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Magdalena
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Libro electrónico300 páginas3 horas

Magdalena

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 Magdalena  narra la vida y milagros de un heterogéneo grupo de lugareños que habitan en un pueblo de Andalucía allá por el año 1950.
La vida austera y sacrificada de Magdalena, la principal protagonista de este relato —una mujer humilde, fuerte y un poco desquiciada, que raya la cincuentena y que se ve apurada para sacar adelante a sus diez hijos— experimenta un profundo cambio cuando, después de recuperar el cariño de su marido, comienza el noviazgo de su hija primogénita con un viudo de mediana edad, veinte años mayor que ella, que goza de buena posición, y cuya madre, muy rígida y severa, con frecuentes delirios de grandeza, es conocida en el lugar como la 'señá' Paca.
El contacto entre ambas familias trae consigo inevitables choques —las diferencias sociales se hacen patentes cada
dos por tres— y, al igual que en la vida real, van alternando los aspectos humorísticos con los sentimentales.
Los personajes, una vez empezada la trama, se van desenvolviendo a su aire, ya que el autor ha hecho todo lo posible por dejarlos en absoluta libertad, limitándose a ser un mero cronista. A medida que avanza la acción, van tomando protagonismo nuevos personajes que se entrelazan con los anteriores por circunstancias de la vida.
El autor confía en que las andanzas de Magdalena, Julián, Pepona, Gabriel, el Abuelo, don Eufrasio, doña Tula, etc.,
susciten el interés del lector y su ternura. Y si, además, son capaces de divertirle, ¡muchísimo mejor!
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento4 dic 2019
ISBN9788417845780
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    Magdalena - Joaquín Vergara

    ellos!

    Capítulo I

    PROBLEMAS MATRIMONIALES

    Magdalena no era lo que se conoce como una mujer hermosa…, pero tenía muy buenos pechos.

    Nunca aprendió a leer y a escribir, pero supo dar a luz a diez hijos, amamantarlos, cuidarlos, educarlos a su manera… y «quererlos más que ninguna madre del mundo», como ella solía decir. Con eso y con hacer juegos malabares para poder alimentarlos, vestirlos y calzarlos, un año y otro, se daba por muy satisfecha. Y no era para menos.

    Poseía, además, una buena dosis de filosofía barata, de gramática parda y de refranes archisabidos: de los de toda la vida. Lo malo era que, a veces, no los decía a derechas.

    Solía exhalar frecuentes resoplidos y se propinaba, cada dos por tres, algún que otro tortazo sobre sus redondeadas caderas. Era bastante supersticiosa —aunque no le gustaba reconocerlo—, aficionada a comprar, con lo poquísimo que le sobraba, alguna papeleta de lotería y muy adicta al café solo, muy cargado, junto con unos fortísimos analgésicos —que estaban por aquel entonces de última moda— para amortiguar sus frecuentes jaquecas. Nerviosa hasta el extremo y con tendencia a dramatizar, casi a diario, traía de cabeza a su familia con su parloteo incesante y sus exageraciones.

    Julián, su esposo, bastante más feo que ella y desgarbado como él solo, apenas pudo asistir a la escuela cuando era niño, pero sabía leer y escribir, para defenderse, y «las cuatro reglas», como se decía entonces.

    A él le bastaba con tener las manos encallecidas, la voz ronca, el pecho hirsuto, la barba pinchosa y unas bolsas hinchadas, como pequeñas talegas vacías, bajo sus oscuros ojos de hombre curtido por la vida y el trabajo.

    Solía beber alcohol a diario —aguardiente por las mañanas y unas copas de vino al terminar el trabajo—, por lo que su circulación se resentía.

    Fumaba como un carretero —lo que, por cierto, le iba como anillo al dedo, ya que había ejercido, entre otros muchos, este oficio— y su adicción al tabaco le provocaba que, aparte de tener las yemas de los dedos de un color amarillo tostado, casi ocre, tosiera como un condenado en las frías madrugadas de aquellos largos, interminables inviernos.

    Además de todo esto, la mayoría de las veces le daba la impresión de que tenía la cintura partida de tanto trabajar.

    Pepona, la hija mayor, la que ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa, era una muchacha muy responsable y bondadosa, con un carácter «de pasta de almendras», que sabía fregar y barrer a conciencia, preparar sabrosos guisos, cuidar de los niños, planchar, repasar la ropa y hacer labores de ganchillo y bordado, hasta el punto de que sus cansadas espaldas amenazaban con empezar a encorvarse en plena juventud.

    El abuelo, Manuel, algo cascarrabias, escuchimizado hasta el extremo y muy pequeño de estatura —con una prominente barriguilla, impropia de su cuerpo endeble—, ya vencido por los años, estaba completamente calvo y arrugado como una pasa, pero sabía liar un cigarrillo como nadie. Hablaba con frecuencia de cuando «sirvió al rey», allá por el año de Maricastaña, y era este uno de sus temas favoritos de conversación. Muy aficionado a la albañilería y a la carpintería, a veces, sentado a la puerta de su casa, muy ufano y repantigado —como un señorón, pensaba él—, a la hora del atardecer se fumaba uno de aquellos hermosos puros que el amo le regalaba a su yerno mientras entornaba sus pequeños ojillos de viejo zorro, inundando su cabeza de antiguos recuerdos, que desfilaban ante su mente como si de una vieja película, vista mil veces, se tratara.

    El amo, don Eufrasio —nombre extraño, elegido por sus padres antes de su nacimiento para evitar posteriores apodos, tan propios de los pueblos—, era el hombre más rico del lugar: poseía muchas hectáreas de tierras calma y enormes plantaciones de olivar. Corrían por sus venas algunas gotas de sangre azul y era dueño de varios cortijos, uno de los cuales, hermosísimo, era el más famoso de los contornos.

    El cortijo, ¡qué lástima!, aún no contaba con un baño en condiciones, aunque sí con agua corriente, pero atesoraba —aparte de la más moderna maquinaria de entonces y de los aperos necesarios para la labranza— muchos muebles antiguos, algunos carcomidos por los años; valiosos cuadros en los que la pátina del tiempo había hecho sus estragos, ennegreciéndolos; y, lo mejor de todo, contaba con una gran chimenea de campana dentro de la inmensa cocina de la planta baja, adornada con hermosos platos antiguos, curiosos objetos de cobre, hierro y latón y codiciados trofeos de caza.

    Alrededor del hogar, algunos ancianos —antiguos sirvientes, ya jubilados, recogidos por el amo por carecer de familia— acostumbraban a contar cuentos o antiguas historias de tradición oral en las frías noches de invierno: leyendas de toda la vida, de las que se iban transmitiendo de generación en generación. Los hijos y nietos de los actuales trabajadores escuchaban aquellos estremecedores relatos —que otras veces, para contrastar, estaban salpicados de gracia— al amor de la lumbre, apretujados, atónitos, muy atentos, con los ojos como platos.

    ***

    Magdalena vivía en una casa humilde, de dos plantas, a las afueras de Trigales Verdes —así se llamaba el pueblo—, que había sido edificada dentro de un patio grande, en el que contaban con tres o cuatro árboles frutales, un pequeño huertecillo, un abrevadero de tamaño medio —por si contaban alguna vez con una bestia de carga— y un «hornillón», por si se presentaba la ocasión de hacer una matanza.

    La familia no gozaba de ningún lujo, pero, a menudo, Magdalena compensaba sus estrecheces haciendo unos bollos de aceite muy ricos —dorados, gruesos y crujientes, adornados con almendras y ajonjolí—, que eran famosos en todo el pueblo.

    Julián, como es lógico, no prestaba la más mínima ayuda en las labores de la casa —eso, en aquellos tiempos, no hubiera estado bien visto en un hombre, aparte de que llegaba reventado del trabajo—, a no ser que se viera obligado a arreglar un grifo o un enchufe que se le resistiera al abuelo; pero era un campeón a la hora de jugar al dominó en alguno de los bares del pueblo. Además, sabía dejar preñada a su mujer con una facilidad asombrosa.

    ***

    Este relato comienza en un momento harto difícil para aquel matrimonio: justo en el día en que Magdalena, que estaba a punto de entrar en la década de los cincuenta, creyó que le había llegado la esperada, inexorable —pero, en cierto modo, anhelada por ella— menopausia.

    Julián, al enterarse de que su esposa había perdido «sus costumbres» —como por aquel entonces llamaban los lugareños a la menstruación—, lloró desolado porque su mujer se le hacía vieja —¡y a él le gustaban tanto las jóvenes…!—, consiguiendo que su nariz pareciera más caída; sus dientes, más amarillos; sus verrugas, más grandes; su papada, más colgante…

    A partir de ese momento, y tras una disparatada discusión con su esposa por el espinoso asunto del climaterio, dejaron de compartir lecho y alcoba.

    Él se buscó una «querida» para salir del paso —joven, vistosa y vulgar—, que le duró tres o cuatro semanas: porque Julián era muchos años mayor que ella, y la muchacha —tan fresca como una lechuga, tan ordinaria como hablar a gritos y con la cabeza llena de pájaros— pensó que no quería ataduras. Ni, menos aún, cuidar de un viejo en un futuro próximo: cuando, para colmo, él era más pobre que las ratas.

    El hombre, por su parte, cansado a su vez de aquella mujerzuela caprichosa y vacía —que, aunque le proporcionaba «ciertas distracciones», no sabía escucharlo ni consolarlo en sus preocupaciones y que, para colmo, se podía haber quedado con los pocos ahorros que el hombre tenía—, volvió al redil como un humilde corderillo: cansado y lleno de desilusión, pero con la esperanza de recuperar el cariño de su mujer.

    —No estoy ya para esos trotes —pensó—. Ahora comprendo que he sido un loco, un tarambana… ¡Cuánto más feliz era con mi esposa de toda la vida y con la compañía de mis hijos!

    Magdalena —amorosa, benévola, enamorada… y fuerte como una roca, a pesar de lo que le pesaban sus recientes y descomunales cuernos y su presumible menopausia—, cuando lo vio llegar con tan mal aspecto —cansado, sucio, hecho polvo…, casi pidiendo perdón y sin atreverse a levantar la voz—, lo besó en una de sus mejillas, hirsuta, bastante flácida y algo hundida, como prueba evidente de que lo había perdonado, mientras le preparaba un baño caliente en el barreño antiguo.

    En el fondo, ella estaba convencida de que su esposo volvería. Ahora tenía que cuidar de que al hombre no le hubieran contagiado ninguna enfermedad «esa clase de mujeres».

    —Con un lavado a conciencia se desinfectará —pensó.

    Julián parecía un pez muy grande y desangelado mientras chapoteaba dentro del barreño como un niño travieso, riendo por todo: muy satisfecho, en el fondo, de haber regresado al nido… mientras su peluda barriga asomaba por encima del agua jabonosa, que se iba oscureciendo poco a poco.

    ¡Todo un acontecimiento en la familia! ¡Llevaba el hombre tanto tiempo sin bañarse que fue feliz durante un buen rato aquella tarde!

    Pero cuando Magdalena se dispuso a tirar el agua sucia donde su marido se había escamondado, faltó muy poco para que se atascaran del todo las gastadas y roñosas cañerías.

    Menos mal que a Julián no se le daba mal la fontanería y les daría un apaño al día siguiente.

    Mientras tanto, aquella misma noche volvieron a dormir juntos. Magdalena, cuando llegó la hora de acostarse, sentía latir su corazón con mucha fuerza: como si fuera, de nuevo, una doncella que se va a entregar a un hombre por primera vez. Casi con la misma desasosegada ilusión que había experimentado hacía muchos años… en su noche de bodas.

    Y hay que reconocer que, a partir de aquel desagradable episodio de los devaneos extraconyugales de Julián, estaban ambos convencidos de que se querían mucho más que antes.

    Capítulo II

    PEPONA RECIBE UNA CARTA

    Dejando al maduro matrimonio formado por Magdalena y Julián arrullarse como dos tortolitos a raíz de su reconciliación matrimonial —supuestamente posmenopáusica—, cuando el hombre comprendió que casi treinta años de convivencia no se podían tirar por la borda así como así, ocupémonos de Pepona, su hija mayor.

    Sin duda, la muchacha —como ya dijimos— era el prototipo de esa hija primogénita que solía trajinar en todas las casas antiguas de familias numerosas poco adineradas: la que compartía con su madre la responsabilidad de llevar a cabo las innumerables labores propias de una casa y los cuidados que requería la crianza de sus hermanos.

    Pepona contaba ya veintisiete años. Hasta entonces, jamás había tenido novio ni ningún pretendiente. Cierto es que tampoco se esforzaba demasiado en conseguirlo. Además, como apenas salía de su casa debido a las múltiples obligaciones a las que debía atender, era lógico que así fuera.

    Magdalena, «refranera» empedernida, solía decir tiempo atrás, mientras exhalaba un resoplido y se propinaba un fuerte manotazo en la cadera derecha:

    —¡No te preocupes, niña! ¡Que el buen paño en el arca se vende! —Como si por el hecho de repetir, una vez más, el manido refrán acabara de descubrir América.

    —¡Yo no me preocupo por eso, madre! —solía contestar Pepona, totalmente sincera.

    Pero el paño seguía intacto, sin que nadie se acercara a comprarlo, por lo que aquella madre, a medida que pasaban los días, estaba empezando a plantearse la posibilidad de que su hija mayor se quedara para vestir santos, dado que en el pueblo la mayoría de las jóvenes solía contraer matrimonio a edades muy tempranas.

    En aquellos tiempos, el hecho de quedarse soltera no era como ahora, que, a menudo, es elegido por las mismas mujeres. Entonces, a la mayoría de ellas no les importaba atarse de por vida a un hombre —del que, en muchos casos, ni siquiera estaban enamoradas— con tal de llegar al altar vestidas de blanco —si sus medios se lo permitían—, con un ramo de flores en la mano y el velo de «tul ilusión» cubriendo su rostro. Aunque supieran de antemano que la vida de casada no era ningún paraíso, según opinaba la mayoría de las mujeres que ya lo estaban.

    —¡Que los hombres —decían las comadres del pueblo— dan mucho que hacer, por buenos que sean!

    Pero a pesar de los inconvenientes que parecía traer consigo, la boda era lo más importante para la mayoría de ellas: el hecho de casarse. Y cuanto más joven se acercara la novia al altar, mayor resultaba el «triunfo»: algo así como el final feliz, casi obligado, de una película. Aunque, a la hora de la verdad, no dejara de ser el comienzo de una vida bastante más complicada.

    Lo cierto es que Pepona, en ese aspecto, era un caso excepcional: no le preocupaba lo más mínimo el hecho de quedarse soltera. Es más, en el fondo estaba casi convencida de que jamás se casaría.

    Pero he aquí que, justo en aquellos días de infidelidad paterna superada y posterior reconciliación, cuando menos lo esperaba, recibió una carta en la que un señor viudo de mediana edad, de lo mejorcito del pueblo —si por lo mejorcito se entiende que se trataba de un hombre «con posibles»—, le proponía matrimonio.

    La joven, aunque muy halagada en el fondo, se quedó como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. Estaba tan aturdida, tan asombrada, que no sabía cómo reaccionar. Y, siendo de carácter reservado, no quiso comunicárselo a su familia hasta que ella misma hubiera tomado una decisión.

    El hombre en cuestión se llamaba Gabriel, pero en el pueblo, desde siempre, todos le llamaban Grabiel o Grabielillo el de la señá Paca.

    Era un cuarentón —más cerca de los cincuenta que de los cuarenta— que había enviudado unos años atrás: sin hijos, de estatura media, buena figura, rostro agradable, carácter simpático, siempre ataviado con excelente ropa, muy bien peinado y acicalado… Lo único que podía tener en contra era su fama de mujeriego. Pero como en aquellos tiempos lo de ser mujeriego parecía estar a la orden del día casi no se consideraba un defecto.

    Pepona apenas pudo dormir en toda la noche. No paraba de dar vueltas en la cama, mientras que su cabeza era un caos. Jamás se le hubiera ocurrido que un hombre tan «riquito» como Grabiel pudiera interesarse por ella ni, menos aún, que la pretendiera.

    Cierto era, y acababa de recordarlo, que en una ocasión sus hermanas le habían dicho, yendo por la calle:

    —¡Cómo te mira Grabielillo el de la señá Paca…! ¡Parece que te quiere comer con los ojos!

    Pepona, que se ruborizaba con mucha facilidad, sintió que sus mejillas ardían. Sabía que el viudo la había mirado con detenimiento, como recreándose en ella, por lo que no pudo evitar sonrojarse. Pero, sin querer darle importancia, les respondió:

    —¡Tonterías! Ese hombre mira a todas, por lo que dicen. Creo que es muy mujeriego. Además, de fijarse en alguna con buenas intenciones se fijaría en una de su clase, no en mí.

    Ahora, con la carta debajo de la almohada, pensaba en las caras de la gente cuando lo supieran y en las envidias que el posible casamiento podría suscitar.

    —Pero todo eso es lo de menos, no puede influir en mí —se decía Pepona—. Lo importante es que yo esté convencida de que me gusta y de que puedo llegar a quererlo.

    No sabía qué hacer. La verdad era que el hombre no le desagradaba, ni mucho menos, pero estaba como aturdida: porque le parecía «demasiado» para ella. Además, encontraba excesiva la diferencia de edad que existía entre los dos. Pero, por primera vez, trató de hacerse a la idea de lo que significaría compartir su vida con él.

    Quería a toda costa dar sola el paso antes de tomar una decisión tan importante. Y, por supuesto, dejándose llevar por el corazón, no por el interés.

    Bien conocía ella que en cuanto su madre se enterara le aconsejaría, una y mil veces, que se casara. Y que lo más probable era que, un poco más tarde, la satisfacción de ver a su hija mayor en tan buena posición se le subiera a la cabeza. De momento, empezaría a resoplar y a darse manotazos en las caderas, aunque esta vez de alegría… Pero ese era un asunto aparte.

    Pepona —de mediana estatura, con el cabello de color castaño, ligeramente ondulado, ojos oscuros, hoyuelos en ambas mejillas y expresión bondadosa—, sin ser del todo guapa, era mucho más agraciada que su progenitora. Había salido a su abuela materna, que en sus tiempos, según decían, fue una mujer vistosa.

    La muchacha, siendo adolescente, había estado enamorada —en secreto y durante mucho tiempo— de un pariente suyo; pero el joven, que jamás se interesó por ella, se prendó de una forastera, con la que se casó hacía ya algunos años, yéndose a vivir a otra ciudad.

    A su pesar, la muchacha, hasta aquel momento, no había conseguido olvidarlo del todo. Y mientras limpiaba la casa, guisaba, planchaba, cosía o hacía labores de ganchillo se le escapaban, sin querer, hondos suspiros cada vez que lo recordaba.

    Pepona se quedó dormida casi al amanecer, con un sueño profundo: como si le hubieran suministrado una fuerte dosis de anestesia.

    Su hermana «Madalenita», que compartía cama con ella, intentaba despertarla, zarandeándola una y otra vez, extrañada del pesado sopor que la dominaba.

    El sol entraba ya a raudales, en finísimos rayos esparcidos por los resquicios de la madera carcomida del ventanuco de su cuarto.

    Por fin pudo reaccionar, y dijo:

    —¡Qué apuro! ¡Se me ha hecho tarde!

    De repente, al espabilarse del todo, la joven recordó la proposición matrimonial que había recibido la tarde anterior y, sin querer, al saltar rápidamente del lecho, se puso roja de vergüenza.

    Capítulo III

    LOS PROLEGÓMENOS DE LA BODA DE PEPONA

    Después de múltiples vacilaciones, de serias dudas, de noches enteras casi en blanco, Pepona tomó la decisión de contestar a la carta de Gabriel, aquel viudo, veinte años mayor que ella, que se había presentado en su vida de improviso y con el que jamás tuvo el menor trato, dejando aparte las miradas que le había lanzado aquella tarde, unos meses atrás.

    La muchacha, un tanto atribulada, fue varias veces a hablar con don Elías, el párroco del pueblo, para que le aconsejara. Este tipo de consultas eran muy frecuentes en aquellos tiempos.

    Don Elías era un hombre de mediana edad, baja estatura, complexión fuerte, cabello negro, abundante y rizado, cabeza de buen tamaño, cejas espesas y piel morena, muy prudente y bondadoso.

    Cuando vio a la joven sumida en aquel mar de confusiones a causa de los problemas que le podría acarrear el matrimonio, le aconsejó, aparte de otras cosas, que hablara con su madre:

    —Creo, hija mía,

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