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Rompe la quietud
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Libro electrónico239 páginas6 horas

Rompe la quietud

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Rompe la quietud, la nueva novela de Lalo Barrubia, es, como cada libro de ella, a la vez urgente y demoledora. El narrador construye una nostalgia quieta con la que empieza hablando de su vida y, casi sin quererlo, termina contando la historia de la música uruguaya de los últimos cincuenta años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 ene 2019
ISBN9789974876538
Rompe la quietud

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    Rompe la quietud - Lalo Barrubia

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    Quiero agradecer a un montón de amigos, músicos, artistas, colegas y especialistas memoriosos de todos los bares por haberme guiado, contado y enseñado casi todo lo que se relata aquí.

    Y muy especialmente a todos los que en los últimos cincuenta años han creado la música y la historia de este rincón del mundo.

    Nombrarlos sería casi absurdo. Ellos saben.

    A ellos está dedicado este libro.

    LB

    Voy a contarlo todo sin parar,

    sin volver atrás para explicar.

    Sé que me voy a extraviar por los pasillos.

    Pero tengo que hacerlo de un tirón,

    como quien escribe una canción,

    empezando de sopetón, por el estribillo.

    Empiezo de sopetón, pa que tenga brillo, en el momento en que estábamos desnudos, tirados en una cama. Ese momento después. Agotados del ritmo de una fusión que no voy a explicar ahora. Aunque tal vez debería. Porque ese juego, ese encuentro en particular, tiene un lugar esencial en toda la historia que quiero contar. Aunque no tengo demasiado claro qué historia quiero contar. Pero empezaré por el momento después.

    Ella buscó en su bolso, sacó un cigarrillo. Siguió buscando hasta encontrar un encendedor y prendió el cigarrillo. Y me dijo que nunca fumaba adentro pero que, como estábamos en un hotel de cuarta, y había un cenicero en la mesa de luz, no podía evitarlo. Todo esto lo hizo con movimientos un poco bruscos, torpes, quizás diría infantiles. Aunque esto no tiene nada de extraño en ella —de quien nunca podría decirse que fuera una mujer elegante ni de gestos delicados— se me hizo curioso por eso de que me parecieron infantiles, en una mujer que tiene casi cincuenta años. Bueno, no sé por qué redondeo si siempre voy a saber la edad que tiene. Nacimos el mismo día, con diez años de diferencia. Pero no iba a empezar por ahí. Lo de su edad lo menciono porque yo no la había visto desnuda en mucho tiempo, mucho. Y cuando la miraba, me parecía hermosa. No sé si era su edad, o era en realidad la mía, la que me hacía observar su cuerpo y pretender ver una especie de madurez en su belleza que, debo confesar, me resultaba fascinante. Ella había sido una gurisa muy flaca, tan flaca que en mis recuerdos puedo agarrarla de la cintura con las dos manos y juntar mis pulgares por delante, aunque seguro que es una exageración. Pero qué va a ir uno a discutirle a la memoria: era una mujer muy flaca y con tetas chiquitas.

    Con los años, no había dejado de ser una mujer flaca, pero una cierta curva se levantaba sobre su vientre, la cintura parecía más ancha, había echado más carne en las piernas y, sin lugar a dudas, las tetas le habían crecido. Pero aun así, seguía moviéndose con torpeza. A lo mejor era la situación, eso de que entre vos y yo siempre habrá algún tango. O quizás era el alcohol, que tenía en ella, y en mí, el mismo viejo efecto de siempre. A mí me temblaban los labios y a ella el cigarrillo se le escapaba de entre los dedos.

    Después de que salimos de allí, nos despedimos y caminamos cada uno a su rumbo, yo me quedé pensando que tenía que escribir sobre esto. La idea era, en realidad, escribir sobre su cuerpo, su forma de moverse, sus manos, su culo, la curva del vientre, los pezones oscuros. Escribir una canción. Pero a medida que pensaba, las ideas se me iban para todas partes: su cuerpo casi adolescente de aquella otra época, esas caderas un poco demasiado anchas para su flacura, su forma de pararse y de fumar y de tomar compulsivamente. Su cara provocadora, su cara riendo, su cara pidiendo más, su cara besada por otros hombres. Su mirada inteligente enfrentando a gente mucho más poderosa que ella, o que en ese momento nos parecía tan poderosa. Su actitud desafiándome a desearla aun sabiendo que no me iba a dar nada. Las idas y venidas de la historia. Su constante regresar de unas vidas y de otras con nuevos cortes de pelo, nuevos anillos, nuevos proyectos, nuevos hijos, nuevos ex. Y es que no sabría por dónde empezar, no sabría por qué su vida o sus vidas, o la forma en que sus vidas se cruzan con las mías tiene alguna importancia. No sé de dónde viene este impulso de contar todo esto que retumbó en mi cabeza mientras caminaba hasta casa. Y regresó al día siguiente como un hormigueo, una ligera erección, una imagen de su risa, de su boca abierta, de sus tetas que no se parecen a sus tetas de antes. Dudo si llamarla o no llamarla, si tiene algún sentido volver a verla, si tiene que ser tan pronto. Dudo por hacer ejercicio. Qué mierda tendré yo que perder, ya tan tarde.

    Hace días que voy a media máquina. En lugar de hacer lo que tengo que hacer —para empezar: llevar las tumbadoras para el ensayo y recoger un remedio para Vero en la farmacia— dejo que se me sigan acumulando cosas. Y encima, me paso controlando los mensajes. Lógico, después de haber dedicado unos veinte minutos a decidirme qué escribirle, es decir, veinte minutos para formular un texto de, máximo, doce palabras. Pasan las horas. No hay respuesta. En otro tiempo me hubiera considerado estúpido por este comportamiento. Ahora ya no me importa. Paso de todo, me da igual. En primer lugar no me parece nada extraordinario estar con ganas de coger. En segundo lugar, tampoco me parece nada raro que, si me juego una carta con una mina que me acaba de dejar recontento hace un par de noches, esté con un poquito de ansiedad. En tercer lugar, aun en el caso de que fuera una pendejada, también me da igual. Solo yo me entero. No tengo ningún problema en ser pelotudo frente a mí mismo. Las estupideces que hago y pienso durante el día no me hacen ver más idiota cuando me encuentro con la gente por la noche. Eso es una ilusión creada por el sentido de la culpa que no sé de dónde aprendí, de algún ancestro. Mientras que la cabeza que me hago, la presencia constante de mi verga, no diría parada, pero digamos, en estado de alerta durante todo el día, eso sí que me cambia. Eso sí me hace gozar más después, cuando la uso. La ecuación es infalible. La ventaja de ser viejo.

    Intento. Hago una lista de tareas. Luego no tacho ninguna porque lo poco que logro hacer ni siquiera está en la lista. Busco, pero nada. Entre una línea y otra se me aparece su cara roja y abierta mientras acaba. Se me aparece la luz infame de un cuarto de hotel infame mostrándome con claridad pequeñas venas rojas sobre los globos blancos de sus ojos, y un abismo en las pupilas que no sé si veo o imagino, ni si quiero ver. Solo aparece la imagen y la saco para leer un párrafo de un artículo que me pasaron, porque habla de que vamos a sacar un disco nuevo. Y luego controlo los mensajes. Nada, obvio. Y entonces se me aparece la imagen de su concha oscura e hinchada debajo de mi boca. El olor, el sabor de su concha. No sé si ir a la cocina a preparar el mate o salir. Salgo.

    Si esto hubiera pasado hace, qué sé yo, quince años, hubiera sido una especie de problema. No solo me hubiera parecido tonto estar en este estado, sino que además mi tontería me hubiera preocupado. Es que en otros momentos de mi vida, una situación como esta, o parecida a esta, se volvía realmente perturbadora. Luchaba con perseverancia por vencerlo, por pensar en otra cosa, por hacer otra cosa, manejarlo. O digamos, no es que luchara tanto, sino que me perseguía la idea de que debía hacerlo. Cada vez que cogimos no era conveniente para nadie que lo hiciéramos. Igual lo hicimos. Y cada vez que lo hicimos yo podría haberme quedado en el estado de electricidad en el que estoy ahora, si me lo hubiera permitido. Pero no me lo permití, lo hice a un lado. No se podía.

    Nada es inevitable. Te enganchás en una historia y andás por ahí con la sensación de que es más fuerte que vos. No es más fuerte que vos. Sos vos. Es como cuando te quedás hasta las tres de la mañana trabajando con una melodía y a las siete y media estás de vuelta sentado frente al teclado mientras se calienta el agua del mate, como si no pudieras controlarlo. En realidad podés. Yo podría dejar todo lo que tengo en la cabeza e irme a laburar a un supermercado. Lo he hecho y lo volveré a hacer si es necesario. Lo que pasa es que sería muy desgraciado. Pero conozco gente que compone cosas fabulosas y sofisticadas que tiene que levantarse a las seis de la mañana para ir a trabajar. Interrumpen, y después vuelven a engancharse cuando tienen tiempo. Poder, se puede. Y ta, seguro que también empiezan cosas que nunca terminan. Aunque a todos nos pasa. No todo lo que empezamos está destinado a terminarse. Y no siempre porque sea mejor o peor.

    Y esto es igual. Hubo un tiempo en que no se podía y chau. Me llamó una tarde para vernos en un bar y para decirme que no se podía. De esto hace mucho tiempo, ya he perdido la cuenta de los años. Bueno, no me dijo que no se podía. No sé todavía muy bien lo que quería decirme. Me dijo que estaba embarazada. De Miguel. Miguel era uno de mis mejores amigos. O lo sigue siendo, debería decir, aunque nos vemos como mucho una vez al año. Me dijo que estaba embarazada y que se iba a vivir con él. Punto. Y así estuvimos quietos los dos, sonriendo los dos, yo mirando sus tetas, ella mirando mis ojos mirando sus tetas. Ese momento en mi memoria dura como dos horas, qué sé yo, a ver si me explico, como que no nos movíamos. Y yo quería comerle los pezones. O sacar los ojos de ahí. Pero no hacía ninguna de las dos cosas.

    Soy un privilegiado. Soy un músico. Estoy vivo. Salí casi sin rasguños visibles de tantos años de baqueta. Tengo casi todos los dientes y un lugar caliente para aguantar el viento de la rambla. Una mujer divina, amigos, hijos. El tambor. Soy de una generación valiente y también rota, por las mismas razones tal vez. Hambrienta, desprovista, también. Con miles de huecos por llenar.

    No sé por qué me pongo a pensar en todo esto. Tal vez solo porque estoy un poco borracho. O porque creo tener algún tipo de deuda. Porque hay muchas cosas de las que nunca hablé. Porque tampoco hace treinta años podía haber pasado nada de lo que está pasando ahora. Cuando la conocí a ella, en aquel otro siglo, no era capaz de hablar de nada. Todo florecía menos yo. Después, o junto con la euforia básica de creer que la magia del mundo volvería a llenarnos una vez restablecida la democracia, y que por fin viviríamos como soñábamos y haríamos la música que queríamos, nos encontramos con que la lucha no había terminado y nunca volveríamos a ser los que éramos antes, unos niños inocentes jugando al rock and roll. Éramos hombres y mujeres y había que aprender a vivir la vida real. Yo no tenía trabajo como músico ni como nada. Mi madre estaba enferma y enojada con el mundo. Todas las fiestas y las drogas brillaban de la ropa para afuera. Y no había ritmo ni mujer ni ambición que me hiciera feliz. Y así, nunca hubiera podido escribir esa canción para ella.

    Un día amaneció el cielo y la tierra y con casi treinta años queríamos tocar rock. No sabíamos qué hacer. Yo había empezado a probar unos golpes con gente a la que había visto sacar punteos majestuosos de entre las rendijas de sus sobrias guitarras acústicas. Pero medio que íbamos a tientas, sin saber cuál era el sonido. Sin saber cómo meter todo lo que había pasado en el rock y en nuestras vidas en todos esos años. Eran unos pocos los que estaban encontrando. Y había otros que quizás no estaban encontrando tanto pero hacían. Yo no hacía nada, vareaba en el aire. Además, no tenía batería. Y alquilar lugares para ensayar era un gasto que no podías hacer todo el tiempo. Y sin tocar mucho no llegás a ningún lado. Al mismo tiempo estaba juntándome con Andrés Bedó y unas bailarinas para hacer algo mucho más experimental. Yo fascinado. Era el músico más culto y osado con que hubiera trabajado nunca antes. Ni tampoco después, creo. Improvisador, creador desprejuiciado y con una oscuridad vibrante y conmovedora. Sacó un disco que rompía todo. En el propio sentido de la palabra: rompía todo. No sé si el piano mismo haya salido intacto de eso. Y después un día juntó sus petates y se fue para España. Ahí quedaron esos botines colgados por un buen tiempo.

    Y en eso es que doy con estos botijas que querían hacer reggae, de casualidad, charlando. No fue que me buscaron ni que yo los busqué a ellos. Yo no me había puesto a escuchar reggae así, digamos, en serio, pero lo que conocía me copaba. Esa fuerza mezclada con la cadencia como de música de pueblo que lo diferenciaba del rock tan aséptico y urbano que escuchábamos entonces. Que también me encanta, ojo, que a mí no hay música que no me guste. Pero bueno, eso me gustaba del reggae, que sonaba como si siempre estuvieran de fogón en la playa, pero sonaba intenso. Y estos locos me dicen así al boleo que están buscando un percusionista de raíces negras. Yo soy un percusionista de raíces negras, les dije. Se quedaron un poco de cara. No sé muy bien por qué se los dije. Creo que más por desafiarlos que porque me hubiera interesado de entrada sumarme a la banda. Porque me parecía un poco una forrada lo de las raíces negras, el concepto de negro y blanco que yo mismo me había cuestionado tanto, y que volví a cuestionarme después. Pero así fue como terminó el diálogo. Que me sumé a la banda. Y malos tiempos vinieron. Un día me di cuenta de que lo que ellos querían, en el fondo, no era tocar reggae, o no solo eso al menos. Querían que un día los descubriera Alfonso Carbone y los llevara de un solo disparo certero a un estudio de grabación y de ahí directo a la portada de Pelo y a vivir como lúmpenes en hoteles de gente rica, mal resumido. No eran mala gente, pero vivían en un mundo de fantasía. Nunca habían sudado cargando tambores en un bondi, como todos habíamos hecho siempre, ni tenían la menor sospecha de que esa pudiera ser la ruta a recorrer.

    Yo quedé quemado y durante años le eché la culpa de todos los fracasos a la actitud que ellos tenían y dejé ese muerto donde estaba. Pero también es cierto que yo no hice bien las cosas. Yo estaba metido en un caos propio. Tomaba pastillas de todos los colores, cosa que no tenía nada que ver con el reggae. Claro que para tocar fumaba porro, porque era lo que hacíamos, parecía imprescindible, casi un gesto ritual. Pero yo igual tenía el cerebro y los músculos, y hasta diría el alma, llenos de efectos residuales y electricidades que sonaban en falso. No sabía lo que quería, no me reconocía en ningún mundo, no veía el futuro. Así, ningún proyecto me hubiera funcionado.

    Cuando llegué a casa después de pasar por la farmacia, mi mujer estaba cocinando. Mi comida favorita, dice ella. En realidad, no es que yo tenga una comida favorita. A mí la comida me gusta toda. Comer es algo que me encanta. Pero cuando vivís con alguien que realmente sabe cocinar, tu relación con la comida cambia. Solo con llegar y que te diga que enseguida va a meter los canelones en el horno, ya estás entrando en esa sensación de bienestar. Fui arriba a buscar una botella de vino. Desde que tuve hijos adolescentes guardo el alcohol en mi estudio, me quedó esa costumbre. Aproveché para controlar los mensajes. Nada.

    Los canelones estaban fabulosos. Como siempre. O como cada vez, debería decir. Porque cada vez es una vez. Y cada vez lo disfruto. El vino era un tannat que estaba de oferta en el Frigo. Irreprochable. Con cuerpo. Estoy investigando vinos de menos precio y la verdad, encuentro cosas. Vero me puso al tanto de la actualidad política. Con explicaciones detalladas, análisis crítico y chusmeríos incluidos. Cuando ella habla, yo la escucho. Me encanta escucharla hablar. Entiendo por lejos mucho menos que ella de todo eso, así que la dejo explayarse. Me admira su capacidad de razonamiento, de conectar una cosa con otra, su memoria para los detalles y la velocidad con la que saca conclusiones. Terminemos la botella, me dice mientras sirve en las copas lo que queda. Yo sé que quiere coger. Ya me di cuenta. Estoy sentado del otro lado de la mesa, quieto, saboreando eso, sin decidirme. Tal vez. Ganas tengo. Nada más que me siento un poco como en dos lugares a la vez. Con disimulo controlo los mensajes.

    La primera vez que Verónica me preparó canelones fue en su apartamento de estudiante, una noche de invierno, en aquella otra vida. Comí tanto que me empecé a sentir mal y al final ni pude quedarme a pasar la noche. Con los años, pasó a ser una anécdota divertida y quizás, un poco la razón por la que la llamamos mi comida favorita. En ese momento, en cambio, me sentí avergonzado, estúpido, vulgar, como el protagonista de una canción de Leo Maslíah. Estuve todo el día siguiente pensando en llamarla sin poder decidirme. En realidad, no solo me sentía avergonzado, sino que también estaba asustado. Una de las cosas que me resultaban más atractivas de ella era su inteligencia, su agudeza mental, la sagacidad con que desmenuzaba las películas que apenas habíamos terminado de ver, sacando lecturas y reflexiones que te hacían ver las cosas de otra manera, más cosas, otros mundos. Analizaba todo, sabía de todo. Me parecía que estando con ella todo era interesante. Y entonces en mi cabeza llena de prejuicios, de alguna manera inconsciente, creo yo, no me esperaba que fuera una gran cocinera. Me quedé como maravillado al descubrir una parte de ella de una belleza tan pegada a la tierra. Sí, quizás era un pelotudo. Pero bueno, de esto hace como treinta años. El mundo no era como es ahora. Nosotros no sabíamos muchas cosas que ahora sabemos. Ni siquiera Verónica, que era la que sabía más de todos.

    No sabía qué hacer. Mientras más quería llamarla, más me asustaba. Una parte de mí era consciente de que si seguía por ese camino terminaría metiéndome en una relación seria y estable. Aunque no tenía muy claro lo que significaba eso, sabía que con ella no había muchos más caminos posibles. Pero me atormentaba el fantasma del control, de cambiar tu vida para siempre. Yo no quería cambiar mi vida. No quería dejar los bares, las fiestas, los toques de bandas desconocidas para el mundo donde todos nos conocíamos, las minas.

    Me gustaban todas las minas. Todavía me gustan. Si no todas, casi todas. Las gordas y las flacas. Las maduras que saben dónde están paradas. Y las jóvenes, por jóvenes. A esta altura de mi vida, no voy a hacer una exaltación de la juventud. Ni siquiera voy a intentar acostarme con esas chiquilinas, ni me calienta la idea, más bien me aburre. Pero igual me gustan. Así soy yo. Ahora puedo vivir con eso sin preocuparme. Mirarlas, admirarlas, esperarlas, verlas pasar de largo. Pero en esa época yo quería cogérmelas a todas, unas por atrás y otras por adelante, unas esa misma noche y otras todas las noches del mundo. Y quedarme en la calle hasta que amaneciera. Tocar música todo el día y toda la noche, y pasarme la vida tomando vino. Vivir con lo básico. A mi ritmo. Tenía mucho miedo de cómo conjugaba eso con engancharme en una relación en serio. Todos los experimentos que había hecho más o menos de ese tipo habían terminado pal carajo. Pero también veía que algo como eso estaba en el horizonte, que el futuro algún día tenía que llegar, o yo qué sé qué mierda. Hoy ya no estaría tan seguro de nada de eso, pero ya tengo el futuro adosado a los huesos y no me arrepiento de casi nada. O digamos mejor que, de todo lo que me arrepiento, ya casi nada tiene importancia.

    No, no llamé a Verónica ese día. Me fui al bar. Y me fiché a todas las minas. Y tomé hasta pasarme para el otro lado. Hasta que ya ni levantar podía. Y al otro día me desperté tarde y, por supuesto, en un estado lamentable y tampoco llamé a Verónica. Y con más dosis de la misma medicina,

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