Cazadores de eclipses: Bitácora planetaria
Por Sebastián Pérez Márquez; Valentina Pérez Márquez; Amanda Sepúlveda Brajovic; Daniel Albornoz Vásquez
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Cazadores de eclipses - Sebastián Pérez Márquez; Valentina Pérez Márquez; Amanda Sepúlveda Brajovic; Daniel Albornoz Vásquez
primitivos...
Preludio
El libro que ha llegado a tus manos cuenta la aventura de cuatro amigos en búsqueda de un planeta de eclipses perfectos. Todo comenzó durante la decimonovena vuelta del Sol al centro de nuestra Galaxia... ¡Espera! ¡Casi me olvido! Si quieres seguir leyendo, debo advertirte: este relato no pretende contar ni todo lo que sucedió, ni todo lo que vieron en el viaje. ¡Es más!, la Bitácora está ahora en TUS manos, lo que significa que este relato, inevitablemente, se sigue escribiendo...
Fue en el auto, camino a la ciudad, de vuelta a su casa, a lo cotidiano, que Violeta abrió por primera vez la Bitácora. Un recorte pegado, la foto de un punto color azul pálido flotando en un fondo oscuro captó toda su atención.
Pensó en lo que había pasado justo antes, mientras disfrutaba de las vacaciones junto a su papá en el misterioso desierto de Atacama. Hacía mucho tiempo que su papá no se tomaba vacaciones y Violeta había esperado todo el año para pasar esas dos semanitas juntos.
Allí se hizo un amigo con el que exploró y descubrió el desierto. Al experimentarla juntos, la naturaleza parecía mágica. Se llamaba Khwezi.
Inesperadamente, llamaron a su papá para que volviera a la oficina de urgencia. Triste, se dio cuenta de que tendrían que correr de vuelta a la ciudad. Las vacaciones habían sido interrumpidas. Cuando Violeta se estaba subiendo al auto, su nuevo amigo le dijo:
–Viole, ¡encontrémonos en el planeta de los eclipses perfectos!
–¡¿Cómo, otro planeta?! ¿Cómo voy?
–No sé todavía, pero esto te puede ayudar a llegar ahí.
Le entregó dos objetos. El primero era un libro grueso, como un cuaderno, pero de hojas resistentes, tapa dura y llena de colores, del que Khwezi nunca se separaba. Se titulaba Bitácora y, a pesar de su tamaño, poco pesaba sobre sus piernas. El otro era una misteriosa roca negra como del tamaño de un pulgar, que todavía tenía apretada en su mano izquierda.
–Seguro que descubres el lugar. Yo también lo estoy buscando... ¡Nos vemos allá!
«Allá... ¿allá dónde?» pensaba Violeta, aún mirando esa manchita azul.
Con la Bitácora abierta en sus manos, Violeta se sintió entrando a un pequeño gran escenario... Ya nada volvió a ser igual.
Capítulo 1
El encuentro
Desde lejos, la Tierra puede no parecer de un interés particular.
Pero para nosotros es diferente. Ese pequeño punto es aquí,
es nuestra casa. Eso somos nosotros. Ahí ha vivido todo aquel
de quien hayas oído hablar alguna vez.
La suma de todas nuestras alegrías y sufrimientos,
cada cazador y cada recolector, cada héroe y cobarde,
cada rey y cada campesino, cada madre y cada padre, cada inventor y explorador,
cada profesor, cada superestrella, cada líder supremo,
cada joven pareja enamorada, cada niño esperanzado en la historia
de nuestra especie ha vivido ahí –en una mota de polvo
suspendida en un rayo de sol.
–Astrónomo Carl Sagan, Un punto azul pálido.
Extracto Bitácora
Violeta despertó temprano, con la luz del día y con el aire fresco que entraba por la ventana. Sacó una mano de la cama y tomó la Bitácora, su nueva compañera, para pesar de la televisión.
–¡Violeta! Pon agua a calentar para el desayuno, por favor –dijo la voz profunda de Eusebio, su padre, desde la ducha.
Violeta es hija única, vive sola con su papá en un cité. Hace tres años que Silvia, su mamá, partió al extranjero. Eusebio siempre le explica que su mamá está haciendo algo muy importante, que está persiguiendo sus sueños y que juntos deben apoyarla a la distancia.
–Voy...
Silvia le escribe a Violeta a menudo, le pregunta todas las semanas por sus amigos y por las clases. Pero cuando Violeta le pide explicaciones sobre qué es lo que está haciendo tan lejos, su mamá siempre le responde: «Te contaré todo cuando nos veamos, ¡ya falta poco, hija! Deséame suerte. Te quiero». En el colegio le dicen «Violeta la porra» porque se saca malas notas. Es alegre y, sobre todo, le encanta patinar.
Se levantó y preparó algo de desayuno, mordisqueó un pan a la carrera, se arregló el pelo frente al espejo de la entrada y calzó sus patines.
–¡Voy a salir a patinar!
No esperó a escuchar la respuesta de Eusebio, que algo le gritó de vuelta. Tomó la Bitácora y salió rauda al patio del cité y luego a la calle.
Andaba y andaba por el barrio, pero su mente aún estaba en el desierto, patinando sobre rocas y salares, donde nunca llueve y rara vez se ven plantas, árboles o siquiera personas. Donde la poca vida se las arregla para sobrevivir a la sequedad intensa. El terreno escarpado y desolado es de belleza extrema. Las montañas tienen un color rojizo y los salares hacen desaparecer el horizonte al reflejar el cielo como espejos. El desierto está vivo, quizás más vivo que la ciudad de cemento. Además, ahí, donde a cientos de kilómetros a la redonda pareciera no haber signo vital, un poco de agua, tan solo una pequeña corriente, basta para convertir lugares insospechados en hogares para plantas, bichos y animales. A su paso, el agua forma surcos en la tierra que se vuelven vallecitos verdes, como en la quebrada de Jere, cerca del Salar de Atacama.
Se acordó de esas rocas negras, las que Khwezi le había mostrado en el museo de San Pedro, cuando se conocieron. «¿Cómo era que se llamaban?», pensó.
–Meteoritos –se dijo en voz alta.
Así llamamos a esas rocas del espacio que caen a la Tierra, aunque también las llaman estrellas fugaces. De hecho, siempre hay alguien que pide un deseo cuando aparecen. Pero no todas las estrellas fugaces llegan al suelo, solo algunos pedacitos sobreviven a la caída, quedando botados por ahí. Los hay en todas partes, pero son difíciles de identificar, excepto en el desierto, donde deambulaba su mente. Allá es fácil. El desierto es una sábana que va cambiando de colores, es amarillo ocre antes del mediodía, violeta por la tarde, y se torna rojo intenso al anochecer. El aire es cristalino, no hay contaminación ni humedad que nuble la visión. Durante el día, cualquier meteorito resalta a leguas por su color oscuro.
Aquí patinaba entre perros vagos, señoras con sus carros de compras y baches en la vereda, pero Violeta quería correr de nuevo allá, entre aquellos heroicos árboles y montañas de sal, junto a Khwezi. Descubrir el desierto juntos los hizo grandes amigos, capaces de avanzar sin dudar por cada camino que escogieran explorar. Era una de esas amistades que rara vez se dan y que te hacen agradecer el poder compartir un diminuto momento en el tiempo, un pestañeo en la vida del Cosmos, en este pequeño planeta surcando un vastísimo Universo. Sí, Violeta quería observar nuevamente a todos los seres que hacen su vida moviéndose en la tierra como ella en el pavimento, sobre sus ocho ruedas.
***
Después de una larga vuelta por el barrio, Violeta volvió al cité.
En la puerta la estaba esperando Rocío.
–¡Hola, Viole! ¿Cómo estay? ¿Cómo te fue en el norte?
–Bien, pero tuvimos que volver antes...
–¿Por qué?
–Mi papá tenía que trabajar... ¿y tú? –respondió con una sonrisa un poco desanimada.
–Bien también. Fui con mis papás a plantar árboles en la villa de al lado. Acabo de volver.
Entraron al patio. Violeta, con sus patines puestos, daba vueltas sobre su lugar. Frente a ella, Rocío, sentada en la banca junto al escuálido limonero, tenía en sus manos la Bitácora y la miraba por todos lados, pero no la abría.
Era como un secreto de su amiga y no se atrevía a aventurarse en las páginas sin su permiso.
–¡Está lindo tu libro! Me gusta el dibujo de la tapa.
La portada de la Bitácora mostraba estrellas y planetas, bolas de colores llamativos y pintadas cuidadosamente. Rocío apreciaba los buenos dibujos. Violeta no paraba de moverse, giraba como un trompo mientras se imaginaba que el cemento irregular era en realidad una pista de hielo y que su vestido era un traje de competencia. Entre vuelta y vuelta que daba le respondía a su amiga.
–Sí, es lindo. ¡Es una bitácora! Khwezi juntó ahí todo lo que pudo sobre las estrellas, los planetas, el Universo... No sé bien qué quiere decir eso, pero está todo ahí.
–¡¿Quién escribió qué?!
–Khwezi –repitió Violeta, tratando de pronunciar el nombre de su amigo lo mejor que pudo–, un amigo de África, del sur de África. Él armó la Bitácora.
Rocío seguía observando el misterioso libro. Mientras tanto, frente a ella y detrás de Violeta, el niño nuevo del cité leía algo sentado en el piso, apoyado en la pared. Bueno, quizás no leía tanto; la conversación de las niñas lo desconcentraba. Rocío quería saber más de ese tal Khwezi.
–¡Bacán! Oye, ¿y Khwezi, de dónde salió?
–Lo conocí en el museo de San Pedro.
–¿En el museo? –repitió Rocío sorprendida de que su amiga hubiese ido al museo.
–Sí poh, en el museo; me llevó mi papá. Khwezi nos habló para explicarnos varias cosas. Era el único niño en el museo. Sabía de todo...
–Así, de la nada, se les acercó a explicarles cosas y además te regaló este libro. Yo creo que le gustaste... –dijo Rocío soltando una risotada.
–¡Na’ que ver oh! Nos hicimos amigos. Nos juntamos varias veces más después de eso, y al final, cuando nos despedimos, me regaló la Bitácora.
–¿Y qué te dijo cuando se despidieron? ¿No te dio su número de teléfono... o su correo?
–No... Me dijo que nos juntáramos... en el planeta de los eclipses perfectos...
–¿¡Qué!? –exclamó Rocío perpleja–. ¿Te dijo cómo ir a... ese lugar?
–No, él tampoco sabe cómo ir. Sólo me dio la Bitácora para que lo encontrara. Está llena de cosas que no entiendo, pero en el camino de vuelta encontré una adivinanza al final del libro. Parece que sirve para descubrir el lugar.
–Ay, qué sofisticado tu amiguito. Yo te ayudo, ¡dímela! –exclamó Rocío entusiasmada.
Violeta dejó de dar vueltas. El viento se calmó, los pajarillos dejaron de cantar, el niño que leía alzó la vista. Rocío esperaba atenta. Violeta tomó la Bitácora y se aprestaba a abrirla, cuando pasó un torbellino corriendo entre las dos amigas, persiguiendo una pelota. La Bitácora saltó lejos, Violeta quedó sentada en el suelo y Rocío con las manos en la cara escondiéndose del peligro.
–¡Pichanga, cuidado! –gritó el niño que leía, al tiempo que se ponía de pie. Luego se acercó a las dos amigas.
–¡Pichanga, ven pa’cá! Pide disculpas –le dijo.
Violeta y Rocío le sonrieron al niño. Se puso rojo como el planeta Marte. Mientras, Pichanga se acercaba con la pelota bajo el brazo, transpirado y con la cara toda cochina. Debajo del limonero, estornudó, se limpió con la manga y pronunció un forzado «perdón». Su hermano grande se arregló los lentes y explicó:
–Es mi hermano chico, discúlpenlo. Se porta mal, pero lo hace sin querer. Se llama Pichanga.
–¡El patio es pa’ jugar! –exclamó Pichanga y se fue con la pelota corriendo hasta la reja, y de vuelta, y otra vuelta...
–¿Y tú, cómo te llamay? –preguntó Rocío.
–Petunio.
– ¡Petunio! Ja, ja, ja.
–Sí, Petunio. ¡¿Por qué te ríes?!
–Perdón... Señor Petunio, ¡Qué seriote! Ja, ja, ja. ¿Viven aquí en el cité? ¿Cómo no los había visto?
–Llegamos el otro día; estamos viviendo en el doce con mi tía.
–¿Qué leías? –le preguntó Violeta.
–No estaba leyendo; es un álbum. Estaba contando mis láminas. Es el último álbum de «Animales Prehistóricos». ¡Me falta una no más!
–¿Cuál?
Petunio se arregló los lentes. Su cara se puso seria y dijo:
–La ballena azul. ¡Es la clave para completarlo!
–¿Una ballena... azul? ¡Pero eso no es un