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Lejos de las apariencias
Lejos de las apariencias
Lejos de las apariencias
Libro electrónico208 páginas2 horas

Lejos de las apariencias

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Información de este libro electrónico

Diana, casada con un piloto de línea y madre de una adolescente en plena rebelión, lleva una vida ordenada. Pero un día, un terrible accidente de avión trastornará su existencia.

¿Qué sucedió realmente aquel día? A partir de una inquietante investigación surgen muchas dudas y preguntas. ¿Y si la verdad fuera otra? Poco a poco aparecen zonas grises que obligarán a Diana a enfrentar su pasado para poder finalmente existir.

“Un thriller psicológico con un suspenso sofocante que nos sumerge en la intimidad de una familia común. En apariencia”

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2020
ISBN9781071544044
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    Lejos de las apariencias - Sandrine Defradat

    LEJOS DE LAS APARIENCIAS

    © 2019 (reedición) Sandrine Defradat.

    El Código de la propiedad intelectual que autoriza, bajo los términos del artículo L.122-5, párrafos 2 ° y 3 °, por un lado, sólo copias o reproducciones estrictamente reservadas para el uso privado del copista y no está destinado al uso colectivo y, por otro lado, que los análisis y cita breves con fines de ejemplo e ilustración, cualquier representación o reproducción realizada en su totalidad o en parte sin el consentimiento del autor o sus  beneficiarios o sucesores es ilegal (art. L.122-4.)

    Esta representación o reproducción, por cualquier proceso, constituiría una infracción, sancionada por los artículos L.335-2 y siguientes del Código de propiedad intelectual.

    Todos los derechos reservados.

    ––––––––

    ISBN : 9781091819580

    Ad Andrea, Chloé e Charlotte,

    la mia forza ogni giorno.

    Un enorme agradecimiento

    A mi marido por su paciencia y por la magnífica portada

    A Coco y Hayriye, mis primeras lectoras

    A Angéline M. por sus valiosos consejos

    A todas las hermosas abejas que se reconocerán

    ¡Y especialmente a vosotros!

    « La verdad es una fruta que sólo debe cosecharse si está completamente madura. »

    Voltaire

    1

    Era el primer día de verano. Pasear por la capital en el mes de junio era la actividad favorita de los turistas que llegaban de todas partes del mundo. París, sus museos, las orillas del Sena, los exuberantes jardines y las famosas tiendas atraían a la multitud.

    Los extranjeros no eran los únicos en apreciar la energía que desprendía esta ciudad emblemática. Los días más largos propiciaban la afluencia de los parisinos a las terrazas de los cafés, al atardecer, simplemente para relajarse. Relajarme, precisamente lo que necesitaba en este momento. Deambular  por el corazón del barrio latino, como solía hacer, hoy no era más que un viejo recuerdo: entre la crisis adolescente de Victoria y las obligaciones profesionales de Alex que incesantemente ponían patas arriba nuestra rutina, en mi vida diaria ya casi no tenía tiempo para pensar en mí. Además, mi agenda estaba garabateada por todos lados, llena de citas imperdibles, algunas de ellas resaltadas con marcador fluorescente, sobre todo si incluían la famosa frase « Muy importante ». Y eso sin considerar al teléfono móvil, que no dejaba de enviarme alertas recordándome mis prioridades.

    Eran exactamente las siete de la tarde cuando llegué a casa. Me senté a la mesa de la cocina, sola, con la mirada perdida. Él llegaría enseguida, si no, me hubiera avisado. Un portazo en la planta de arriba me sobresaltó. La radio se escuchaba en toda la casa, pero no estaba de ánimo como para discutir con Victoria. Como muchos adolescentes de su edad, estaba en plena rebelión y rechazaba todo diálogo.

    Por fin, se abrió la puerta del garaje; había llegado. Debía admitir que su presencia en casa estos últimos meses me resultaba vital: Alex siempre tenía la palabra justa para reconfortarme y devolverme la sonrisa. Después de un beso rápido, arrojó su chaqueta sobre el respaldo de una silla y dejó su maletín entre las facturas desparramadas sobre la mesa del salón. Suspiró profundamente, seguramente exhausto tras una larga jornada, y se apresuró a abrir la nevera para servirse una cerveza.

    — ¿Cómo estás, cariño? ¿Vic no está contigo? preguntó mientras se giraba hacia las escaleras. ¿Dónde está?

    — ¿Dónde quieres que esté? En su habitación, como siempre, contesté indignada.

    Se encogió de hombros y dejó escapar un suspiro de resignación.

    — Yo no puedo más, tienes que hablar con ella.

    — ¿Sigue con el asunto de las vacaciones con Olivia?

    — Alex, tú sabes lo que pienso, está fuera de discusión. Ya lo hablamos.

    No respondió, quizás era mejor así. Subió las escaleras de dos en dos hacia su habitación. Hacía dos semanas que insistía en irse a Londres en agosto con su mejor amiga. El plan consistía en encontrarse allí con dos chicos, recientemente conocidos por internet, que les proponían trabajar como voluntarias para ayudar a familias sirias con dificultades, a cambio de clases de inglés. No estábamos en contra del voluntariado humanitario, pero como cualquier padre, queríamos saber algo más acerca de la identidad de esos dos jóvenes. A partir de ahí la situación se complicó.

    Fuimos etiquetados como « padres invasivos » sin ningún tipo de confianza en su hija. Con la excusa de que tenía 16 años, teníamos que dejarla vivir su vida.

    La cena se enfriaba. Subí, yo también, prestando atención e intentando escuchar la conversación. Silencio. Victoria estaba sentada en su cama, llorando, con su mano en la de Alex. Hubiera querido abrazarla, pero conociendo a mi hija, sabía que me rechazaría. Ahora sólo importaba su padre; con los meses se había convertido en su confidente. Victoria me miró cuando asomé la cabeza a través de la puerta.

    — Vete, no quiero hablar contigo, susurró.

    — No insistas querida, dijo Alex, no es el momento.

    Se levantó y me hizo un gesto con la mano para que saliera de la habitación.

    — Vamos a comer, es tarde. Mañana me espera un día difícil.

    Miré por encima del hombro esperando encontrar la mirada de Vic antes de que la puerta se cerrara.

    Durante la cena, Alex me relató su día. Simulé estar interesada, pero en realidad no podía dejar de pensar en Victoria. Una vez más había decidido permanecer enfurruñada en su cuarto. ¿Por qué me odiaba tanto? Yo ya no sabía cómo tratarla.

    ––––––––

    Una vez en la cama, me acurruqué contra Alex. Intentaba tranquilizarme repitiéndome a mí misma que sólo se trataba de un mal momento, que ya pasaría. Hecha un ovillo, dormía profundamente cuando sentí una mano en el brazo. Me sobresalté.

    — Diana, ¡despiértate! Mi camisa, ¿dónde la pusiste? ¿No me digas que te olvidaste de ir a buscarla?

    — Yo... eh, balbuceé medio dormida mientras me restregaba los ojos, déjame pensar. ¿Qué día es hoy?

    — ¡Martes! soltó, visiblemente irritado.

    — ¡Oh no! Lo lamento, cariño... se me pasó. Ayer me olvidé por completo de ir a la tintorería.

    Silencio. Alex se movía inquieto alrededor de la cama, no me escuchaba. Yo estaba confundida, me agarré la cabeza tratando de encontrar una solución, y rápido. Pero no pude concentrarme y a mi pesar cambié de tema.

    — ¿Y si forman parte de una secta? Sabes, la semana pasada vi un programa en el que chicas jóvenes desaparecían y...

    — ¿Otra vez con la misma historia? exclamó mientras tiraba los cojines de un lado a otro de la cama buscando desesperadamente un calcetín perdido. Mira, ¡no tengo tiempo de discutir esto ahora!

    Desvié la mirada, ofuscada. Se acercó a mí, me acarició la mejilla con ternura y me susurró al oído:

    — Deja de dramatizar, ¿quieres?

    Dramatizar, ésa era la palabra que aparecía todo el tiempo.

    Alex decía que yo era demasiado sensible pero sobre todo muy negativa frente a los acontecimientos de la vida. Claro está, que su estrés estaba muy lejos de mi cotidianidad. Después de largos años de arduo trabajo, concursos, viajes interminables al otro lado del mundo, finalmente había llegado a ser comandante de la compañía aérea nacional más importante, Air Flight One. Ése siempre había sido su sueño y yo estaba orgullosa de él. Actualmente, pilotaba los aviones más grandes del mundo. Mi tarea, en cambio, consistía en llevar adelante el día a día, pero no era fácil, especialmente con una adolescente de 16 años que no dejaba de quejarse.

    Cuando bajé, estaba terminando de tomar su café y a punto de irse. Me dio un beso tímido en la frente.

    — Hasta la noche, cariño, masculló mirando el reloj. ¡Victoria! ¡vamos! ¡Es tarde!

    — ¿La llevas tú? objeté sorprendida ante esa decisión de última hora.

    — Sí, me lo pidió. Mira el lado positivo, querida, así tienes más tiempo para ti. Es un buen acuerdo, ¿no te parece? Te quiero. Hasta la noche, dijo abriendo la puerta.

    Victoria, con el pelo revuelto, bajó las escaleras a toda velocidad, vestida con unos vaqueros agujereados y una camiseta vieja que dejaba ampliamente al descubierto su nuevo piercing. Una vez más, su atuendo reflejaba su personalidad, ese lado rebelde que yo detestaba.  ¿Dónde se había ido mi niña? Tomó su abrigo y, sin siquiera saludarme, se fue, dando un portazo. Ya se le pasará, como diría su padre.

    El coche se alejó, retrocediendo. Alex me saludó con la mano, como cada vez que se iba. Otra de nuestras rutinas bien instauradas.

    El día recién había comenzado y yo ya me sentía asfixiada. La casa estaba en completo silencio. Por fin estaba sola y tenía tiempo para mí. Con la taza en una mano y el diario en la otra, respiré profundamente. Miré por encima los titulares, muy cómoda entre dos cojines. Nada demasiado optimista o tranquilizador para una madre como yo. Miré el reloj, tenía apenas una hora para prepararme.

    Tenía una de esas citas a la que no podía faltar, y la esperaba con algo de angustia. Ya hacía seis meses, que el primer martes de cada mes, tomaba el metro en la estación Concorde, con una bola en el estómago. En la agenda tenía anotado « Dr. Pastrianni »; era mi psiquiatra. Me lo habían recomendado, pero su frialdad me desestabilizaba: una vez instalada en su consulta, no me sentía muy a gusto. Todo en él me perturbaba, particularmente, la manera que tenía de fijar la mirada en su bolígrafo, a través de sus pequeñas gafas redondas, cada vez que me pedía que le describiera mis emociones. Al final de cada sesión, me decía a mí misma que sería la última, pero tenía que admitir que el hecho de hablar me ayudaba a salir adelante.

    Cuando llegué ya me encontraba mentalmente preparada para una nueva sesión. La entrada al consultorio dejaba mucho que desear; la pared color verde anís necesitaba, sin lugar a dudas, una nueva mano de pintura. Me dirigí a la sala de espera, generalmente vacía... me preguntaba si tenía algún otro paciente aparte de mí.

    La secretaria, de pie detrás del mostrador, me esperaba. Examinó una por una las páginas de su agenda y me señaló una de las sillas de madera detrás de ella para que esperara, el doctor me vería enseguida.

    Desde el fondo de la sala, la observé. Tenía el aspecto de una solterona amargada con su cabello entrecano y grasoso, invariablemente atado en un moño. Su base de maquillaje ultra oscura y demasiado espesa, le exageraba las arrugas y las manchas de la edad. Cada vez que iba, yo me hacía la misma pregunta: ¿el doctor Pastrianni se acostaba con ella? Cuando él abría la puerta del consultorio, la expresión de esta mujer cambiaba literalmente: sus facciones se suavizaban y sonreía estúpidamente. Después, cuando él cerraba la puerta, siempre encontraba alguna excusa para ir a colocar notitas adhesivas en su escritorio. Además, era muy despectiva, incluso desagradable, cuando aparecía alguna paciente más bien atractiva. Así se comportaba conmigo a menudo, especialmente cuando el doctor me prestaba atención.

    — Puede pasar, señora Duval, el doctor Pastrianni la espera, me dijo con una sonrisa apretada.

    Al entrar, lo vi, de espaldas, mirando la calle a través de la ventana.

    — Buenos días, señora Duval. ¿Cómo se siente hoy? preguntó haciendo girar su sillón.

    — Buenos días, doctor. Me siento bien, gracias.

    — ¡Qué buena noticia! Entonces, ya no me necesita, se rió mientras observaba mi reacción por encima de sus delgadas gafas.

    — Ojalá... murmuré con desgana.

    — Señora Duval, retomó con un tono más grave,  una depresión no desaparece de un día para otro, ni siquiera con tratamiento médico. Uno cree que está curado, pero un día, sin previo aviso, reaparece. Es algo así como su sombra, formará parte de usted mientras viva. La depresión, es una enfermedad terrible. ¿Sigue tomando los medicamentos que le receté?

    Asentí mientras sacaba la caja de píldoras del bolso. Eran unos ansiolíticos bastante fuertes que estaba tomando desde hacía unos meses.

    — Muy bien. Veo que está poniendo lo mejor de su parte. Así lograremos avanzar sobre bases firmes.

    Se enderezó y se puso aún más serio. Buscó con la mirada su bolígrafo – yo ya empezaba a reconocer algunas señales. Lo tomó, lo examinó durante unos segundos y comenzó a hacerlo girar alrededor de sus dedos. El silencio era denso.

    — ¿Ha tenido pesadillas estas últimas semanas? Esas pesadillas que la aterrorizaban...

    — No, o quizás una o dos veces, no más. Duermo como un bebé con este tratamiento; incluso algunas mañanas me cuesta despertarme...

    — Muy bien, me interrumpió. Cuénteme: ¿cómo están las cosas en casa?

    — Eh... digamos que un poco complicadas... dije intentando ocultar mi desazón.

    — ¿Podría ser más precisa, por favor? No la sigo.

    — Bueno, Vic, es decir Victoria, está en plena crisis de adolescencia. Su padre y yo vivimos en guerra con ella... Alex a menudo está de viaje, así que soy yo la que tiene que ocuparse, además está el tema de la carga mental de la que tanto se habla en las revistas...

    Mientras hablaba, me di cuenta de que por primera vez en seis meses no sentía nada. Me sentía purificada. Nada de lágrimas ni manos temblorosas, nada de nada. Esa sensación de malestar que me consumía por dentro, inexplicablemente, había desaparecido.

    — ¿Y su marido? ¿Está presente? ¿La apoya?

    — Sí, hablamos mucho... Ya no me critica delante de nuestra hija, en ese aspecto ha cambiado. Para él también es difícil. En el fondo, se siente culpable, aunque no lo diga. Creo que aprendimos mucho el uno del otro. Yo sé que puedo contar con él, y eso es lo esencial, ¿no?

    Ni una palabra. Dejó de hacer girar el bolígrafo y me miró de soslayo. Nunca podía imaginar qué pensaba en esos momentos, era muy inquietante.

    — Bueno. Tenemos que terminar aquí. Entonces, en resumen, ya no tiene problemas de sueño, al menos con la medicación. Crisis tampoco, ¿no es cierto?

    — Así es, doctor. A veces me pasa que me olvido de tomar la pastilla e igualmente me duermo...

    Mientras yo hablaba, él tomaba notas, pero sin escucharme realmente. Estaba concentrado, su muñeca se desplazaba enérgicamente sobre una hoja de papel amarillenta, de izquierda a derecha, como si ya no pudiera detenerse. Sus facciones se endurecían con cada nueva línea. Sentada frente a él, con las manos en las rodillas como una colegiala, yo miraba a mi alrededor. El empapelado era muy anticuado, ¿cómo hacía un médico para pasar días enteros en esa habitación oscura? Y después, estaba el olor a tabaco rancio que me provocaba náuseas. El doctor Pastrianni siempre tenía su paquete de tabaco en un rincón de la mesa. No debía

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