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El tiempo que quieras
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Libro electrónico135 páginas2 horas

El tiempo que quieras

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Información de este libro electrónico

¿Por qué ley fatal e incomprensible la realidad nunca se ajusta a la dimensión de nuestros sueños? ¿Por qué el tiempo de la espera, de las ilusiones, supera con amplitud los momentos en que las fantasías se deforman hasta ser reales?"

Estos interrogantes, formulados en la voz de uno de los personajes de Graciela Gliemmo, bien podrían funcionar como claves de lectura para este exquisito conjunto de cuentos. Pues en El tiempo que quieras se vislumbra la "revelación de un mundo" inquietante: el mundo que late entre lo onírico y la vigilia, entre el deseo y la realidad; el mundo que palpita entre la memoria y el olvido, y que se manifiesta en el presente en los pliegues de lo cotidiano, en la identidad más íntima.Una palmera que ensombrece a los amantes; una despedida teñida de abandono; la sugestiva elección de una orquídea o de una habitación adolescente; el cambio en el rumbo de una vida matizada por la ambigüedad de lo fantástico; la voz de Penélope tejiendo su verdadera personalidad; la ilusión de un amor para siempre… Con delicioso erotismo femenino y una importante cuota de ironía, Graciela Gliemmo nos regala generosamente "un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2021
ISBN9789875993846
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    El tiempo que quieras - Graciela Gliemmo

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    Graciela Gliemmo

    El tiempo que quieras

    Prólogo de Ana María Bovo

    ©Libros del Zorzal, 2011

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Índice

    Prólogo | 5

    La sombra de la palmera | 8

    Agujeros | 12

    Orquídeas en invierno | 22

    Rituales | 28

    No soy esa que cuentan | 41

    Sueños paralelos | 44

    Nada de besos en la boca | 57

    Tocale la cola a la novia, nena | 64

    ¿Y dónde está mi cuarto? | 72

    Ahora que estoy sin Alberto | 85

    Último sábado de carnaval | 91

    Je t’aime, Zizou | 100

    Algo para recordar | 108

    Café de la Feria | 120

    Gratitudes | 129

    Prólogo

    No tengo experiencia en escribir prólogos. Este es el primero. Y me toca hacerlo con el primer libro de cuentos de Graciela Gliemmo, autora —hasta el momento— de textos no ficcionales.

    En principio me cautivó el título. Remite a un personaje de Clarice Lispector —una niña devoradora de historias—, que desea mucho, mucho, un libro ajeno. Frente a El tiempo que quieras, algo semejante me pasó a mí.

    Cuando leí el primer cuento, sentí una familiaridad con las voces, con los personajes, con el clima. Cuando leí el segundo, me ganó, además del interés, el desconcierto. Fui avanzando con cautela. Porque tuve como lectora la sensación de haber burlado la vigilancia de un portero distraído para subir al primer piso de un edificio desconocido. Vi un pasillo largo y una alfombra que cubría, de punta a punta, el centro del pasillo. Entonces, bajo el filo que separaba cada puerta del piso de madera, pude intuir cuánta luz o cuánta penumbra había adentro. Pude escuchar los rumores de voces cálidas, hostiles, respiraciones livianas, suspiros agobiados de personajes que ansiaba conocer mirándolos de frente. Avancé, después, por los cuentos con la avidez de una censista que logra trasponer el umbral y se demora en cada habitación para hacer, primero, las preguntas de rigor y luego, otras preguntas. Esas que nunca figuran en los formularios.

    Ese pasillo que, en apariencia, prometía siempre lo mismo (todas las puertas parecen iguales, idénticas las mirillas, los mismos picaportes) rompe en su recorrido con la ilusión de lo unívoco. La lectura de cada cuento es inquietante porque te lleva hacia la próxima puerta con otra ilusión: saber que llegarás al final con el oído colmado de múltiples voces, de rumores diversos. Con el deseo, también, de desandar el pasillo para trasponer los umbrales otra vez. Para quedarte en alguno de esos cuartos ajenos, el tiempo que quieras.

    Ana María Bovo

    Nada existe más difícil que entregarse al instante. Esta dificultad es un dolor humano.

    Es nuestro.

    Clarice Lispector

    , Agua viva

    Las cosas frías se calientan, lo caliente se enfría, lo húmedo se seca, lo seco se vuelve húmedo.

    Heráclito,

    Fragmento

    126

    El hombre es semejante a un soplo

    sus días a una sombra que pasa.

    Salmo, 144-4

    La sombra de la palmera

    Sabrina y yo íbamos todos los martes y jueves a esa casa. No teníamos piano y la señora Cecilia nos prestaba el de su hija. Nunca supe cómo había hecho nuestra madre para llegar a ese arreglo, aunque cuando se refería a nuestras prácticas, ella decía: Alquilamos un piano. Nadie lo usaba y hasta el día de hoy pienso que por eso sonaba algo desafinado. La cuestión es que permanecíamos unas cuantas horas tocando a cuatro manos en la casa de los Melindo, de la reconocida profesora Cecilia Melindo.

    Ni Sabrina ni yo usábamos reloj. Ningún niño lo usaba si no había cumplido por lo menos los doce o trece años. Al principio era difícil adivinar hasta qué hora podíamos quedarnos, pero luego apareció Damián y eso nos ayudó a medir nuestro tiempo. Cuando Cecilia le abría la puerta para despedirlo, nosotras salíamos rápidamente y con la cabeza baja por el costadito que quedaba libre. Tan entretenidos estaban agotando los últimos minutos del encuentro que nunca respondían a nuestro tímido saludo.

    Cecilia era la mujer de don Julio, famoso en el barrio por sus barquitos de madera y, sobre todo, por su irreversible enfermedad. Hacía años que no salía a la calle, que ni siquiera paseaba por su propia vereda. Tenían sólo a Camila, que se dedicaba a leer durante horas y horas encerrada en su habitación. Cecilia era bastante cariñosa con su única hija, pero ya no le quedaba ni un resto de paciencia para tratar a su esposo. Menos aún amor.

    Mientras ensayábamos ilusorias escalas e improvisábamos para ver si alguna vez salía algo de tanto tocar las teclas, don Julio escuchaba la radio en la otra punta del largo comedor. Como sintonizaba Radio Nacional, nosotras jugábamos a acompañar la música. En realidad, no exagerábamos cuando le decíamos a nuestra madre: "Hoy tocamos el Concierto para piano número 21 de Mozart" o alguna otra cosa por el estilo. Y don Julio sonreía. Yo lo espiaba y sorprendía a veces su triste sonrisa.

    Al rato, como a mitad de nuestro increíble concierto, aparecía Cecilia con una bandeja y le dejaba un enorme tazón con leche y unos panes enteros que don Julio iba mojando de a poco, para sorber después el líquido caliente emitiendo unos ruidos bastante desagradables. Él mismo se limpiaba con la servilleta y esperaba largo rato con la bandeja sobre las rodillas, hasta que Cecilia reapareciera otra vez. Ella se la sacaba de mal modo, con mucho fastidio, y lo acomodaba con rudeza en la silla de ruedas. Lo regañaba como si se tratara de un anciano o de un niño molesto mientras le cambiaba la camisa, la remera o el pulóver, porque decía que se había salpicado con leche y que la leche da un pésimo olor cuando se seca. Había un poco de animosidad en esa frase, y a mí me molestaba que cerrara la escena con las siguientes palabras: ¡Qué van a pensar las chicas, Julio!.

    Nunca lo hablé con Sabrina y hasta me atrevería a asegurar que ella, embriagada por el sueño de ser algún día concertista y convencida de que con esas falsas horas lo lograría, no prestaba atención a nada que se escapara de la reducida superficie del piano. Incluso yo solía cedérselo con gusto y casi llegué a no tocarlo durante tardes enteras, cuando dejé de espiar a don Julio y me dediqué a observar las miradas que se echaban Cecilia y Damián.

    Él era, creo, un compañero de la escuela en la que Cecilia dictaba clases de Química. No sé cuántas veces por semana la visitaría, pero cada vez que nosotras íbamos lo cruzábamos. Llegaba a minutos de la escena de la bandeja, así que estaría un poco más de una hora.

    Si me dieran la oportunidad de rescatar algo de esos cautivantes momentos, no recuperaría mi niñez ni la sincera y espontánea relación que tenía entonces con mi hermana gemela. Me quedaría con una de esas miradas. Mientras hablaban de planillas, de casos típicos de rebeldía infantil y adolescente con los que me sentía absolutamente identificada en esa época, del mal carácter de la rectora y de temas tontos, intrascendentes, los ojos dialogaban en un lenguaje simultáneo y hasta contrario al de las palabras. Eran sólo los ojos, porque las manos de ambos permanecían quietas y el cuerpo, fingidamente inexpresivo, reservado. A veces, me arriesgaría a precisar que muy pocas veces, se agitaron sus voces y se ruborizaron las mejillas. Yo asistía cada martes y cada jueves a ese diálogo amoroso y sentía cómo se iba construyendo un puente silencioso entre los dos, tan cómplice y esperanzado.

    Se sentaban en dos amplios sillones de algarrobo, colocados muy cerca de uno de los grandes ventanales, y yo veía hacia el final de la fragmentaria pero significativa conversación una señal, una particular ansiedad en el rostro de Cecilia: cuando la palmera del gran patio proyectaba su sombra sobre el piano y la luz del sol dejaba de iluminar la cabeza de Damián, ella se apagaba de inmediato, como disparada por una cuerda interna, y se ponía de pie mientras acomodaba hacia abajo su vestido o intentaba borrar las invisibles arrugas de la tela. En ese momento, sus ojos se aguaban.

    Un día Damián desapareció, quiero decir, dejó de visitar a Cecilia. No hace falta aclarar que nunca supe los motivos de su alejamiento y que los reclamos se hicieron más tenaces a la hora de la merienda. Sabrina necesitó aprender de verdad a tocar el piano, y mis padres debieron invertir en clases dictadas por un profesor que guiara la inclinación artística de mi hermana. Yo extrañé durante mucho tiempo esas horas de música clásica mientras jugábamos a tocar el piano. Extrañé también la cercanía amistosa de don Julio. Me hizo falta la frescura inexplicable de ese antiguo comedor. No llegué a comprender nunca los contradictorios sentimientos y sensaciones que me provocaban esas tardes.

    En realidad, no es por eso que recuerdo hoy esta historia. Es, pienso, por la gran melancolía que me provocan los altos árboles de esta nueva casa. No hay palmeras, pero un robusto ciruelo cargado de frutos proyecta su sombra sobre el mudo piano de mi hija. Mientras escucho los armoniosos violines que interpretan a la perfección el Canon de Pachelbel, las agujas marcan ya las seis y media, aunque creo que este reloj adelanta unos minutos. Pronto llegará Ricardo para compartir un café mientras hablamos de nuestros trabajos, de la difícil situación del país, en fin, de cosas de la vida. Pero los ojos de Ricardo se me escapan. No he podido cruzarme ni una sola vez con ellos.

    Agujeros

    Es el otro el que parte, soy yo quien me quedo.

    Roland barthes,

    Fragmentos de un discurso amoroso

    Vuelo Buenos Aires – Madrid.

    Y bueno. Aquí estamos finalmente. Llegó el día en el que tal vez comience este infierno tan temido. El infierno sin diablo y sin llamas.

    Tal vez hayamos hecho ayer por última vez el amor. Tal vez no.

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