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Después de ayer
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Libro electrónico86 páginas1 hora

Después de ayer

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Inscrita entre las narraciones del género coming of age (relatos basados en el proceso de maduración de los personajes, en su paso desde la niñez a la adultez), esta reedición de Después de ayer explora un amplio espectro de la experiencia adolescente, desde el sentirse extraño en el propio cuerpo hasta el deseo de brindarse íntegramente al otro en un amor absoluto, pasando por la ruptura de códigos de conducta, el aislamiento de los familiares más cercanos y la imprescindibles rebeldía que permite que aflore la identidad individual.
M.E.Lorenzini pone el acento en la dificultad de ser joven, mujer y atravesar por la crisis de la adolescencia en momentos en que la sociedad toda experimenta una espantosa fractura en su funcionamiento, debido al golpe militar de 1973 y la consecuente instalación de prácticas brutales como método de gobierno.
Editorial Forja
“… el tiempo transcurrirá a través de la narración en primera persona de una joven que recuerda lo que sucedió `ayer´, sin que las edades se interfieran una a otra, porque Lorenzini se manejará desde una perspectiva que cuenta los distintos punto de vista e intereses sin equivocarse en ningún instante.
(…) Otra cualidad de la autora –y bastante difícil de lograr por los demás- es la habilidad para entrar a la mente infantil de una manera natural y creíble y luego intervenir con soltura en los quiebres emocionales de los adolescentes. Se transita por las dificultades que implica crecer: el amor, inquieta; el desánimo se profundiza, el hogar se sufre y se goza”.
“Cuando el ayer no es folletín”, prólogo.
Ana María Güiraldes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2019
ISBN9789563381535
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    Después de ayer - María Eugenia Lorenzini

    mañana.

    I

    Hoy es un día especial. Aun así la tibieza me retiene y, por momentos, quisiera envolverme en las frazadas, y dejar que pasen las horas lentas, muy lentas, para olvidar ese nudo que me aprieta el estómago.

    Siento los pasos de mi madre. Me haré la dormida. Me da risa sentirla caminar despacio. Casi no se atreve a pisar. Está descorriendo las cortinas. En silencio. Luego me dará un beso en la frente. Ahora pisa con más fuerza. La cama se estremece con el peso de su cuerpo cuando se deja caer sobre mí, mientras sus manos buscan mi estómago, mis brazos, mi cuello, y se mueven precisas, certeras, para hacerme reír loca, desenfrenadamente, ante el cosquilleo inesperado.

    —¡Te pillé! Dame un beso, y a levantarse.

    No puedo negarme, aunque vuelvo a sentir el ruidito ese en el estómago.

    No voy a pensar en nada, repito varias veces al vestirme con el uniforme que ayer dejé impecable sobre la silla.

    He crecido: parece que me queda corto. Unas rodillas huesudas sobresalen y las veo con solo bajar la vista, que llega rápidamente a los pies que hace tan poco eran pequeños. Ahora se estiran desproporcionados. Me dan ganas de llorar. Espero consuelo al levantar la vista hacia el espejo, pero la imagen me hace sentir más pena y ya no me preocupa mi pelo largo ni mi nariz también larga.

    —Mamá... —¿Qué pasa, Carola?

    La abrazo como a un salvavidas. Ella, sin embargo, me apura. ¡Cómo no me entiende! ¡Nunca me entiende!

    El aire tibio de esa mañana de marzo es reconfortante. A ratos, mientras caminamos hacia mi nuevo colegio, escucho la voz de mi madre que me da un consejo tras otro. Cada cierto trecho, finjo asentir con movimientos de la cabeza, pero mi atención es solo para ese zumbido que me anda por dentro.

    La entrada es imponente. Muchas niñas conversan a la espera de que las gruesas hojas de latón les permitan ingresar. Yo no puedo abrir la boca. Inconscientemente, busco la mano de mi madre. La aprieto. Ella me devuelve la mirada dulce que le estoy pidiendo. La misma mirada que también, de grande, me ha dado tanta paz.

    Un ruido sordo hace que el desayuno baile en mi estómago y, luego, empujada por el mar azul de niñas, llego casi sin darme cuenta al centro del patio. Allí, ahora que estoy sola, busco protección bajo el ceibo de enorme tronco.

    Miro a mi alrededor. Muchos ojos asustados me observan. Una voz nos indica la ubicación de las salas.

    En la fila, ya me siento mejor. Una señora mayor nos da la bienvenida y habla y habla. Prefiero ver la cara divertida de la colorina que está en la otra fila. Parece que las pecas se las hubiera pintado. Probablemente lo hace, mientras su madre le pone perros para la ropa en la nariz. Solo así puede explicarse esa punta finita, que se curva hacia el cielo.

    Me está observando. No debo enrojecer, pero mi cara podría derretir un témpano. Ahora, se ríe. Yo también río.

    La sala no está mal. Con muchas ventanas. Busco un asiento en un costado y, desde allí, puedo ver el ceibo.

    La colorina está de pie cerca de mi asiento. Ahora me mira como perrito faldero. ¿Qué estará esperando? Sigo los consejos de mi madre: la invito a sentarse. No termino de hacerlo, cuando ya está instalada en el otro puesto. Se llama July.

    Pasarían muchos años antes de que se alejara de mi lado.

    La profesora jefa nos mira. Ayer intentó separarnos de banco. Me da la impresión de que siempre está buscando una excusa para hacerlo, aunque después del berrinche de July, no creo que le queden muchos deseos.

    ¿Recuerdas, July, cuando se acercó a nosotras? Tus pies —como siempre ligeros— no tardaron en encontrar mis tobillos y me costó reprimir un grito de dolor. Su dedo, casi parecía acusador. Se movía de tu puesto a la fila del otro costado de la sala.

    ¡Qué cara! Comenzaste mordiéndote los labios. Luego, un fuerte ruido de narices acompañó al borbotón de lágrimas. Después, en un susurro, empezaste a decir:

    —No, no hemos hecho nada. Injusticia, injusticia. Sí, es una injusticia.

    No supo qué decir y no siguió intentándolo.

    Esa fue la primera vez que vi a mi amiga mostrar el carácter decidido que la llevaría al exilio.

    A pesar de todo, la Profesora me cae bien. Será que es bastante joven, aunque habría que agregarle también que es bonita. Se pone hostigosa cuando trata de hacerse la buena, pero lo olvido pronto. Ha logrado —entre otras cosas— que me reconcilie con los libros. Ya no odio esos atados de hojas. A decir verdad, a veces me gustan. Me entretienen y me aíslo del resto de mis compañeras para leerlos, aunque me miren como si vieran un elefante con plumas. Delante de mi padre, eso sí, sigo aparentando un rechazo total. Me da mucha rabia que me obligue a hacer cosas que no quiero.

    Lo que faltaba. La profesora quiere que formemos grupos de cuatro alumnas y me tocará trabajar con la gorda Villaseca. Como diría mi madre, es así, así. Algunas niñas dicen que las monjas la tienen becada.

    Tal como lo pensé. Menos mal que además estará Ángela en nuestro grupo. Es su compañera de banco y nunca se enoja, aunque la molesten por ser amiga de la Gorda. Quizás sea, precisamente, ese aire bondadoso y melancólico el que la hace ser bonita. No me cuesta imaginarla como protagonista de una novela de esas en que la joven espera eternamente. Me da un poco de risa, a pesar de que siempre me impacta la gente que pone cara de estar en otra parte.

    Como mi padre, desde hace un tiempo.

    Nos juntaremos donde July,

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