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Lágrimas sobre la acera
Lágrimas sobre la acera
Lágrimas sobre la acera
Libro electrónico514 páginas8 horas

Lágrimas sobre la acera

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Catalina recibe un extraño paquete de alguien que conoció en el pasado. Al abrirlo observa con estupor que es la prueba de un delito cometido en 1969, el año en que abandonó a su familia para irse a la ciudad a estudiar, huyendo de un mundo cerrado que no daba opción al crecimiento personal de las mujeres. Sin dinero. Sin conocer a nadie. Sin haberse planteado cómo iba a subsistir, se ve abocada a la profesión más antigua del mundo. Ahora su secreto regresa.
Con los últimos años del franquismo como telón de fondo, Lágrimas sobre la acera es una obra de intriga, de engaños, de pasiones encontradas, de traiciones; pero sobre todo es un alegato a la fortaleza de aquellas mujeres que, a pesar de vivir oprimidas, supieron mantenerse en su empeño de cumplir un sueño: el de ser libres.
IdiomaEspañol
EditorialNou Editorial
Fecha de lanzamiento23 jul 2022
ISBN9788417268695
Lágrimas sobre la acera

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    Lágrimas sobre la acera - Pepa Morató

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    EDITORIAL

    Título: Lágrimas sobre la acera.

    © 2022 Josefa Morató Ascó.

    © Diseño y maquetación: nouTy.

    © Imagen de portada: Kaspars Grinvalds para Shutterstock.

    Colección: IRIS.

    Director de colección: JJ. Weber.

    Primera edición mayo 2022.

    Derechos exclusivos de la edición.

    © nou EDITORIAL 2022.

    ISBN: 978-84-17268-69-5

    Edición digital agosto 2022

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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    Sabes que existen los vicios, que existen las pasiones, que existen los amores prohibidos: pero todo, todo ello, es lo más triste, feo y pecaminoso de la humanidad. Todo ello está reñido con tu anhelo de perfección, de limpieza moral; todo ello está reñido con tus ilusiones.

    Sección Femenina. Economía doméstica, para Bachillerato, Comercio y Magisterio, 1968

    PRÓLOGO

    Cierro la puerta. Me tiemblan las manos. La visita que acabo de recibir me ha dejado con el corazón desbocado. Escudriño tras la ventana. La chica que dice llamarse Nuria se aleja, ignorante del efecto de sus palabras.

    El final de la conversación resuena todavía en mi cabeza.

    —No la veo muy convencida. Quizá no he sabido transmitirle la finalidad de este proyecto.

    —No es el motivo de tu estudio lo que no entiendo. Me parece muy acertado. Lo que me extraña es que me hayas buscado a mí.

    —Su testimonio es importante. Estuvo en aquel barrio durante todo un curso.

    —Por eso mismo no tengo una visión de conjunto. No creo que te pueda ayudar. Solo estuve alojada allí poco tiempo. —Pongo énfasis en lo de alojada.

    —Pero tengo entendido que fueron los meses en los que se desarrollaron los acontecimientos más trascendentes en esa pensión.

    —Es posible; sin embargo, me tiene perpleja cómo has dado conmigo.

    —Oh, bueno. A esa pregunta le contestará la persona que me ha enviado. He dejado en el descansillo de la escalera una cosa que me ha pedido que le entregara después de contarle mi proyecto.

    —¿Quién? —Me atraganto con la pregunta.

    —Prefiere que guarde el secreto, pero me ha dicho que lo sabrá en cuanto abra la caja. Bueno —dice haciendo mención de levantarse—, yo le dejo mi tarjeta y ahora le traigo el regalo. —Hace gestos con las manos señalando la puerta, la escalera, otra vez la puerta—. Mi número de teléfono lo tiene ahí. —Señala con el índice el lugar en el que suelen estar los números de teléfono en las tarjetas de presentación.

    —Ya, ya veo —digo con una sonrisa.

    Sale al descansillo y acerca un paquete de considerables proporciones arrastrándolo por el cordón que lo envuelve.

    —Pero ¿qué es esto? —No puedo evitar mi asombro al contemplar el tamaño de la caja.

    —Me ha costado mucho traerla hasta aquí. No tanto por lo que pesa sino por lo incómoda que es, aunque pesar también pesa lo suyo. ¿Se la dejo en el salón?

    —No, no hace falta, ya la llevo yo. Gracias. Pero no entiendo…

    —Cuando la abra. Eso me ha dicho. Dentro encontrará la respuesta y entenderá. Bueno, yo me voy. La dejo sola para que vea el contenido con tranquilidad. Ha sido otra de sus peticiones, que la viese usted sola. No tarde en llamarme y muchas gracias por escucharme.

    Solo cuando cierro soy consciente de cómo me tiemblan las manos. Mi peor pesadilla regresa. Como un huracán. Abriendo heridas que nunca se cerraron.

    Aquel nefasto curso no puede resucitar ahora. Hay cosas que deben seguir siendo privadas. No es saludable que salgan a la luz. A pesar de la tendencia moderna de airearlo todo y hacerlo público, creyendo que así, de alguna manera, se hace catarsis o algo por el estilo.

    Por eso le he dicho que no.

    ¿De verdad le he dicho que no? ¡Con tanto nervio como me ha entrado, ahora no estoy segura! No. No es eso lo que he contestado. Quizá le haya dicho que lo pensaría. O que la llamaría. O que llamara ella en otro momento. No lo recuerdo.

    Mentiría si dijera que no me han conmovido sus argumentos: hacer un estudio sociológico para sacar de la clandestinidad, a través de testimonios reales como el mío, la vida de las mujeres de aquella época; conocer sus dificultades; los motivos que las llevaron a ejercer la prostitución; su participación, si es que la hubo, en los movimientos de oposición al franquismo y un largo etcétera que ha ido desgranando con entusiasmo.

    Me ha gustado su voz. Tan joven. Acaba de terminar la carrera. Magisterio. Quizá por eso me he sentido tan cercana a ella. ¡Cuánta ilusión en sus palabras!

    Contemplo la caja que he depositado sobre la mesa. Me da miedo abrirla. Ha dicho que es un regalo de alguien que me conoció entonces. Tiene una pegatina. Bien visible. Rotulador permanente. CURSO 1969-1970. Corto el cordón. Arranco la cinta americana. El corazón me retumba tan fuerte como el de un conejo puesto boca abajo a punto de recibir el golpe de muerte. Papel de estraza envolviendo algo. Me alejo. Lo miro. Las manos en la boca. Tapándola. Ahogando un grito. Parece… Por la forma… Pero no puede ser. ¿Me atreveré a desembalarlo?

    «Sea lo que sea no puede hacerte daño», me digo. «¿O sí?»

    Quito el envoltorio de papel de estraza y mi corazón se acelera aún más. Respiro entrecortadamente. Me sudan las manos. Unas gotas resbalan por el centro de mi espalda. Reculo hasta que tropiezo contra la pared. Esto no es real. No puede estar pasando. ¡Es la lámpara!

    ¿Quién sabe que este objeto es la prueba de un delito?

    ¿Es una amenaza?

    ¿Un recordatorio?

    ¿Por qué después de tantos años?

    La chica parecía ignorar su contenido.

    No me atrevo a tocarla. Me siento en el sillón, con la vista fija en su pantalla. Los flecos se mueven, aún conservan la mancha de sangre. Me quedo atrapada en el vaivén de los canutillos de la pasamanería. Mi casa desaparece. Me veo en la pensión. Los recuerdos de aquel curso se abren paso sin que pueda detenerlos.

    Todo comenzó un 14 de septiembre de 1969. Hacía ocho semanas que el hombre había llegado a la Luna. Yo tenía quince años y muchas ganas de empezar una nueva vida. Sola. En la capital. No tenía ni la más remota idea de hacia dónde dirigirme, pero no me importaba. Tenía un plan y una fortaleza de la que carezco ahora. Así comenzó mi historia.

    1

    Llegué a Valencia a las nueve de la mañana, tras hora y media de viaje en un autobús repleto de gente y que olía a cerrado. Esperé en la carretera mucho tiempo. A pesar de ser temprano, el calor del verano se agarraba con fuerza al asfalto del que emergía un tufo que espesaba el aire y se pegaba a mi nariz. Me costaba respirar. Para aliviar la espera, me acerqué a la esquina y aspiré el aroma de los naranjos. La caricia de su olor me reconfortó.

    Sola en la parada, que no era tal, sino un bar apostado en la carretera que señalaba el lugar. Sola con mi maleta, mi vestido de piqué verde y mis mejores zapatos de verano esperaba la llegada del transporte. Los nervios se paseaban por mi estómago recordándome la angustia de mis padres ante mi decisión y las palabras admonitorias con que me despidió mi tía Encarnación.

    —¿Tú sabes el disgusto que les has dado, hija? ¿Estás segura de lo que vas a hacer? ¡Con lo que se han sacrificado ellos por ti! Y ahora que te necesitan a su lado los abandonas, ¿para qué? Si una mujer es una tontería que estudie, tu padre tiene razón cuando te lo dice. Total, luego, las que lo hacen, se casan y dejan la carrera a un lado.

    Mi tía, la hermana de mi madre. Así hablaba. Con palabras aprendidas. Palabras no suyas. Palabras que tocaba decir.

    —Los tiempos no son los mismos, tía —le contesté. Sabía que, en el fondo, me entendía. —Yo quiero estudiar, buscar otros alicientes y no quedarme encerrada aquí.

    —Tú lo que quieres es librarte de la responsabilidad de ayudar a tu familia, pero mira qué día te lo digo, esto te va a penar. Más pronto que tarde te arrepentirás; ¿qué vas a hacer cuando vengas suplicando, porque tu padre bien claro te lo dijo el otro día: si te vas, aquí no vuelvas, ¿recuerdas?

    Recordaba, claro que recordaba. ¿Cómo olvidar aquellas palabras nacidas de su disgusto? De pie, levantando sus manazas al aire. Aquellas que tanto temía, aunque nunca se hubieran posado sobre mí. Su rostro contraído. Su figura erguida. Tras pronunciarlas se dio la vuelta y se alejó. No volvió a dirigirme la palabra. Salí tras él. Papá, por favor, no te lo tomes así, entiéndeme, quiero probar a tener otra vida. ¡Otra vida!, ¿no te bastaba con esta? Me quedé en la puerta, compungida. Hoy no me he despedido de él. No me lo ha permitido. Papá, me voy, le he dicho sin atreverme a cruzar el umbral de su dormitorio donde sabía que se hallaba. Su silencio por respuesta me ha obligado a bajar las escaleras con el corazón encogido de dolor.

    De mamá sí me despedí. Lloraba mucho. En realidad, no había parado de llorar desde el día de la discusión. Ella me entendía. Lo sé. Pero en casa era mi padre el que dictaba lo que se podía o no se podía hacer. Mi madre me cogió una mano. La estrujó. Hija, hija, mi niña. No podía consolar su llanto. Sabía que mi partida le dolía. A ella que había vivido para atender a todo y a todos: la casa, la tienda, al marido, a los hijos, a los padres; y la única satisfacción que podía obtener de su sacrificio era tener a los hijos cerca y yo se lo iba a arrebatar. Deséame suerte, madre. Di que lo entiendes. Volveré, te lo prometo. Ella me miraba con la resignación aprendida, con tristeza en los ojos, con el calor de siempre en su mirada. Nuestro abrazo se prolongó durante mucho rato. Madre, no llores. Pero el contagio llegó. Dos cuerpos. Dos llantos fundidos en uno. Dos miradas desgarradas atrapadas en el tiempo. Dos voluntades fuertes: una doblegada, la otra intentando no hacerlo. Sé que me entiendes, no quiero novio, todavía no, no quiero descarnarme las uñas en el almacén, no quiero que llegue la noche y pensar que pude haber tenido una vida mejor y lo dejé pasar. Madre, me entiendes, verdad. Di que sí. Volveré. Te juro que volveré. De qué vas a vivir, decía conteniendo el llanto. Tengo un poco de dinero, llevo años guardando todo lo que cae en mis manos. Con eso no vas a tener ni para pipas, hija; en la capital todo está muy caro. Se acercó al cajón que hacía las veces de caja registradora y me dio todo lo que pudo, arreglando el resto para que no se notara la falta a simple vista. Padre se va a enterar, cuando haga el recuento, le advertí. De eso me encargo yo, tú vete.

    El sonido del autobús rompió mis pensamientos. Aferré mi maleta con fuerza. Subí. Busqué un asiento vacío. Cuando lo encontré, puse la maleta en el altillo. Un hombre, con gesto hosco, retiró las piernas y el periódico para dejarme pasar al lado de la ventanilla. Le di las gracias. Respondió con un gruñido. No quise pensar que ese mal comienzo fuese el presagio de lo que me esperaba. No lo iba a permitir. Tal era mi ilusión.

    Repasé mentalmente el itinerario que había memorizado. Autobús hasta la ciudad. Comprar varios periódicos, sentarme en un bar o algún banco, ya vería, y subrayar los anuncios de posadas y hostales que se ajustasen a mi presupuesto. Antes de que el sueño me venciera, saqué del bolso el único libro que me había traído de casa: Nada. Lo había leído durante el último curso de bachillerato y me había gustado tanto que me lo traje conmigo. La protagonista y yo compartíamos principio: las dos dejábamos atrás nuestro hogar para iniciar una vida lejos.

    Mi prima Mari Carmen había trabajado en la capital hacía algunos años y me había dado una dirección. «Para que tengas un lugar al que acudir, por si se te echa la noche encima», me dijo, «por si acaso, nunca se sabe, y la patrona es muy amable; aunque si encuentras otro sitio, mejor, ese no está en muy buena zona». Y añadió: «Aquello no es como el pueblo, allí te pierdes con facilidad, te harán falta algunas semanas hasta que aprendas a manejarte con soltura entre avenidas y callejones». Con aquellas palabras me sentí un poco angustiada. ¿Podría con todo?

    El cansancio me vencía por momentos. La noche en vela, la tensión de los últimos días, preparar el equipaje, las despedidas. Levanté la mirada y contemplé los campos de naranjos. Ese que acabábamos de pasar era de mi padre, al lado de la carretera. Ahí acudíamos todos los domingos él y yo, tras la misa de doce, a contemplar los cuatro palmos de tierra, como decía Antonio Machado en su poema, y comernos unas naranjas sanguinas que la mitad de las veces me dejaban sin hambre para el cocido de mediodía. Mi madre me regañaba. A mi padre más. Ese era su terreno y ahí sí que no se metía él. La dejaba sermonear por haber consentido que comiera a deshora. Sabes que le quita el apetito y tú erre que erre, decía siempre. Él se escondía tras su periódico y sonreía.

    Llegué, contra todo pronóstico, a la hora prevista. Pregunté al revisor dónde se cogía el autobús para ir al centro. Con un gesto señaló a la gente que caminaba en una única dirección. Seguí la fila. Acabamos todos arracimados con nuestras maletas en un autobús que corría por amplias avenidas repletas de coches. Tuve que levantar el rostro para encontrar un hueco entre las dos cabezas que estaban delante de mí y divisar un trozo de ventanilla. Alguien chilló: «abrid la ventana, que aquí no se puede respirar». Agradecí el aire renovado, aunque estuviese ardiendo. El trayecto, a pesar del calor, me pareció corto y admiré la grandeza de los edificios y la belleza de algunas plazas por las que pasamos y de las que todavía no conocía el nombre. El autobús paró. Habíamos llegado. Con la emoción de la aventura y las manos un poco temblorosas me apeé en la plaza del Caudillo, el centro neurálgico de la ciudad. Busqué un quiosco. Compré tres periódicos y me senté en un banco. Saqué el bolígrafo, leí, subrayé, redondeé. La letra era muy menuda y los anuncios estaban muy juntos. Me pasé mucho rato preparando el listado, investigando la ubicación de las calles en un mapa de la ciudad que también me había comprado. Lo ordené todo por proximidad para no perderme en idas y venidas tontas. Tenía que aprovechar el tiempo.

    Tomar notas y confeccionar el listado consultando el mapa me llevó más tiempo del previsto. Miré el reloj, las once de la mañana y mi estómago reclamaba algo de alimento. Entré en un horno y compré unas rosquilletas. Las engullí con placer y emprendí el camino.

    A mediodía hice un alto y consumí una empanadilla acompañada por una botella de agua que me supo a gloria. No quería gastar más de lo estrictamente necesario y desconocía cuánto costaría una comida en uno de aquellos restaurantes por los que pasé y solo me atreví a mirar por fuera.

    A mitad tarde, con un sol rabioso que calentaba las aceras, me dirigí a la siguiente dirección. Todas las fondas que había visitado sobrepasaban mi presupuesto. Esta estaba muy cerca de la avenida del Oeste. Me costó media hora llegar desde la calle Císcar que había sido la última que había visitado. La maleta cada vez pesaba más.

    Llegué a la calle de la Beata y encontré el número indicado en el anuncio. Levanté la cabeza y observé el lamentable aspecto que ofrecía: paredes desgastadas, balcones de hierro muy pequeños, ventanas de madera a las que les hacía falta una mano de pintura, cables por toda la fachada y tuberías de desagüe medio oxidadas que bajaban por la esquina. No me gustó, pero no podía permitirme ser exquisita en aquellos momentos y pensé: por probar…

    Me costó acomodar los ojos a aquel recibidor oscuro. A la izquierda un pequeño mostrador. Me acerqué a él. El sonido de una radio a todo volumen salía de un habitáculo situado detrás. Una voz de mujer acompañaba, más gritando que cantando, una copla. «Bien pagá, si tú eres la bien pagá…»

    —¿Hay alguien?

    —Voyyy —atronó la voz desde el interior.

    La madera del recibidor estaba desgastada. Tuve tentaciones de salir corriendo, pero estaba realmente cansada de dar tumbos todo el día y, sinceramente, no había encontrado nada que se acomodase a mi paupérrimo presupuesto.

    Una mujer vestida de negro hizo su aparición. Elevó el mentón, se sujetó con las dos manos una especie de mantón que cubría sus hombros. Llevaba los ojos pintados con una sombra bastante llamativa y coloretes en la cara. Con voz áspera preguntó:

    —¿Qué quieres, niña? —Me miraba con interés estudiando mi aspecto. Era de ese tipo de personas que te miran de arriba abajo escudriñando hasta el alma.

    —¿Alquilan habitaciones?

    —Claro. Esto es un hostal.

    —Querría información sobre los precios y por cuánto tiempo puedo alquilar una.

    No me quedé. Le di las gracias con mucha educación y salí de la oscuridad a la luz que me abofeteó en la cara haciéndome cerrar los ojos. Ahora sí, el cansancio iba adueñándose de mí. Me senté en un banco y me quité los zapatos que agradecieron el contacto con el aire que comenzaba a correr en ese atardecer de agosto. Con ánimos renovados me levanté diez minutos después dispuesta a dirigirme a la siguiente pensión anotada en la hoja. Y a continuación, a la siguiente. Y luego, a la siguiente. Y a la siguiente. Siguiente. Siguie…

    Exhausta, recordé el papel con la dirección anotada por mi prima. Solté un momento la maleta para sacarla del bolso y me senté en el escalón que daba entrada a una finca. Con el papel en la mano, me calcé y emprendí de nuevo el camino. Tuve que preguntar en dos ocasiones porque me hice mucho lío con las calles. Al llegar comprobé que la finca ya no existía. Un solar ocupaba el lugar. Caí rendida en un banco de piedra, a la sombra de un árbol. Pensé durante breves instantes las opciones que tenía. Solo una. Así que regresé a la pensión que había desechado hacía un rato.

    Me quedé en la puerta titubeando. Los latidos de mi corazón acelerados. La misma penumbra. La misma voz desde el interior. ¿Desea habitación? La mujer de antes que se asoma y me trata con la misma frialdad.

    —Ah, ¿eres tú? Has vuelto, ¿eh? —En el tono de aquella pregunta se escondía una acusación que me lanzaba sin remilgos.

    —Sí —contesté con el rubor cruzando mi rostro. Siempre notaba cuando me ponía colorada, porque una especie de corriente nacida de mi vientre se concentraba en mi cara.

    —Claro, ¿dónde vas a encontrar precios como estos?

    Me aclaró, de nuevo, lo que cobraba, me informó de que se pagaba al vencimiento del día o de la semana: le informé que quería, en principio, para una semana, y me exigió la mitad por adelantado. No se aclaraba muy bien porque se contradijo en varias ocasiones, pero yo no estaba para discutir ni rebatir nada a esas horas y saqué los billetes que me pedía.

    —Joaquín, acompaña a la señorita al primer piso —gritó dirigiendo su voz hacia la calle.

    Un hombre mayor al que se le marcaban todos los huesos de la cara y que se sujetaba el pantalón con una cuerda apareció por el umbral, cogió mi maleta y, sin dirigirme la palabra, se encaminó hacia las escaleras. Me apresuré a seguirle. Se oían muchas voces. Me extrañó tanto trajín. Pasillos en sombras, miradas curiosas dirigidas a mí, olor a tabaco, demasiado olor a tabaco. Una mujer desgreñada salía de una de las habitaciones del primer piso cuando llegamos nosotros.

    —¿Nueva adquisición, Joaquín?

    —Solo está de paso.

    La mujer me miró de arriba abajo con una sonrisa de medio lado mientras se encendía un cigarrillo.

    —¡Veremos cuánto dura! —dijo siguiendo su escrutinio.

    No contesté ni me presenté como hubiera hecho en otras circunstancias. Me sentí incómoda. ¡Dios mío! ¿Qué tipo de huéspedes tenía ese hostal? Si aquella chica era una muestra, era uno de muy baja condición, por llamarlo de alguna manera. No cabía duda.

    Joaquín abrió la puerta y dejó mi maleta sobre la cama.

    —El cuarto de baño está al final de la galería. Para el aseo diario ahí tiene una palangana —dijo señalando un aguamanil situado tras la puerta—. Si lo que quiere es una ducha, la encontrará al final del pasillo. Puedo traerle unas toallas y jabón, si quiere. Se pagan aparte.

    Me miraba con curiosidad, como lo había hecho la recepcionista. Aquello me hizo sentir incómoda de nuevo. Le pedí las toallas y desapareció hacia el piso de abajo. Mientras esperaba me asomé a la escalera e hice un reconocimiento del lugar. Todo lo vi viejo, oscuro y falto de limpieza. A mis oídos llegó la voz de la mujer de la entrada hablando con el tal Joaquín. De aquella conversación me llegaron palabras sueltas: «tratar bien» y «sacar provecho» fueron algunas de ellas. Cuando vi que subía las escaleras con las toallas, abandoné deprisa el descansillo y regresé a la habitación, avergonzada por el espionaje al que había sometido al hombre. No era de mi incumbencia lo que pudieran hablar. De ver mi madre lo que acababa de hacer, me habría reprendido severamente.

    Algunos meses más tarde aquellas palabras volverían a mi memoria y me harían entender muchas cosas.

    —No está el agua caliente dada. Dice doña Lola que por la mañana encenderá el calentador, que ahora no son horas.

    —No me importa. Hace calor y necesito quitarme el polvo del viaje. Muchas gracias.

    No añadió nada más. Dejó las toallas sobre la cama y abandonó la habitación. Me quedé sola. Todo el cansancio del día cayó de golpe sobre mí. Abrí la maleta, saqué el pijama y el salto de cama. Crucé el pasillo y llegué al lugar que me había indicado Joaquín. Era un cuartucho interior con una alcachofa colgando del techo y un sumidero en el centro del suelo; a un lado, un pequeño lavabo y un espejo arriba del que colgaba una bombilla. Entre la ducha y el lavabo no había separación ninguna. Dejé la toalla y la ropa en unos pomos situados detrás de la puerta. El agua cayendo sobre mi cuerpo me reconfortó. Había imaginado un final distinto para este viaje, la verdad. Me tranquilicé pensando que tenía una semana por delante, que tenía tiempo para buscar. Después, ya se vería. Paso a paso. Me negaba a adelantar acontecimientos.

    Me acosté en aquella cama. Pequeña e incómoda. Di vueltas y más vueltas sin poder dormir. Me puse boca arriba, para mirar el cielo a través de la ventana. Pero no se veía. Solo blanco desconchado, hilos de tender y mucha ropa blanca. Sobre todo, toallas. Muchas toallas.

    Con el pensamiento rondando en mi cabeza de por qué tantas toallas, el sueño me venció. Aquella noche tuve una pesadilla. Soñé un castillo muy grande, hermoso a simple vista. Yo contemplaba las lámparas de araña colgadas del techo, los cuadros, las armaduras, la belleza de sus estancias y, de pronto, se llenaba de cucarachas que invadían todo y subían por las paredes y las camas. Desperté temblando de terror con la pesadilla aún pegada a mi piel cuando amanecía.

    2

    Tras respirar hondo y calmar la angustia producida por el mal sueño, me senté en la cama. Todo extraño a mi alrededor. Me costó reconocerme en aquel lugar, regresar a la realidad. Me sentía desubicada. Tenía sentimientos contradictorios. Por un lado, me invadían unas ansias renovadas de emprender un futuro; pero por otro, una extraña congoja a la que no podía dar nombre todavía se apoderaba de mí. Había algo en aquel ambiente que no me gustaba. No era lo que había imaginado. Una residencia, un piso con más compañeras, eso sí. La tristeza de esa habitación, no. Apenas tenía espacio. El ventanuco que daba al deslunado ofrecía la magnífica vista de un patio interior. Cuerdas, tuberías, paredes a las que les hacía falta algo más que una capa de pintura y, lo peor de todo, las voces, los gritos, las risas. Quejidos que se me descuadraban, desconocidos para mí. Hasta ese momento nunca tuve problemas con el sueño, pero durante aquella noche me desvelé en un par de ocasiones alarmada por los gritos de alguna habitación cercana. Timbres graves y agudos se superponían acalorados. Hablando de dinero, me pareció. Aquellas voces y la pesadilla del último sueño me encogieron el ánimo.

    Si aquel primer día alguien me hubiese advertido de lo que pasaba allí, habría salido corriendo. O quizá no, quién sabe. Comenzaba a tener mis sospechas que fueron en aumento conforme pasaban las horas. Pero pensé que aquel mundo que vivía de espaldas a las leyes a mí no me afectaba y, total, iban a ser unas noches hasta encontrar otro sitio. Mientras tanto, seguiría buscando. Cuando echo la vista atrás sé que lo sabía, lo supe desde el primer momento, pero no me interesaba saber. Me instalaba en la ignorancia aferrándome a ella como única salvación. Una semana. Hasta encontrar otra cosa más acorde con… Menos mal que mis padres no podían ver dónde había caído. Sentía vergüenza. Y, a ratos, miedo.

    Aquel primer día me levanté y guardé las escasas pertenencias de que disponía en el exiguo armario adosado a la pared. Me acerqué a abrir la ventana para ventilar la habitación como hacía en casa y me había enseñado mi madre, pero no pude. Estaba atascada. Bajé a la portería.

    —No puedo abrir la ventana, ¿podría ayudarme? —le dije a la recepcionista.

    —Es que tiene su truquillo. Voy contigo, ayer se me olvidó decírtelo.

    Mientras subíamos las escaleras, ella delante, me fijé en sus anchas caderas y en la oscilación de sus nalgas al desplazarse. Recuerdo que me entró un poco de risa al contemplar a aquella mujerona que no tendría más de cincuenta años, pero que a mí me parecía una vieja. Sus gruesos tobillos me recordaron los de mi tía Manolita, una hermana de mi padre, y pensé si le pasaría como a ella y tendría que darse friegas todas las noches para la circulación. Aquel pensamiento tuvo el efecto de un acercamiento hacia ella, como si al compararla con alguien querido se convirtiera en un ser diferente ante mis ojos.

    Llegamos a la habitación, abrió el cerrojo que unía las dos hojas de madera y, con él bien agarrado a modo de tirador, empujó a la vez la puerta hacia arriba y hacia dentro. Le costó lo suyo, pero la abrió. Un aluvión de polvo y pintura le cayó encima. Se sacudió las manos y la blusa para quitarse aquella porquería.

    —Está vieja, es lo que le pasa. Como verás por aquí tenemos pocos lujos, pero la comida y la limpieza son de primera. Ya lo irás viendo.

    Evité reírme del comentario. ¿Limpieza? Aparte de lo que acababa de pasar, no pude evitar fijarme el día anterior en una telaraña que adornaba una esquina de la salita de detrás del mostrador. Obviamente, no dije nada, tan convencida como estaba de que saldría pronto de allí. Solo esperaba que lo de la comida se ajustase más a la realidad de sus palabras que lo de la limpieza, porque eso sí que no, cocina sucia no lo soportaría.

    Cuando se hubo marchado extendí el mapa en una mesita de railite que, situada bajo la ventana de madera, era la única superficie disponible y la que, en el futuro, haría las veces de mesa de estudio en las largas horas que pasé allí sentada, fines de semana incluidos. Aunque ese día yo todavía no lo sabía.

    Con denodado interés emprendí la búsqueda de otro hostal o pensión. En periódicos nuevos. Pero, para mi pesar, los anuncios eran casi siempre los mismos. Visité los que no me dio tiempo de ver durante la primera jornada. Idénticos resultados. Algún que otro día aparecía una nueva dirección y llena de esperanza me dirigía hacia allí, pero nunca conseguí nada. Acababa rendida al final de las jornadas. La semana iba pasando sin que encontrara un lugar apropiado. Apabullada. Así me sentía con todo. Las calles. Los semáforos. La gente. En un mundo desconocido. Pensé en regresar, pedir perdón, me había equivocado, pero un orgullo renacido de no sé dónde hizo que desistiera de tal propósito y me obligué a dirigir mis pasos hacia la facultad de Magisterio. Atendería a lo importante.

    Había terminado sexto de bachillerato en junio. Tenía quince años. Lo normal hubiera sido tener dieciséis, pero a mí me adelantaron el ingreso a los nueve años, en lugar de a los diez, porque las monjitas del pueblo consideraron que ya estaba preparada para hacerlo. Y no se equivocaron. Pasé el examen con buena nota. Mi padre también se negó a que estudiase el bachillerato, pero mi madre le plantó cara. Cuesta mucho dinero: todos los días el autobús, la cuota mensual y la de la comida si tiene que quedarse, no nos lo podemos permitir, le decía enfadado ante su insistencia. Si la niña vale, estudiará, le rebatía ella, aunque tengamos que vender la finca que he heredado, que para eso es mía. La vendió. No recuerdo otra ocasión en que se saliese con la suya. Mi padre solía acabar las discusiones con un puñetazo sobre la mesa; entonces ella reculaba, porque sabía que no había vuelta atrás. En cambio, aquella vez no se amilanó y mi padre se vio indefenso ante su férrea voluntad. No supo hacerle frente. Mi madre me matriculó en un colegio privado, en un pueblo que distaba cuatro quilómetros del mío. El recibo de las monjas, más el suplemento de la comida subía mucho para una familia tan humilde como la nuestra. Consciente del esfuerzo que mis estudios suponían, no me permití suspender jamás ni una sola asignatura, a pesar de que la mayoría de las explicaciones no las entendía y me lo estudiaba todo de memoria: matemáticas incluidas. Sospechaba que mi inteligencia no estaba a la par de las expectativas que habían puesto en mí; así que suplí con horas y más horas de estudio lo que mi intelecto me negaba, consciente de que no alcanzaba. Me sentía como un fraude y comencé a caminar por la vida con los hombros encogidos. Aquel esfuerzo supremo lo alargué durante seis años del bachillerato; aunque he de reconocer, ahora que echo la vista atrás, que, a partir de tercero, ya las cosas me fueron un poco más sencillas, al menos tuve la sensación de que podía con las asignaturas, de que entendía lo que me explicaban. Aprobé con notas aceptables las dos reválidas que pasábamos entonces: en cuarto curso, que te permitía acceder al bachillerato superior, y en sexto, que te abría las puertas de un curso de orientación universitaria o, como era mi caso, de la escuela de Magisterio.

    Para mi desgracia, la sensación de inutilidad la arrastré mucho más tiempo, me la llevé conmigo a la ciudad.

    Siempre me he enorgullecido de que, a pesar de minusvalorarme, me mantuve firme en mi empeño por seguir estudiando. Sin embargo, seguía apabullada, incluso un poco avergonzada: por no saber desenvolverme, por tener que preguntar todo siempre, o por no preguntar por vergüenza y entonces meter la pata, por… todo, hasta por el maldito acento que me había traído conmigo y delataba mi procedencia. Cuando me vencía la incertidumbre le hacía frente recordándome los propósitos que me habían llevado hasta allí. Buscaba un porvenir. Pero las dudas… no paraban de rondar. Llegué incluso a pensar que quizá aquello no era mi destino. No quería dejarme amilanar, aunque a ratos, la maldita perplejidad lo conseguía. Así las cosas, le di la vuelta al pensamiento. Pasaría de los que me menospreciaban. Si lo que pretendían era avergonzarme, iban listos, porque no iban a poder conmigo. Costase lo que costase. Pese a todo y a todos los que me miraban con conmiseración. O con complacencia ante mi asombro, que también los había. No sé decir qué actitud me molestaba más. Ambas, supongo.

    Una mañana entré en una mercería a comprarme hilo y aguja para remendarme la orilla del vestido y oí un retazo de conversación entre la tendera y otra clienta cuando yo ya salía:

    —Es una chica nueva en el barrio. Muy de pueblo —dijo bajando la voz. Con desdén—. Está en la pensión de la Beata. ¿No has visto el acento que tiene y lo encogida que va? Aunque parece buena chica.

    No quise escuchar el final de aquella intervención que estaba dirigida a mí. Quiso que la escuchara, estoy segura, de lo contrario habría esperado a que saliera de la tienda. Podía haberle replicado, pero no lo hice. Me sentí muy avergonzada. Aunque saqué buena lección de aquella conversación. Tenía que mejorar mi aspecto: caminar erguida y sin prisas; y trabajar aquello del acento para perderlo. Así que yo misma, todas las tardes, tras la realización de las tareas de clase, me imponía un rato de preparación para la nueva Caty frente al espejo. Pensé en cambiar mi diminutivo y llamarme Cata. Sonaba más contundente, más adecuado a la nueva personalidad que quería formar. Y así lo hice.

    Aquella decisión de sobreponerme me costaba mucho trabajo y los resultados no eran los esperados. Me enervaba la situación. Era un contrasentido que conseguía ponerme de muy mal humor. Un malhumor que no podía descargar en nadie, porque a nadie conocía. Y la pagó quien no debía.

    Un día, recuerdo que no me había ido demasiado bien en las clases, la profesora me preguntó algo y no supe responderle. Olvidé buscar una cosa que nos encargó el día anterior. Yo, que siempre había estado al tanto de todo y que no me dejaba jamás un trabajo por hacer, enfadada conmigo misma, no supe gestionar aquella ira y llegué a la pensión iracunda. Pensando en la nueva Cata que ya creía ser, me senté a comer frente a la recepcionista que también era la patrona de la pensión y la pagué con ella.

    —Usted me engañó, esto no es una pensión, es un prostíbulo, aquí las chicas se traen a los hombres que encuentran por la calle. ¿O acaso no lo sabe? —le espeté sin más.

    Recuerdo su cara, su altivez.

    —Pues… no. Mira tú la xiqueta con qué sale ahora. ¿Dónde te crees que vas a encontrar un precio así?, si no estás conforme, coges tu maletita y te buscas otro sitio. Yo solo exijo que me se pague la habitación, lo que cada cual haga con su tiempo es asunto suyo, no mío. Que me se pague y que no haya escándalos, no exijo más. ¡A mí con lecciones! La moral, xiqueta, no sirve de ná cuando uno tiene que comer. Y la vida no se lo pone a todos en bandeja como a ti, a ver qué te crees. A veces no puedes seguir por el camino y tienes que buscar atajos, atajos que te permitan vivir. Más te digo, si quieres llevarte bien en este lugar, no te atrevas a meterte con nadie, porque no eres quién, no sabes las desgracias por las que han tenido que pasar muchas de tus compañeras. ¿Tú quieres estudiar? ¡Adelante! ¿Acaso se ha metido alguien contigo por eso?

    Acabó su sermón mirándome de arriba abajo.

    Me sentí como un gusano. Por tres razones. La primera, por haberme dejado dominar por la ira. La segunda porque, al echarme en cara el tema del dinero, caí en la cuenta de una certeza que había escondido, ¿hasta cuándo me iba a llegar? Y en cuanto a la tercera, tenía razón, aquellas chicas no se habían metido conmigo. ¿Qué derecho tenía yo a cuestionar nada? Pedí perdón, me mordí la lengua y me encerré en mi habitación. Me propuse ser más prudente a partir de ese día.

    Recuerdo que me matriculé en Magisterio porque era la carrera más corta. Solo tres años en contraposición con los cinco que duraban las demás. Y no se necesitaba el curso preuniversitario. Filología me gustaba mucho, pero no estaba a mi alcance. No tenía dinero. Conté los billetes que me quedaban y apenas podía cubrir con ellos hasta mitad del mes de octubre. Tendría que encontrar un trabajo. ¿Dónde? Mi madre siempre me crio muy consentida, a pesar de la precaria situación en la que vivíamos. No había fregado un plato en mi vida. No sabía hacer ni una simple tortilla. Tú estudia, hija, y sácalo todo bien, que de lo otro ya me encargo yo. Y estudié, vaya si lo hice, robándole horas a la noche y a los fines de semana. En más de una ocasión me pilló la madrugada con la cabeza sobre los libros y estos encima de la cama. Me encerraba en mi habitación, porque mis padres hacía poco habían adquirido un pequeño televisor y todas las noches se quedaban pegados frente a la pantalla; así que yo cogía una silla y ponía los apuntes sobre el lecho y allí me aislaba para concentrarme. Para todo lo demás era una inútil, tenía que reconocerlo. Era ilusorio pensar que pudiese encontrar un trabajo. ¿En qué estaba pensando cuando abandoné el pueblo?

    Para más inri, por las noches, la iluminación en la pensión era escasa. El pasillo se llenaba de sombras que se colaban por debajo de mi puerta, y de voces quedas y de gemidos que atravesaban las paredes. Yo cerraba los ojos y me arrebujaba bajo las sábanas. Fingía que no oía aquellos sonidos. Tenía que descansar. Era la única del lugar, si obviamos a la patrona, que madrugaba.

    Cuando alcanzaba la calle por las mañanas, aún había chicas apostadas contra el quicio de la puerta y en las esquinas en espera de clientes con el cansancio dibujado en su cara, pero con la perenne sonrisa puesta en ella que les hacía parecer Mariquitas Pérez, aquellas muñecas que hacían furor entre los más pequeños. No se metían con nadie. Trabajaban de noche, dormían de día. Sobrellevaban su destino con mucha dignidad, la mayoría de ellas. La chabacanería que desplegaban algunas con los clientes, en privado no la usaban. Seguían los consejos de doña Lola que les decía que los hombres no venían a estos lugares buscando recato sino desinhibición. Y eso aprendían a ofrecer ellas: sexo sin cortapisas. Aunque algunas me confesaron más tarde que no se besaban con los clientes, salvo en ocasiones especiales.

    Me quedé mirando a Trini, era la chica cuya habitación estaba frente a la mía. No le gustó que me quedara mirándola, estudiándola. Llevaba una minifalda azul, un jersey con un pronunciado escote por el que asomaban sus senos, medias de rejilla y unos tacones imposibles que se quitaba al entrar en la habitación con un suspiro de alivio.

    —Vete deprisa, chica, que me espantas a los clientes.

    Bajé los ojos y me apresuré a abandonar la calle.

    A lo lejos oí su voz:

    —Guapetón, servicio completo cincuenta. Pero todo se puede negociar.

    No las miraba de frente, huía de ellas como si fuesen monstruos que me quisieran comer. En secreto escuchaba las conversaciones que salían de la salita en la que se reunían: «Chicas, para algo se han inventado las palabras neutras: cariño, amor, mi vida… no nos vamos a aprender sus nombres, corremos el riesgo de confundirnos y eso les molesta mucho». Y allí, en aquel hostal, era en el único lugar en el que me sentía superior a los que me rodeaban.

    Con las palabras de Trini resonando en la calle, me alejé con los libros bajo el brazo a coger el trolebús que me llevaba cada mañana a la Escuela Normal.

    La llegada a la facultad fue una experiencia liberadora para mí. Nunca había asistido a una clase con chicos. Nunca me había sentido tan a gusto y tan poco observada. Esa sensación de libertad me gustó. Me sentía una más, allí la variedad estaba

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