México Distrito Federal. Cuentos
Por Miguel Mandujano
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México Distrito Federal. Cuentos - Miguel Mandujano
Esperanza
Esperanza espera en la esquina de Esquilo. Los coches pasan aunque no todos indiferentes¸ los menos diferentes pitan y los choferes, mano en pito, pito en mano, chiflan y hacen cambios de luces. Ni luces de un cliente en serio. Serio, alguno se para, baja la ventanilla y pregunta a la menos vieja. ¡Vieja puta! ¡Ni quién te pague tanto dinero! Y arranca pitando, pito en mano, mano en pito, y gritando ¡mucho dinero!
De enero para acá las cosas han empeorado, empero, Esperanza espera no verse vieja, vieja la lonja que se coge y que se faja lo más ajustado que puede, esperanzada en que caiga uno no tan malo, al menos de coche —los coches pasan— que quiera coger a la fajada.
Fajada la de las mañanas, lavando ropa, limpiando pisos y diciendo a todo lo que le mandan «Sí señora». Señora, sí, asté, ¿cuánto? Cuanto le manda la catrina tiene que hacer la pobre: «Ándale Pera, por favorcito». Favorcito doña, un favorcito, mire como ando…Y ni decirle que no al Señor… ¡Señor! Déjeme en paz, ¡pas! Órales, es que le estoy hablando y ni me pela… Pera, ¿te están molestando? Nada más es un borracho. Voy voy voy, puta y delicada, si quiere gabacho váyase a Insurgentes… Las gentes no entienden que una tiene dignidad.
Serio, un coche se para —los coches pasan aunque no todos indiferentes— baja la ventanilla y llama a una. Vieja, tú, la de negro; la mitad de lo que pides, anda, para que no estés aquí esperando.
La noche en pleno, pocos faroles; faroles los que pasan y pitan, mano en pito y pito en mano, alardeando y gritando a las viejas. Viejas las estrellas de la noche que casi termina y mina el futuro de Esperanza, que aún espera en la esquina de Esquilo, vestida de puta, toda fajada.
Fajada la de mañana.
Un día raro
Es un día raro. Esta mañana cuando desperté y noté todo tan silencioso y nublado no pude pensar otra cosa. Es un día raro.
Los sábados generalmente me despierta el movimiento de la calle, los gritos de los repartidores de agua, los bocinazos del camión del gas o la campana del recolector de basura, pero hoy no hubo ni camiones ni ruido que me hicieran sentir que era tarde, ni siquiera una luz entrando por la ventana; cuando me levanté, amodorrado, fui a descubrir con fingida sorpresa que ya era más de media mañana y me levanté dispuesto a no hacer nada en mi único día libre.
Me bañé muy despacio; estuve debajo del chorro del agua hasta que la piel se me puso de viejito y entonces con la misma lentitud me sequé y me volví a meter a la cama. No me pude volver a dormir. Recordé que era fin de quincena y ya no tenía dinero. Últimamente las quincenas me duran menos de trece días. En fin de semana el caso es más grave, verdaderamente preocupante; no debo tener ni para la comida de hoy. Se me ocurrió que si salía a la calle me podría encontrar una cartera llena de billetes tirada en el suelo; por qué no, alguien podría extraviar su cartera en la calle y encontrarla yo. Me reí de haberlo pensado. Desde niño me persigue esa fantasía, me imagino que voy a encontrar lo que necesito, así, simplemente, encontrado, como encuentras tus juguetes la mañana del día de Reyes. Recuerdo que cuando iba a la escuela me imaginaba que detrás de la puerta del salón iba a estar esperándome una bicicleta o un balón de futbol; mañana tras mañana me apresuraba por ser el primero en entrar al salón, pero nunca encontré nada detrás de la puerta. Me volví a reír; de todos modos tendría que salir a la calle. En caso de no encontrar ninguna cartera llena de billetes, podría encontrarme con la casa de mi tía y pedirle algo de dinero prestado.
Es un día de muerte o un día muerto, es un día raro. Lo volví a pensar. La calle está prácticamente vacía; además, se respira algo extraño en el ambiente, algo que se pasea de la mano del silencio. Hace frío. A pesar de ser temporada de calor he tenido que salir con una chamarra puesta y la ausencia de gente le da un toque aún más álgido a la calle, pero no es sólo eso, es algo más, algo que no se sabe nombrar, es algo desconocido lo que le da este tono de extrañeza al día.
Ni parece que sea una mañana de sábado. No hay el habitual movimiento de comerciantes y transeúntes; en su lugar, se ven los locales cerrados, las estructuras de fierro de los puestos cubiertas de lonas amontonadas debajo de una jardinera, las manchas de grasa en el suelo adornadas con pisadas de estudiantes, los rayones en las paredes de la Escuela Normal, los restos de comida en el suelo, los charcos negros a las orillas de la calle, las coladeras repletas de desechos humeantes; definitivamente el día extraña el sol que lo golpea todo y el bochorno de una mañana de trabajo o de compras. Pienso que es uno de esos días en el que bien podría pasar cualquier cosa y nadie lo notaría. Así de solo está todo.
Por la calle vacía ni siquiera pasan carros. Los semáforos se hablan de esquina a esquina haciéndose guiños con los cambios de luces, de pronto aparece un taxi que se detiene en una esquina para asegurarse que nadie pase y después de un momento vuelve a arrancar perdiéndose por la Ribera de San Cosme, a las faldas de la torre Latinoamericana.
Es casi medio día pero hay muy poca luz; un vientecillo se pasea por entre la basura que se acumula a la orilla de las banquetas levantando todo a su paso; no puedo evitar mirar entre los montones buscando rastros de una cartera perdida. Me río de mí mismo.
Sin sorpresa veo cómo una rata sale de una alcantarilla; se le ha escabullido a los restos de basura que no la dejaban salir y se sacude el lodo erizando el pelo de la piel. La rata corre y luego se detiene a media calle como queriendo explicarse por qué tanta tranquilidad; se para en dos patas, mira para todos lados y luego descubre a lo lejos unos faros que se aproximan de frente. Con toda calma, entra en otra coladera. Es un día gris —pienso—, y camino despacio hacia el metro.
El aire lleva hasta mi nariz el tufo de la basura acumulada; afuera de la Escuela Nacional de Maestros tampoco hay puestos, las tiendas de copias están cerradas; ni un alma. En cambio, con sólo ver sus rastros en el suelo y la basura, puedo oler el puchero de las carnitas, los tamales, los jugos de naranja y la verdura de todos los días cociéndose. Ahí está, también, el busto de Lauro Aguirre que lo contempla todo impávido tras las rejas despintadas de blanco, amarradas con lazos y cadenas.
Las jardineras grises están llenas de plantas secas, de pasto seco, de tierra seca que se levanta con el viento; se me ocurre que son los ceniceros más grandes que jamás he visto, adornados con grafitis en verde y azul, los únicos motivos de colores que iluminan el paisaje y que me hacen pensar en la paciencia del inconforme que quiso colorear este día gris.
Mientras bajo las escaleras que van a los andenes, mis manos buscan en las bolsas algo de cambio; haciendo cuentas apenas tengo para el metro.
La taquilla está cerrada; lo anuncian las pequeñas cajas de madera puestas como barricada en la ventanilla, no hay vigilante en la entrada y la puerta al lado de los torniquetes se mueve con el aire, abierta de par en par. Metro gratis, siquiera. La luz adentro también es escasa; los botes de basura están repletos y el viento juega con algunas páginas de periódico que levanta y arroja al suelo a su antojo. Tanta soledad no puede ser normal, tal vez algo grave ha pasado y yo no me he enterado; pienso en revisar los encabezados de los periódicos pero el puesto de revistas también está cerrado. Ni a quién preguntarle. Es como si fuera un día que no va a contar para nadie; un día que no va a pasar en ningún calendario, un día que sólo yo voy a vivir, o a desvivir, depende de cómo se vea.
Ahora podría pasar cualquier cosa y nadie se enteraría, así de solo está todo