A los actores
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En la constelación de estrellas que figuran en este libro están algunos de los actores más populares de nuestro cine. Manuel Gutiérrez Aragón los retrata a la vez que se retrata a él mismo a lo largo de unas reflexiones sobre qué es la representación y la vida de cine. Desde la realidad hasta la imaginación y la fantasía, el director de algunas de las películas de las que se habla en este libro convoca a sus personajes para construir un magnífico relato. Relato no exento de crítica, pero, en cualquier caso, lleno de pasión por los actores, «esos seres imprevisibles e imprescindibles». «El primer conocimiento de una película es un acontecimiento carnal, la cara y el cuerpo del actor o la actriz, vistos ya en otras películas, en otras historias, convertidos poco a poco en amigos. A veces con amistad más íntima que los de la vida real.» Esta carnalidad se reivindica en el libro frente a la mera consideración del cine como lenguaje, según se puede apreciar en las reflexiones sobre el desnudo en el arte, especialmente «el desnudo femenino, tantas veces retratado y tantas veces bajo sospecha». «No hay desnudo inocente, porque no hay filmación inocente.» Ángela Molina, Clara Lago, Fernando Fernán Gómez, José Coronado, Ana Belén, Óscar Jaenada, Eduardo Noriega, Alfredo Landa… Éstos son algunos de los intérpretes que pasan por las páginas de A los actores, libro destinado a servir de referencia sobre la belleza y el mito del cine, que publicamos el mismo año en que Manuel Gutiérrez Aragón ha sido elegido miembro de la Real Academia Española.
Manuel Gutiérrez Aragón
Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, Cantabria, 1942) ingresó en 1962 en la Escuela de Cine de Madrid, a la vez que estudiaba Filosofía y Letras. Su primer largometraje fue Habla, mudita (1973), Premio de la Crítica en el Festival de Berlín. Entre sus películas más conocidas figuran Camada negra, Oso de Plata al mejor director en el Festival de Berlín; Maravillas; Demonios en el jardín, Premio de la Crítica en el Festival de Moscú y Premio Donatello de la Academia del Cine Italiano, y La mitad del cielo, Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Le otorgaron el Premio Nacional de Cinematografía en 2005. Tras su última película, Todos estamos invitados (2008), Gran Premio del Jurado en el Festival de Málaga, anunció su retirada del cine. La vida antes de marzo, su primera novela, obtuvo el Premio Herralde en 2009: «El tono del narrador es parte principal de la fascinación que nos produce esta historia» (J. Á. Juristo, ABC); «Una historia magníficamente contada» (J. Varela, La Voz de Galicia). Después publicó Gloria mía: «Una novela vigorosa y sorprendente, llena de humor satírico» (Juan Marsé); Cuando el frío llegue al corazón: «Es la mejor de sus tres novelas, magnífica» (Manuel Hidalgo); «Espléndida, breve y emocionada» (Fernando R. Lafuente, ABC); El ojo del cielo: «Si consideré que Cuando el frío llegue al corazón era la mejor de las tres novelas por él publicadas hasta entonces, hoy creo que El ojo del cielo la supera» (Manuel Hidalgo, El Mundo), Rodaje: «Construida con un punto de culposa nostalgia autobiográfica, en la que abundan los juegos metaliterarios y en la que aparecen personajes y motivos muy de su tiempo» (Manuel Rodríguez Rivero, El País). En Anagrama también ha publicado el libro sobre cine A los actores y el volumen de relatos Oriente.
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A los actores - Manuel Gutiérrez Aragón
Índice
Portada
TODAS LAS MAÑANAS DE DOMINGO
TÚ PON CARA DE NADA
CUERPOS GLORIOSOS
ENTRE EL AUTORITARISMO Y LA TIMIDEZ
LA ESCUELA DE CINE DE LA CALLE MONTE ESQUINZA
ENTRE BASTIDORES Y AL ACECHO
LOS ACTORES SE SALEN DEL RELATO
LA REPRESENTACIÓN COMIENZA
VUELTA ATRÁS
«HABLA, MUDITA»
EL ROSTRO Y SUS CARAS
VIAJE AL INTERIOR DEL ROSTRO
EL ESCRITOR ESCRIBE DEL ROSTRO QUE VE EN EL CINE
DE CORAZÓN A CORAZÓN
ÁNGELA Y EL BOSQUE
EL DESNUDO EN EL CINE
TRES ACTORES, TRES MANERAS DE INTERPRETAR
EN UN JARDÍN EXTRAÑO
ACTORES Y DIRECTORES
IMPREVISIBLES E IMPRESCINDIBLES
ENTRE MI TÍA ABUELA Y ROLAND BARTHES
LA MIRADA DEL ACTOR. LANDA EN «EL REY DEL RÍO»
LA MÍMESIS DEVORADORA
«NO SON GIGANTES, SEÑOR, SON DECORADOS DE CINE.» RELATO DE UN «QUIJOTE» TELEVISIVO
EL CINE Y LOS REALISMOS
VOZ/SILENCIO
A LOS ACTORES
Créditos
Para Alicia
TODAS LAS MAÑANAS DE DOMINGO
Todas las mañanas de domingo iba sin falta hasta la esquina de la Plaza Mayor de Torrelavega en la que se mostraban los fotocromos de la película de riguroso estreno. Las películas no se conocían por el nombre de su director, sino por el de sus intérpretes. No era un film de John Ford, de Jean Renoir o de Berlanga, era una película de John Wayne, de Maureen O’Hara, de Pepe Isbert o de Carmen Sevilla.
Los domingos eran de obligado bien vestir. Pantalón largo –toga viril–, chaqueta y corbata. Los lunes se volvía al pantalón corto de niño, o al bombacho, arreglado del perteneciente a un difunto. Y a la camisa despechugada bajo el jersey verde o azul, tejido como si el amor de madre tuviera forma de ochos. La camisa se llevaba –al menos en mi caso– con los picos del cuello levantados, en muda protesta contra toda aquella sensación pegajosa de familia y labores de punto.
Al lugar de la plaza al que yo acudía, aquella esquina del cartoné y los colores saturados, también iba Pamela Alonso, la única muchacha de carne y hueso que podía rivalizar con Ava Gardner, con Marilyn Monroe, con Audrey Hepburn. Pamela Alonso tenía los brazos morenos, el pelo en larga, larga melena. La cara, bueno, la cara casi no me atrevía a mirársela, por si ella se daba cuenta de que yo la amaba sin freno, y de que temblaba al verla, de que me estremecía en su presencia.
Pamela sonreía en los encuentros, no por mí, sino por el común interés por la película de estreno.
En el amor adolescente, tan intenso, se mezclaban el que profesaba a Pamela y a las estrellas de cine. En la sala, durante la proyección, a Pamela la sentía en alguna parte del patio de butacas, gozando de las escenas a la vez que yo las gozaba. Y a la pantalla le enviaba la contraproyección de mi propio personaje de joven enamorado, encarnado en el protagonista, con disputas, equívocos y reconciliaciones, tan dulces después de los enredos que sabía preparados previamente por el guionista. Yo también podía ser guionista, joven guionista sin guiones. Porque no hace falta escribir para sentirse escritor, ni ser actor para representar la propia comedia en la oscuridad compartida.
Advertía el obligado artificio del guión –una mano que conducía la historia desde fuera del relato– en el hecho de que los sucesos ensamblaran de manera precisa y coincidente. Demasiada coincidencia. Sin embargo, ¿qué artificio podía haber en que dos seres extraordinarios se unieran apasionadamente? No, los actores eran de verdad, el guionista o director eran los fingidores.
Sigo pensando lo mismo que cuando era un espectador enamorado. ¿Qué mejor espectador puede existir que el que entra al espectáculo previamente ejercitado en el deseo?
Siempre tuve claro que el primer acercamiento al hecho cinematográfico no es el de conocer quién es el que dirige la película, ni mucho menos el discurrir sobre la puesta en escena –ni siquiera por contraste con otros lenguajes–. El primer contacto con el cine se produce al contemplar a los actores, esos cuerpos y almas en movimiento que nos ofrecen su presencia a unos cuantos metros del sitio que ocupamos en la sala oscurecida. En ese lugar estamos nosotros y ellos, los que miran y los que existen para ser mirados, los que exponen sin vergüenza las interioridades y exterioridades de su ser para los otros, para mí. Un poco más y podríamos tocar a los actores de la pantalla, si no fuera porque tienen el don de la ubicuidad y están, en ese preciso momento, además de donde les estamos viendo, en otro sitio. Los actores de cine no están completos en ninguna parte, nunca lo están.
Los lunes la realidad volvía a recomponerse, mutilada de su lado cinematográfico. Una realidad gris, lejos de las muchachas domingueras, de los fotocromos de la Plaza Mayor, de la sala oscura con sus cuerpos palpitantes. Pero, claro está, aún quedaba la charla sobre la película del domingo con amigos y condiscípulos. Y la pregunta recurrente: ¿se besaban de verdad los actores en la pantalla? ¿O se limitaban a poner los labios juntos y los mantenían así todo el tiempo que hiciera falta, hasta oír una orden venida de fuera de la historia, la voz del director?
Las consideraciones sobre la estructura fílmica han venido preferentemente desde la semiótica, ciencia oficial de los estudios sobre el lenguaje, y pocas veces desde el lado más diferenciador del cine respecto a las otras artes, como es el de los actores que se mueven en la historia. Una historia en general remisible a algo previamente escrito, mientras que los cuerpos de los actores no pueden remitirse sino a sí mismos, que no son señal ni signo, porque siguen siendo tiempo y deseo a la vez en la pantalla y fuera de ella. Ciertamente, no ocupan a la vez el mismo espacio, y ahí está la diferencia. Pero esos cuerpos, animados por la misma duración temporal de sus movimientos en cualquiera de sus presencias, son algo más que representaciones y algo menos que signos.
Me hice a mí mismo la promesa de que si un día cedía a la tentación de escribir sobre cine en vez de hacer películas, cualquier reflexión al respecto empezaría por los actores en vez de por el lenguaje fílmico o la puesta en escena.
La verdad sea dicha, nunca encontraba la manera de hallar un verdadero comienzo, quizá porque continuaba haciendo películas, dirigiendo cuerpos cercanos.
Un buen día, Ángel Fernández-Santos –al final de la cena mensual a la que nos convocaba el inolvidable amigo Luis Carandell– me dijo que él recordaba con agrado una de mis primeras prácticas en la Escuela de Cine, una pieza que tendría unos tres o cuatro minutos, y que era uno de los incipientes ejercicios con actores –quizá el primero de todos– que realizábamos los alumnos de primer curso de dirección.
–Entonces no ibas para autor, eso vino más tarde, entonces sólo eras Manolo Gutiérrez, sin el Aragón añadido después.
–Ni tú el temido critico en que te has convertido.
–En aquellos años bastante teníamos con intentar que Borau o Carlos Saura no nos suspendieran.
Ángel pasó a describirme lo que recordaba de mi ejercicio.
–Sí, hombre, había dos personajes, un chico estudiante y una criada. De pronto, se iba la luz del flexo de la mesa de estudio, la chica entraba con una luz de emergencia, quizá una linterna o una vela. Se producía un momento mágico entre los dos. Una especie de proximidad desinhibida. Luego, volvía la luz eléctrica y el momento se esfumaba.
–Lo recuerdo, sí, claro que ahora lo recuerdo. Los cien metros de material de que disponíamos no daban para una historia...
–No, dijiste que sólo era una «situación». Eras humilde, entonces.
–En relación con aquel ejercicio no me acuerdo de casi nada, pero los personajes, los actores, acaban de resucitar en mi memoria, con los mismos cuerpos y almas que tuvieron.
Inevitablemente evocamos aquellos titubeantes años escolares: esperanzas, frustraciones, aprobados y suspensos. Sostuve que las principales víctimas de nuestra falta de oficio eran los actores
La mesa del restaurante era muy larga y los contertulios mantenían, a veces, conversaciones separadas; pero Luis Carandell –que, por cierto, presumía de no haber visto jamás una película, a él le interesaba más la vida de las palabras–, sentado frente a mí, me hizo una extraña pregunta:
–Según dicen los que saben de esto, o eso tengo oído, lo más importante de una película es quién la dirige, pero no sé por qué me parece detectar que algo ha aparecido transversalmente en tu conversación con Ángel.
–Por supuesto que el director es sustancial –contesté–, pero lo que vengo diciendo es que, en la contemplación de una película, los actores están antes de todo lo demás, no que sean lo más importante, ni lo decisivo. Simplemente son un «antes», una señal en el tiempo, una prioridad, no una preferencia, una presencia antes de que los hilos se tejan en la historia y de que estemos prendidos en ella. Y eso es una consideración que separa al cine bastante de la literatura, y no la manera de contar, que viene a ser muy parecida.
Al día siguiente de esta conversación, escribí varias notas que metí en una carpeta de gomillas.
A la carpeta, tras algún tanteo, le puse el título de A los actores, y los papeles ahí se quedaron hasta hace un rato; el rato que llevo escribiendo por primera vez estas líneas.
Los apuntes, como tomas de escenas rodadas en momentos distintos, tienen descartes y trozos válidos. Todo recuerdo es un montaje, un producto editado.
TÚ PON CARA DE NADA
¿Qué teoría de la interpretación puede ignorar, a través del polvo de las filmotecas, el experimento de Kuleshov? Naturalmente, en nuestra vieja escuela de cine de la calle Monte Esquinza de Madrid también tuvimos nuestra sesión de espiritismo ruso. El profesor de montaje, Carlos Serrano de Osma, hizo que un grupo de alumnos oficiara de nuevo el antiguo ritual de colocar a un actor ante la cámara y de indicarle que mirara al frente sin decirle qué era lo que miraba. Después, en la sala de edición, colocaríamos uno tras otro el plano de un plato de comida, el de una mujer en un ataúd y, por último, el de una niña jugando con su muñeca. El solo hecho de la contigüidad de las imágenes crearía sucesivamente en el espectador la sensación de apetito, de tristeza, de ternura.
El palacete que albergaba la escuela de cine tenía unos muros inciertos, con portones tapiados y una cour d’honneur que servía de aparcamiento. En el interior, los antiguos salones de baile contenían platós y aulas iluminadas por ventanas altas, de paredes con desconchones como manchas de mapas de ninguna parte. En la planta baja se mezclaban bedeles, confidentes policiales, subalternos y alumnos en espera de entrar a clase. En el patio interior y sus dependencias se hacía cine. En el sótano estaban las cámaras, las vías de trávelin, las luces, los cables y una habitación escondida donde alguien criaba pollitos para la venta. Eran tiempos de escasez.
Pero allí ocurrían hechos maravillosos.
La llegada a la dirección de la escuela del realizador franquista Sáenz de Heredia supuso un salto hacia delante en los medios técnicos. Las cámaras Super Parvo, enormes como carros de combate, y que tenían que moverse con el esfuerzo de varios operarios, fueron sustituidas por las Arriflex, cuyo motor sonaba como una motocicleta ligera. Cuando escuchábamos aquel susurro sordo, sabíamos que la película corría veloz, que las imágenes quedaban atrapadas y que un día seríamos