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Fundidos a negro
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Fundidos a negro

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Fundidos a negro es una novela argentina. Lo es por su tema, por su entonación, por sus preocupaciones. Corre 1966 en Buenos Aires y hay un golpe militar en ciernes. A partir de ahí se sigue la historia de unos personajes y sus familias durante tres décadas. La Argentina como crisol de razas, la inmigración, los curas, los militares, los jueces, las amas de casa, las estrellas de televisión entran en la novela y representan un papel. El papel que les toca, que es uno más en la Historia argentina.
Narrada con pasos de comedia y maestría, sin perder la seriedad, en Fundidos a negro Blas Matamoro se pregunta con sapiencia sobre el destino de la Argentina en el siglo XX, acaso iluminando el presente y el futuro, con una novela cuya escritura recupera historias y, sobre todo, una lengua; lengua e Historia imbrincadas, la lengua y la historia de los argentinos.
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento19 may 2022
ISBN9789878473437
Fundidos a negro

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    Fundidos a negro - Blas Matamoro

    Fundido a negro, Fade, Fading: Efecto óptico según el cual una escena de cine o televisión desaparece gradualmente en la oscuridad (fundido de salida) o surge de la oscuridad (fundido de entrada).

    Raymond Spottiswoode (director), Enciclopedia focal de las técnicas de cine y televisión, Barcelona: Omega, 1976, página 459.

    1966

    Buenos Aires

    Frente a la Facultad de Derecho, a punto de subir la escalinata, conversan Carlos María Lavelle, llamado Carlucho, y Marcelo Campillo, llamado Marso. Es invierno, es de noche. Ven pasar un par de camiones cargados de militares.

    —Ahí van los que darán el golpe de Estado —dice Carlucho.

    —¿Estás seguro? Más bien parece que van de maniobras. Por acá hemos visto pasar muchas veces esos vehículos con soldados —dice Marso.

    —¿Qué te apostás que esta noche o a más tardar mañana a la noche dan el golpe? Te lo digo porque en casa están muy contentos estos días, dale hablarse con el abuelo.

    —¿Y eso qué quiere decir?

    —Que se va a realizar el sueño de su vida: una dictadura fuerte, sólida, duradera. Como la de Franco en España, un país organizado, todo el mundo sometido a una jerarquía, por fin la Argentina ordenada, encaminada hacia su futuro de grandeza…

    —Pero ¿no escarmentaron con las dictaduras anteriores?

    —Nadie escarmienta de sus sueños, Marso. Nosotros somos jóvenes y no nos damos cuenta, pero yo, que he visto a dos generaciones de ilustres señores Lavelle, sé lo que te digo. Esto lo están soñando desde 1930, cuando mi abuelo salió a la calle con una bandera nacional a dar vivas a Uriburu. Era el Mussolini argentino. Ya ves cómo son las cosas.

    Ambos muchachos entran en la Facultad y caminan por los corredores y el hall de los Pasos Perdidos. A sus espaldas queda la suntuosa ciudad, guiñando sus luces. Dentro hay grupitos que hablan animadamente y se miran unos a otros como con desconfianza. De uno se desprende un joven alto y rubio, con aire deportivo, vestido con empaque.

    —Bordagaray. Este seguro que se ha metido en la cosa —dice Carlucho a Marso en voz baja.

    —Don Carlos, usted será de los nuestros, me figuro —dice a Carlucho Bordagaray.

    —En cuanto sepa quiénes son ustedes.

    —Todo un Lavelle Bordignac no se podrá negar a lo que está por venir.

    —¿Esta vez va en serio? Porque mirá que no sería el primer patinazo de un general…

    —Esta vez va en serio para bien de la nación, don Carlos. Hay un hombre con todo el bigote al frente. Se acabó la charlatanería demoliberal, ahora la juventud va a ser educada en campos de entrenamiento y a esos judíos y comunistas —dice señalando a otro grupo— no les van a quedar ni las ganas de acordarse…

    —Bueno, yo me voy con el compañero a la biblioteca. Nos faltan un par de materias para recibirnos y tenemos que aprovechar el tiempo.

    Carlucho y Marso siguen su camino mientras Bordagaray se saluda con alguien extendiendo el brazo derecho y tratándose como camaradas, según se oye desde lejos.

    —Pero si es mentira. Nos faltan más de dos materias —dice Marcelo.

    —Qué importa. Borda es un poco fanfarrón y hay que seguirle la corriente.

    Por la escalera principal bajan algunos estudiantes. De tanto en tanto, se detienen, dejan de conversar y miran hacia la ciudad. Uno de ellos dice:

    —¿No les parece que Buenos Aires se ofrece como para ser conquistada?

    —Arriba, juventud de la Argentina, brillante porvenir de mi nación —dice otro.

    Todos ríen y siguen bajando la escalera.

    Comida del domingo en la mansión de los Lavelle. Viejo palacete de un barrio elegante. Se bebe el aperitivo en el despacho del doctor Gastón Lavelle, eminente jurisconsulto civilista. Entre las estanterías de madera de cerezo, con sus comentarios al Código Civil, sus tratados de la materia y colecciones de revistas jurídicas, sus fotos con célebres colegas, pompas académicas de Francia y España. Tras su sillón, gran retrato del coronel Hervé Lavelle, que llegó al Río de la Plata a mediados del siglo XIX, acompañando al embajador conde Colonna-Walewski, hijo natural de Napoleón. Se comenta la actualidad política.

    —Bueno, parece que esta vez hemos acertado con el hombre —dice Gastón.

    —Sí, tiene un aspecto espléndido —dice Roberto, su hijo, juez en lo civil.

    —Es un tanto misterioso —dice Carlucho —, habla poco y apenas se ríe.

    —Es militar, hijo —dice su madre, Nené Bordignac de Lavelle.

    —Claro, militar. Austero, silencioso, disciplinado. Toda una garantía para la nación —dice Roberto.

    —Es un hombre digno de esa tradición que se cortó en 1943, cuando todos esperábamos la gran revolución nacional —dice Gastón—. Allí había unos hombres con la cabeza bien puesta, con la doctrina de Mussolini pero sin sus veleidades cesaristas, y la vocación ordenancista de Franco. La macana fue que apareciese Perón.

    —Era el más listo de todos, abuelo —dice Carlucho.

    —Sí, el más listo y el más sinvergüenza —dice Gastón—, que se aprovechó de la revolución nacional para su negocio personal. Si tenía todo en su mano: las ideas fascistas, el dinero de la deuda inglesa, un país resurgente y pacífico en un mundo destrozado y hambreado. Podía haber llevado a la práctica los ideales de la gran Europa, cuando Europa estaba siendo arrollada por los comunistas y los judíos. Ese era el destino argentino, ser la Europa del Cono Sur. Para colmo, le dio paso a una mujer de baja estofa.

    —Era una mujer sufrida que hizo mucho bien a su manera —dice Nené—. No la juzguemos desde nuestro mundo. Ella era de otro medio muy distinto, don Gastón.

    —Habrá hecho todo el bien que quieras, Nené —dice Gastón— pero las ideas y la dirigencia no son cosas de mujeres. Ustedes tienen otras virtudes pero no esas. Además era cruel, tan cruel como puede serlo una mujer cuando sale cruel.

    —Pero abuelo, ¿no cree que Perón era un elemento moderador frente a ella, que era como el desorden hecho persona? —dice Carlucho.

    —Puede ser. Lo cierto es que Perón acabó quemando iglesias y poniendo el divorcio. Parecía un masón más que un militar —dice Gastón.

    —Vos, Nené, ¿qué opinás de la mujer del presidente? —dice Roberto.

    —Se ve que es toda una señora, que no se mete en lo que no le importa, muy devota, muy seriecita, muy de su casa —dice Nené—. Una de esas mujeres que le gustan a don Gastón.

    —No te rías, hijita —dice Gastón—. Vamos a ver qué opinás cuando Carlucho nos presente a su candidata.

    —Todavía es muy temprano para eso, ¿no, hijo? ¿Cuántas materias te faltan para recibirte? —dice Roberto.

    —Unas cuantas. Más de las que me gustaría —dice Carlucho.

    —Bueno, está bien, no lo hostigues al muchacho —dice Gastón—. Mientras termina su carrera va haciéndose práctico en el juzgado. ¿Qué tal te trata el juez, mi exalumno Pepe Valtierra?

    —Me trata bien. Creo que tiene miedo al apellido. Oye Lavelle y se le presenta usted, abuelo —dice Carlucho—. El trabajo de oficial es el mejor. Uno cose expedientes, conoce a la fauna que viene detrás del mostrador, no se hace responsable de nada porque se supone que todo lo decide Su Señoría.

    —Voy a ver qué pasa en la cocina —dice Nené—. Me parece que se va haciendo la hora de comer.

    —Ahora que estamos entre hombres —dice Roberto— les comunico, caballeros, que esta noche hay mesa de póker en lo de mi cuñado Bordignac. Y ahí se toma whisky del bueno.

    —Sí, hasta que a los reyes de la baraja se les caen las coronas —dice Gastón.

    Todos ríen y brindan con sus aperitivos.

    Almuerzo dominical en casa de los Campillo.

    Un comedor de clase media en un barrio decente y modesto. A la mesa se sientan el padre, Evaristo Campillo, empleado municipal en la Dirección de Parques y Jardines; la madre, Elsa Luzatti, dueña de una peluquería en el barrio; los hijos, por orden de edad: Nenucha, Elena y Marcelo, llamado Marso.

    —No sé qué tal han quedado los tallarines —dice Elena—. Tuve una buena maestra, mamá, pero la alumna… en fin.

    —Están muy bien, hija. Ya hay dos excelentes cocineras en la casa —dice Evaristo.

    —En cambio, a mí la cocina se me da muy mal —dice Nenucha—. Creo que si me refugio en una isla desierta sobrevivo comiendo cocos.

    —Eso si hay cocoteros, que si no… —dice Marcelo.

    —Hay cosas peores —dice Evaristo—. Hay gente que se ha comido crudos a sus semejantes. En esos accidentes de avión cuando los pasajeros van a parar a unas montañas peladas, donde no queda nada para comer, cualquiera se vuelve caníbal.

    —Será en algún país salvaje. En la Argentina esas cosas no pasan —dice Elena.

    —Tiempo al tiempo. Vamos a ver cómo pinta este nuevo gobierno —dice Evaristo—. ¿Qué se dice por la Facultad de Derecho, hijo?

    —Un poco de todo —dice Marcelo—. Los nacionalistas están contentos, los radicales están desorientados, los comunistas dicen que se viene el fascismo…

    —¿Y los peronistas? Porque alguno habrá —dice Nenucha.

    —Pocos. Perón es un recuerdo lejano. Además, como no ha dicho esta boca es mía… —dice Marcelo.

    —Tuvo sus cosas buenas y sus cosas malas —dice Elsa—, como todos los gobiernos.

    —Perón fue una vergüenza nacional, qué bueno ni malo. Un gobierno de atorrantes —dice Evaristo.

    —Tampoco es para tanto, viejo —dice Elsa—. Nadie merece que lo echen de su país, que no pueda volver, que esté lejos de los suyos, más si se trata de un hombre mayor como Perón, que cualquier día se muere de tan anciano que está.

    —Este gobierno parece que tiene a todo el mundo de su parte, pero no es así, esta calma por algún lado reventará —dice Marcelo.

    —Tuvo a su favor el desprestigio de gobiernos anteriores —dice Nenucha.

    —Esa es una virtud fácil. Cualquiera es capaz de denunciar los males ajenos —dice Marcelo—. En la universidad estamos esperando a ver qué hace Onganía. Lo único que se sabe es que es católico y chupacirios.

    —Bueno, en esta casa todos somos católicos —dice Elsa.

    —Sí, pero no clericales, que es algo muy distinto —dice Evaristo—. Los curas, en lo suyo, están muy bien, pero que no se metan en lo que no les importa.

    —En Filosofía y Letras nadie sabe lo que va a pasar pero todos saben que algo va a pasar —dice Nenucha.

    —Esa es la desorientación que se le inculca a la juventud de hoy —dice Evaristo—. Lo peor para un joven es no saber lo que va a pasar. A nosotros, en cambio, nos enseñaron que el país estaba en el futuro. Todo lo mejor iba a venir. Y así nos fue. Gobiernos que duran dos años, golpes de Estado a cada rato, peleas entre milicos, un desastre…

    —Papá, lo mejor que tiene la juventud es un futuro por delante —dice Nenucha—. Todo por hacer, todo a nuestra disposición, todo para nosotros…

    —Después vienen los problemas —dice Elsa—. Con los años ves que no tenés todo el mundo entre las manos, que tenés un poquito, un cachito nada más. Una casita, una pequeña familia, una peluquería de barrio…

    —Bueno, vieja, vos no te podés quejar —dice Evaristo—, tu negocio va de viento en popa, cada día más grande. Antes tenías una sola aprendiza, ahora una oficiala y una ayudante, ¿qué me contás?

    —Esa no la sabía, mamá —dice Nenucha—. Estás hecha toda una empresaria. Vamos a brindar por doña Elsa, la duquesa del barrio.

    Todos brindan y ríen.

    La casa de fin de semana de los Uriondo Padovani, en un pueblo elegante cercano a Buenos Aires. Sentados al sol y tomando un aperitivo están Juan Manuel Uriondo, su mujer Noemí Padovani de Uriondo y el hijo de ambos, Nicolás (Nico) Uriondo Padovani.

    —¿Se arregló, por fin, lo de la embajada de tu primo el Bebe? —dice Noemí.

    —No. Eso no tiene arreglo —dice Juan Manuel—. Yo creo que no saldrá embajador.

    —¿El Bebe Macduff? —dice Nico.

    —El mismo —dice Juan Manuel—. Es Macduff Jorgensen, danés por parte de madre. Por eso el ministro, que es íntimo suyo, lo destinaba a Copenhague, pero el presidente parece que se opone, muy rotundo.

    —Es una pena —dice Noemí—. Un hombre culto, elegante, que sabe hablar danés desde chico, haría muy buen papel. La mejor salsa de mostaza del mundo la prepara el Bebe.

    —Sí, pero es divorciado y, además, su madre es calvinista. Dos pecados mortales para este presidente —dice Juan Manuel.

    —Es un gobierno de comecirios… —dice Nico.

    —De meapilas, diría tu abuelo Uriondo —dice Juan Manuel.

    —Como quieras. A un compañero de facultad lo llevaron preso por usar el pelo largo y tacos altos en los zapatos, esos de moda —dice Nico—. Le cortaron el pelo a tijera y los tacos a hachazo limpio.

    —Cómo le habrán quedado los zapatos. Inservibles, seguramente —dice Noemí.

    —Eso es lo de menos. La humillación moral es lo peor —dice Nico—. Dan ganas de hacerse delincuente para que a uno lo lleven preso en serio.

    Se hace un largo silencio. Todos beben tragos sin hablar.

    —Tu abuelo Uriondo habría dicho tacones y no tacos, que en España quiere decir mala palabra —dice Noemí.

    —Tampoco diría mala palabra sino palabrota —dice Juan Manuel.

    —Me acuerdo de una vez, cuando yo era chiquito, que me corrigió eso de comer masitas o masas. Son pastas de té, me dijo severamente —dice Nico—. Tenía un aire de que sea por última vez, la próxima serás apaleado. Pesado, el abuelo, con eso de la lengua española. Dicen que los vascos resultan testarudos con el purismo idiomático.

    —Purismo idiomático… Mirá cómo se nota que habla un filósofo —dice Juan Manuel.

    —Papá, vos también cuando hablás de economía te ponés cuidadoso con las palabras —dice Nico—. Los swaps y los debentures y los joints…

    —Bueno, cada cual con sus tecnicismos —dice Juan Manuel—. ¿Vos no empleás tecnicismos, Noemí?

    —Ay, por favor, Johnny, qué cholada eso de los tecnicismos. Es una cosa de maestrita de escuela —dice Noemí.

    —Dicen que el presidente es de origen vasco, como los Uriondo —dice Nico—. Qué mala suerte si resultamos parientes.

    —¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ser vasco o ser presidente? —dice Juan Manuel.

    —Nada. Nico quiere decir que no le gusta un hombre con ideas tan cortas, que se preocupa por rapar el pelo a la gente —dice Noemí.

    —Sí, es el inconveniente. Es lo de siempre con los militares. Liberales en economía, dirigistas en cuestiones morales y políticas —dice Juan Manuel—. Por eso han fracasado las dictaduras en este país y han debido ceder el gobierno a los civiles, que montan equipos endebles y provocan nuevos golpes de Estado. En fin, una maravilla típicamente argentina.

    —Yo no entiendo de política, pero estos dicen que quieren modernizar —dice Noemí—. Habría que darles tiempo.

    —¿Modernizar? ¿Con esas ideas tan rancias sobre la censura, el pelo, los zapatos? —dice Nico y se ríe levemente.

    —Esas no son cosas de los militares, sino de sus mujeres —dice Noemí—. A los militares les gustan las pelanduscas para gozar y las cursis para casarse y tener hijos. ¿No han visto la pinta de cachirula que tiene la mujer del presidente? Es una doña cualquiera de barrio pero endomingada y pretenciosa. No soporto el mal gusto en las personas públicas.

    —La Argentina debería ser gobernada por los empresarios, como una gran empresa pujante en un mercado competitivo —dice Juan Manuel.

    —Papá, sos el eco de tu suegro, el gran hombre de empresa don Claudio Padovani —dice Nico.

    —Menos chufla con tu abuelo, Nico —dice Noemí.

    —De abuelo, poco, mamá —dice Nico—. Esa comida mensual con la familia reunida parece siempre una sesión de directorio. Me acuerdo del levante que me pegó una vez por hacer ico caballito sobre el almohadón de la silla. Para colmo sirvieron aceitunas y yo, al tratar de pincharlas, le mandé una como proyectil sobre el mantel.

    —Bueno, papá tiene la rigidez italiana de otros tiempos, hay que entenderlo, ya suma setenta y cinco años —dice Noemí.

    —Una cosa es la rigidez antigua y otra, el orden castrense, soldados vista a la derecha. Si para hablar hay que pedirle permiso. Es un personaje lejano, un rey que recibe en su trono a sus fieles súbditos —dice Nico.

    —De algún modo, tiene razón —dice Juan Manuel—. Es un self made man, alguien que empezó muy de abajo y llegó donde llegó gracias a su esfuerzo. Lo que decía hace un rato sobre el valor del empresario como líder. Los Uriondo son muy campechanos porque llevan generaciones de estancieros, coroneles, jueces, ministros, hasta calles con el nombre… No es el caso del abuelo Padovani.

    —No, claro, los Uriondo tienen más pasado que futuro, y no lo digo por vos, Johnny —dice Noemí—. A una familia venida a menos le quedan dos caminos: o se hacen reyes de opereta o se hacen campechanos.

    —Mamá, sos toda una socióloga —dice Nico—. Se ve que es la ciencia de moda.

    —Estás al tanto de las modas intelectuales, filósofo —dice Juan Manuel.

    —Doctor Uriondo, ya es la segunda vez que me llama filósofo y diría, como nuestro profesor de gramática histórica, español como mi abuelo, con harta sorna —dice Nico.

    —De ninguna manera, señor Uriondo Padovani —dice Juan Manuel—, nadie como yo respeta la filosofía. Siempre se respeta lo desconocido.

    —Sí, pero ¿para qué le sirve realmente la filosofía a un heredero de empresas industriales? —dice Nico.

    —Respondé vos mismo, Nico —dice Noemí.

    —Para nada y por eso resulta hermosa —dice Nico—. Hay un momento en las familias productivas en que se plantea la primacía del gasto.

    —Qué manera de hablar, hijo —dice Noemí.

    —Quiero decir que llega el tiempo de gastar lo acumulado, y la filosofía puede ser un excelente medio de hacerlo. Hay que tener mucho tiempo y buena comida para dedicarse a pensar el ser y la entelequia —dice Nico.

    —En la economía también el gasto es importante. Consumir es un modo de activar la producción —dice Juan Manuel—. Pero, con todo, Nico, algo de gestión empresarial no te vendría mal, cuando acabes la carrera de filosofía. A veces basta con un máster en una buena escuela norteamericana, o un stage en una empresa, cualquiera de la familia, por ejemplo, con gente experta que te inicie en el tema.

    —A mi hermanita Claudia no le han hecho estas reflexiones —dice Nico.

    —No, es verdad —dice Noemí— porque ella es mujer y ha resuelto la cosa poniéndose de novia con Saralegui.

    —Es casi un incesto, mamá —dice Nico—. Saralegui es tan hijo del abuelo como vos o el tío Fabio. Está en el mundo Padovani desde que tenía pantalones cortos.

    —Bueno, pues entonces lo mejor es que todo quede en casa y la señora de Saralegui sea una Uriondo Padovani —dice Noemí—, ¿no es perfectamente lógico?

    Otro largo silencio. Noemí observa una puerta, como esperando que la sirvienta anuncie el almuerzo.

    —A propósito de Fabio —dice Juan Manuel—, esta semana no ha llamado por teléfono.

    —No, debe andar viajando con Richa —dice Noemí—. La última vez que hablamos me dijo que se iban unos días a California. No sé si a Los Ángeles o San Francisco, no me acuerdo. Recorrían y, de paso, visitaba un laboratorio de esos de química industrial que le interesan, algo de pintura para barcos, me parece.

    —Ahí tenés el ejemplo de un Padovani que no pierde el tiempo gastando. Estudia como para mejorar la tecnología de una empresa familiar —dice Nico.

    —Fabio sí, pero Richa, francamente, no sé… —dice Juan Manuel—. La veo más preocupada por el sionismo, la Tierra Santa, la comunidad, esas cosas…

    —Después de todo, los Padovani fueron judíos durante siglos —dice Nico.

    —Sí, pero nuestra Claudia se va a casar por la iglesia, con velo blanco, florcitas, velitas, organito y tutti gli fiocchi. A propósito, hoy, después de la misa, arreglaban con el cura del Santísimo Sacramento. Yo no sé qué ponerme como madrina. La iglesia es un poco bizantina, así que ya me veo de emperatriz Teodora. Qué espanto —dice Noemí.

    Entra la sirvienta y anuncia que la mesa está servida.

    Nico sueña. Está en un recinto oscuro, un sótano. Huele a humedad antigua y, al andar, se le pegan telarañas en la cara. En un rincón apenas iluminado, hay un camastro. Nico se acerca y descubre que en él yace su abuelo Claudio. Trata de despertarlo, creyéndolo dormido, pero comprueba su rigidez, lo helado de su cuerpo: el abuelo ha muerto. Desenfunda un revólver y le dispara en el ano. El abuelo se sacude, se incorpora, lo mira, sonríe, va a su encuentro. Tiene el aspecto juvenil de las viejas fotografías familiares. El abuelo ha resucitado.

    El local de la ACA (Asociación Cultural Argentina). Público mayormente juvenil. Se encuentran Nenucha, Carlucho, Marso y Nico.

    —Te presento a mi hermana Nenucha —dice Marso—. Este es Carlos María Lavelle, pero todos lo llamamos Carlucho. Nicolás Uriondo, compañero de Nenucha en la Facultad de Filosofía.

    —Nosotros nos conocemos —dice Carlucho.

    —Sí, de alguna fiesta en casa de los Uriondo Olazábal —dice Nico.

    —Claro, son primos de papá —dice Carlucho.

    Se hace el silencio y sube a la tribuna Silvano Legros, el maduro historiador que ha anunciado una charla sobre la actualidad revolucionaria argentina. Alguien lo presenta como maestro de juventudes, siempre alerta a los influjos del tiempo, sabio y provocativo hombre de pensamiento y de acción.

    —Jóvenes compañeros —dice Legros—. No tomen estas palabras, por favor, como una perorata formal, mucho menos académica. Quiero dialogar idealmente con ustedes acerca de temas que están en el aire que respiramos y que reconocerán como propios. Ha habido un movimiento cívico militar, según es notorio, que ha barrido la política burguesa y liberal que administraba el país hasta hace cierto tiempo. Normalmente, los progresistas locales considerarían esta circunstancia como un manotazo reaccionario y profascista del militarismo tradicional, una bravuconada pretoriana, según la manoseada expresión. Opino lo contrario. Tengo bastantes años como para recordar los aviones que surcaron el cielo de la patria en junio de 1943, dando lugar a un gobierno militar nacionalista que derrocó al contubernio oligárquico. De ese gobierno surgió la figura del entonces coronel Perón, líder de las masas populares que secundaron su tarea de liberación, económica, social y política. Otro golpe militar, gorila y proimperialista, lo derrocó, a su vez, en 1955. Desde entonces, se han sucedido unos personajes inconsistentes, pasajeros, caóticos, de cuya política sólo ha quedado una estela de entrega y represión. Pues bien: ha llegado el momento de cambiar el rumbo. Y así como en 1943 la juventud ilustrada dio la espalda al pueblo, hoy debemos apoyar a los soldados patriotas que tratan de recuperar la hermandad entre milicia y proletariado. Los aviones de 1943 han vuelto a surcar el cielo de la patria. No hagamos oídos sordos a su rumor de esperanza. No cometamos el repetido error de echar monedas a

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