Arena
Por Lalo Barrubia
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Arena, la primera novela de Lalo Barrubia, es una coordenada imprescindible para ubicarse en la geografía literaria nacional de la salida democrática. Si bien los personajes están anclados en el Uruguay de los ochenta, igual que en el resto de la obra de la autora, sus voces están más allá del contexto generacional, porque vibran en la imperecedera frecuencia de lo humano.
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Arena - Lalo Barrubia
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Primera parte
huida
Se despertó medio que demasiado temprano para la borrachera que traía de la noche anterior. Cuando tomaba coca nunca lograba dormir lo suficiente. El boludo no encontraba lugar en su propia cama y, además, no sé qué gente se peleaba detrás de las paredes y tuvo que abrir los ojos. Cargando con su cabeza que hubiera preferido quedarse, y con su estómago que se le sacudía y desacomodaba en el cuerpo flaco, se levantó y vio de pronto su propio mundo con la mirada de un extraño. No sabía muy bien por qué estaba ahí Pachuli, por qué había volcado sobre ella un polvo rápido y desabrido, por qué todo. No le gustaba Pachuli en particular, y además era la mujer del Indio. Y estaba demasiado loca para diecisiete años, y estaba demasiado sucia, y un poco gorda. Pero aquella mañana, sin ninguna razón se despertó temprano y la observó desnuda, como caída en su cama por casualidad. Ella giró su cuerpo de niña con tetas crecidas y dejó ver los tres alfileres de gancho prendidos de su oreja por entre el pelo sucio, enmarañado y teñido de rojo con anilina para cueros. Y Bayo sintió una especie de ternura por ella.
Golpearon a la puerta. ¿Quién vendría a molestar a esta hora? Una hora tan impropia para golpear a la puerta de un rocker, pensó burlándose de sí mismo. Y sintió que su cabeza estaba reaccionando. Asomó la nariz por una hendija de la puerta celeste que lo separaba del patio y las flores de plástico, y el tango y el olor a milnovecientoscuarenta de la pensión donde había ido a parar. Un lugar que no servía para pasar las tardes, sino más bien para dormir en las mañanas, tener las cosas y vestirse antes de salir. «También a veces cogía», agregó él con una risita idiota cuando me contaba todo esto, casi una vida después, mientras gastábamos el tiempo en esperar que terminara el invierno. Y así quedó. También a veces cogía.
Tuvo que despertar a empujones a la Pachuli para sacar el pantalón sobre el que estaba durmiendo. Y tuvo que explicarle que alguien lo llamaba por teléfono, que era raro, que nunca nadie lo llamaba por teléfono, hasta que logró meterse en los pantalones y salir.
Pachuli se desperezó, se puso la blusa y escribió en la pared: «Bayo 10». Nunca supimos qué cosas pensaba o sentía la Pachuli por dentro de su piel. En realidad no supimos quién era la Pachuli por dentro de su piel. Ni tampoco supimos qué sentido tenía esa inscripción. Si era una calificación por su rendimiento como amante, o como tipo, o una alusión al tamaño de sus atributos en alguna unidad personal de medida —si es que la Pachuli manejaba unidades de medida—, o si era alguna cuenta incomprensible de los acontecimientos de su propia vida. Lo que sé es que ese pasó a ser su nombre oficial, el nombre con el que yo lo conocí tirado en una playa, triste y borracho.
Volvió sobresaltado, nervioso. Dio orden a Pachuli de vestirse. Peinó dos largas rayas sobre el espejo inmundo.
—¿Dónde tenías eso, hijo de puta? ¿Siempre tenés más?
—No es mía, boluda. Es del Bitle. Cayó Vintén, y parece que me están buscando, no sé, alguien cantó. Así que vamos.
Hablaba a toda máquina mientras buscaba una birome en su bolso, donde a su vez iba metiendo batas sucias, casetes que recogía del piso, papeles desordenados y otras cosas que había por ahí. Ella encontró primero. Los ojos le brillaron. Tapó con el índice el agujerito del caño de la Bic, se mandó el tiro todo seguido y dio paso a Bayo, que esperaba con la mano extendida, moviendo sus rodillas todo el tiempo. Luego se puso los vaqueros agujereados, borceguíes, trapos manchados en las muñecas, campera de cuero, colgajos, y salieron.
Mientras subían a plaza Libertad —al pedo, porque era demasiado temprano para encontrar ahí al Bitle, o sea que tuvieron que ir al sótano de Lindolfo Cuestas, despertarlo, avisarle, y dejarle su preciosa pertenencia, de la que rescataron un poco para el viaje, por supuesto— él intentó hablarle. Empezó diciendo que se iba a borrar un tiempo.
—¿Puedo ir con vos?
—¿Ir conmigo? Bueno, yo qué sé, como poder... Pero no a romperme las bolas para después desaparecer y que todo el mundo sepa dónde estoy. Si venís, venís a darme una mano, mientras yo te necesite, ¿entendés?… Y de canuto.
—Seguro, man. ¿Qué te pasa?
—Y yo que pretendía que el Indio no se enterara.
—No te comas el coco con eso, yo voy a donde quiero. ¿A dónde vamos?
—A Valizas, ¡bo! ¿Y por qué me encajaste «Bayo 10»?
—No sé, se me ocurrió.
—Me gusta. Me lo quedo.
on the road
Sacaron pasajes hasta San Carlos. Ahora eran dos y había que ser prudentes con la guita. Y después salieron a pata por el puente, el parque Municipal, un montón de quilómetros hasta la ruta 9, porque un jueves de agosto, a las dos de la tarde, no hay un alma ni en pena por esos lugares. Hacía frío. La Pachuli se envolvió en la frazada que les había pasado el Bitle y venía caminando un poco atrás, repitiendo a cada momento que se iba a largar a llover. Bayo 10 pensó que no se iba a bancar estar con esa piba boba que auguraba malas ondas sin que nadie le preguntara nada. En realidad no la precisaba para nada. Igual estaba solo, igual tenía miedo. Su vida había llegado a un límite al que siempre se había arriesgado sin importarle. Huía de la policía a pie, por una podrida carretera y con una pendeja demasiado gordi y sin gracia. El mundo podía derrumbarse de un momento a otro; y él estaba tratando de salvarse con una honda. La merca le impedía angustiarse, pero también le hacía entender su situación con total lucidez, demasiada. Demasiado claro veía todo; y aunque el pecho respirara sin contracción y los miembros se le agitaran sin cansarse, así también los pensamientos se le escapaban demasiado veloces por la cabeza rígida. Por momentos no podía seguirse. Caminaba como una máquina sin poder alcanzarse y esa niña fea lo seguía, diciendo pelotudeces. Al menos alguien lo seguía, y lo hacía de onda, o porque no tenía nada mejor que hacer. Me cago en la diferencia.
Estuvieron un rato largo ahí, en el cruce, hasta que un destartalado camión cargado de madera hasta las manos se paró dolorosamente como una gloria que se va colocando en el horizonte, como que no que no que sí. Iba hasta Rocha. De fiesta. El tipo se pasó todo el viaje contándoles lo solo que vive un camionero, que no consigue mujer porque no para en ninguna parte. Decime vos qué mujer va a querer casarse con un tipo que para en casa dos o tres noches al mes nomás, y las que agarran viaje terminan metiéndote cuernos por todos lados. Si yo tuviera la edad de ustedes también andaría vagando, pero en mis tiempos era distinto. No se podía, si no laburabas no comías. Y yo tuve que hacerme cargo de la vieja y tres hermanos a los dieciséis años, fíjate. Y allá en mi pueblo no es lo mismo que nacer en Montevideo.
—Yo nací en Buenos Aires —saltó Pachuli, que siempre encontraba algo para decir que no tuviera nada que ver—, mis viejos vivían allá, pero después se separaron y mi padre se volvió.
Por lo menos consiguió cambiar el tema de conversación, para dejarnos para siempre con la duda de si era demasiado inteligente o demasiado estúpida. Entre historias de barrios porteños y humo de Mixtura Fina llegaron al parador de Rocha. El viento se había calmado un poco. Bayo 10 se tiró en la banquina y pensó que el resto de la tarde iba a estar lindo. Se armó un tabaco. Pachuli hacía señas al pedo a autos que pasaban cada tanto. En algún rato estarán en ese pueblo amarillo convirtiéndose en ostras y disfrutando de la intemperie.
Pachuli se aburrió y decidió entrar a la ciudad sin saber a qué, a batallar algo, comida tal vez. Aunque no tenían hambre para nada, comida siempre era lo más fácil de batallar, y a alguna hora iban a estar famélicos y les iba a venir bárbaro. Bayo 10 se quedó pensando que mejor le iba a decir que si no hacían la última rayita…, quiero decir ahora, now, pero ya se había esfumado. Entonces se metió en el baño del parador. Se guardó la toalla y el papel higiénico. Dividió la merca. Observó un rato las dos partes a ver cuál era más grande, pero se había vuelto tal especialista en divisiones perfectas que no logró decidirse. Así que se tomó la de la izquierda, por cábala. Dobló y guardó con cuidado lo que quedaba. El cielo estaba limpio ahora y Valizas debía de estar alucinante. No tenía una casa donde vivir pero tenía un pueblo al que llegar, y unas ganas bárbaras de estar tranquilo, lejos de la merca, de inventar una máquina de estar tranquilo, o de tener una plantación de marihuana. Y tenía un desconocido nombre para caerle. Y tenía una minita que encaraba, qué terraja. Y casi ya tenía comida para la noche. Y tenía sus crayolas y sus papeles. Y había tenido merca, concha de su madre, más vale no pensar. Tanteó el papel de plomo en su bolsillo, tembló y se rascó la nariz para distraer la mano.
Una camioneta grande y nueva y sucia de barro entreparó frente a él y la Pachuli apareció parándose en la caja. Arriba, va para Aguas Dulces. Cazó su bolso y se trepó de un salto. La abrazó. Estaban rumbo a destino. Eso, estaban rumbo a destino. Y sufrió un poquitito porque el papel de plomo iba a seguir un rato más en su bolsillo, y ahora ya era demasiado tarde para mandarse una cagada.
—¡Ey, Pachuli! ¿Y? ¿Conseguiste morfi?
—Sí, me dieron unas milanesas al pan, pero se las tiré a unas putas que estaban escapadas del Consejo del Niño… un viaje, yirando en Rocha te debés de morir de hambre… ¡Bo!, pásame el tabaco.
la constru
Entraron caminando por la playa desde Aguas Dulces y se había nublado de nuevo, y la ilusión de empezar en un lugar amarillo se les había ido al carajo. El invierno hace lo que quiere con las cosas que uno pierde de vista. Aquel lugar estaba convertido en una extensión de arena gris, bordeada por un mar gris salvaje y salpicada por ranchos y maderos tirados, agrisados por el viento y los días y días y días de sal calándolos. Y ellos atravesaban la arena que volaba golpeándoles las caras. Ellos, dos forasteros muertos de frío buscando el rancho del brasilero Javier.
El brasilero Javier amigo del Enfermero no era brasilero sino uruguayo; no era amigo del Enfermero sino que sí, en realidad lo conocía un poco; y no parecía un tipo macanudo sino extraño, silencioso. Bayo 10 le contó lo que pasaba y le preguntó por algún rancho al que se pudiera entrar sin marcar, y sobre dónde se podía conseguir trabajo, si es que era posible algo así como conseguir trabajo. El tipo demoró en contestar pero de golpe solucionó todo.
—Pueden quedarse conmigo. Estoy haciendo un rancho que me encargaron del otro lado del arroyo, y podés ayudarme si querés. Recién voy a cobrar cuando lo termine, y podré darte unos doscientos dólares, calculo, si trabajás desde ahora hasta que terminemos, claro. Mientras tanto comen conmigo y eso. También puedo enseñarte a quinchar, si te interesa, es lo que mejor se paga. Acá pueden vivir como quieran siempre que no hagan mucho ruido, y disponer de lo que haya sin pedir permiso. Hay muy pocas cosas, no se crean.
De más está decir que aceptaron. Y fue todo lo que hablaron en quince días, exceptuando indicaciones de trabajo. El espacio era pequeño, un rancho de un ambiente, sobre pilares y sin escalera —se subía por una rampa con una soga para sujetarse—, una cama en el piso, una puerta, una ventana, una mesa. Trabajaban más o menos de diez de la mañana a tres o cuatro de la tarde. Pachuli iba siempre con ellos y también trabajaba, sin pedir permiso ni arreglar su pago. Cuando regresaban, el Místico, como llamaban ahora a su anfitrión, se sentaba en la rampa o en la playa a mirar el mar, hasta que decidía comer, que podía ser indiferentemente a las diez de la noche como a las tres de la mañana o al atardecer. A veces cocinaba, otras comía lo que le dejaban los gurises, pocas veces hablaba. Jamás vieron un alimento de origen animal en su casa, salvo leche. Ni siquiera pescado comía, ni huevos. Siempre salía temprano en la mañana y traía dos litros de leche, él se tomaba uno y dejaba el otro sobre la mesita o al lado de la garrafa, brillando en su envase de grappa. Bayo 10 tomaba mucha leche porque sentía que sus colmillos se estaban ablandando por la falta de carne, en cambio a Pachuli le daba igual. Se acomodaron un colchón viejo y finito junto a la ventana y rejuntaron algún abrigo. Los primeros días aprovechaban la hora en que el Místico miraba el mar para coger y después iban a la parrillada a mamarse con la gente del pueblo. Pero la guita se acabó rápido, las invitaciones mermaron, y cada vez cogían menos porque vinieron unos fríos impresionantes y el laburo los dejaba deshechos. Entonces la Pachuli se empezó a asimilar al paisaje y casi no hablaba, y dedicaba sus tardes a revisar el rancho buscando guita, por aquello de «pueden disponer de lo que haya sin pedir permiso», pero nunca encontró.
Bayo 10 se sentía solo y cansado y dormía muchas horas y pensaba día y noche en los malditos doscientos dólares y en el día en que se rajara de ese podrido lugar. Hasta le parecía una cantidad suficiente para irse los dos a Brasil y matarse terrible verano, drogas, playa, rocanrol y la puta madre que los reparió. Estaba harto de arroz y porotos y germen de trigo nadando en la sopa y tabaco reseco. (Y aclaremos que fumaban de pedo, porque habían encontrado en un rincón del rancho un paquete reviejo de cuarto quilo de tabaco negro brasilero asqueroso e interminable, y cuando no lograban manguear hojillas armaban en chalas de choclo que había guardadas en todos los libros de la desordenada y polvorienta biblioteca del Místico.) La Pachuli rezaba para que lloviera porque quería ir al campo a buscar hongos, Bayo 10 porque no se podría trabajar.
Una mañana lo despertó la Pachuli, que hablaba del lado de afuera de la ventana, cosa casi imposible mientras él dormía. Su voz sonaba confusa.
—Bo, ¿vos tenés una guita que me prestes?... porque me vino la menstruación y tengo que comprarme algo, no sé, o si podés batallarme un fiado acá en el pueblo.
Javier siguió empinando su botella de leche, masticando sus girasoles. Bayo 10 la miró callarse, desencantada, y tuvo la sospecha de que todo era un pretexto para saber dónde estaba la guita, hasta que vio las manchas de sangre en sus calzoncillos largos.
Cuando Javier terminó de desayunar, se paró y fue hasta una canasta que había en la repisa junto a su cama —que según las investigaciones de Pachuli contenía cartas, fotografías, papeles— y para dejarlos más de cara de lo que vivían, sacó de allí una caja de tampones casi llena y extendió la mano.
—Hoy no trabajamos —dijo, y salió de allí.
fuego de los dioses
Ella durmió todo el día. No supo qué había hecho Bayo ni qué había hecho el otro. La tarde había caído y se sometió a la luz mortecina del farol que se iba quedando sin gas. Preparó el mate, mal, como lo preparaba ella, lavado desde el principio, sopa. Una tenue llama comenzó a arder allá abajo, sobre la playa, y a medida que la luz crecía pudo ver a los hombres cortando ramas, acomodando el fuego, ellos. Entonces apagó el farol y bajó, agarrándose como pudo, abrazando el termo y el mate y agarrada de la soga. Los dos le sonrieron.
—¿Y? ¿Cómo estás pasando? —dijo el Místico con una voz que ella no le