símbolo cultural de la humanidad. Ni el Mercado de Especias de Samarcanda ni las Ferias de Antigüedades de Europa, podrían oponerle resistencia alguna en ese sentido.

    ¿Y qué hacía tan especial al Fénix? No su vetusto edificio, claro está, chato, alargado y angosto, que en la imaginación de su constructor, debía asemejar la forma de un barco, cosa que nunca logró. Si por fuera no decía nada, por dentro no lo hacía tampoco. No era su decoración nada nuevo ni original en esa materia: faroles náuticos colgando de las vigas, la ineludible rueda del timón fijada en una pared, las tremebundas mandíbulas de un escuálido escualo en otra, una red de pesca en un rincón y el clásico mascarón de proa tallado en formas femeninas saludando a los visitantes en la puerta. Ni siquiera la sabrosa comida que se servía en sus mesas pintadas de colores chillones, hacían del lugar una cosa diferente: ni la merluza frita ni el caldillo de congrio ni la paila marina ni las machas a la parmesana, eran más exquisitas que en cualquier otro restorán-marisquería de los que tanto abundan.

    No, lo extraordinario del Fénix no era nada físico, nada que se pudiera tocar, aunque sí era palpable para quien supiera encontrarlo. Lo fabuloso en el Fénix, era su ambiente, las risas apetitosas, las conversaciones que se desparramaban de mesa en mesa, como el olor de la comida, las sabrosas historias, el condimentado anecdotario sin fin de los comensales, siempre dispuestos a la charla y al comidillo. Podía llover o nevar, podía caer el gobierno o estallar la revolución, podía morir el personaje más importante de la Tierra, podía declararse una epidemia mortal o venirse abajo el mundo, pero el Fénix nunca dejaba de recibir a sus parroquianos, ni ellos dejaban de visitarlo. Mezcla extraña de cueva de bucaneros y reunión de ex alumnos de la generación de Tutankamón, el Fénix siempre estaba casi lleno: marineros y pescadores de arrugas saladas, viudas del mar, uno que otro empleado público y el infaltable colado en las conversaciones ajenas, todos debidamente jubilados o en retiro, por supuesto, eran los habitués del lugar, los que nunca faltaban a la hora del almuerzo, el té o la cena (a veces, las tres juntas); o echando una partida de dominó o apostando una cerveza a la brisca, si se pillaban entre comidas. Ellos solían llamarse a sí mismos los filibusteros de los recuerdos, los estibadores de la inacabable cerveza o los tripulantes de la nostalgia, pero los demás en el pueblo los llamábamos, simplemente, los viejos del Fénix.

    Pero los viejos del Fénix no solo estaban para contar pasadas aventuras, sino que para vivir otras nuevas, aunque ni ellos lo creyeran posible. Jamás pensó nadie, ni remotamente siquiera, que esa pandilla de ancianos achacosos aún tendrían bríos para pelearle al mundo su derecho a seguir siendo los viejos del Fénix. ¿Cómo sucedió todo? No es fácil de precisar, pues, aunque los incidentes notables que componen esta historia, estallaron un verano no hace mucho tiempo, las causas que los motivaron se habían venido gestando desde bastante más atrás, y muy lejos del pueblo, en alguna oscura oficina pública, donde se pretendía cambiar el futuro de la región, sin mucho razonamiento ni consideración, pero con harta ambición, eso sí.

    La cosa empezó a oler mal cuando don Anastasio recibió esa carta con membrete oficial. Don Anastasio Machuca Cabezas, ex marino, ex boxeador de peso pluma, campeón invicto de la Armada, ex patrón de bote remolcador y propietario del Fénix, y que ya estaba cerca de los ochenta, pero seguía tan recio y lúcido como un chiquillo de sesenta, solo había recibido una carta de esas, antes... y no en un momento muy feliz, precisamente. Esa aciaga misiva, le informaba que la búsqueda de su único hijo, desaparecido en el mar después de que se hundiera el bote pesquero en que trabajaba, se suspendía indefinidamente. Al leer aquella carta, don Anastasio, que ya era viudo, se sintió el hombre más solo en el mundo y casi acaba mal, de no ser por la inesperada aparición en escena de una mujer, que llegó una mañana al Fénix para contarle que era la novia secreta de su hijo y que estaba embarazada de él. Muchos dudaron de la muchacha y de su historia, pero don Anastasio no y ella y el

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