Del corazón de León
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Del corazón de León - Eder López García de Marina
Primera edición: junio 2022
Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com
Composición de la cubierta: Mariona Sánchez López
Maquetación: Álvaro López
Corrección: Lucía Triviño
Revisión: Ana Briz
Versión digital realizada por Libros.com
© 2022 Eder López García de Marina
© 2022 Libros.com
editorial@libros.com
ISBN-e: 978-84-19174-03-1
Logo Libros.comEder López García de Marina
Del corazón de León
A mi Aitite, eterno cascarrabias.
«Nada más elocuente que la elección».
William Shakespeare
Índice
Portada
Créditos
Título y autor
Dedicatoria
Cita
Nota del autor
BLOQUE I
1. El momento del instante futuro
2. «Hurt»
3. La prisa de lo correcto
4. El capricho de los recuerdos
BLOQUE II
5. Jueves
6. «Sorry Seems to Be the Hardest Word»
7. El cese del desuso
BLOQUE III
8. Coloquio a la fresca
9. Hacia el sur
10. «With a Little Help from My Friends»
11. Dolores
12. Dientes de león
13. Hola, viejo
BLOQUE IV
14. «Layla»
15. Ni por la madre de las insistencias
16. Peripecias
17. Un día entre un lustro
BLOQUE V
18. La polaridad
19. «My Baby Just Cares for Me»
20. minúscula DIGNIDAD
21. ¡Choca! (primera parte)
22. «Cause»
23. ¡Choca! (segunda parte)
BLOQUE VI
24. Desembucha
25. ¿Y si eres gay?
26. IMPRÉGNATE
27. Paradiso
BLOQUE VII
28. Veo, veo
29. El sello
30. ¿Qué ves?
BLOQUE VIII
31. Pequeña flor
32. PESTAÑEAR
33. Último 20 %
34. «Have You Ever Seen the Rain?»
35. Abrázala
BLOQUE IX
36. «Break on Through (To the Other Side)»
37. El tesoro
BLOQUE X
38. EN SUS TRECE
39. La confesión
BLOQUE XI
40. Quería ir guapa
41. «Rock and Roll All Nite»
42. Independence Day
BLOQUE XII
43. La sinhueso
44. ¿Y mientras tanto?
45. Ni peros ni peras
46. «Brown Sugar»
BLOQUE XIII
47. Diana
48. Teloneros
49. SETLIST
BLOQUE XIV
50. Susurró
51. El momento del instante presente
52. Bis
53. Del corazón de León
BLOQUE XV
54. ROMA
55. La última bala
56. «Born to Be Wild»
Agradecimientos
Mecenas
Contraportada
Nota del autor
Del corazón de León es una historia que no solo está formada por su narración: se compone, además, de reflexiones, poesía y una banda sonora de canciones que pretenden mecer su lectura.
He dividido la novela en quince bloques. Cada uno de ellos está compuesto por los diferentes tipos de capítulos. Mi propuesta es que el lector, o sea, tú, organice también su lectura de esta manera: para que someta a juicio su pensamiento cuando llegue a una reflexión, interprete a gusto un poema, descanse la vista escuchando con calma una canción… con el fin de que esto le genere una idea, sensación, llamémosle ambiente, sobre el relato que está a punto de iniciar, o que acaba de leer y que también pertenezca a ese bloque. Diferenciaremos estos capítulos que se salen de la narración por su escritura en otra tipografía.
Y sin más preámbulos, bienvenidos a las peculiares circunstancias de una joven en su vida cotidiana.
Feliz lectura.
BLOQUE I
1. El momento del instante futuro
El reloj analógico que colgaba en la pared, ajeno a cualquier contratiempo, le recordaba, con el casi imperceptible pero letal ruido del segundero, que era la única dueña de aquel miedo. El sudor que desprendía no iba acorde a la temperatura de su cuerpo. Se sentía desnuda y vulnerable. Acariciaba lo que tenía entre las manos y le hablaba con el pensamiento, sin llegar a saber siquiera lo que le decía. Pese al murmullo que se oía al otro lado de la puerta, solo el retumbar de sus latidos en su pecho era capaz de ahogar la intromisión de aquel dichoso segundero.
La habitación en la que se hallaba era pequeña y austera: un sofá, cuatro sillas de plástico y dos mesas con restos de comida y bebida. No había ventanas, solo un par de respiraderos que, junto con el reloj, eran el único adorno de aquellas cuatro paredes de paneles de madera. Una de las dos hileras de fluorescentes que colgaban del falso techo parpadeaba intermitentemente. Su única salida era aquella puerta, que se camuflaba con la pared y que se abriría de un momento a otro.
Jamás se hubiera imaginado encontrarse allí, no al menos en aquella situación. El vértigo que sentía era comparable al de estar en el prólogo de un salto al vacío. No le permitía sentarse, ni mucho menos probar bocado. Caminaba inquieta sobre sus propios pasos, en círculos, y buscaba cualquier detalle que la pudiera distraer, pero los nervios se lo impedían. El único consuelo que sacaba de aquella angustia era que, pese a todo, le hacía recordar que estaba viva.
Hubo un estruendo al otro lado, acompañado de gritos ininteligibles, y, en el auge de la tormenta, una voz se alzó acallando paulatinamente el resto. Fijó su mirada en la manilla de la puerta, suponiendo que en escasos instantes cobraría vida. Escuchó pasos acercándose. El tañido del segundero se había convertido ahora en inyecciones de baldes de adrenalina que iban a tempo.
Al fin, se abrió la puerta:
—Vamos, te toca.
2. «Hurt»
3. La prisa de lo correcto
—¡Vamos, Julia! ¡Espabila!
—Que ya voy… —refunfuñó por cuarta vez, con una voz a medio despertar. El cansancio del viaje de vuelta del pueblo de la tarde anterior la mantenía pegada a las sábanas. Lola, resignada por la pereza de su sobrina, suspiraba en voz alta desde el piso de abajo.
Julia amaba a Johnny Cash, pero a veces odiaba escucharle tan temprano. Dejaba sonar la canción entera, varias veces. Le fascinaba, pero llevaba días dándose cuenta de que, como alarma, le estaba resultando poco efectiva, porque la atrapaba en la cama, recordándole que estaba condenada a ser sí misma, de lo cual rara vez se sentía orgullosa. Solo los últimos versos le daban un ápice de esperanza para otro día que intuía no iba a ser diferente. Aun así, estaba decidida a mantenerla.
—Pero venga, ¡que ya es la hora!
No soportaba despertarse de esa manera, necesitaba su tiempo. Se le cortaban de cuajo los resquicios de sueño que pudiera tener en sus duermevelas y, segundos más tarde, era incapaz de acordarse de lo que había soñado. Le daba rabia, porque su subconsciente tenía buena imaginación. De eso sí que estaba orgullosa.
—¡Habrase visto chica tan perezosa! Tienes el desayuno en la mesa…, vas a llegar tarde…
—Que ya voy… Ya voy…
Efectivamente, llegaba tarde. Eran las últimas clases antes de los exámenes finales de la carrera. Estaba a pocos días de poder conseguir un título que lo único que le aseguraba era la tranquilidad de no tener que volver a pisar aquellas aulas, o al menos así lo pensaba ella. Cuatro años arrastrándose hacia un futuro incierto le parecían suficientes. La no vocación a tiempo le había jugado una mala pasada, pero la inercia de lo correcto que le habían inculcado le había obligado moralmente a escoger una carrera que, si no le apasionaba, al menos era una de las que menos le disgustaba. Y era precisamente esa inercia la que le estaba apremiando.
Se vistió con lo primero que encontró, la última capa de ropa que tapaba el esqueleto de la silla del escritorio de su habitación, y pasó al cuarto de baño a lavarse la cara, que era el único maquillaje que concebía en sí misma por norma general. Era indiscutiblemente bella, pero ella se obstinaba en ocultarlo. Sus cabellos castaños desordenados, que morían debajo de sus omóplatos; sus ojos verdes y siempre risueños; el lunar de su mejilla derecha, que, al sonreír, se columpiaba por su cara; unos pechos que seguramente serían la envidia de muchas divas presuntuosas, pero que a ella le daban vergüenza; el resto de una figura tallada de imperfecciones… Todas las mañanas se tenía delante del espejo, pero su inseguridad no le permitía observarse. En una edad en la que la mayoría de las chicas de su entorno competían por generar atracción, ella lo hacía por pasar desapercibida.
Se hizo un moño rebelde con una goma que tenía en la muñeca, aprisa, como quien está ante los últimos segundos de una cuenta atrás y tiene que presentar la mediocridad que le haya dado tiempo a hacer, pero quiso tener tiempo, en cambio, para hacer vaho en el espejo y comprobar que el «BORN TO BE WILD» de la noche anterior seguía con vida.
Cogió su mochila de cuero, bajó las escaleras aparatosamente y entró rauda en la cocina. Su tía había puesto una olla a hervir para la comida y estaba fregando su desayuno y el de Santi, su tío, que había madrugado esa mañana para ir a la consulta. En la mesa le esperaba el irremplazable zumo de naranja que esta le preparaba con cariño todas las mañanas, tapado con una servilleta por el falso mito de que se le escapaba la vitamina C. Era innegociable, y era la manera que tenía de decirle «te quiero» a diario. Se lo bebió de tres tragos y cogió dos galletas del bote que guardaban en la despensa para el camino. No le gustaban los días que no empezaban con un contundente café, pero no le sobraba precisamente el tiempo. Dio un beso en la mejilla a su tía y otro en el hocico a Hendrix, y, sin haberse desprendido de la mochila, corrió hacia la parada de autobús más cercana.
Quizás porque la prisa es subjetiva y ella estaba teniendo una mañana un tanto bipolar, o por hacer honor a su condición de animal de costumbres, optó por el camino más largo. Giró a la derecha hasta el final de la calle, bajó por la cuesta donde estaba el quiosco de Maca, en el que solía invertir horas muertas charlando con ella, y torció a la izquierda para caminar hasta el otro extremo de la urbanización, donde se encontraba la parada.
Siempre que podía, aunque solo fuera para saludar, hacía una visita a Maca, que aparte de ser quien regentaba el quiosco, era una de sus mejores amigas y confidente. Era diez años mayor y tenía un acento un tanto gracioso que delataba que no era del lugar. Llegó a su vida a través del abuelo de Julia, el primer dueño de aquel quiosco. Llevaban tiempo tratándose como madre e hija adoptivas; y es que Maca, cuando la conoció, siendo Julia una adolescente, decidió que sería su proyecto de mujer.
La subjetividad y la costumbre, en esta ocasión, le hicieron perder el autobús. Volvió a su casa corriendo como alma que llevaba el diablo, esta vez por el camino más corto. Su tía la sintió atravesando el jardín y suspiró por enésima vez esa mañana. Cogió del mueble del recibidor las llaves del coche que ambas compartían, pero que Lola casi nunca utilizaba, y abrió la puerta de casa antes de que Julia lograra dar con la llave adecuada:
—Siempre andas igual. Toma las llaves, anda, y ten cuidado en la carretera. Si después de clase te quedas con las chicas a tomar algo…
—Cero alcohol…, lo sé… —respondió mecánicamente, pasando por delante de ella como una bala y dirigiéndose a su habitación.
—Pero ¿¡a dónde vas ahora!?
—¡Ahora voy! —Quiso tranquilizarla, entre ruido de cajones.
—Ay, Dios mío… ¡Qué paciencia hay que tener!
Salió de la habitación con el mismo ímpetu con el que había entrado, y volvió a bajar las escaleras aparatosamente, con la mochila descolgándosele del hombro.
—¡Un trayecto sin buena música no es un trayecto, Lola! —se excusó antes de darle otro beso en la mejilla y marcharse por fin.
—Esta hija mía… —Y suspiró una última vez aquella mañana de lunes primaveral.
Arrancó el coche y bajó las ventanillas, manualmente. Era un incordio. Entre eso y la fuerza que tenía que hacer para girar el volante debido a la dirección «resistida» del bólido, hacía suficiente ejercicio al día. Pero le tenía un especial cariño, había vivido muy buenos momentos con él. Se incorporó a la calle de único sentido que discurría por delante de la casa, metió la mano en su mochila y sacó el CD que había cogido de su habitación. Lo introdujo por la ranura del reproductor y, poco más tarde, sonó la desgarradora, sentida e inconfundible voz de Janis Joplin que quiso acompañar: «Summertimeeee…».
«Si algo bueno tiene este lugar es el aparcamiento. El aparcamiento y las campas», pensó mientras se bajaba del coche cuando llegó a la universidad. Era una gran explanada de asfalto en la que siempre sobraba sitio, delimitada por las propias campas y uno de los edificios más importantes de la universidad para el alumnado, si no el que más: el de la cafetería. Ahí tenía lugar la fiesta de fin de curso, cuya organización se turnaba cada año entre las diferentes facultades. No estaba segura de a quién le tocaba ese año, pero deseaba que no fuese a la Facultad de Relaciones Laborales y Trabajo Social, en la que ella estudiaba. Acabar la carrera y tener que organizar una fiesta, que todos los estudiantes se tomaban como venganza de los exámenes finales, no formaba parte de sus deseos. En cuanto a las campas, había aprendido mucho más en ellas que en las clases. A ella y a Clara, uña y carne desde el primer día de carrera, les encantaba coger algo de beber y de picoteo en la cafetería, tumbarse en el césped y divagar e inmiscuirse en cualquier asunto que fuera ajeno a la teoría de la legislación que se tenían que tatuar en la memoria, si algún día pretendían salir de allí.
Unos trescientos metros la separaban de lo que sería, con mucha probabilidad, una clase soberanamente aburrida. Trescientos metros en los que estaba dispuesta a que le surgiera un plan mejor, como encontrarse con la propia Clara y que le contara sus aventuras del fin de semana, que nunca defraudaban si empezaban con un «¡Qué fuerte, qué fuerte!»; con los chicos de la Facultad de Bellas Artes, que a menudo buscaban en las campas y el cannabis su inspiración; o con Sixto y su guitarra, que era quien ponía la banda sonora con exquisito gusto, en su opinión, a aquella aborrecida rutina. De este último solo conocía su nombre y su procedencia italiana. Las veces que habían hablado, tras insólitas victorias de pulsos a su vergüenza, solo lo habían hecho sobre música y canciones. Cuando no estaba intentando ganarse unas monedas, poco o nada se sabía sobre su vida.
Para su desgracia pero conveniencia, porque a que a esas alturas del curso no se podía permitir muchas más algarabías, el camino no quiso sorprenderle, y en cinco minutos estaba sentada en un pupitre, casi al fondo de la clase. Observaba la escena un tanto decepcionada, riendo irónicamente para sus adentros: muchos de sus compañeros eran el tipo de personas que años atrás le habían hecho la vida imposible en el instituto, por no estar al corriente de temas tan importantes como el tono y brillo del color de las uñas de los pies que, paradójicamente, tapaban con calcetines, por escabullirse siempre muerta de la vergüenza de cualquier intento de flirteo por parte de los chicos, o por no aparentar tener la vida tan perfecta que el resto de los adolescentes, ignorantes y ahogados en su mismidad, se jactaban de mostrar.
Recordó el día en el que sonrió sinceramente por primera vez en aquella cárcel para sus emociones, gracias a Nacho, su primo, que era cuatro años mayor que ella. Por aquel entonces, ella tenía catorce otoños, y el tema del tono y brillo de los pintauñas estaba muy al día. Marta y sus secuaces eran su pesadilla diaria: en el mejor de los casos, se mofaban de ella y la vacilaban, cuando no le robaban el almuerzo o la retenían para que perdiera el autobús de vuelta a casa. Pero ese día, contra todo pronóstico, sucedió un milagro.
Tropezaron con ella en el pasillo, al terminar las clases. Le recriminaron ser patética y haber estado en medio, la empujaron hasta el baño y la arrinconaron para obligarla a pedir perdón. Supo de memoria cual sería el desarrollo de aquella trama, porque pedir una disculpa que no le correspondía tampoco la iba a librar. Así que, para no alargar demasiado aquello, optó directamente por encararse. Un «¡que me dejéis en paz!» fue el breve prólogo que condujo a los empujones. Empezó a defenderse como pudo, llorando de la impotencia por no querer contestarlas de la misma manera, porque lo que más rabia le podía dar era que, para más inri, las pillara un profesor a media pelea y además fuera castigada. Eso, además, conllevaría la pereza y la vergüenza de tener que dar explicaciones que no quería a Lola y a Santi.
Y de repente sucedió. Jamás iba a olvidar el «¿qué hacéis, idiotas?» con el que irrumpió Nacho. Él, que estaba en el último año del instituto, era uno de los reclamos del momento de las adolescentes empedernidas que pretendían correr antes de tiempo, como si ser la última de la clase en perder la virginidad les fuera a suponer un trauma del que jamás lograrían recuperarse. Él lo sabía, era consciente de que gustaba. Además, quedó patente en la cara de «jamás hemos roto un plato» que pusieron para idolatrarle. Les hizo pedirle perdón. Julia estaba, en su mente, sentada en la butaca del palco de un teatro, comiendo palomitas y disfrutando de la función. «Dais pena», les espetó Nacho, mofándose.
«Vamos, churri, que te acerco a casa en moto», le sugirió al final su primo. Ese día, sacándole aquella sonrisa, Nacho le prometió que siempre cuidaría de ella, e hizo que le jurara que jamás diría a Lola, su madre, que la había llevado en moto.
Julia: 1 – Marta y su prestigioso séquito: 0.
—Si yo fuera marinerooo, te llevaría en mi velerooo… —le cantaba Jon, compañero de clase que se sentaba delante de ella, chico que le gustaba por las mañanas y que le perturbaba los sueños por las noches—. Para la sirena de los cabellos despeinados. —Y le regaló el barquito de papel, o algo que se le parecía, que le acababa de hacer.
—Idiota… —le agradeció Julia con la mirada. Y en esa palabra acostumbraba a meter todo el sentimiento que, acorde a su introversión, no se atrevía a manifestar.
Clara entró cinco segundos antes que el profesor por la puerta, pero le dio tiempo a darle un «¡Buenos días, muñeca!» y un beso.
Desde ese preciso instante y hasta las cinco de la tarde, el día transcurrió sin más aderezo que la exhibición del poderío de Jon en la papiroflexia. Entre clase y clase de las pocas asignaturas que compartía con Clara, a esta le dio tiempo a adelantarle un esbozo de lo que había sido su fin de semana. Julia pensaba que ya no había lugar a sorprenderse, pero muy a menudo, probablemente sin buscarlo y siempre precedido de un «¡Qué fuerte, qué fuerte!», Clara lograba superarse.
Quedarían un día de esa semana para ponerse al día, pero no iba a ser esa tarde, porque Clara iba directa a clase de pilates, y a Julia no le quedaba otra que encerrarse en la biblioteca para empezar a rematar el proyecto fin de carrera, que tenía que presentar seguido de los exámenes. Sabía que cuando llegara a casa, lo único que le iba a apetecer hacer sería ponerse los cascos, coger la correa y vaciar la mente mientras paseaba a Hendrix y escuchaba a Janis.
Y así fue.
4. El capricho de los recuerdos
Hace poco hurgué en el primer cajón de mi mesilla y, con ello, en una pequeña parte de la «caja de Pandora» de mis recuerdos. Encontré cartas, fotos, una pulsera… Vestigios de una vida que me pertenece y que me ha hecho, pero que para nada es ahora lo que antes era. Sostuve en mis manos el marco con la foto, las mismas manos que muchos años atrás sostuvieron aquellas cartas al ser leídas, las mismas manos que, en algún momento, debieron hacer y deshacer los nudos de aquella pulsera. Intenté hacer memoria observando mi desnuda muñeca de hogaño. En la imagen estaba junto a otra persona, en otra ciudad. Rescaté de mi mente paseos, abrazos, espejos y cafés, y recordé con ternura a ese yo, que ya no es.
No sé cuál es el patrón que sigue la retentiva, solo sé que cualquier simple detalle le sirve de llave para que conozcamos lo caprichosa que puede llegar a ser: la primera vez que montamos en un avión, la última vez que damos un beso, la noche y la madrugada de un 13 de agosto de 2018 a más de cuatro mil metros de altura, parando cada veinticinco pasos por agotamiento y descansando no más de medio minuto por el frío, pero disfrutando de un baile privado de las estrellas en el ojo del huracán de la noche de San Lorenzo… Cualquiera diría que es menester de la memoria jugar a la ruleta rusa con los recuerdos.
Y, de repente, la luz se torna oscuridad, y el olvido sale de caza para arrinconar a esos supervivientes indefensos de la retentiva, y todo lo que sucede instantes antes o después de los mismos se desvanece, sin retorno y de manera contundente. Y así es como desconocemos mucho más a nuestra memoria de lo que la conocemos, como si esta fuera océano; olvido, los mares, e ínsulas, los recuerdos. Pero es precisamente esa amplitud de olvido la que nos brinda el espacio para seguir creando futuras remembranzas, que acaben desechándose o no, pertenece ese quehacer al capricho del océano y no a quien lo naufraga.
BLOQUE II
5. Jueves
Decidieron que era un buen día para quedar y actualizarse. Hacía tiempo que no salían los jueves, regla inquebrantable universitaria, y, puesto que los exámenes les seguían el rastro muy de cerca y no iban a tener muchas más oportunidades, creyeron que sería buena idea no faltar a su palabra esa semana.
—¿Nos vemos en el Txiripa a las siete, entonces?
—¡Pero estás loca! ¿Has visto el buen día que hace? —reaccionó perpleja Clara—. ¿Por qué no vamos al Astros, nos pillamos un par de cerves y nos damos un paseo por la playa para lucir el body?
—No sé… Ya sabes que los bombones se derriten al sol —contestó Julia, intentando vacilarle.
—¿Y eso quién te lo ha dicho? ¿El que te regala barquitos de papel día sí y día