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Diario íntimo del mal amante
Diario íntimo del mal amante
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Libro electrónico128 páginas2 horas

Diario íntimo del mal amante

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En su incesante búsqueda del amor, el protagonista de Diario íntimo del mal amante va comprendiendo el mundo a través de la presencia interminable de la locura, de la certeza de la muerte, del desamor y del amor mismo; ingredientes todos que hacen de la lectura de este cuaderno una emocionante aventura juvenil, apasionante y encumbrada con la propia transformación del héroe.
También está presente un mundo que, si bien casi siempre le es hostil, termina por absorberlo de manera absoluta. El caldo de cultivo es el propio de un delicioso erotismo, lo que hace de este libro el perfecto confidente de los incansables enamorados.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento10 may 2017
ISBN9781524304584
Diario íntimo del mal amante
Autor

Manuel Alexander Roblejo Proenza

Manuel Roblejo Proenza (Bayamo, 1982). Poeta y narrador cubano. Ganador de diversos premios nacionales e internacionales, entre los que sobresalen la Primera Mención Honrosa en el XIII Concurso Literario “Gonzalo Rojas Pizarro” de cuento, Chile, en febrero de 2016; finalista del Premio Internacional de Poesía “Hispaletras 2016”, Panamá, 2016; finalista en el Premio Internacional de Cuentos “Gabriel Miró”, España, 2016; Primer Premio VIII Concurso Literario "Relatos Asombrosos", Argentina, 2016; Mención Especial del Premio Nacional “Emilio Ballagas” 2016 de Cuento, Cuba, 2016; Primer Premio en el Concurso de Cuentos “Carmen Rubio”, Cuba, 2016. Sus relatos y poesías han sido publicados en antologías en países como España, Argentina, EEUU, Chile y Cuba.

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    Diario íntimo del mal amante - Manuel Alexander Roblejo Proenza

    A modo de disculpa anticipada

    Lo último que quiero es narrar algo en orden cronológico; resulta extremadamente convencional y aburrido. Pero la verdad es que no encuentro otra manera de dejar testimonio de mi paso a través del amor en este mundo, o viceversa. No creo que sea del interés de mucha gente, la verdad, porque no ha sido una travesía demasiado aventurera o morbosa, sino, más bien… convencional y hasta aburrida.

    Pero estoy seguro de que al menos una, o quizás con suerte dos personas, se identificarán con alguna de las historias de amor que voy a narrarles; siempre, y esto lo prometo desde ya, apegado a la más absoluta verdad y exactitudes históricas de mi vida. Si te han herido, traicionado y escupido; si te han dado largas, ignorado o enterrado en vida; si te han prometido, jurado y perjurado; si te han, con suerte, alguna vez amado; o sí, simplemente, has amado tú, entonces sigue leyendo: lo mismo me sucedió a mí.

    I

    Y, como a un enorme porciento de nosotros les sucede de niños, me enamoré perdidamente de mi prima. Fue, sin duda alguna, mi primer gran amor. Y creo que el más genuino, recordado, travieso y novedoso que haya tenido, o vaya a tener nunca jamás. Fue un amor repartido entre cazar lagartijas colgadas en las palmitas del portal, con un lazo hecho con las venas de sus hojas, y grandes silencios en la negrura de la noche; fundado con roces mágicos e irrepetibles, en lugares siempre asombrosos.

    A inicios de mayo mi padre nos daba a beber un jarro con agua, recogida del primer aguacero, así que estábamos protegidos contra todos los males; y éramos cómplices entonces del descuido desafiante de querer enfermarnos a cualquier costo. De todas formas también estaban, para situaciones extremas o paranormales, los santos de yeso del viejo: un San Lázaro y una Virgencita de la Caridad, a los que solo él les pedía los fines de semana.

    Mi madre había querido echarlos de la casa en múltiples ocasiones; pero la gran cantidad de cabos de tabaco y monedas de a un centavo que acumulaban sus altares daban lástima, la verdad. A veces, en fechas especiales, se colocaban dulces específicos allí, que mi hermana desaparecía sin compasión. También había un corazón de Jesús en la sala, herencia de mi abuela materna, que tenía, sin dudas, mejores colores que las estatuillas de mi padre.

    En esa época nos subíamos al techo de la casa, de placa sólida, donde la mata de mangos de la vecina había depositado, traidora, toda su confianza de madre generosa; y, cuchillo de mesa y frasco de sal en mano, no le dejábamos una fruta a medio madurar con vida. El árbol formaba una especie de cúpula allí, y antes, cuando la presencia de mi prima no era importante para mí, yo lo compartía con mi hermano; pero ahora el gordito estaba desterrado de aquellos predios, aunque de vez en cuando había que dejarle caer uno bien grande para que no nos delatara.

    Julia se enfermaba menos que yo; siempre tuvo un estómago más resistente para toda clase de cosas difíciles de digerir.

    Ella me era dos años menos vieja, y no tenía nombre con Y, sino un nombre convencional y de novela, el femenino de grandes héroes de la escuela. Es curioso como en esa época yo pensaba en esos detalles de nombres, sobre todo si era el de un héroe mártir. También sus fotos me importaban, aunque en la escuela nunca se preocupaban por describir sus físicos. Grandes bigotes, grandes ojos, pequeños ojos, hombros recogidos.

    Por alguna razón extraña Julia me recordaba esos retratos.

    Tengo un recuerdo muy sensual de ella, sonriéndome con los dientes manchados por las almendras rojas del patio, y el pelo revuelto y castaño, casi rubio, cayéndole brilloso sobre sus ojos claros y muy abiertos. Tener el pelo castaño y los ojos claros era algo común en mi familia; sin embargo, ella se había pasado de la raya.

    El almendro sí era nuestro, por tanto las almendras eran frutas más simples y abundantes, aunque con mucho menos masa que los mangos ajenos. Se podían comer maduras, a mordida limpia, o esperar hasta que se secaran y machacarlas con una piedra sobre otra mayor; pero nuestra paciencia no alcanzaba como para juntar un bulto de semillas que nos llenara la boca ambiciosa.

    Mi madre siempre hablaba sobre turrones españoles a base de almendras y avellanas; pero esa época había quedado extinta, dándoles lugar a entrañables dulces caseros, casi siempre de frutas. También se podía hacer dulce de almendras, pero ni a Julia ni a mí nos gustaba. Yo machacaba almendras siempre para ella, aunque me destrozara los dedos en la primera docena. Yo era su incansable machacante.

    Dormía en mi casa cada vez que su madre, mi tía, no podía cuidarla; y, para mala suerte de los que se oponen a este tipo de amor filial, genéticamente raro, ella dormía conmigo, o podría mejor decirse que para mí.

    Recuerdo que la primera vez que la llevaron a quedarse le escuché decir a la familia que la tía estaba rara, que la habían internado y que se había escapado y que la habían vuelto a internar, ahora por largo tiempo; y en lo profundo de mi corazón pequeño y egoísta de niño, me alegré del acontecimiento, aunque no lo entendía del todo. Toda una vorágine de preparativos de adultos se tejía entonces a nuestro alrededor, y la casa hasta parecía animada por el nuevo rumbo que estaban cobrando las cosas.

    Teníamos nueve y once años, pero en el alma ella me llevaba como cinco. Dicho sea de paso, también los aparentaba, como es natural en niño y niña de casi la misma edad. Tampoco era que nos hubiéramos detenido a contemplar nuestros cuerpos en detalle, porque lo que importaba realmente estaba en el viento que despeinaba su cabello, y en el esfuerzo de mis flacos brazos quebrando alguna rama inútil para ella. Recuerdo que en esa época me miraba poco al espejo, aunque había uno grande en la puerta del armario.

    Yo nunca había escuchado la palabra drogadicta; era muy temprano para mí y hasta para el tiempo que corría, todavía en una inocente carriola de madera yanqui, con cajas de bolas rusas; sin embargo, mi padre le había achacado a mi tía esa evidente palabrota alguna vez, después del primer internamiento, con lágrimas en los ojos y puñetazos de hermano en el horcón mayor de la cocina. Así que mi prima pasaba más tiempo en mi casa que en la suya, para suerte mía y de mis soledades habituales.

    Volvía a su casa de vez en cuando, pero retornaba a una velocidad que dejaba mucho que desear del empeño de la tía por curarse y ser normal. Todos tenían cara de desánimo entonces, así que intuía que todo el mundo apostaba a que la cosa era para rato. En el pueblo había dos locos, según recuerdo, pero no se permitían más, o algo así. Incluso recuerdo que mi madre siempre hablaba de un antiguo compañero suyo de estudio, que se había incendiado y muerto porque quería ser mujer, pero ninguno de sus hermanos de sangre lo había apoyado en la idea. Según ella era una lumbrera en la escuela. Una lástima.

    Desfilaba el hambre del período especial, a paso doble y con rostro amargo de inusitada permanencia, loma abajo en mi barriecito; y los apagones nos hacían reunirnos en algún portal bendecido con la luz de una lámpara china, antigua alfabetizadora, a escuchar historias de viejos, muertos y aparecidos; también historias de desaparecidos. Chismes de mujeres engañadoras y brujas probadas, o tontos cuentos mentirosos que los más agudos de la pandilla se inventaban para la ocasión. Nadie conocía la longitud exacta del Titanic, ni la velocidad máxima de un cocodrilo en tierra; así que mil quinientos metros y doscientos kilómetros por hora eran cifras incuestionables.

    Los portales de Ñica, la vieja bonita que había sido prostituta en Francia, y recordaba todavía el nombre de alguna calle parisina; o el de Ramón, el gordo solterón y buenazo, cuyas preferencias sexuales fueron siempre un misterio, eran los favoritos. Tenían losas antiguas, de esas que tienen figuras pequeñas, y forman otras más grandes y bellas cuando se juntan como se debe; y no las aburridas rosadas y amarillas que decoraban todos los demás portales en construcción, con materiales baratos del fondo mercantil.

    Julia se sentaba al lado mío, siempre; y siempre me agarraba la mano, muy familiar y cómplice a la vez. Nadie podía vernos en la oscuridad del apagón y de la noche. Es curioso cómo no me incomodaba el sudor de su mano, ni a ella el mío; luego no he podido tolerar tal cosa de nadie más, ni cualquier otra muestra indecente de confianza en general. Yo me sentía un tipo protector, y de vez en cuando la miraba de reojo; y si descubría que ella me estaba mirando ponía cara de malo, concentrado en mi malicia.

    Ella se reía y me apretaba más. Dos hoyuelos, uno menos profundo que el otro, le daban a sus mejillas una apariencia de novela, que no quería que nadie más notara. Recuerdo una imagen, en uno de mis libros de Historia, de un héroe con hoyuelos parecidos; pero no puedo asegurar que fuera de los más recordados.

    Fue la única etapa en la vida en la que accedí a acostarme temprano; es más: imploraba porque me llevaran a la cama, con algún pretexto de dolor de barriga o de garganta. Al final era que el agua de mayo, si no era del mismo día primero, tampoco lo curaba todo, y eso todo el mundo lo sabía. Los santos tenían que esperar su fecha, y a Jesús había que pedírselo. Julia me seguía los pasos, doblada a la mitad de algún padecimiento repentino, y todo era tan evidente que no sé cómo nunca nadie se dio cuenta de que aquel desespero por irse a dormir no era ni normal, ni recomendable.

    El cuartico del medio era extremadamente caluroso, y ya estábamos sudando la gota gorda

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