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Tengo derecho a odiarte, pero no
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Tengo derecho a odiarte, pero no
Libro electrónico208 páginas4 horas

Tengo derecho a odiarte, pero no

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Información de este libro electrónico

Una nueva forma de entender la vida para volver a encontrarse con la mujer que un día fue.

Lidia hace algo terrorífico a sus sesenta y tres años. Huye de casa una mañana de lunes, escondida detrás de unas gafas de sol, con una pequeña bolsa de viaje como único equipaje. Abandona más de cuarenta años de matrimonio y cinco hijos. ¿De qué trata de escapar? Llegará por azar a un adusto pueblo de pescadores sin dejar pistas a su espalda ni un rastro que la policía pueda seguir. Allí evocará emociones y sentimientos escondidos desde la juventud. Entre desconocidos, playas solitarias y el erotismo del vino, se olvida de una existencia decepcionante que ha transcurrido encadenada a su esposo. Esta aventura le descubrirá una nueva forma de entender la vida para volver a encontrarse con la mujer que un día fue.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 may 2018
ISBN9788417382810
Tengo derecho a odiarte, pero no
Autor

Daniel Velasco de Vega

Daniel Velasco de Vega (Valladolid, España, 1981) es licenciado en Periodismo, estudios que ha completado con un máster en Periodismo del diario El Mundo y otro en Política y Democracia por la UNED. Ha desarrollado la mayoría de su carrera en medios de comunicación económicos, entre ellos los diarios Expansión, El Economista y Yahoo Finanzas. Practicar todo tipo de deportes, especialmente los que permiten estar en contacto con la naturaleza, es una de sus aficiones preferidas. Le encanta aprender cosas nuevas y leer, pero su gran pasión es escribir, lo que le llevó a lanzarse al mundo de la literatura con su primera novela De vuelta al paraíso, a la que posteriormente siguió Tengo derecho a odiarte, pero no. "

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    Tengo derecho a odiarte, pero no - Daniel Velasco de Vega

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    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Tengo derecho a odiarte, pero no

    Primera edición: abril 2018

    ISBN: 9788417382063

    ISBN eBook: 9788417382810

    © del texto:

    Daniel Velasco de Vega

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para las mujeres que renunciaron a sus sueños

    1

    Sola. Sin rumbo determinado. Ningún plan en mi mente. Dubitativa, inquieta y nerviosa. Mi respiración había olvidado su ritmo tranquilo y sosegado. El aire se atascaba en mi garganta; salía y entraba atropelladamente. Apenas era capaz de sacar el abono transporte de mi monedero. Mis dedos enjutos y reumáticos se movían rápido, pero torpemente, empujados por la ansiedad. Tenía la mirada clavada en el suelo, así que me lancé sobre el primer asiento que acerté a ver y me refugié en mis zapatos sin tacón. Eran los más cómodos que guardaba en el armario. Unos mocasines negros de piel, punta redonda y adornados con un simple lazo marrón oscuro. Acomodé mi bolsa de viaje color burdeos sobre mis rodillas y empecé a contar los segundos hasta que la puerta del autobús se cerró.

    Las lágrimas aumentaban más y más sobre sus rojas mejillas. Mis pequeños no querían volver a clase tras el largo verano. Sus manos temblaban envueltas en la mía. Sabía que en ese momento me odiaban. Yo también sufría. Era una cárcel y yo les encerraba en ella. Ojos de rabia y mirada de inocente melancolía. Llegó a casa sorbiendo mocos y haciendo pucheros. La sangre corría por su pierna y ya había manchado uno de sus calcetines. Me asusté, aunque no era nada. Su primera caída con la bicicleta. No había consuelo para ella. Inicié mi labor como médico, enfermera, psicóloga, madre. Un bordillo, el peor obstáculo de su corta vida.

    Mis manos tiritaban, no precisamente de frío. Logré ponerme las gafas de sol de cristales grises y montura ovalada de pasta negra, las que me compré en el rastro hace años y que solo usaba cuando íbamos de vacaciones a la playa. Eran el disfraz perfecto por si me cruzaba con alguna vecina cotilla. Resoplé un par de veces para tratar de tranquilizarme. No funcionó. Mi garganta sonaba como la de un asmático tratando desesperadamente de engullir oxígeno. El pulso seguía acelerándose. Cada vez que las puertas del autobús se abrían, con ese ruido seco de escape de gas, yo daba un pequeño brinco en mi asiento. Me sentía como una adolescente que acaba de escapar del colegio para ver a su novio. O como una mujer que sale de casa de su amante intentando ser invisible. Tenía miedo. Pánico. En cada una de las paradas me decía: «Venga, deja de hacerte la valiente. No tienes edad para estas tonterías». Amagaba con levantarme, bajarme y acabar con aquello. No pude, el peso de mi bolsa de viaje era demasiado grande para moverme.

    Los recuerdos de mi familia me martilleaban la cabeza. Venían y se iban, una y otra vez. Aquellas sufridas vueltas al cole de mis pequeños Jorge, Paulo y Beltrán, o los incidentes en el parque de mis princesas Natalia y Juana. Agarró mi cintura por la espalda y me plantó un beso en la mejilla. Me sentí ofendida, ruborizada, agradablemente sorprendida. Tomaba mi mano cuando caminábamos por el parque y no nos veía nadie. Estaba muy guapo el día de la boda de su prima Ángeles. Esas noches en vela esperando a que en algún momento apareciese por la puerta, oliendo a tabaco y a vodka. Entre Jorge, Natalia, Paulo, Beltrán y Juana, en mi mente siempre aparecía él. «¿Cuántos años hemos pasado juntos?» Mi alianza había dejado de brillar. No recordaba la última vez que me la había quitado.

    Me dolía el estómago. Estaba encogido. Con los frenazos y las aceleraciones, tenía la constante sensación de que iba a vomitar. El sentido de la responsabilidad, la conciencia, la culpabilidad atacaban por partes a mi pecho, mi espalda y mi cabeza. Mi cuerpo estaba entumecido. No conocía las calles, los bancos, los árboles con los que había convivido durante toda mi vida. Era como si estuviera en otra ciudad o en otro mundo. Y entonces todo me dio más miedo. Sentía que mis ojos se hinchaban hasta casi estallar. Nadie podía verlos escondidos tras aquellas gafas. Así que, por unos minutos, el único objetivo fue no derramar una lágrima. Resbalaría por mis mejillas y dejaría al descubierto que estaba tramando algo. No lo podía permitir.

    La bofetada estalló en su cara e hizo que algo se encogiera dentro de mí. Un sonido seco y cruel. No hubo lágrimas. No recuerdo el porqué. Fue la primera vez que Eusebio levantaba la mano a nuestro hijo mayor. Mi silencio fue su decepción mientras se iba cabizbajo a su habitación. Dos semanas sin ver a sus amigas, castigada en su cuarto todas las tardes. Así recuerdo que se aliviaron los celos de mi marido al ver a nuestra primera hija con uno de sus novios. Voces en una sola dirección y una cara de inocente sorpresa como única respuesta.

    Se me hizo un nudo en el estómago al oír una voz conocida. Posiblemente fuera mi corazón, que pugnaba por escapar por la boca. Mis manos empezaron a temblar con mayor intensidad. «Buenos días. La línea va con algo de retraso. El tráfico está muy malo, ¿verdad?». No había duda, era la señora Carla, mi vecina del quinto. Estaba a tan solo unos centímetros de mí, charlando con el conductor mientras pagaba el billete. Giré el cuello todo lo que pude en dirección a la ventana. Mis gafas llegaron a chocar con el cristal, donde mi boca formó un círculo de vaho. Noté que alguien me tocaba el codo. Me había visto. De mi garganta salió un leve y agudo gemido. Giré la cabeza bruscamente, como quien se enfrenta a su bala en el paredón. Allí no había nadie. Ella había pasado de largo.

    Cuatro, solo quedan cuatro paradas. Ahora tres, tres más. Caí en la cuenta de que tendría que levantarme y andar hasta la puerta trasera del autobús. Adiós a aquel refugio en el que se había convertido el viejo asiento de plástico. Tendría que caminar entre la gente. Me mirarían, me juzgarían. Se fijarían en mis mocasines algo pasados de moda, en mi anodino pantalón gris de punto jaspeado, mi triste camisa blanca y mi tradicional rebeca beige. Se darían cuenta de que, tras las gafas de sol, mis ojos estaban rojos y que nada bueno se escondía en ellos. La señora Carla podría reconocerme. Una parada. Como si saltara de un trampolín con los ojos cerrados, me levanté de un solo impulso. Mi bolsa de viaje golpeó a un joven y a una señora de mi edad cuando me dirigía hacia la puerta trasera. No pedí disculpas. No era momento de detenerse. El autobús frenó bruscamente. Estuve a punto de caerme al suelo. Un hombre de unos cuarenta años, con una tupida barba pelirroja y mirada serena, me agarró del brazo y me sonrió. No le di las gracias. La puerta se abrió y salté a la acera. Lo peor ya había pasado. Pero las dudas y el rubor no desaparecían.

    Hoy recuerdo aquellos momentos y no puedo evitar un temblor de rodillas. No me reconozco. Sigo sin explicarme de dónde saqué el valor para hacer lo que hice. ¿Lo volvería a hacer hoy? No lo sé. No estoy segura. Por eso escribo; no voy a permitir que el tiempo, la edad o el alzhéimer me priven de ello. Un día fui capaz de hacerlo y aquello cambió mi vida para siempre.

    Había llegado a la estación de tren. «¿Y si me encuentro con algún conocido? Aquí ya nada tiene solución. Si alguien me ve no tengo escusas. ¿Qué diré?» Me sentí muy estúpida porque ni siquiera había pensado en ello. No tenía ningún plan. Todo era improvisado. Aunque, al menos, podría haber pensado en esa pequeñez. Estoy esperando a una amiga, que viene a pasar unos días en mi casa. ¿Y qué hago entonces con una bolsa de viaje en la mano? Me voy una semana a casa de una tía. Cualquiera que me conozca un poco sabrá que miento, porque jamás he viajado sin mi marido. Llegué a la puerta de la estación sin haber encontrado el pretexto perfecto. En el vestíbulo, di cinco o seis pasos hacia la derecha. Otros seis o siete a la izquierda. Miré a mi alrededor. Sofocada, insegura. La bolsa pesaba cada vez más. La puse en mi mano derecha. Consulté en las pantallas las siguientes salidas. No vi nada. Era incapaz de unir aquellas manchas blancas colocadas sobre un fondo azul. Cambié mi bolsa a la mano izquierda. Pregunté a un hombre con camisa de cuadros vichí azul y pantalón gris marengo si sabía adónde iba el siguiente tren. Mi voz sonó delicada e insegura. Las palabras se trabaron con el poco aire que salió de mi garganta. Me miró por encima del hombro. No recibí una respuesta. Llevé la bolsa de viaje a la mano derecha. Lancé la mirada al frente en un tímido gesto de valentía; me vi reflejada en la puerta de cristal que daba acceso a los andenes. Sentí vergüenza. Una vieja loca pidiendo limosna en una estación de tren con unos harapos por ropa, una maleta mugrienta en la mano y melena despeinada y teñida con un hortera tono negro cereza para ocultar sus canas. Sí, aquel reflejo era yo. Sentí con más fuerza la necesidad de huir, como si se trata de algo fisiológico. Si quería respirar, tenía que hacer desaparecer a aquella decrépita loca que estaba delante de mí. Esa extraña que tal vez llevara escondido en su bolsa un cadáver, el de su marido, el suyo propio, o ambos.

    Hay cosas que nunca he llegado a comprender de todo aquello. Tengo lagunas o recuerdos difusos de algunos momentos. Sin embargo, puedo acordarme de la mayoría con tal vehemencia y cúmulo de detalles que cierro los ojos y es como si me transportara en el tiempo. Fueron momentos traumáticos para mí, de eso no hay duda. Puede que esa sea la razón. Todo ha quedado grabado a fuego en mi conciencia. O casi todo. Días extraños. Sentimientos nuevos. Es increíble todo lo que puedes seguir descubriendo de ti mismo a los sesenta y tres años. Hay rincones de nuestra alma que ni siquiera nosotros mismos conocemos, aunque sean la explicación a muchas de nuestras decisiones o sentimientos. Ante todo, miedo. Mucho miedo. Miedo y dudas. Incluso inconsciencia. Simplemente lo hice. Y hoy me siento muy orgullosa de ello. Me levanté, como un día más, para prepararle el desayuno. Después, en lugar de iniciar la limpieza diaria de la casa, me dirigí al armario y empecé a sacar ropa para dejarlo todo dispuesto. No pensaba, actuaba. Fui como una marioneta que alguien manejaba a su antojo, a lo lejos, desde otro mundo. Todavía hoy sigo sin explicarme qué hizo clic en mi cabeza.

    Tenía el billete cogido con las dos manos. La bolsa reposaba a mis pies, como si fuera un labrador. Faltaban diez minutos para que llegara mi tren. Pararía cinco y seguiría su camino, ya conmigo dentro. Los veinte minutos que tardó el autobús en llegar desde mi casa a la estación de tren se me hicieron largos; aquellos diez en el andén los superaron. Simplemente fue una eternidad. Todavía podía reconocerme alguien. Veía a lo lejos las puertas de salida de la estación, que me tenían hipnotizada. Me llamaban. Constantemente me preguntaban si estaba segura de lo que estaba haciendo. Me invitaban a volver a casa. «Vieja chiflada», me susurraban. «Vieja chiflada.» Me vine abajo. «Vieja chiflada.» Me rendí. Decidí desandar el extraño camino que había tomado aquella mañana. Iría directamente a la comisaría a confesar mi crimen y a entregarme. Tiré el billete a una papelera y me dirigí a las escaleras que conducían al túnel que pasaba por debajo de las vías y llegaba al edificio principal de la estación. Mi pelo voló bruscamente cuando el tren hizo su aparición en el andén, del mismo modo que pareció volar el influjo de aquellas puertas que querían que volviera a casa. Me quedé paralizada. Intenté recolocarme el pelo al tiempo que mis ojos trataban de ver a través de las ventanas del tren. La gente empezó a arremolinarse a mi alrededor. Algunos bajaban, otros subían. Yo seguía sin poder moverme. Intentaba recordar dónde estaba y qué hacía allí. Esta vez fue el silbido del tren anunciando su marcha lo que me trajo de vuelta a este mundo. Miré la papelera, metí la mano y cogí de nuevo mi billete. Con toda la velocidad que el cuerpo de una mujer de sesenta y tres años es capaz de desarrollar, me lancé hacia las puertas del tren más cercanas. Se cerraron a mi espalda. Pensé por un momento que eran las puertas del paraíso. Un escalofrío me recorrió la espalda, desde la nuca hasta la cintura. Pensé, un segundo después, que eran las puertas del infierno. Sentí el mismo escalofrío; esta vez subió hasta el cuello. Me giré y vi, a través de los cristales, cómo la ciudad se difuminaba ante mí. Ya estaba hecho. Me iba. No sabía adónde, pero, a pesar de todos los miedos y las dudas, me dirigía a otro lugar. Por fin, después de tanta lucha, me permití, casi sin darme cuenta, derramar dos lágrimas. Se deslizaron entre los pronunciados surcos de mi rostro y acabaron sobre la camisa. Lloré como una niña con sesenta, una de las pocas cosas que con esa edad todavía puedes hacer como si fueras una niña. Las lágrimas no distinguen el paso del tiempo y nunca pierden su sabor.

    Me acomodé después de diez minutos de búsqueda entre varios vagones. Un revisor me ayudó a encontrar el asiento. Eran las 9.05 de la mañana. Mi respiración se normalizó, aunque los nervios y la inquietud me impidieron dormir, por más que lo intenté durante al menos una hora. Entonces me di cuenta de que no sabía adónde me dirigía. Cuando compré el billete, consulté si había sitio en el siguiente tren. Me dijeron que sí, así que pregunté si el último punto del trayecto quedaba muy lejos. La señorita me miró extrañada, como si estuviera a un paso de marcar el número del hospital psiquiátrico. «Depende de lo que usted considere lejos, señora. Hasta la última parada son como seis horas de viaje», me dijo. Suficiente para mí. No me interesé por el destino del tren. El nombre de aquella ciudad, o pueblo, ni me sonaba. Ni siquiera sabía si llegaría allí o me bajaría antes. Por primera vez aquel día, comencé a pensar de un modo práctico, olvidando por un momento dónde me encontraba y lo que hacía. ¿Dónde dormirás hoy? ¿Y mañana? ¿Qué vas hacer los próximos días? ¿Cómo te ocultarás cuando te empiecen a buscar? Volví a sentir miedo. Jamás en mi vida me había imaginado enfrentándome a una situación semejante. Además, nunca había viajado sola. ¿Tendré suficiente dinero? ¿Para cuántos días? En un lateral de mi bolsa de viaje había guardado el sobre con todo el metálico que llevaba encima. Lo había robado del lugar donde lo escondía mi marido y ni siquiera había reparado en contar lo que había en su interior. Tenía claro que no quería ir a una ciudad ni a una localidad grande. Prefería un pueblo pequeño, aunque con la suficiente vida como para no pasar por una extraña y desatar las sospechas de todos los vecinos. Lo cierto es que yendo sin rumbo, como yo iba, no tenía muchas opciones de elegir un lugar ideal. Pensé que lo mejor era dejarme guiar por mi intuición, como había hecho hasta ese momento.

    Pasé las horas de viaje absorta, mirando por la ventana. Increíblemente, logré olvidarme de quién era y de lo que había hecho. Por suerte, no tenía a nadie en el asiento de al lado que me pudiera incomodar con preguntas a las que no quería responder. Los árboles estaban cambiando de color por aquel entonces. El verde perdía su protagonismo. El amarillo, el ocre y el rojo empezaban a inundarlo todo, tímidamente, con apariciones aquí y allá. Ni el pintor más audaz hubiera podido elegir mejor la combinación de tonalidades. Los campos de labranza eran monótonamente marrones. Se divisaban pueblos a lo lejos, a veces grandes, casi siempre pequeños. La autovía, que en algunos momentos serpenteaba cercana a las vías, tenía poco tráfico. El tren era silencioso. Parecía volar sobre los raíles. Los recordaba mucho más ruidosos e incómodos (ni siquiera eso me hizo sentir vieja). La luz del sol entraba oblicuamente a través del cristal y se posaba sobre la mitad de mi rostro, las manos y las piernas. Podía sentir su calor muy dentro, mucho más allá de mi piel. Me sosegaba. Como uno de esos milagros que surgen un día cualquiera, mi mente se había fundido en blanco,

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