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Réquiem para una primavera
Réquiem para una primavera
Réquiem para una primavera
Libro electrónico287 páginas4 horas

Réquiem para una primavera

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Réquiem para una primavera se desarrolla y desenrolla como una madeja a la que le queda poco hilo. El tiempo de la historia es corto y entonces es urgente contar y, para el lector, saber qué es lo que finalmente sucederá en la vida de esos dos adolescentes, María Luisa y David, que se encuentran y enamoran en el Chile previo al 11 de septiembre de 1973. Los ojos de estos jóvenes nos permitirán ver, mirar, observar y reflexionar cívicamente sobre parte de nuestra historia de una manera más pura, menos prejuiciosa, con la inocencia del amor en el tumultuoso contexto social de quellos días. La óptica narrativa, sin abanderamientos ni toma de posición, permite leer ese pasaje histórico tan determinante para el país, y tan mítico para los jóvenes de hoy, con los ojos de cualquiera de nosotros, de los que estuvieron y de los que no, invitándonos a transitar por las veredas de los sentimientos. "Pero lo más importante -como lo dice Ana María Güiraldes en la presentación de esta obra- es que conoceremos, por boca y alma de María Luisa, lo inexplicable del amor a primera vista, ese amor que sucede todos los días, el que no pasa de moda... y no se olvida porque marca a fuego."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2018
ISBN9789561811188
Réquiem para una primavera

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    Réquiem para una primavera - Gloria Alegría

    Réquiem para una primavera

    Gloria Alegría Ramírez

    Edición y Diseño: Equipo Edebé

    © 2008 EDITORIAL DON BOSCO S.A.

    General Bulnes 35

    Santiago - Chile

    www.edebe.cl

    docentes@edebe.cl

    Inscripción Nº 169.996

    ISBN impreso: 978-956-18-0787-7

    ISBN ebook: 978-956-18-1118-8

    Primera edición, mayo 2008

    Tercera reimpresión, octubre 2014

    Primera edición Ebook, mayo 2018

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    info@ebookspatagonia.com

    Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada,

    puede ser reproducida, transmitida o almacenada,

    sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos

    o electrónicos, incluidas las fotocopias,

    sin permiso escrito del editor.

    Dedicada a los jóvenes de aquel

    tiempo, a los de ahora

    y a los de siempre.

    ÍNDICE

    Portada

    Créditos

    Portadilla

    Presentación

    Lo que nos cuenta la primavera

    Réquiem para una primavera

    Epílogo

    Presentación

    Lo que nos cuenta la primavera

    Vamos a leer una historia de amor. Y esta historia se contará en medio de los conflictos que dividieron a Chile en aquella primavera del año 1973. Sin embargo, por encima de los acontecimientos políticos que ponen en marcha el motor de la novela, el amor será el combustible que hará posible la fortaleza de lo narrado. No hay, en Réquiem para una primavera, ni un asomo de juicio ni abanderamiento. Solo hay una literatura de calidad que cuenta la historia de María Luisa y David, dos jóvenes que intentan mantener sus manos unidas a pesar de todo lo que conspira para separarlos. Si no existieran esos personajes y sus motivaciones, la historia no podría sustentarse en sí misma. Y esa es la gran característica que diferencia al panfleto de la buena literatura y ese es el gran mérito de la autora.

    Gloria narra con soltura y naturalidad, como si ella misma caminara con sus personajes por calles que quedaron en el tiempo. Aparecen modas y costumbres, gritos y risas, consignas de bandos que se enfrentan y la música que hacía bailar; sabremos de la radio de los setenta y de sus programas de televisión, veremos el interior de un liceo con sus alumnos bulliciosos y asistiremos a tareas y lecciones. Pero lo más importante es que conoceremos, por boca y alma de María Luisa, lo inexplicable del amor a primera vista, ese amor que sucede todos los días, el que no pasa de moda.

    Hay en el estilo de Gloria una transparencia que permite ver el alma de los personajes con sus esperanzas, miedos y ensoñaciones. Las palabras, muchas veces se acercan al umbral de la poesía y otras tantas se afilan para desgarrar, y en medio de ese fluir que nos mantiene alertas, vamos conociendo una vida. Cuando irrumpe lo cotidiano, hay olores de pan, ruidos de máquina de coser, voces de vecinos, crujidos de hojas y de pasos; cuando se sumerge en el pensamiento adolescente, la vida joven habla en sus palabras y creemos todo porque todo lo podemos sentir. Tanto se afina la intuición de Gloria al contar, que nos haremos cómplices de dos muchachos que vivirán para nosotros la ilusión de un amor que no se olvida porque marca a fuego.

    Lo que cuenta la primavera de este libro se puede resumir en la frase que escribe María Luisa en el suelo, casi al comienzo de la narración: Me agacho y con una varilla dibujo un corazón en la tierra. María Luisa y David se aman. Para siempre. Lo dejo así. Lleno de nuestros nombres. Y de nuestra certeza.

    Y esa frase quedará levitando, como levitan las esperanzas adolescentes, luego del punto final.

    Ana María Güiraldes

    Dormí toda la noche y no soñé con él. Tal vez sí lo hice, pero, ¿cómo saberlo? Los sueños se diluyen en cuanto abro los ojos. Desearía retenerlos, pero es imposible. Mis sueños son como peces de río que se escapan huidizos hacia extremos inalcanzables. Soñar despierta sí que puedo. Tú ensueñ as, me dice la Francisca cuando me ve lejana, perdida, como flotando. Y sí. Suelo escaparme, hundirme, correr tras ellos, siempre en su busca, o ellos siempre persiguiéndome, hasta que alguien, la mayoría de las veces mi mamá, me despierta y me regaña porque, claro, mientras ensueño no hago nada. El montón de platos me espera en la cocina, también los cuadernos abiertos sobre mi cama.

    Prefiero el silencio. El silencio es bello, vasto, infinito. Me abre espacios para soñar.

    ***

    Mi mamá y mi abuela fueron al almacén en busca de alguna cosa, da lo mismo lo que encuentren en estos días de escasez. Alguien dijo que llegaría arroz, azúcar, detergentes tal vez, y allá partieron las dos, con una buena cantidad de dinero por si pueden comprar para guardar. En estos días todo el mundo guarda, por si acaso, por si después escasea más, por si definitivamente ya no hay más. El que guarda siempre tiene, dice mi abuela, y mi madre la remeda. Si no tuviera que ir a clases, me habrían arrastrado con ellas. En la maravilla que es esta casa silenciosa y sola, me tiro en la cama y me dejo pensar en él. Tranquila. Imaginándolo. Sin interrupciones. Trato de verlo otra vez ahí, junto a los otros muchachos. Y no puedo. Y es tan extraño no poder verlo, aunque sea en mi mente, porque aún puedo sentir mi piel erizándose, mi corazón galopando, esa sensación de ser solos él y yo mientras el mundo es un murmullo, una sombra; y, en cambio, qué cosa tan absurda, solo puedo recordar bien sus ojos y su boca, la expresión risueña de su mirada quedándose en mí como si nunca hubiese visto a una mujer. Creo que también yo lo miré a él como si nunca hubiese visto a un hombre.

    ***

    Tengo que almorzar e irme a clases. Es una lata tener que ir al liceo en la tarde; todavía no me acostumbro, no se aguanta la rutina, la mañana no alcanza para nada, se hace terriblemente corto lo que queda de día al regresar a casa para estudiar y hacer las tareas y, más encima, estoy en clases con un sueño horrible, solo con ganas de dormir. Lo único que ahora me anima es la posibilidad de volver a verlo. He pensado en él toda la mañana. La Francisca me estará esperando como siempre en la esquina de su casa. Voy a guardar mis cuadernos, arreglarme, almorzar. Hoy será una tarde larga. Solo esperaré a que pasen las horas para verlo.

    ***

    Estoy temblando, las piernas, el cuerpo. Nunca antes me había sentido de esta manera, tan vulnerable, insegura, torpe. Y, a la vez, tan llena de esta felicidad, de esta sensación de que sí es posible, sí puede ser real el amor a primera vista del que siempre hablamos con la Francisca y la Sole, de que sí, puede ser, y de que quizás está ya dentro de mí.

    Mientras me acerco a la salida, pienso si él va a estar ahí, cerca del quiosco. Me meto en el tumulto que llena el corredor y que camina hacia la calle. Miro. Busco. Ahí está. Igual que ayer. Lo veo y siento que no puedo contener tanta emoción dentro de mí; me quedo mirándolo mientras los demás me empujan hacia la vereda. Todo el mundo, a mi alrededor, se mueve, camina, toma diferentes direcciones, y yo no puedo hacer nada más que quedarme quieta y mirarlo. Quisiera tener la valentía de cruzar la calle y llegar hasta donde está, decirle algo, pero solo puedo mirarlo y nada más. Mirar cómo me mira. No soy capaz de hacer un gesto, nada.

    El empujón de alguien me obliga a moverme. Caminar. Dejarlo atrás. Mi mente y mi alma se llenan de él. Y entonces, de pronto, puedo hacerlo, detenerme y darme vuelta para mirar si sigue ahí. Necesito saber si todavía está ahí. Quiero que aún esté ahí. ¡Cómo deseo que esté ahí! Con sus ojos puestos en mí.

    Está. Unos mechones oscuros y lisos caen sobre su frente. Me gusta su pelo más largo que el del común de los muchachos. Me mira. Ha estado todo este tiempo mirándome. Sin pudor. Sus ojos terribles, casi negros de azules, me miran atrevidos, me sonríen. Siento que mi cara se calienta, enrojece. Giro rápido dándole la espalda y huyo hacia la calle que conduce hasta mi casa. Tiemblo entera. Cuánto me gustaría tener a la Francisca a mi lado. Tal vez, en su compañía, me habría atrevido a acercarme, ir a comprar algo al quiosco o saludarlo. Pero, sola frente a él, no soy más que una hoja temblorosa, me siento una pequeña hoja quebradiza y trémula arrastrada por la fuerza del viento.

    Estoy a dos cuadras de mi casa. Decido desviarme y pasar a la de mi amiga a saber por qué faltó a clases. Está enferma del estómago, me dice su mamá, mientras la sigo hasta la pieza de la Francisca; en el trayecto me cuenta que casi se volvió loca buscando un pedazo de carne para prepararle una sopa, pero que no encontró ninguna carnicería abierta. ¡Es increíble la cantidad de carnicerías que han cerrado!, exclama en el momento de entrar a la pieza de mi amiga. Ella, al verme, se incorpora, se arregla el chaleco que usa para dormir: está más pálida que de costumbre, ojerosa, unos mechones de pelo rubio se le han desprendido de un moño mal hecho. Hola, me dice alegre; hola, le respondo y me siento a los pies de la cama, dejando mi bolso en el suelo. La mamá de la Francisca se queda con nosotras en la pieza, reclamando, contando otra vez la odisea de la carne, que le recuerda también la de los cigarros y la de su marido tratando de conseguir neumáticos en el mercado negro, unos recauchados, ni soñar con neumáticos nuevos; que la gente ya está más que aburrida, que todo este desorden social, esta escasez que no tiene nombre, qué horror. Yo la escucho apenas, la oigo como de lejos, porque en mi mente todo lo llena él. Lo único que quiero es que la mamá de la Francisca salga del cuarto para poder contarle a mi amiga que lo vi, que estaba, igual que ayer, y que se quedó todo el tiempo mirándome. Que nos miramos. ¡Y que casi me muero de la emoción!

    Por fin la mamá nos deja. Mi amiga se pone alerta, se sienta más derecha en la cama, los ojos se le agrandan, un color suave le ha vuelto a las mejillas, la novedad es como una madeja que se desenrolla aprisa. La Francisca no termina nunca con sus afirmaciones y sus miles de conjeturas, le gustas, se enamoró de ti, fue solo a eso, a verte, y empiezan los planes, yo te voy a ayudar, mañana, aunque todavía esté enferma de la guata, te prometo, te juro que voy a clases, vas a ver como te ayudo para que puedas conocerlo. Está dicho. Y estará hecho. La Francisca siempre cumple sus promesas.

    ***

    Hace poco llegó la señora Guzmán y sus cuatro hijas. Vienen a probarse los vestidos. Unos vestidos de fiesta que se mandaron a hacer porque en dos semanas más tienen un matrimonio. Me gusta cuando vienen, porque la casa se llena de jolgorio. Son muy alegres, escandalosas, según mi abuela. Siempre voy al taller de costura cuando ellas están. Las observo. Las escucho. Excepto la menor, que es de mi edad, son todas muy gordas, las gorduras se les asoman por debajo de los brazos, casi no tienen cintura, no pueden disimular sus caderas inmensas, viven quejándose de que la moda siempre va al encuentro de las flacas, las espigadas, que las mujeres como ellas no tienen oportunidad. Mi mamá se esmera, les prende alfileres donde hay que ajustar, descose algunos hilvanes, les tiza los escotes mientras ellas no paran de hablar, de comentar el peinado que piensan lucir, las joyas que deberían usar, los zapatos. Disfruto de sus risas, de las muecas que hacen al hablar, la forma en que se mueven, tan exageradas siempre. De pronto la conversación se desvía, cambia de rumbo, se va desde la pinza en el talle hacia la marcha que habrá mañana; la señora Guzmán le pregunta a mi mamá si va a ir, si yo voy a ir con los de mi liceo, me pregunta a mí, porque de eso se trata: que vaya todo el mundo, que le quede claro al señor Allende que la mayoría del pueblo realmente no lo quiere. La conversación se anima, de pronto todas comienzan a hablar al mismo tiempo, se atarantan, se atraviesan con las palabras, una y otra vez se preguntan ¿Qué?, ¿Qué dijiste?, ¿Cómo? Afirman con molestia que todo está muy malo, es increíble a lo que hemos llegado, ya nadie puede andar tranquila en las calles, porque en cualquier momento empiezan los piedrazos, las bombas lacrimógenas, el guanaco y a correr se ha dicho; no sería nada eso, exclama la señora Guzmán, porque por lo menos los carabineros tienen ciertas órdenes y tampoco pueden exagerar tanto la represión, lo terrible son estos grupos de choque que andan con cada cosa agrediendo a la gente, una nunca sabe hasta dónde pueden llegar; acuérdese de este niñito al que le pegaron entre no sé cuantos, casi lo matan estos extremistas, guerrilleros; entonces emerge la voz rebelde de la hija del medio, la que estudia periodismo en la Chile, defiende a morir al presidente Allende, mientras la señora Guzmán no puede entender que una hija suya piense de esa manera, siendo ellos una familia de tradición demócrata. ¡Pero si Allende también es un demócrata! ¡Allende es un Presidente elegido por el pueblo!, le discute ella, descuidando por completo los alfileres que mi mamá le ha prendido en el escote; se pincha, lanza un garabato, se chupa la sangre del dedo. ¡No lo puedo creer!, protesta su madre hojeando más aprisa una de las revistas de moda que mi mamá siempre se preocupa de tenerles. ¡Mientras a su padre lo postula a alcalde el partido Demócrata Cristiano, ella anda por ahí en reuniones con los comunistas! Finalmente, cada una se ha probado su vestido. Se tranquilizan. Se despiden. Se van.

    Queda el desparramo de revistas, telas, dibujos con las aproximaciones de lo que desean. Mi mamá se preocupa de ordenar, enciende la radio, busca en el dial el programa nocturno de radio Balmaceda; después regresa a su máquina refunfuñando que tanto tiempo perdido no se lo paga nadie. Capaz que con todos estos comentarios se asuste y mañana no me deje ir a clases. No quiero ni pensarlo. Ni siquiera pensar en no poder verlo. Sé que no sacaría nada con discutir. Cuando a mi mamá se le pone algo en la cabeza, no hay quién se lo saque. Si eso pasa, no lo veré hasta el lunes. Me encamino hasta mi pieza mientras me persigue el rugir del motor de la máquina de coser. Me tiro en la cama. Miro el póster de Adamo que el año pasado pegué en la puerta. Lo voy a sacar. Ya no me gusta.

    ***

    Mi mamá está conversando por teléfono con la tía Lili, la escucho exclamar que no puede ser, no lo puedo creer, niña por Dios, qué cosa tan horrible. Sé lo que sucede, seguramente están conversando de la marcha de mañana, de los grupos de choque que siempre provocan más de alguna desgracia, estudiantes y carabineros heridos, nada nuevo se hace nuevo en los labios de mi tía, ella es especialista en agrandar miedos y, sobre todo, los de mi mamá. Le habla, le cuenta, le agrega. Mi mamá corta. Viene derecho a mi pieza. No arregles tu bolso para mañana, me advierte, no vas a ir a clases, se armarán quizás qué peleas, exclama, no quiere que me pillen en la calle, más segura te tengo en la casa, ¡y no se discute!, sentencia en el minuto mismo en que se me sale el ¡Pero mamá, no seas tan exagerada, alarmista, si total yo no ando en locomoción, qué me va a pasar! Mi mamá me mira, se arregla el pelo, se lo tira hacia atrás mientras me escucha. ¡No!, exclama firme. Mañana te quedas en la casa. Se da media vuelta y me abandona en mi desazón, no puedo creer en mi mala suerte. No voy a verlo. Desde aquí puedo escuchar la conversación que ha iniciado mi mamá con mi abuela, que ahora está en la cocina preparando algo de comer. Mejor busco un disco de Nicola di Bari y lo pongo en el pick up, me tiro en la cama y disfruto de su voz lánguida y suave. Quizás esto me haga soportar mejor la desilusión que siento. ¡Es injusto que por una estúpida marcha yo no pueda verlo! ¡Odio a este gobierno!

    ***

    Llamo a la Francisca. Me dice que ya se alivió, mañana va al liceo. Le cuento lo que sucede, le pido por favor que se fije si él está por ahí, que lo busque y después me cuente si logró divisarlo cerca del quiosco, que se fije bien si me espera. Te lo prometo, me dice mi amiga. Si lo veo, lo sabrás.

    ***

    ¿Habrá ido? ¿Me habrá buscado? ¿Tendrá estas mismas ansias en su corazón? El día se me hace eterno. Las horas, demasiados largas.

    ***

    Escucho a la Francisca y el corazón me salta, la cara se me pone roja, no sé qué hacer con esta alegría que siento, es un contento nuevo, algo que nunca antes me había pasado. Estaba, me dice mi amiga, y por algo será. No dejó un minuto de mirar hacia el portón del liceo.

    Me voy a dormir feliz. Esta noche soy feliz.

    ***

    Vengo a la casa de la Sole a escuchar el último disco de Santana y de Nicola di Bari, pero lo único que logro es ponerme melancólica pensando en él. También llega Carlos, que hace tiempo me persigue. Estuve a punto de decirle que el otro sábado, en la fiesta, cuando me pidió pololeo. La Sole me dijo que está enamorado, no hace otra cosa que hablarle de mí. Esto es algo que nunca resultará y me incomoda. Ahora estoy segura. Quizás antes de conocer a mi amor, sí, a lo mejor, porque igual me gustaba un poco; después de todo es bien estupendo y también simpático. Pero ahora sé que ese poco es insuficiente, inútil. No sirve. No hay comparación. Carlos insiste en ir a dejarme. Acepto para no ser tan pesada y, además, porque se me ha hecho tarde. Intenta tomarme la mano, pero lo esquivo. Menos mal que no insiste, creo que no se atreve porque bueno, tampoco es tonto como para no darse cuenta de que, si me gustara, hace tiempo lo habría aceptado. Me deja en la puerta del antejardín y se va. Voy al taller y me quedo un rato con mi mamá, me acomodo tras la máquina de coser mientras ella, a su vez, se instala tras la mesa en que corta y marca una blusa; le observo las manos, las tiene blancas y lisas, los dedos largos estiran con cuidado la tela para no cometer ningún error. La miro. Tengo el pelo como ella, rizado y de color cobrizo. Pero no tengo pecas, mi mamá tiene pecas, tiene cara de niña. La dejo. Ya es tarde y va a llover. El viento empuja algunas de las ramas de los árboles que están junto a mi pieza y golpean mi ventana. Me imagino la calle solitaria, las pocas hojas secas que quedan en los árboles desprendiéndose con la fuerza que está adquiriendo el viento. Escucho los pasos de mi abuela desde su pieza hasta la pieza de mi mamá. Cuchichean, hablan bajito.

    ***

    Tengo un cosquilleo en mi estómago. Una sensación entre rica y dolorosa. ¿Es así el amor? Sí. Estoy segura de que así es el amor. Estoy segura de que lo amo, aunque ni siquiera he escuchado su voz, ni su nombre, tampoco sé si él también me ama, porque, ¿podría cambiar este sentimiento el tener la certeza de que me ama? Si no me ama, no siente lo mismo que yo por él, si ni siquiera me piensa. ¿Podrá ser motivo para dejar de amarlo?

    Ha comenzado a llover y el ruido de la lluvia se confunde con el motor de la máquina de mi mamá. Apago la luz. Mañana quedamos de ir a la misa de doce con la Francisca, así es que me tengo que levantar temprano para ayudarle a mi abuela a preparar el almuerzo. Es solo para darle en el gusto. Para ella es un verdadero placer enseñarme a preparar algunos platos. Claro que, cada vez, cuenta con menos cosas. Los de las JAP solo les venden a los que están inscritos y mi mamá y mi abuela se niegan a hacerlo para recibir limosna del gobierno. Dicen que es indigno.

    ***

    También la Sole viene a misa. Eres mala con Carlos, me reprocha. Déjala tranquila, le dice la Francisca, lo que pasa es que tú no sabes, pero ella ya encontró a su amor. La Sole se aparta y me observa, achica los ojos. ¿Cierto? ¿Y quién es? Tú no lo conoces, le respondo y miro a la Francisca. Sé que tengo cara de te voy a matar. No quería que la Sole supiera todavía. Ella es medio obsesiva para sus cosas. Ahora no me va a dejar respirar, simplemente me va a tapar de preguntas y si no lo aprueba comenzará a realizar sus acostumbradas comparaciones, que Carlos es mejor, más alto, que anda detrás de mí de hace tanto, que le dé una oportunidad y esas cosas. La misa está por empezar. Nos callamos. Nos arrodillamos las tres. Hay que pedir perdón por los pecados cometidos. Le pido perdón a Dios por mis pecados sin especificar, porque realmente no sé cuáles son.

    Es terrible tener que pensar en eso, en los pecados. Le pido perdón por si en algún momento herí a alguien, a mi mamá o a mi abuela, con las que a veces me pongo pesada, o al pobre de Carlos. Recuerdo, trato de recordar los diez mandamientos, amar a Dios sobre todas las cosas, no matar, no levantar falso testimonio ni mentir, no desear a la mujer de tu prójimo, honrar padre y madre, la enumeración me cansa, no sé cómo ni en qué momento me encuentro pensando en él, mi mente va sin control tras su recuerdo. Mi amor, mi hermoso amor esperándome a la salida del liceo. De pronto, la voz del sacerdote me despierta, me asalta, me obliga a escucharlo. Pueden irse en paz, la misa ha terminado.

    ***

    Me lo tienes que presentar, me dice la Sole mientras estamos sentadas en uno de los bancos del patio. Cuando lo conozca, le advierto. Hoy lo vas a conocer, exclama la Francisca. Ya me estoy poniendo nerviosa. Capaz que ahora sea él el que no venga.

    ***

    Me tiro en la cama y pienso en todo lo que me ha sucedido. Me vine en trance todo el camino de regreso a casa. Pensando en él. En él y en su boca y en su risa y en sus ojos. ¡Otra vez estaba ahí con sus amigos, lo vimos desde la vereda! Tranquilo, mirando hacia el portón. La Francisca me toma del brazo, me arrastra hasta el quiosco y me dice que tengo que comprarme algo, un chicle, cualquier cosa, no puedes dejar pasar más tiempo, no tienes que perder la oportunidad, ¡ahora! Paso por su lado no sé si roja o pálida, sin mirarlo, no me atrevo siquiera a desviar los ojos, mirándolo sin mirarlo, sabiéndolo. No me sirven de nada las palabras de la Francisca repitiéndome al oído que me veo linda, preciosa, que estoy regia; yo me siento flaca, las rodillas como dos nudos interrumpiendo la largura de mis piernas, sin ninguna gracia, la nariz demasiado grande, todas las espinillas y los puntos negros que me había estado mirando en el recreo se me convierten en verrugas espantosas punzándome el rostro; odio como nunca antes mi pelo demasiado ondulado para estos tiempos, me odio a mí misma por haber olvidado el lápiz labial en mi casa. Subo los escalones del quiosco, pido el chicle y me doy vuelta para bajar cuando me encuentro otra vez con sus ojos, unos ojos inmensos y azules que me cierran el paso, su boca, su sonrisa. Su voz que me golpea y me remece. Hola. Le respondo con un hola chiquitito, tembloroso, un hola apenas dicho a media voz, porque no me atrevo a más, no se atreve él tampoco a preguntarme algo más, no entre el bullicio del quiosco, los demás reclamando para que los atiendan y los amigos de él que lo llaman una y otra vez para que se apure. No quiero que se aleje, quiero que se quede ahí toda la vida cerrándome el paso, pero tengo que continuar, bajar los escalones, además la Sole se me aparece allá atrás, lejana, difusa, haciéndome unas señas ridículas, queriendo saber luego si es él el que me gusta; la Francisca detrás de mí tocándome la cintura como diciéndome, viste, aquí lo tienes, todo para ti. Finalmente se hace a un lado dejándome pasar y retrocede lento y aprisa

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